lunes, diciembre 10, 2012

¿QUÉ DIRÁN LAS MUDAS PUPILAS DEL ESPEJO?

 
 
*Obra de Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
 
 
 
 
 
 
ACASO*
 
 
 
Que pena minotauro. Que pena.
Ya no beberemos el agua prometida.
Un silencio de cera cala mis pechos yertos.
Llueve. Mis hilos se han cortado y es de noche
Presiento que ha de seguir lloviendo.
Acaso en algún momento pare
Pero no hay alimento para el toro sagrado.
Los chacales acechan. Babean.
Y ya no hay equinoccios.
Tus huellas, tan amadas, tan deseadas.
Las borra, lentamente, la lluvia de asteroides.
Acaso no lo creas, y dudes y vaciles.
Pero la piedra filosofal se oxida quedamente.
Y se ha ido tu polen de mi rostro.
Y en mis islas no vuelan las gaviotas.
Los ojos amarillos no maúllan, ni los gatos
Y han callado mis bosques de arrayanes.
Que pena Minotauro, que pena.
Acaso no comprendas. Tu andar, tan pesado.
Tan lento. Tan humano.
Acaso ya sabías que los toros blancos son fábulas
Y ya es tarde y estoy cansada corazón.
Y afuera llueve, no para y es de noche.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
¿QUÉ DIRÁN LAS MUDAS PUPILAS DEL ESPEJO?
 
 
 
 
 
 
PELOTA PICANDO*
 
 
 
*Por Jorge Isaías. Jisaias46@yahoo.com.ar
 
 
El golpe de la pelota sobre el césped de la cancha pegaba en mi cabeza con el ruido de un gong. Y producía una adrenalina que hacia circular con más velocidad mi sangre.
Ese golpe, ese ruido que daba en mis oídos como  un tambor funcionaba como un irresistible llamador que ponía todo mi cuerpo en una situación hueca de templanza, era todo brío y todo deseo de echarme a correr. Saltando los tejidos  que me separaban con solo cincuenta metros de distancia del fondo de nuestro terreno.
Para qué esperar y caminar las casi tres cuadras que formalmente separaban la puerta de mi casa y el portón de la cancha que usábamos para entrar a ese pequeño estadio arbolado, que exhibía algunos juegos infantiles (hamacas, trapecios, subibajas, areneros y hasta una calesita voladora) y una cancha de paleta y por supuesto el campo de fútbol con sus arcos que en los primeros tiempos tenía un tejido de alambre como red, hasta que las confusiones que producía tan incómodo material, un día con razonable actitud, la Liga Interprovincial obligó a sus afiliados a poner redes de piolín para que marcaran el gol con seguridad.
Yo podría escribir sin exagerar que en ese tiempo, la no autorización de correr hacia esa pelota que golpeaba en el suelo podría ser causa de una angustia que cerrara mi pecho. Cuando estaba el sí de mi padre especialmente, yo respiraba hondo y apenas oía la recomendación de volver temprano me comía el viento, corriendo, y saltando dos alambrados o tres, estaba en  único paraíso en ese tiempo de ilusiones posibles. Si estábamos solos con mi madre era distinto, nunca oponía un reparo, salvo que tuviera que hacer un mandado de urgencia, ya que estos se hacían de mañana y la pelota solo saltaba de tarde, porque  así lo disponía el canchero.
A veces era de los primeros y teníamos que esperarlo. Que bajara de su bicicleta, que parsimoniosamente sacara una gran llave del bolsillo y abriera el cuarto donde guardaba las redes y la pelota, y saliera con ella bajo el brazo y nos recomendara:
-A cuidarla muchachos, ¿eh? Porque la pelota se rompe.
Esos picados eran una ampliación bastante generosa que excedía la barrita de la cortada de la esquina,  como decíamos nosotros.
Por lo tanto venían chicos de otros barrios y no sólo los simpatizantes de nuestro club sino del otro también. Había una sola cosa allí que lo hacía todo muy democrático: las ganas de jugar y a veces se mezclaba con nosotros algún jugador de primera división, y que en esos tiempos en los pueblos nadie entrenaba. Supongo yo que vendrían a correr un poco.
En invierno,  otoño y primavera, se empezaba a la una de la tarde ya que oscurecía temprano por lo cual debíamos aprovechar al máximo la luz. En verano hasta la seis no empezábamos porque podríamos seguir hasta tarde pero con la cautela de evitar una insolación.
La mecánica era siempre la misma.
Al principio  éramos pocos y dos se ponían en el arco, para atajar los tiros que le producía el resto –por riguroso turno-  desde el límite de la raya 18. El que iba llegando se sumaba, y alternábamos con los que cubríamos el arco. Cuando juzgábamos suficiente el número, hacíamos un picado donde elegíamos (en especial los mejores, para que fuera más parejo) y ocupábamos la mitad de la cancha, a lo largo, es decir, de este a oeste. Cuando se  seguían sumando, en algún momento ocupábamos la cancha entera. Siempre tratando de ubicar los rezagados con un criterio de justicia y equidad. Como para hacerlo más llevadero al picado y así divertirnos todos, ya que a nadie le gustaba ser bailado impunemente si los jugadores más hábiles desequilibraban la balanza escandalosamente para un lado. Esto se cumplía rajatabla y era casi la única condición que poníamos y era fácil, porque ya todos nos conocíamos, era raro que apareciera un tapado.
En algunas épocas, no era raro que jugáramos con un poco de público. Algún dirigente, algún jugador como dije antes, algún retirado de la actividad, y curiosos, porque eran los que más abundaban.
Muchas veces he pensado que muchos de aquellos chicos, que llegaron a muchachos y luego hombres, no habrán pensado o sentido alguna vez la comezón de la nostalgia por aquella libertad gozada, disfrutada y perdida hoy para siempre.
También alguna vez ha pensado que tal vez hoy quede algún chico que al oír picar una pelota de fútbol se llene de ansiedad como para salir corriendo, saltando y trepando alambrados y tejidos para llegar a ser tenido en cuenta en ese espacio donde sólo reinaba la libertad, el deseo siempre, pero maravilloso de compartir un rato de alegría e ilusión.
Porque todos o casi todos, también soñamos con vestir un día la casaca de la selección nacional.
 
