*Obra de Claudia Marting.
Rosario. Argentina.
Ángeles caídos*
Es el tercer
ángel que cae del cielo en una semana. El primero cayó en un parterre de
tulipanes, el segundo en el puerto y éste ha caído en el campo de fútbol en la
media parte del partido.
El Consistorio
está preocupado por estos sucesos y ha constituido un Gabinete de Investigación
para esclarecer los motivos de tan extraño fenómeno, pero la investigación se
demora y los interrogatorios a los ángeles no aportan nada concluyente.
"Estaba
tranquilamente en mi nube y sin darme cuenta me vi rodeado de tulipanes",
"Tomaba café sobre un estrato y caí al mar", "No sé decir qué
pasó, yo paseaba por un jardín de nubes y me escurrí cayendo al campo de
fútbol".
El denominador
común de las declaraciones eran las nubes por lo que se incluyó un equipo de
meteorólogos en la investigación. Éstos, concluyeron en la teoría de que el
fenómeno se había producido por la mala calidad de las mismas. Como había tanta
escasez de agua estaban muy mal formadas, débiles y con baja densidad por lo
que eran incapaces de mantener a nadie encima.
El Consistorio
no comunicó estas conclusiones al pueblo aduciendo que no podía probarse. Por
otra parte, tampoco creyó prudente hacerlo ya que los ciudadanos pasaban sed y
cada día caían más ángeles sobre la ciudad.
Se ha iniciado
un turno de rogativas para la lluvia con romerías a todas las ermitas que hay
alrededor de la ciudad y se ha prohibido caminar por espacios abiertos mientras
dure la sequía.
*De Joan
Mateu. joan@cimat.es
LA INFINITUD DEL DESENCUENTRO…
Sobre cierto
arte*
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
Todas las
noches, un hombre miope sale al patio de su casa y mira hacia el cielo
estrellado. La debilidad innata de sus ojos le impide percibir con nitidez el
paisaje majestuoso que se extiende sobre él. No obstante, en aquellos débiles
fulgores apenas vislumbrados alcanza a intuir la mágica esencia de algún
secreto cósmico, y eso lo hace feliz.
Al día
siguiente, todavía conmovido por los fragmentos de eternidad que ha logrado
capturar, resuelve compartir sus modestos hallazgos con todo aquél que quiera
escucharlo. Pero apenas abre la boca frente a algún interesado, descubre con
tristeza que, por más que se esfuerce, no acierta a encontrar las frases
apropiadas, ni puede tampoco dejar de tartamudear. De su garganta sólo surge,
entonces, un parlotear confuso, compuesto de palabras incoherentes, fatalmente
imprecisas. Su discurso termina siendo sólo un pálido reflejo de otro pálido reflejo.
El frustrante
proceso se reitera día a día.
Y sin embargo
–he aquí el auténtico misterio- hay gente que al ver pasar al miope tartamudo
lo mira con admiración y comenta con gratitud: “ese hombre me ha enseñado lo
que son las estrellas”.
VIEJO ARTE
NUEVO*
Desde siempre
los hombres hemos debido luchar para sobrevivir. Hemos construido viviendas,
realizado herramientas, trabajado en el sudor del día.
Ocupados y
agobiados, urgidos por las necesidades cotidianas, sin embargo hemos, siempre,
desde siempre, hallado la forma para apartar los minutos o las horas para lo
accesorio y quizás fundamental. Para crear lo bello.
La belleza, esa
necesidad humana, que aparece encarnada en una figurilla de marfil enterrada
bajo siglos de greda, en un bisonte rojo confundido con la roca de las cavernas
frías, esa belleza que mantiene al artesano ornamentando, al pintor dubitativo
frente a dos tonos con tal sutil diferencia, que se dirían iguales. Esa belleza
buscada, perseguida, tomada de la falda para que no huya.
La belleza
porque si, la belleza que no es utilitaria, la fina línea grabada hace milenios
en el arco para la caza, los colores que no añaden calor al tejido, pero sí la
hermosa sensación de portar algo único. Bello.
