domingo, octubre 20, 2013

EN EL ENSAMBLE DEL RAYO CON LA BRISA...




*Obra de Claudia Marting.
Rosario. Argentina.
 
 
 
 
 
 
ARRIBO*
 
 
 
Venía con diez jazmines en la mano.
 
¿Adonde vas?
 
-Toda la sequía del mundo en mi mirada-
 
Al mar. Me espera el mar. El mar irremediable.
 
¿Cómo lo sabes?
 
-Páramo salobre en mis entrañas-
 
Una sombra ha cruzado los cardales.
 
Me espera una geometría de cosas y de nombres.
 
 
Vuelve en marejadas.
 
Patria misteriosa de los hondos secretos.
 
 
Una hembra latiendo en maduro fruto.
 
Un macho con corceles negros en los ojos.
 
Una alondra y un toro.
 
Gritos de cobre. De violeta. De clavel ausente.
 
Una pradera quieta y un halcón.
 
El niño duerme, envuelto en pañales de viento.
 
Laberintos. Estrellas. Delfines. Arrecifes.
 
 
Huésped de un arcano laberinto de agua.
 
Arribo.
 
Puerto de mar o páramo.
 
Puerto que florece en algas y cardales.
 
Puerto de un enero de amor.
 
 
Un hombre con los brazos extendidos.
 
Una mujer con diez jazmines en la mano.
 
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
EN EL ENSAMBLE DEL RAYO CON LA BRISA...
 
 
 
 
 
 
LAPICES*
 
 
 
*De Jorge Isaíasjisaias46@yahoo.com.ar
 
 
 
Las primeras experiencias escolares me trajeron algunos contratiempos que eran causa de preocupación para mí, que en algún punto tenían una rara sensación, una especie de vergüenza, casi de humillación.
Antes de cumplir los seis años, mi madre me anotó en la Escuela Nacional Nº 156 no sin  ponerme un guardapolvo, mis zapatillas marca Pampero, nuevas, con un cuaderno, un lápiz y una goma de borrar y me mandó a  clase. Nadie me acompañó. Pienso que habrá supuesto que no era necesario, ya que vivíamos en un pueblo demasiado chico para tomar algún recaudo y por otra parte vivíamos a tres cuadras de la Escuela.
En la puerta de entrada me estaba esperando la señorita Lidia, aquel ángel guardián, aquella alma hermosa de mi infancia. Me acompañó hasta la puerta de mi salón donde estaban mis compañeritos, y compañeritas, y como yo llegué sobre la hora, ella me presentó al curso. Cuando fui viendo rostro por rostro, supe que ya los conocía a todos, porque la mayoría eran de mi barrio, salvo un par que vivían en el campo, muy cercano al pueblo y venían montados en unos caballos muy mansos. Yo admiraba a esos niños que se subían a esos caballos inmensos, encima de esos cojinillos, que coronaban el apero criollo con el cual venían enjaezados. Los admiraba sobre todo porque yo era un pueblero, si bien a pocos metros de mi casa empezaba el campo, un detalle menor que no eximía mi condición de tal. Yo envidiaba a esos chicos, cuyos apellidos aún recuerdo: Alegre y Ruggeri. Los envidaba porque podían correr montados en esos pingos que yo suponía corsarios al oler el pasto de los campos. Corsario se les decía a los caballos que corrían,  pero que respondían al mando y orden de las riendas. En síntesis lo que se llamaba un caballo rendidor.
Y hoy pienso, que con seguridad serían esos matungos que estaban ya fuera de todo servicio en la chacra, y servían para que los chicos fueran a la escuela y para tareas poco nobles, como por ejemplo tirar del carrito aguatero que llevaba el imprescindible elemento a los bebederos lejanos.
De todos modos, yo amaba al campo, y me tenía que conformar con mis esporádicos paseos hacia las chacras de mis parientes, para lo cual dependía de la voluntad de mi padre,  como era natural en aquellos tiempos.
La primera humillación me la trajo mi goma de borrar, que más que cumplir su tarea me manchaba la hoja dada su mala calidad. Mi madre suplía esa deficiencia con pelotitas de migas de pan que cumplía mejor que la goma esa función.
Un día, la señorita Lidia, al llevarle yo una tarea muy desprolija, sacó del gran bolsillo de su delantal inmaculado, una inmensa goma blanca, que yo no había visto a nadie. En un santiamén borró la deficiencia y me devolvió el cuaderno:
-Hacelo de nuevo -, me dijo- pero antes con un sacapuntas me afiló la mina del lápiz.
Ella estaba sentada en una silla muy baja, no en el escritorio, y yo sentí el perfume agradable casi perturbador que emanaba de su pelo muy rubio que se abría en dos trenzas sobre su espalda.
Cuando volví a mi casa, conté a mi madre, que la señorita tenía una goma que hacía más blanco el papel. Tal vez no fuera cierto, pero hasta hoy pienso que así fue.
Otras de las preocupaciones de ese tiempo era que los lápices de colores eran de tan mala calidad que cuando pintaba un cielo nunca era suficientemente azul ni el pasto tan verde como el real y el amarillo no daba una idea ni siquiera pálida de los rayos del sol.
Como es de suponer todo esto tenía un solo correlato. Como en mi casa el pesito era siempre escaso, mi madre sólo podía acceder a comprarme los pocos materiales con los cuales hacíamos frente al aprendizaje en aquel tiempo, muy económicos.
Todo esto, como se comprenderá me hacía sufrir mucho porque de tanto borrar sobre lo borrado, ponía el papel en un estado de delgadez que a veces se producía un agujero con el consiguiente reto de mi padre.
Un poco más adelante, yo tal vez habría llegado a tercero o cuarto grado, mi inefable abuela Laura tomó cartas en el asunto y me compró una goma, blanquísima, que borraba todo. Y además, un domingo luego del almuerzo cuando venía a tomar mates con mi madre, me regaló un juego de doce lápices de colores marca Faber, importados, que venían en un estuche de lata.
Y desde allí sí fue otra historia.
Porque comencé a pintar unos espléndidos cielos azules, unos pastos que parecían brillar con el rocío o con los rayos refulgentemente amarillos que sí producían una sensación de realidad, como si el dibujo no lo hubiera hecho un chico que llegó hasta aquí, para rescatar esta historia perdida.
 