 
 
 
 
 
 
HASTA QUEMAR LOS BRAZOS, SE ABRAZABAN*
 
 
 
“QUE GANAS DE LLORAR EN ESTA TARDE GRIS
EN SU REPIQUETEAR LA LLUVIA HABLA DE TI…”
JOSÉ MARÍA CONTURSI (TANGO)
 
 
 
Traigo para vos todos los destierros del mundo.
Un manojo de destierros irredentos.
Mi expatriación de mar. Exilio de agua que no llega.
Trébol de cuatro hojas que no encuentro.
Traigo toda la furia de los vendavales.
Lluvia que purifica. Limpia. Expía.
Lava sangre de inocentes y manos de traidores.
Desborda rabia. Arrasa, quema.
Roca fluida que enciende la memoria.
Hombres y mujeres. Piedras resistiendo al sol.
Y dolía el destierro como duelen los malvones en flor.
Y temblabas en ella y ella temblaba en vos.
Y giraban como noria seca y triste.
Hasta quemar los brazos, se abrazaban.
La distancia no es barrera para los condenados.
Y derribaban mitos con la boca seca.
Y ensayaban pasos en un ritual de tangos.
Y la muerte esperaba en la puerta.
Y se fundían como tronco a la llama.
Y ardían en vida y supervivencia.
Intercambiaban celdas y saliva.
Y se amaban, como nunca se amaron.
La muerte era solo una simple circunstancia.
Un pájaro nocturno posado en la azotea de los sueños.
Y la vida, otra vez, aobaba** en otro cuerpo.
Otro cuerpo que desanda los pasos en esta tarde gris.
Un Sur que llora en tango y en violines.
Una concavidad que te espera y te busca y te encuentra.
Y te halla, hasta temblar. Hasta temblar, te halla.
 
 
** No es error ortográfico, ni de tipeo.
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
Para mis amigos -tantos – desterrados.
 