La belleza en
el palacio dorado a la hoja, en la catedral esculpida en mármol, en la
inextricable mezquita. La belleza sobre un muro desgastado, agrietado, sobre el
pobre muro de una casita pequeña junto a la vía del tren.
Sorprende al
caminante la mariposa, la acaso sirena con alas, la mujercita etérea hecha en
relieve, bajo relieve, pintada y construida, esa sirena mariposa, esa mujer de
la Belle Epoque de líneas onduladas que alguien hizo para si y porque le gustó
en el porche de la casa. Art Nouveau se llamó al estilo que compuso mujeres
elegantes de brazos vegetales, esta figura es un arte nuevo y viejo, armada con
despojos, deseo y presencia, voluntad y anhelo. Con la memoria de lo que hubo y
la escasez de lo que hay.
Casa pobre, de
paredes despintadas; la sirena marcada con un surco hasta el ladrillo en el
revoque, un brazo añadido, quizás de un maniquí, que se desprende del plano,
apliques de espejos rotos ornamentando el tocado, y como sombrero una lámpara
armada con viejos caireles de colores. Pintura basta. Materiales desechados y
vueltos a la vida.
Una figura
única que descubrimos transitando uno de esos lugares por donde no suelen darse
los paseos.
Esta sirena
mariposa alumbra el porche, alumbra la vida con su luz de belleza caprichosa.
Dice que la pobreza no renuncia a embellecer el mundo, y que la luz se esparce
en los lugares más remotos. Gratuita y maravillosa.
Dice la grácil
figura que el corazón humano no renuncia a imaginar ni a crear, y que tal
esfuerzo se disfruta cuando se comparte con los transeúntes. Y nos hermana.
Casi se ha ido
la luz, pero un cazador fatiga sus ya fatigadas manos en tallar delicadamente
un ave en su lanza. Llega la noche. Mañana terminará su tarea. Sueña con un
trino y un aleteo. Esto ocurrió hace apenas un momento.
ÁRBOL DE
NOVIEMBRE*
En una vida fui
árbol y recuerdo
la alegría de
noviembre
naciéndome otra
piel
brotándome
yemas en los nudillos.
Mi cuerpo una
selva y una casa de pájaros.
En mi corazón
crecían torres mudas
profesando lo
sagrado del día,
el pequeño
clamor de los nidos
cuando su peso
era latido.
Todo era amado:
sol aire agua
zumos
de la tierra
volviéndose savia.
Recordarse
árbol de noviembre es
traer al
presente la primera memoria
y estrenarla
sin indagar si
es cierta.
Basta la
atracción del árbol
y el silencio
umbroso que me aquieta.
*De Miryam
Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
ABISMOS*
(Pájaros sin
alas)
En las grietas
profundas de la noche,
absurdas
calaveras
adelgazan su
hastío de baldosas,
ondulan entre
muslos
enlutados de
sedas malheridas
por la furia
afilada de las sombras,
desnudan
carcajadas malolientes
que apuñalan
la pervertida
espera de las rosas.
Crueles ritos
de guiño y ventanilla
encadenan la
lumbre de los grillos
a jaurías de
lechos extraviados
en pequeñas
alcobas
donde devoran
sueños,
las fauces
degradadas de una luna
de caderas
redondas.
Más allá de las
máscaras,
hogueras de
gemidos navegantes
asesinan
palomas
y en el vientre
quebrado de la risa,
sobre un casto
rebaño de azucenas
que el viento
sur desflora,
por helados
hilillos de agujas sumergidas,
alacranes de
carne desgarrada
inauguran
silencios de cebolla
y en los
despeñaderos del martirio,
saciados de
vigilia,
los abismos
sollozan.
*De NORMA
SEGADES-MANIAS.
*
Qué guiño
imperceptible
nos hablará el
amor
cuando amanezca
y qué brisa
será
la boca que no
entienda
las palabras?
*De Alejandra
Alma.