 
 
 
 
 
LATIDOS*
 
 
 
Cada pueblo tiene su propio ritmo; su ritmo de caminar, de trabajar, de poner la mesa. Los movimientos les son propios como lo son el lenguaje y la música, ese otro lenguaje que quizás venga de la gente, quizás de la tierra y del paisaje que brinda.
En Japón he visto las artes marciales que se repiten en la forma de golpear los tambores, de bailar esas danzas que aúnan la lentitud y una contenida violencia, en los sonidos breves y guturales. La misma tensión entre lo estático y la rapidez extrema. Las enormes banderas son agitadas por figuras inmóviles, la precisión de las ikebanas de proporciones perfectas, la belleza de los jardines, la posibilidad siempre del horror y sin embargo la infinita paciencia; la habilidad aprendida, ejercitada y trabajada de un hombre que mezcla la tinta, que con un pincel escribe, dibuja, pinta la palabra como quien hace una señal definitiva. Hay un ritmo, una marca, un acorde que abarca cada cultura y le imprime las notas y los silencios.
Una mujer daba a luz. Rodeada por su hijo, su vecina, su marido, daba a luz. En el suelo estaba la mujer, sobre un colchón delgado. Ella misma pujaba con un canto rítmico, todos la acompañaban y el acto de dar la vida de traer la vida era una canción. El niño encontraba el aire y el afuera traído, recibido, acunado ya por las voces y los sonidos que lo arropaban y le daban desde el inicio el ritmo de su pueblo.
La canción rítmica que se repite en lo cotidiano. En los pasos retumbantes de las sandalias de madera sobre el pavimento, en el ritmo de la danza de cuerpos que se deslizan y de pronto acaban en una pose de estatua, en el ritmo vertiginoso de la oración que también es comunitaria, y que crea la epifanía del ritmo de la vida que se repite circularmente.
Cerca del suelo, siempre. En comunidad. Y serán las sandalias, el martillito de metal que guía los rezos, los pujos de una parturienta; será la música, el ritmo, será la vida la que marque sus compases.
Y mientras tanto las historias son las mismas historias. El que muere, el que nace, el que crece y cambia, el que de pronto conoce una verdad oculta.
Así como imagino una voz distinta para las diferentes multitudes, una melodía propia para los paisajes de montaña, para los lacustres, para la selva. Así como los ojos rasgados del oriente y los ojos acuosos del norte.
Así como el sustento con maíz y batata o con arroz y verdura. Así como el sentido de lo cíclico o la creencia en una direccionalidad en la historia.
Así como todo eso crea culturas diversas, los ritmos se ajustan a los pueblos, los expresan, los definen.
Y con su propio ritmo todos los seres humanos bailan, nacen, mueren.
Sinfónicamente algunos, algunos discordantes, algunos solos. Todos, todos, llevando los compases heredados, aprendidos, amados u odiados. Cantando, si tienen esa fortuna, su propia canción.
 