 
 
 
 
 
 
Sorpresa en el ascensor*
 
 
 
*Guión-cuento de Carlos Alberto Parodíz Márquez. parodizlaunion@gmail.com
 
 
(Un cuento abreviado del original)
 
 
Ella, desde lejos, anunciaba que tenía estilo.
Algo indefinible para la mayoría. No era su caso.
Cuando ingresó al palier del suntuoso edificio, estaba de espaldas y una airosa impaciencia, en su porte, anticipaba que no solía esperar. Ese deslizar imperativo tenía la insolencia del mar enojado.
Se tomó su tiempo, apreciando, en tanto el indicador luminoso del ascensor, guiñaba cómplice la proximidad.
Revisó su cabello largo estirado, recogido con  anudador de oro, a la nuca. Depositó en el piso el lujoso maletín rectangular, de cuero negro.
Se miran, en tanto aguardan el elevador, que hace las veces de permisionario virtual para llegar al cielo. Certifica el reloj, adosado como un imán de lujo en su muñeca izquierda; de estirpe y, por lo tanto, discreto; es preciso, tanto que, en realidad, le demostró que restaba media hora, para el cese de actividad en ese hormiguero humano. Un cartel, al tono, así lo puntualiza.
Había llegado con la antelación que le fuera solicitada. Rozó, con su mano izquierda, el bolsillo interior del abrigo. Allí, el sobre marrón. Lo extrajo. Repasó su contenido. El dossier, que ella no podía ver desde su posición, estaba prolijamente ordenado; fotografía; identificación; horario de su  llegada al edificio; piso y oficina, nada librado al azar.
Ella, con el dominio natural para estas situaciones, no perdió detalles de sus movimientos. Era una atención magnética. La distancia que los separaba, en ella accionaba expectativas.
Silencioso, el transbordador de personas -jaula metálica y babelica-, se detuvo y las puertas deslizaron su invitación a la leve penumbra acogedora, que parecía aguardarlos. Ascienden, son los únicos pasajeros. Ella, desafíante, preserva el estilo. Indicaron a la memoria iluminada, su piso. Se volvió, en dirección al espejo, para retocarse y comprobar, satisfecha, que su dominio y el de la situación, estaban intactos; no descuidó, en la observación, la compañia, que mantenía la cabeza inclinada.
El ascensor funcionaba con velocidad moderada y el leve zumbido del aire acondicionado, asordinaba la suave música ambiental, que regalaba climas bucólicos, casi predecibles.
Lo armonioso se detuvo a mitad de camino, entre dos pisos. La luz comienza a parpadear. Estertores de luciérnaga malherida.
Ambos cruzan, en principio, miradas indiferentes. Midiéndose, pero sin inquietud. Pasa el tiempo. El silencio crece. El hermético habitáculo progresa su protagonismo. La opresión no se queda atrás.
En ella gana terreno el nerviosismo y el desamparo. Un llanto silencioso se asomó a su mirada. La altivez rodó sin elegancia.
- ¡el encierro me aterra!...  balbuceó y su espléndida figura, mutó. La mirada se tornó suplicante.
- ¡llamemos!... ¡alguien debería oírnos! Golpea, vanamente, la puerta.
La etapa de emergencia, demora, según otra referencia de instrucciones, que no advierte...
- ¡ por favor!...¿qué podemos hacer?...  reclama  y consulta. Sus manos convulsas  aferran la chaqueta gris. La oscuridad venció a la luz;  todo espaciaba, lentamente. Ella se le adhiere, desesperada, entregándose, por una libertad que no le pueden devolver.
Los cuerpos se estrecharon, con ferocidad por parte de ella, invadida de desesperación.
La intermitencia es el arma de la fugacidad y la confusión.
El reloj se ha detenido.
Están suspendidos en la eternidad.
Los presumibles regresos, fosforecen.
La indefinición abre paso a la imploración,  abandonándose.
Trabaja el cuerpo de ella. Sus manos la recorren urgentes; la calman y la colman. La exploran minuciosamente, luego de despojarla de sus ropas, ahora dispersas en el piso del ascensor. Conoce todas las formas del placer que reclama una mujer. Ella es arcilla. Ha abandonado el espacio del temor, ahora ocupado por el placer inesperado y de intensidad desconocida.