TRANSFORMACIONES*
*De Sonia Arismendi. soniaris@adinet.com.uy
Trabajaba
con intensidad, concentrado como siempre en lo que hacía, pero sin placer.
Estaba de mal humor. Sus ojos fijos en la pantalla luminosa, donde se mostraba
un mapa coloreado por sectores, tenían un brillo tenso. Los dedos golpeaban las
teclas con precisión, pero con demasiada fuerza. La boca se contraía mostrando
el brillo de los dientes en una mueca irónica. Hacía todo con perfección
natural, sin esfuerzo, pero hoy no se encontraba bien. Sentía una furia
contenida hacia los directores del proyecto. Era la tercera modificación que le
pedían, sin razones válidas para hacerlo. Se detuvo un momento y se dirigió a la
pequeña cocina anexa al estudio. Se sirvió una copa de vino y tomó un sorbo
todavía apoyado en la mesada,. Pensó que esto no era su estilo. Cuando bebía
una copa de vino lo hacía en la atmósfera adecuada, la música sonando
suavemente, la copa apoyada con cuidado en la mesa redonda al lado del sillón
rojo. Pequeños rituales que llenaban sus espacios, siempre jugados en el
ambiente perfecto. Se molestó consigo mismo y se dirigió de nuevo al estudio,
pero no siguió trabajando. Se sentó despacio en el sillón con la copa en la
mano, la mirada recorriendo sus libros ordenados con cuidado. Sonrió. Eran
demasiados. Quizás tendría que dejarles la casa para ellos. Luego se fijó en el
ordenador con el mapa desplegado dentro de él como una pintura primitiva. Se
sintió agotado, pero con un deseo incontrolable de cambio, de movimiento, de
reversión total. Pensó con una mueca en las veces que había soñado con
mutaciones totales. Estoy harto, se dijo. Bebió el resto del vino y se
adormeció en el sillón, las manos laxas apoyadas a los lados, la cabeza erguida
contra el alto respaldo con los ojos cerrados. Mucho más tarde, los abrió,
mirando fijamente, hacia la luz que lo atraía. Luego los entrecerró como
ranuras, comenzó a mover su cuerpo con suavidad, despacioso y silente. Se movió
hacia la luz del ordenador. Se apoyó en el suelo con sus brazos elásticos
cubiertos de pelos dorados, las garras ocultas, el lomo estirándose con sus
manchas negras, las patas apoyadas con firmeza. Reconoció el lugar lentamente,
deteniéndose en la contemplación de cosas que lo llamaban., pero no lograba
identificar. Se movió hacia la luz del ordenador con un impulso de ira. Trepó
de un salto a la silla y aplastó el vidrio con furia. La luz se apagó. Todavía
inquieto, siguió su recorrida. Lo detuvo la figura de madera de un muñeco
articulado y un pájaro de lata que picoteaba el piso sin parar. Los husmeó y
gruñó amenazador. Se sentó frente a ellos preguntando con los ojos. Algo
parecía surgir en su memoria, pero desapareció. Con un golpe rápido aplastó al
pájaro. Moviéndose despacio se desplazó a lo largo de las bibliotecas
atestadas. Algo allí era importante para él. Husmeó los libros con placer,
oliendo especialmente algunos estantes. Algo le molestaba como un dolor. Se
revolvió nervioso, sentándose luego totalmente inmóvil con los ojos fijos en
los libros. Pero fue inútil. Se levantó sintiéndose cansado y se dirigió hacia
el otro ambiente. En el dormitorio el tatami lo esperaba y él lo aceptó como
propio. Se sentó encima afirmando su posesión. Se sentía agotado. Se estiró con
suavidad, colocó la pesada cabeza entre las patas y se durmió con la luna llena
en el vidrio de la ventana.