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
El tiempo late con el pulso de un río que no regresa
y cada ser está destinado a anclar en sus orillas.
Allí, la eternidad lo alcanza.
Mientras, la vida transcurre. Y tu reloj lo marca…
…TORRE MÍA
Cuando el tiempo deje de fluir
sobre la historia de los hombres
y el reloj sea
un olvido inevitable,
quedarás a manera de vigía
abismada torre de mi pueblo.
Testigo de remota civilización.
Cuando el momento señalado llegue
y se calmen vientos de cenizas,
me gustaría despertar
para contarle a una nueva especie
qué función cumplían las formas
circulares de tus ojos con números.
Develar el enigma de sus signos
vislumbrando la luz primera
… y el asomo de la estrella.
Regresar a mi lugar pequeño
con el mínimo andar
de un solo día
sobre un siglo.
Desde el amado amparo
de tu campana a vuelo contaría
seis campanadas después del alba
antes de compartir contigo
--mi torre, mi atalaya—
el ciego pulso del olvido.
 
 
*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
 
 
 
 

 

 

 

 
 
 
 
LA VIDA INMATERIAL*
 
 
 
*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com
 
 
Llego temprano, y mientras espero, aparecen las mujeres. Cada una ostenta un teléfono celular así como las romanas llevaban un talismán contra el mal de ojo. Entra también la mujer morena y de cabello ondulado, salida de un film de Ripstein. La suma de aromas femeninos se mezcla en un resplandor de lámparas redondo como un himen de metro y medio de diámetro.
Llega un hombre solo. No el de ayer ni el de mañana, aunque en apariencia pudiera considerarse el mismo. Llega para refugiarse de la lluvia, sin prisa, no comestible, sin sucesión, presintiendo los resplandores de las bombachitas azules, celestes, doradas.
Las mujeres que están de espaldas se dan vuelta, las que están de frente lo examinan. Otras, en paz con sus huesos, no lo miran. Algunas no hallan paz pero tampoco miran porque están frente a frente con sus temblores.
Mirar el hombre como se mira un collar de perlas.
Decir la palabra hombre como si fuera la palabra noche.
La mujer salida de un filme de Ripstein, no pudiendo respirar, se asfixia en lo que mira.
El hombre es el único libro que nos quita el sueño, dicen las mujeres que están más cerca de mi mesa. Podrían pensarlo y no decirlo, porque la vida inmaterial está llena de vacíos. Hablémoslo bien, propone una de ellas. Este hombre no es el mismo hombre que vino ayer, dicen. Yo tampoco soy la misma que vino ayer, pienso.
Esas mujeres, entre las que me incluyo, lo miran como quien contempla el mar por primera vez desde un ojo de buey. Algunas, entre las que no me incluyo, tratan de salirse de la ensoñación.
Los hombres pueden ser irreales, no así el hombre que llega solo y se sienta en el centro del bar, donde el himen de la lámpara lo recubre con su lodo blanco.
El hombre es un cachorro de lobo que se refugia de la lluvia, o de la noche sin ojos, o de las preguntas de siempre.
La mujer de Ripstein prefiere quemarse los ojos contemplando al hombre antes que leer la palabra no ambarina.
Los ojos de las mujeres quedan colgados, balanceándose ligeramente, y se asustan, porque abajo, en lugar de piso hay un enorme agujero por donde asoman los ojos redondos y brillantes de otros hombres que esperan su turno de ser admirados.
Pero las mujeres se demoran y los hombres, colgados del borde del pozo, van perdiendo fuerza en las manos, al fin se sueltan y caen, y caen, y caen. Esa maniobra parece provenir de la imaginación pero sin embargo, procede de la demora.
Yo sostengo, aunque sin fundamento, que no son hombres si no sueños los que caen, y que al caer no mueren.