El control estaba en esas manos, ávidas, que conocen todas las respuestas y la transportan al universo del goce, sin etapas.
Una boca implacable derramó, en su centro vital, sensaciones imposibles que la lengua, voraz, ejerció clausurando pausas.
Se dejó estar, definitivamente, estallando furiosa; lluvia y fuegos de artificio.
La luz regresa, asombrada y acompañada del aire, la música y los servicios. El ascensor retoma la marcha.
Obediencia de vida, se detiene donde le fuera indicado. Las puertas se abren y el estuche negro, cobra protagonismo.
Busca y encuentra el elemento requerido para trabar la puerta, dejándola entreabierta.
Marcha por el pasillo, sin prisa, recorriendo con manos enguantadas, las inscripciones doradas, desafiantes, desde la parte superior de las oficinas, hasta dar con la que busca.
Abre la puerta, hospitalaria, que cede sin ruidos. Deposita el maletín sobre una mesa rectangular, que armonizaba con su diseño.
Descorre  cierres y extrae elementos para montar el arma automática, con mira infrarroja.
Puso la fotografía, que había extraído del sobre marrón, al alcance de su vista.
Se dirige a la ventana, muellemente encortinada. La revisa. Descubre el visillo especialmente adaptado para apoyar el arma.
Abajo, en la calle, más precisamente en la puerta del edificio frontero, alguien, el hombre de la fotografía, rodeado de agentes de seguridad, salía.
El arma lo sigue, como un dedo de fuego y el silenciador convirtió la descarga en murmullo. El hombre de la fotografía se miró, estúpidamente, la rosa roja que iba formándose en su
pecho. Alrededor, la gente corre enloquecida. Arriba, en la soledad de la oficina, era desmontada el arma, con el mismo mortífero y eficiente silencio. Guarda cada pieza en su lugar. Recorre, de regreso, el pasillo. Destraba la puerta. Emprende el descenso.
En la planta baja, en el palier ya sin gente repite, con eficiencia profesional, el trabado del ascensor.
Al salir, antes de partir, dirige una piadosa mirada al desnudo cuerpo de la mujer, desmadejada; una muñeca desarticulada;  la herida que la  hoja del cuchillo dejara, perfecta, casi sin sangre, avalaba una siniestra destreza y la fatalidad de un testigo inoportuno.
Antes de abandonar el edificio, abrió la parte superior del abrigo.
Frente al espejo retiró de su rostro las aplicaciones especiales.
Dejó sus cabellos libres, al viento de la tarde, que aguardaba.
Una espléndida mujer, vestida de gris, apareció en la transformación.
Extrajo del maletín una bolsa de residuos de consorcio, allí lo  guardó, junto a los apliques faciales.
Al abandonar el edificio dobló, cuidadosamente, el abrigo sobre el brazo.
A unos metros, el recipiente destinatario, resultó el mejor albergue transitorio. El camión recolector, puntual, luego de doblar la esquina y casi sin detenerse, carga y compacta.
En la calle, por donde transita, grácil e ineludible, se oyen gritos destemplados.
Móviles de radio y televisión, se disputan la primicia. Coyotes de la verdad. Uno de los cronistas no se lo guarda, volviéndose a su paso...
- ¡querida! ... no desaparezcas nunca... ¡volvé... te lo ruego!...
Su risa, cristalina, fue respuesta.
El periodista, excitado,  ante el micrófono, reiteraba  la información...
- ¡cayó la Bolsa de Valores!... han matado al ministro...
Detiene un taxi, que pasaba. Los ruidos tienden a disolverse. Asciende. Dentro, la noticia resistía en la radio. El locutor se ocupaba...
-  no hay indicios...
- en las cercanías se ha descubierto...
- la inseguridad institucional obliga a cambiar el rumbo político del gobierno...
Se dirigió al conductor, en tono de ruego...
- ... ¿podés poner algo de música?...
 
