domingo, octubre 27, 2013

COMO LA ALEGRÍA QUE A VECES NO ES...




*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
 
 
 
 
 
 
NOCTURNO*
(La noche de los pájaros)
 
 
Ebrios de luna blanca
se adormecen los pétalos
bajo la gris arcilla de los párpados
y un matorral de sombras
amarra los ensueños
con puntillas de harapos.
Saciados de capullos y carozos,
descansan los asombros
en la orilla estrellada de los cardos,
allí,
donde los límites del patio
determinan murallas
entre texturas de óxido
y repiques azules de campánulas.
Despintados de noches sin salida,
los troncos inclinados
convocan ramilletes de cigarras,
el monótono arrullo de las ranas
traza un hilo de acequias
custodiando el rocío inhabitado
y un tren de carga alerta la distancia
con silbos solitarios.
En su cuna de frutas
el hambre se ha dormido,
elásticos caballos
galopan transparencias de vinagre
y escalofríos de limones verdes
deliran corredores
de panes desangrados.
 
 
 
*De NORMA SEGADES-MANIAS.
 
 
 
 
 
 
 
 
COMO LA ALEGRÍA QUE A VECES NO ES…
 
 
 
 
 
 
Artista frente al mar*
 
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
 
 
Lenta, muy lentamente, el hombre se fue acercando hacia el borde del acantilado. La mujer sentada en las rocas lo contempló con atención desde el fondo de un silencio profundo y expectante. Observó su respiración agitada, su barba naciente, sus cabellos descuidados, su camisa clara maltratada por el viento. Había algo en él –cierta actitud de entrega a lo absoluto, la expresión desolada de sus ojos- que lo tornaba, al mismo tiempo, majestuoso e indefenso. La mujer reparó también en la firmeza con que cerraba una de sus manos y entrevió la causa, adivinó en ella la presencia de la pequeña joya en la que –según contaban en el pueblo- el hombre había estado trabajando con obsesivo fervor durante los últimos meses.
Fue entonces que tuvo el presentimiento. Nada extraordinario estaba sucediendo, pero ella supo que algo inquietante se cernía sobre la momentánea quietud de la escena. Bajo las nubes grises e hinchadas que parecían aplastar al mundo, el olor penetrante del mar fue de pronto un presagio, y el viento un emisario del desconsuelo.
Sin atreverse a intervenir, comprendiendo que no estaba autorizada a modificar un acontecimiento que intuía irreversible, un rito que parecía establecido desde muchos siglos antes, la mujer siguió los sucesos con ojos fascinados: el torso del hombre y su brazo arqueándose hacia atrás, la tensión extrema del cuerpo, el feroz impulso hacia adelante, la maniobra de los dedos al abrirse en un gesto irrevocable.
No tuvo tiempo siquiera de abrir la boca para intentar un grito. La joya dibujó una parábola desesperanzada, refulgió contra el cielo por única vez –ella pudo vislumbrar su hermosura perfecta segundos antes del final- y cayó para siempre en una indiferencia infinita de sal y de espuma.
Hubo en la mujer un reflejo efímero de angustia; luego una mudez de asombro y espanto. En lo alto, un viento triste azotaba los rostros. Abajo, heladas, las olas se suicidaban furiosas contra la barranca.
-¿Qué vas a hacer ahora? – se animó a preguntarle, con un susurro quedo que fue casi una plegaria.
El hombre no desvió sus ojos hacia ella. Con la mirada vacía, perdida en algún punto indescifrable del océano, dejó pasar unos segundos antes de dar, con voz cansada, la respuesta que ella ya sabía:
 
-Lo de siempre. Empezar de nuevo.
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
Una boca, una mirada. 
Unas flores llenas de pájaros. 
Una canción.
Ese atardecer. 
El tiempo que pasa 
sobre el mar, que pasa. 
El mar que se abre como poema al viento 
y todo pasa en un milésimo de segundo 
y otro, 
y otro que va, y que flota. 
Y otro, y otro,
siempre otro.
 
 
*De Angie Pagnotta. angie_pagnotta@hotmail.com
 
 
-Angie Pagnotta es periodista recibida en TEA (Taller, Escuela, Agencia) y estudiante de la carrera de Letras de la Universidad de Buenos Aires. Tomó clases de narrativa, escritura y crónica periodística con distintos maestros, entre ellos Walter Cassara, Osvaldo Bossi y Vicente Battista. Colabora con medios gráficos y digitales como El Gran Otro, Entrevistar-Te y Revista La Única. Obtuvo una mención en narrativa por su cuento “Alejandra”, otorgado por la Biblioteca Nacional. Es fundadora y directora de Revista Kundra – Literatura aleatoria y del portal de Arte y Cultura Baires Digital. Actualmente está escribiendo su primera novela.
 