Una de las cosas que más llama la atención a las mujeres, es que el hombre parece un reflejo de otros hombres. Esta errónea apreciación es corregida por él al posicionarse de un modo propio en la palabra hombre. Como un sueño es capaz de posicionarse en la palabra sueño.
Todo hombre que es real, es real a dos luces, las dos tan diferentes en tono y sombra, que no pueden nombrarse de memoria. Así es la vida inmaterial. Se mete en la membrana de la vida material de tal modo que no hay manera de extirparla. Y por más que uno sacuda el trapo de la vida material, nunca termina de eliminar sus partículas de polvo inmaterial. Lo mismo pasa con el hombre. Aunque todas las mujeres del bar quisiéramos verlo como simple hombre, sólo hombre, jamás podríamos quitarle por completo los resplandores de la palabra hombre.
A medida que las mujeres hablan, el hombre evita hundirse en cada ínfimo aplastamiento verbal para no convertirse en una excesiva maceración de signos. Mira hacia los costados. El mozo no llega nunca. En el camino encuentra ojos furtivos, que lo esquivan. Otros, a los que decide esquivar, otros que no encuentra. Y la soledad del hombre es arrastrada por su propia fuerza a la deriva de lo que esas mujeres, entre las que me incluyo, sueñan. Y al hombre, no le queda más que refugiarse en la palabra hombre. Esta posibilidad, en suma, es la razón de toda su existencia.
Por donde se lo mire, el hombre es más alto que su propia voz, más río que mar, más real  que ficcionario, más sustantivo que verbo. El mozo se acerca. El hombre emana una voz que empezó a oírse hace mucho tiempo.
La mujer salida de un film de Ripstein parece creada para arar la tierra del hombre. El cuerpo del hombre. Todo partió de este principio: la vida inmaterial es real e imposible. Y de este otro: el hombre llegó solo.
La naturaleza de la palabra hombre está llena de humus. El cielo de la palabra hombre tiene una estrella sublunar. La consistencia de la palabra hombre está compuesta por una química montada en espermatozoides. El mozo vuelve y deja en el centro de la mesa algo blanquísimo como una camelia. El hombre coloca su mano de hombre en el bolsillo. Saca algo sucio y lo entrega. El mozo lo guarda en una funda de cuero hecha a tal fin. La vida material no se detiene.
Y los ojos del hombre surcan el perímetro de himen que lo cobija en busca del carbono14. La mujer salida del film de Ripstein es una larga cadena de átomos de carbono, proteínas, glúcidos, vitaminas y lípidos, que avanza en plano-secuencia y pasa al lado de la palabra hombre. Un sistema solar perdura bajo la lámpara. Los planetas de las mujeres orbitan en suspiros.
La mujer de Ripstein, como el agua, como el carbono, sigue un ciclo. El ciclo del carbono une a todos los seres vivos de la Tierra en un frágil equilibrio. La mujer de Ripstein une a todas las mujeres del bar en el fino equilibrio de un sueño que cae y al caer no muere. La película deviene traslúcida. Ripstein sigue con la cámara a la mujer detrás de la cual sale, como un cometa, la palabra hombre, dejando una estela elíptica y prolongada.
Las mujeres del bar, entre las que me incluyo, perciben más al hombre que a la lluvia. Una de ellas entrecierra los ojos para recordarlo. Otra lo masculla, otra lo añora, otra lo labia, otra lo tornasola.
El hombre se va llevándose consigo la palabra hombre y la palabra noche y la palabra sueño. Pero al irse nos deja la idea de que lo externo sueña y lo interno vive. Y yo, que desde temprano espero, salgo detrás de la palabra hombre que se va detrás de la mujer salida de un film de Ripstein.
 
 
 
 
 
 
*
 
quisiera pronunciarnos
el placer
al tempo de la calma
como ética de voz
moviente
estar en el ensamble
del rayo
con la brisa
(que es aire
apenas inspirado
en otra piel)
 
 
*De Alejandra Alma.
 