El hombre, deslumbrado por la visión que le devolvía el espejo y en tanto la oscuridad avanzaba, cambió la frecuencia. CLAPTON entonaba “maravillosa esta noche”.
Satisfecha, extrajo del abrigo el teléfono celular... discó ... aguardando que atendieran; cuando sucedió, su voz grave, de miel, anunció...
- ... el cordón ha sido cortado... y clausuró la comunicación, cerrando sus ojos gris verdosos y relajándose por el momento ...
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
NIÑA DE TRÉBOL*
 
 
“...Me traspasa la luz. No me conozco.
Soy apenas un soplo de la tarde....”
SUSANA MARCH
 
 
Vuelvo el rostro para mirar mis rastros.
¿Cual es el animal que me precede?
Me persigue. Me hostiga. Me vigila.
Entra la sombra y se abren los párpados.
Miro el espejo.
No reconozco la figura triangular que me observa.
Me recuerda vagamente a alguien u algo.
Quizás a  las huellas de mi madre
O a los confusos vestigios de mi padre.
También a las migajas de una niña de trébol
Niña  que destrenza naufragios y palomas muertas.
Habla la figura triangular  Me habla.
Su código es extraño. Insólito. Peregrino.
Desciende en sed  y en noche y en olvido.
Me arrodillo y me beso y me respiro.
Y me hostigo y me lloro y me persigo.
 
¿Qué dirán las mudas pupilas del espejo?
Sus palabras quedan detrás del naufragio de palomas muertas.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
INFIMO Y SIDERAL*
 
 
 
*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com
 
 
 