 
 
 
 
 
 
 
EL LIBRE ALBEDRÍO Y LOS CABLES*
 
Hace mucho tiempo que un cable de teléfono que cruzaba el patio ya no está. Lo habían colocado así, aéreo, y en diagonal dividía nuestro pequeño cielo. Ahora se ha subordinado a las rectas ortogonales que delimitan las casas linderas, y ha sido adiestrado para no separarse de los muros.

Sin embargo, el cable línea negra, trazo de pincel de fileteador, sigue allí. No se ha perdido ni ha sido velado por las oscuridades de la memoria.
En los tiempos en que todavía cercenaba el celeste día o el azul noche, los aviones seguían su dibujo oblicuo en perfecta paralela. Las distancias serían divergentes, pero a nuestros ojos los aviones corrían sobre la cuerda como los payasos montando sus bicicletas bufas en la altura vertiginosa de los circos.
Los aviones, ahora que el cable ya no está, siguen, sin embargo, obedeciendo al designio de trazar la recta invisible, y corren sobre el riel de nubes y rayos de luna.
El cable ya no está. Lo reinstala cada máquina plateada que se enrojece en la última luz de los atardeceres.
Pregunta mi madre que cómo recuerdan los pilotos por adónde pasaba el cable. Es una broma, claro. Pero, para nosotras, es más real el cable hilado de recuerdo y pájaro posado que esas flechas brillantes allá arriba, tan lejos. Las flechas brillantes, al fin y al cabo, responden al mandato de continuar transitando por el sedero invisible. Siendo tan ancho, tan vasto, el cielo.
Escucho una campanilla y me brinca el corazón, se detiene un momento en mi pecho. La campana de la abuela que hacía sonar cuando todavía no había muerto, y el sonido de campanilla era el apuro de llegar al lecho.
Campanilla en la quietud del día, agitación y desasosiego. Pero ya, hace tiempo, la abuela ha muerto.
Paso por la boca del pasillo, allá en el fondo, mi rostro en el espejo.
Me sobresalta mi rostro en el espejo. Mi madre lo había quitado y lo ha vuelto a colgar. Me asusta esa figura que me mira, tan parecida a la imagen que de mi tengo, siempre mirándome de frente. No debía estar allí esa mujer sobresaltada.
No digo ciertas palabras, hay cosas de las que no quiero hablar. Mi padre ya no está. Pero no digo ciertas palabras aquí, no hablo de ciertas cosas.
Cables, cables. No los ven los demás. Cables que están para uno, negros y gruesos. Caminamos en paralela a su dirección exacta, hacemos diagonal para molestarlos, los negamos en zigzag. Pero los vemos. Ahí están.
Nítidamente trazados los senderos cruzando al través los huesos.
El avión sigue su camino, no lo sabe, dibuja una línea que ya no está.
La crea. La resucita. Dibuja un recuerdo, un mandato, dibuja sin saber el rostro de los antepasados, las tardes de angustia, las niñeces de verano, el estornudo del rabino en la sinagoga que se escuchaba en toda la cuadra, dibuja lo que hice, lo que no voy a hacer, lo que hago por contrariar y mi, también, descrédito de lo que se puede nombrar como destino.
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
*
 
 
Hebras de algún sol
dispuesto de a rayos
 
como la alegría
que a veces no es
 
y reverbera
 
 
*De Alejandra Alma.
 
 
 
 
 
 
 
 
La paradoja de mi tribu*
 
 
 