 
 
 
 
 
 
 
EL DEBER HUMANO*



  
  La lucha contra la adversidad era la clave. La lucha contra un destino amenazador, el destino como la tormenta que se desatará, que romperá las amarras y devastará la pobre humanidad o el pobre ser sacudido por los inclementes vientos de los años, de la lejanía, de la tristeza. El destino que se ensaña quitando la vista a Borges (eso será mucho después, pero qué es una década o un siglo para la historia), el destino que se ensañó con Beethoven desprendiendo de su ser esencialmente musical la valiosa y magnífica capacidad de escuchar el goteo de la lluvia, una puerta que se queja, los acordes monolíticos de una sinfonía.
    Es el deber del ser humano la lucha contra la adversidad. Frase remanida, que no es espectacular por la formulación ni por la novedad, pero que con el contexto de haber sido expresada por Beethoven tiene una fuerza y un impacto que estremece.
    Y luchó Beethoven contra la adversidad, contra el destino que en la quinta sinfonía se expresa para siempre en notas musicales, en una sola frase que se repite y muta pero que se alza como un monumento de piedra en la llanura destemplada. Lloraron los oyentes en su momento, nos emocionamos hoy cuando nos golpea ese bloque de música que forma la orquesta a pleno, y esa queja de un único instrumento solo que implora allá en las alturas, único como la plegaria de un inocente.
    Ese pa ra pa páaan reconocible y trágico, tres notas cortas y una larga. La “V” en el código morse, la “V” de la victoria final aún cuando la muerte cierre y clausure. La victoria de haber presentado batalla como sea y contra poderosos ejércitos. Es la victoria de la lucha en sí, sin importar los resultados. La victoria del hombre de pie aunque sea al fin la caída, que no somos inmortales pero la victoria está en la resistencia.
    Se había comprado o mandado hacer Beethoven todo lo que el ingenio de la época permitía para amplificar esas ondas elusivas que ya no formaban sonido en su cabeza. Trompetillas, cuernos, hasta una pesadilla de hierro que parecía salida de los sueños enfermizos de los inquisidores; un collar con largas varillas que se introducían en el piano. Vanos intentos. A los treinta años el ejecutante estaba completamente, fatalmente sordo. Y fue después que escribió cada una de sus sinfonías, sordo ya, trabajando con las coloraturas de los instrumentos de memoria, armando acordes poderosos con matemáticas e imaginación. Construyendo catedrales y recintos dibujados a contraluz y con trazos vigorosos. Luchando contra la adversidad, porque lo dijo y lo hizo, era su deber humano luchar contra la adversidad.
    Y antes del pa ra pa páaan una aspiración, un silencio. Importante silencio de hache muda delante de la palabra. Impulso que eleva la fuerza y hace que la frase suba. Tomar aire antes del esfuerzo, echar hacia atrás el brazo en tensión para que la flecha llegue hasta ese blanco lejano. Tanto importa la hache, tanto hace un silencio, el vano con la misma contundencia espacial que la pared contundente. La muerte dando sentido a la vida por simple presencia invisible. Esas sutilezas que no se comprenden hasta que nos las explican, pero que sin embargo se pueden presentir en la emoción.
    Nos hablan siempre de un hombre colérico de cabello despeinado. Se reducen finalmente los seres a una caricatura vacía. Debiésemos poner el relato en cosas más importantes, como su pasión que como toda pasión es desmedida y arrasa con árboles y edificaciones. Destruye y crea. Beethoven guiando a una orquesta que no escuchaba, nueve horas guiando la orquesta y cantando y gritando mientras los espectadores comían o charlaban, en esas maratones en las que un compositor presentaba su obra y que se llamaban academias. Lo imagino feliz, lo imagino por fin vivo y no como ese busto inmortal (esas inmortalidades de museo, de cámara funeraria, de olvido), ese busto inmortal y ajeno que no es Beethoven sino un pedazo de yeso o acaso mármol o bronce, materia que jamás fue viviente de vida humana, sueño y carne y espíritu desbordado.
    Es deber humano luchar contra la adversidad, dijo Beethoven, vivo y viviente y tenaz. Quizás la única forma de construir obras justificadas, poderosas y bellas sea esa batalla desesperada contra la propia imposibilidad. Desde aquí se ve el inmenso edificio, y no notamos, ya, la labor del artesano, las huellas arduas de los cinceles sobre la piedra.
    Será por eso que la quinta sinfonía fue la obra seleccionada para representar el sonido de lo humano, cuando se envió un mensaje al espacio. Qué temblor en la yema de los dedos, qué magnífico vacío en las entrañas pensar en esa frase musical resonando allá en medio de la negrura y las infinitas estrellas, viajando por el universo anónimo y llevando el mensaje de la humana esperanza de poder dar lucha al firmamento inabarcable.
 