Sé demasiado sobre mí misma.
Sé todo lo que no sé sobre mí misma. No saber es lo que mejor hago, a veces.
Qué hermoso es este paisaje. Si una flor me llamara por mi nombre, acudiría. Estas rocas nacaradas, este musgo blanco, esta polución celeste, estas partículas estáticas, qué hermoso es este paisaje. En los pozos se oyen croar las ranas de la luna a esta hora de la noche. Más de una vez me ha parecido que flotaba, en el aire lunar, un olor a fieras terrestres. Sé que si doy curso a mis lucubraciones la fiera me devorará. Sé demasiado sobre los posibles de los imposibles.
Aquí hay muy poco ruido, muy poco aire y mucho espacio.
Extiendo el brazo y acerco una estrella o caracola. Abro el libro o la memoria mientras lucho con los mínimos remolinos de atmósfera que me quitan las páginas de las manos. Acerco la estrella un poco más como si fuera una lámpara. Me demoro un rato en esta ilusión. No se me quitan los hábitos terrestres. Lejano como una invención veo el viejo planeta flotando en una gigantesca y cósmica taza de café.
No hace ni un mes, ni un año, ni un minuto, pensaba que jamás llegaría tan alto, o tan lejos, o tan adentro, hasta que vi aquella mujer subiendo una escalera de hierro o lana. Cuando llegué, pensé que la iba a encontrar aquí, pero no fue así. O mejor dicho, sé bien que esa mujer fue producto de mi imaginación porque es imposible llegar a la luna desde una escalera de lana, menos aún de hierro, por eso saqué un boleto en el Estrella del Norte.
Al principio el paisaje del cielo ocupaba toda mi atención, pero al cabo de unos días, minutos, o años, el paso de los cometas resulta tan habitual como mariposas en el jardín. No menos bello que mariposas en el jardín. Ni menos milagroso. Ni menos excitante.
Es cierto que el viaje en micro es muy largo. Por ello lo elegí. No hubiera tenido ningún sentido tomar un avión o un cohete espacial para llegar antes. Sé demasiado sobre mí misma, me gusta el tiempo de llegar.
El viaje fue largísimo. Atravesamos rutas desoladas, ciudades histéricas, valles apacibles, montañas crujientes, pueblos remotos, selvas hervidas al vapor.
El micro se detuvo por primera vez en un parador del desierto. La gente se agolpaba en el mostrador para sacar su ticket de comida rápida. Sé demasiado sobre mí. Nunca comeré rápido la comida rápida. Aquí, en la luna, puedo tardar dos o tres días en comer, mientras disfruto de la vista del paisaje con su vegetación plateada, cubierta de un polvillo estelar que al paso de los meteoritos desprende infinitos destellos dorados, violetas, azules. Son las flores de la luna. No menos bellas que las flores de mi jardín. Ni menos milagrosas. Ni menos excitantes.
Desde muy temprana edad mis pensamientos me han llevado a los alrededores de la luna. Diría que para nadie fue una sorpresa mi viaje. Por supuesto, todos coincidían en que era un recorrido demasiado largo para hacerlo en micro.
El viaje a la luna fue como todo viaje en colectivo. En cada pueblo, desierto, calabozo o ciudad, descendían los pasajeros que llegaban a su destino y el coche se volvía cada vez más liviano y aéreo.
Por las noches, en la luna hay luciérnagas y grillos ensordecedores. No menos brillantes que las luciérnagas del bosque ni menos bulliciosos que los grillos del estanque de mi memoria. Sobre los altísimos árboles transparentes, duermen las grullas provenientes de las llanuras de Rusia. Otra vez cometo el error de pensar que esas enormes flores blancas son grullas procedentes de la llanura. Me conozco bien. No se me quitan los hábitos terrestres.
A medida que el viaje se prolongaba, el aire se volvía espeso. No hace falta que lo describa. No hace falta hablar de ciertas cosas. Uno llega a la luna y nada más. Como una habita la tierra y nada más. Lo cierto es que a cierta altura del viaje, cuando había pasado el tiempo suficiente para llegar, el chofer se detuvo, en medio de una oscuridad nebulosa y resplandeciente. Hasta aquí llegamos, dijo el guarda, y apretó el botón con el que se abrió la compuerta del colectivo o nave espacial. Comencé a caminar. A medida que avanzaba iba perdiendo peso. Rayos cósmicos iluminaban el camino. El viento solar me agitaba el cabello. Caminar o flotar, eran lo mismo.
Al principio del camino me entretenía haciendo comparaciones, entre el tiempo terrestre y el tiempo sideral. Entre el ecuador terrestre y el ecuador lunar. Entre los mares de la luna y los ánimos terrenos. Durante mucho tiempo, ya establecida en mi nuevo hogar, hice lo mismo. Pero ahora me dedico a otras cosas. Pienso, por ejemplo, que sé demasiado sobre mí misma. Que me basta una cabeza de alfiler para vivir. Que en una cabeza de alfiler pueden entrar dos o tres universos, un jardín botánico, un laberinto, una cordillera, dos minotauros, todos los colores, todos mis libros, todas mis flores. De un tiempo a esta parte sospecho que la luna en la que vivo y desvivo está dentro de uno de los universos que giran en la cabeza de alfiler que desde siempre habito.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Querido hijo
En tu cumpleaños
Quiero contarte algo que siento
Quizás sea un poco pesada
pero bueno ahí va otra vez mi gran amor
que creo que es lo más hermoso
que he podido describir
viviendo la cotidianeidad
de verte cada vez más grande
tu figura esbelta y flexible hacen
que la armonía se cincele la juventud
tu rostro templado de guitarras
resuenan en tierras de almendras
la música de tu andar refleja un futuro mejor
tus ojos de cruel honestidad
brillan hasta hacer temblar
la melodía de cumbias y de roqueros
vos me hiciste creer en el amor, en el dar
ese sentimiento que me hace sentir
que soy una prolongación de tus deseos
de tus penurias y alcances
con tus alas de porvenir vuelo por
la picardía de la amistad
la siento la palpo y la descubro día a día
en ese mágico resplandor que es tu vida misma
existen momentos en los que rezongo
como otros que me dan la libertad que creí perdida
Vos sos más que yo
en las noches cuando escucho el cantar de tu guitarra
tu voz de baladas en madrugada
es un remanso para descansar en un nuevo día
Algunas describen ilusiones que recuerdan mis rebeldías
ese tesoro que no he perdido
gracias a vos
fuiste vos el que me hizo sentir
que no hay un solo camino
que el silencio de tu orgullo merece respeto
y que la intransigencia ante la injusticia
es una buena consejera.-
 
 
para juanma en su cumple
 
 
 
 
***


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BLAS DURAÑONA.
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