 
*Por Juan Forn
 
 
Aristóteles juraba que la función del cerebro era evitar que el cuerpo se recalentara. A Nietzsche, en cambio, lo que le preocupaba era el recalentamiento del cerebro: “Podemos sentir cómo late nuestro corazón, cómo se expanden nuestros pulmones, cómo trabaja nuestro estómago, pero no tenemos ninguna señal de la actividad de nuestro cerebro. La fuente de nuestra conciencia es inaccesible a nuestra conciencia”. En 1881, luego de perder su puesto como profesor en la Universidad de Basilea por su salud cada vez más desequilibrada, autoexiliado en Génova, Nietzsche encargó a Dinamarca una de las primeras máquinas de escribir (muy exitosas en el tratamiento de sordomudos). Llevaba cinco años sin escribir. Cuando empezó a probar el artefacto, descubrió que podía escribir con los ojos cerrados, que las palabras podían ir de su mente a la página sin distracción. Le dedicó una oda (“La máquina de escribir es una cosa como yo / hecha de hierro pero fácilmente dañable / paciencia y tacto se requieren en abundancia”) y avisó a su amigo Overbeck que había vuelto a escribir. Este viajó a Génova y descubrió que el estilo de Nietzsche se había vuelto más apretado, más telegráfico, más metálico y machacante. Nietzsche resopló: “¿Acaso tus pensamientos no dependen de la calidad del papel y la pluma que uses? Nuestros útiles de escritura inciden en la formación de nuestros pensamientos”.
A Nietzsche le fascinaba la historia de cuando San Agustín conoció a San Ambrosio, el hombre que lo convertiría al cristianismo: Agustín llegó al claustro de Ambrosio en Milán, lo descubrió leyendo silenciosamente para sí mismo y quedó asombradísimo de que no necesitara leer en voz alta para entender. Tanto los griegos como los romanos preferían que un esclavo les leyera, a leer ellos mismos: para entender era más fácil escuchar. Para Ambrosio, en cambio, leer era un acto de introspección, solitario, meditativo. Dicen que fue ahí que Agustín tuvo la iluminación de preguntarse cómo sería escribir tal como leía Ambrosio, con ese recogimiento, ido del mundo, y supo de golpe que así sería posible escribir cosas que nadie se atrevería jamás a dictarle a un escriba (por ejemplo ese extraordinario pedido que le hará a Dios: “Oh, señor, dame castidad, pero no todavía”).
Creo que fue el divino Agustín el que dijo que un mapa es el relato de un camino. La paradoja de los mapas es que se fueron haciendo más precisos en la medida en que se hacían más abstractos. Y más portátiles también (Borges nos lo hizo entender con aquel delirante mapa del Imperio que tenía el exacto tamaño del territorio que cartografiaba: si la proporción del mapa es uno a uno, no sirve; un mapa tiene que ser portátil, para viajar en nuestro bolsillo). Lo que hicieron los mapas con el espacio lo hizo el reloj con el tiempo. El reloj y su antecesor, el campanario. Antes, la vida estaba dominada por ritmos agrarios: la salida y la caída del sol, los ciclos de las estaciones y las cosechas. Pero en los monasterios necesitaban un cronograma más riguroso para rezar. Así nació la puntualidad: las pérdidas de tiempo como afrentas a Dios. Ya no era el sol sino las campanas de la iglesia las que regían el tiempo. Entonces vino el reloj y destronó al campanario: empezamos a llevar el tiempo con nosotros adonde fuéramos.
Lo que hicieron los mapas con el espacio, y los relojes con el tiempo, fue cambiar nuestra manera de pensar. Y con los libros pasó lo mismo, cuando todos empezamos a leer como leía San Ambrosio. Es decir, para adentro. Esa es la paradoja del libro: que, cuando leemos, nos vamos del mundo, pero ese irse del mundo enriquece nuestra experiencia del mundo. Ya sé, me faltó la paradoja del reloj. Cortázar la describió mejor que nadie: cuando te regalan un reloj, te regalan un calabozo de aire.
El siguiente calabozo de aire tuvo forma de pantalla. Primero creímos que era el cine, después vino la televisión y creímos que era ella, pero en realidad eran las computadoras. McLuhan fue el profeta. En 1964 anunció la aldea global y el fin de la Galaxia Gutenberg. Dijo que se venía una nueva manera de pensar; que ya había empezado. Murió en 1980, no llegó a ver el día que supo predecir: el día en que todos empezamos a estar conectados, el día en que el telégrafo, la radio, el teléfono, el cine, la TV, la computadora, y también el mapa, el reloj y el libro convergieron en un solo medio, para usar terminología de McLuhan, y pasó con las computadoras lo mismo que había pasado con los mapas y con los relojes y los libros: se fueron haciendo más útiles a medida que se hacían más portátiles. Y cuando las pudimos llevar con nosotros adonde fuéramos, no las soltamos más.
No sé cómo usan ustedes sus computadoras; a mí me funciona de máquina de escribir, de biblioteca de consulta, de librería y de correo básicamente. Nunca tuve tanto a mano para leer y para escribir como ahora. En Mercado libre se consigue casi cualquier libro, baratito, y encima hay envío (salvo que uno vaya a buscarlo y aproveche para husmear un poco). Google siempre da algo, si uno no se conforma de entrada, si se sigue aventurando en el barro (yo hasta la imagen de mi contratapa me doy el gusto de mandar al diario cada jueves a la tardecita). Poder echarme en cualquier sillón de mi casa con la compu en las rodillas para escribir o para navegar o para mandar la nota al diario después es una bendición. Pero yo le tengo miedo igual a la computadora, es algo atávico, primitivo, soy de la tribu del libro, leer es mi manera de pensar, y dicen que las computadoras nos están cambiando la manera de pensar, porque ésa es la paradoja de las computadoras: cuanto más inteligentes se vuelven, más tontos nos desafían a ser (el software más eficaz es el que menos esfuerzo intelectual demanda instalarlo y usarlo; Google nos hace saber sin eufemismos que prefiere que visitemos diez páginas web en un minuto a que nos quedemos diez minutos leyendo una misma página; etc.).
Darwin nos explicó que la repetición de un acto crea hábito, y el hábito se va convirtiendo en instinto, y así evolucionan las especies. Hicieron falta generaciones y generaciones y generaciones de la tribu del libro para que nuestro instinto encuentre lo que busca leyendo. Es un instinto que a algunos se les despierta más temprano y a otros más tarde, pero en la vida uno siempre se termina arrimando a lo que más le cabe, si no es muy extranjero de sí mismo, y leer es lo que hacen los de la tribu del libro para ser menos extranjeros de sí mismos, lo hagan en una tablet, en una palm o en un holograma. Ignoro cuántas generaciones le quedan a la tribu. Creo, como Nietzsche, que nuestros útiles de escritura inciden en la formación de nuestros pensamientos y que el hábito se va convirtiendo en instinto. Ese instinto, en el que creo más que en mí mismo, me dice que, mientras quede gente que siga leyendo como leía San Ambrosio, la tribu seguirá viva. Pero bueno, ésa es nuestra paradoja: sólo podemos concebir el fin del libro si lo leemos en un libro.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
EL AMANTE DEL ALBA*
 