 
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Marea verde*
 
 
 
Se sumerge en los ruidos del follaje, le dio miedo perderse y no poder salir del mar impenetrable y lujurioso. Tapices verdes ondean  su mirada. La selva se pone en ella, la penetra con sus hojas carnosas, esconde sus tesoros  de la luz. Hay que entrar a gustar el inquietante zumbido de la vida.
 
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
LA ELECCIÓN*
 
 
Sentado en el sofá de cretona y embutido en la bata acolchada que le había regalado su suegra, pensaba que la vida estaba siendo insoportable últimamente. Encontrarse con su mujer al regreso del trabajo para sentirse acosado, perseguido y agobiado por cualquier nimiedad.
 
Quedaban atrás aquellos tiempos en los que regresaba al hogar con ilusión y donde encontraba a su esposa arreglada y feliz, que le esperaba para conversar o para gozar de un silencio compartido.
 
Únicamente quedaba cansancio y las ganas de escapar de aquel círculo vicioso en el que se había convertido aquella relación eran cada día mayores.
 
Sin mediar palabra se sacó la bata, tomó su abrigo y salió a la calle dispuesto a encontrar un amor fuera aunque fuera efímero o falso, un amor de pago. Nunca había ido con mujeres publicas -usaba las mismas palabras que su madre- pero hoy la necesidad le impulsaba a ello. Caminó hasta un bar con neones de colores que parpadeaban señalando su condición, y entró en él. Había siete mujeres en la barra que se le quedaron mirando entre insinuantes y expectantes. Las miró detenidamente, sopesando la elección hasta que finalmente se decidió y se encaminó directamente hacia una de ellas. Curiosamente era la que más se parecía a su esposa.
 
 
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
A veces (y solo a veces) uno corre tal suerte que caer del cielo no es tan desastroso cuando se tiene al menos la esperanza de ser bien recibido en el infierno. Pero cuando uno descubre que donde el cielo tiene hoyos, el infierno ha cerrado sus sucursales, nos damos cuenta que hemos quedado entre humanos... Y justo uno comienza a creerse dueño de sí cuando nos damos cuenta que donde ningún dios y ningún demonio puede ayudarnos, aparecemos solos, y ni aún así somos salvados por nosotros mismos... Y cuando la humanidad parece aplastarnos sin que podamos hacer algo, llega alguien con los mismos pasos, con sus manos, sus brazos, sus ojos, su sonrisa; y nos abraza, nos mira... La libertad se vuelve mortal, y sale de uno para convertirse en alguien más: y somos salvados por un milagro que escribe, crece y muere como todo lo vivo que nos rodea... Y uno entiende cuando dicen que los sueños también tienen pies, y manos, y ojos, y nariz, y esos etcéteras que con el tiempo se tendrán que descubrir...
 
 
La vida brinca de un lado para otro: los vientos abrazan los polvos que cierran nuestros ojos, las lluvias se despiden de las tierras... Tu, yo, el tiempo: ¿Qué hacer?... ¿Habremos dejado de creer en algo? ¿Habremos olvidado los temores de un mundo olvidado?... Lo descubriremos pronto, y espero estar
lo más cercano a ti posible cuando eso pase.
 
 
*De hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
No me dejes palidecer pidiéndome que salga del borde de tu corazón vestido de lana.
Quiero quedarme en el refugio donde fluye tu sangre
 
quiero besar con mi sonrisa
 
ese latido
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
En tu boca*
 
 
 
En tu boca fingen los mares, los ríos y los desagües.
Mansamente conviven los barcos hundidos y las sirenas,
Extrañamente no lo has notado.
Cada vez que me hablas y que sonríes,
Quieren que vaya. Que me interne en tu lengua.
Y busque en tus comisuras el sabor a sal que los confunde.
Con ranas, peces y amuletos muertos.
En tu boca cabe un mundo de artificio.
Afuera, es tan fácil advertirlo.
Tan fácil. Como el rojo bermellón del vino
Hace que pida batirme a duelo con tus besos.
Empuñar  mi copa, y hacer de cuenta
Que los he dejado libres.  Y míos.
 
 
*De Silvia Milos. milossilvia@yahoo.com.ar
 
 
 
 
***
 
 
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-Por Ferrocarril Provincial-
 
 
 
INDACOCHEA
-Por Ferrocarril Midland-
 
 
 
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