 
 
Cerrada está la puerta corazón. Cerrada. Cerros, cerrazón.
Has evadido grutas, canceles y presidios.
Y has entrado. Ay, has entrado.
Noche. Cataléptico mundo.
Todos duermen. Todos.
Todos, menos tu negro dragón escarcha.
Se. Estoy segura, has seducido al alba.
Le has dicho que te espere.
Que serás su escudero, su amante, su arco iris.
Y te has dejado caer por la rendija cómplice.
Sediento. Bebes las oscuras gotas del deseo.
Embriagado estallas tu lengua en el jazmín de leche.
Has desafiado el noveno mandamiento y has dicho te amo.
Sabes que es otoño y has besado los frutos de un mentido verano
Ay amado mío nunca amado. Soledad que devora
París. Nubes de cigüeñas. Reyes magos...
Está oscuro y tengo hambre de pájaros.
Y no hay pájaros, ni mar, ni siquiera un barco naufragante
Se nos escapa el alba corazón.
Afuera un panadero. Sal, harina y sudor.
Dios se viste de andrajos.
Una pringada rubia alcohol. Dolor y risa.
Un chico solitario mea mi puerta.
Es la hora de las brujas y el alba.
Tu amanecida amante te reclama.
Y no pude encontrarte, ni buscarte, ni hallarte, menos aun perderte.
Estoy cansada corazón. Cierra la puerta al irte.
Ten cuidado, no enredarte en el ramaje que sale de mis ojos.
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
El Universo es de Trigo*
 
 
 
Somos un viaje continuo,
Orbitando entre los límites
De la calle pavimentada
Y la terracería.
 
 
En algunos casos tenemos la fortuna
De escuchar a alguien más
Que viaja en el mismo camión que nosotros,
Y somos capaces de romper
El duro armamento que el aire
Construye a su alrededor;
Pero llega tan rápido al lugar planeado
Que baja en la siguiente esquina.
 
 
Seguimos en el camión
Hasta que el costo de transporte
Iguale al valor,
En moneditas de acero,
Que hemos pagado.
 
 
Si subimos,
Por descuido o voluntad,
En un camión equivocado,
Terminamos en un lugar también equivocado
Y preguntando cómo regresar.
 
 
Viajamos entre guajolotes y frutas,
De pie o sentados,
Esperando que el camión nos lleve a algún lado
O, por lo menos,
Que choque contra otro camión
Para no sentirnos tan solos.
 
 
Somos un viaje continuo,
Y una espera,
Que a veces termina en calles pavimentadas
Y otras tantas en medio de los caminos rurales.
 
 
 
*De hugo ivan cruz rosas. quetzal.hi@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
Fruto de silencios*
 
 
 
lluvia
... instrumento de percusión
sobre mi desbordada espera
la que triza relojes con el cuarzo
de una lágrima, esa
que sueña a destajo
sin darle permiso a las ausencias
agua...
... intrusa imperdonable cuando llegas
al borde de mi sed y te alejas
alzas, castigas, derrochas tu fuerza
contra mi vulnerable espera,
la que nunca está sola
porque supo alimentarse
con fruto de silencios
y de inestables mieles.
En mi pueblo, llueve.
 
 
*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
 
 
 
 
 
 
***
 
 
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