*
imperceptiblemente
nos abandonan las puertas
nos dejan las
lunas, las llaves, dejamos de ver caracoles
volteamos el
rostro y el salón antes armado para la fiesta
está vacío, las
sillas echadas al suelo, las copas caídas
la propia cara
va perdiendo su mueca en el espejo
ciertas
palabras ya no salen de la boca
se habrán
deshecho en polvo silencioso, etéreo
la mano que
acercaba la pulcra camisa ya no está
ni están
tampoco junto a la cama las pantuflas
que se
arrastraban dejando corolas de luz por la casa
sin darnos
cuenta un día abrimos el abrevadero de gente
y solo sale
arena de los grifos, pelusas o tuercas oxidadas
las canciones
se quedan sin artificio de sonar y se evaporan
imperceptiblemente
hemos sido abandonados
una mano, que
tal vez sea nuestra, cierra lentamente la puerta
dejando tras
los grises ventanales una vaga y metódica figura
que, tal vez,
sea uno mismo mirándose partir
De paso*
Lo pensó así en
el momento exacto en que se apeaba del tren: "nadie hablará de nosotros
cuando hayamos muerto". Intuía o recordaba que era el título de una
canción, una película, un libro... Algo que le venía de remotas regiones de su
mente, palabras difuminadas por la resaca del tiempo que ahora, sin motivo
aparente, habían salido a la superficie para volver a sumergirse en el olvido
minutos u horas más tarde. El hombre ya no era joven. Tenía esa edad indefinida
de quienes han vivido en muchos sitios o -pensémoslo despacio- en ninguno. Por
eso una frase aparecida de repente en su cabeza podría venir de cualquier parte:
La edad mezcla palabras y recuerdos, invenciones y vivencias. Todo es una misma
argamasa que se amontona, informe, en los anaqueles de la memoria.
Pero ¿a qué
venía esa frase justamente ahora? El traje raído, las arrugas delatoras, el
exiguo maletín ¿pueden ser, acaso, la respuesta? El hombre miró al frente. Un
cartelito despintado anunciaba el nombre de la estación: "Ingeniero de
Madrid". Le resultó chocante, porque él había nacido allí, muy cerca de
Madrid; en España, esa España ahora tan lejana como las brumas de un
entresueño, que se van desvaneciendo poco a poco cuando despertamos y de las
que, al final, apenas queda un vago rescoldo, una cicatriz inexistente.
Tal vez fue ese
detalle -pero esto lo pensó ahora, mientras contemplaba el letrero-, el nombre
de la estación, lo que le trajo a la mente la frase lapidaria. Porque ¿algún
ser vivo recordaba todavía quién fue exactamente ese ingeniero? Cierto que en
algún libro, en alguna enciclopedia cubierta de polvo, quizá se reflejase no
sólo el nombre, sino incluso también el hecho por el cual este lugar que ahora
pisaba había adoptado ese nombre, que -a pesar de todo- no dejó de resultarle
sumamente curioso. Pero ¿puede una enciclopedia, por exacta y completa que sea,
imitar o suplantar eso que llamamos recuerdo? ¿Son esos artículos, esas
anotaciones, una forma de seguir existiendo en la memoria de las gentes
futuras? Tal vez, pero, en cualquier caso, una forma distorsionada,
infinitesimal. Las biografías las escribe gente viva sobre gente muerta (o gente
muerta sobre gente muerta, que viene a ser lo mismo) y quienes las escriben no
saben nada, absolutamente nada. A lo sumo, una mínima colección de hechos
aparentemente importantes, pero que en realidad son irrelevantes o anodinos,
puesto que no arrojan ninguna luz sobre la persona biografiada... La única
biografía posible la va escribiendo uno mismo, con sus propios actos, y no
queda registro en parte alguna...
Vio las vías
perdiéndose en el horizonte. Las vías del tren sugieren la infinitud y el
desencuentro (Acaso también la infinitud del desencuentro) pero en este caso
concreto, además, ese desencuentro resultaba aún más dramático porque dos pares
de vías se cruzaban en este punto para ir alejándose después hacia sus
respectivos destinos, líneas infinitas que jamás volverían a encontrarse. Y
este punto, el único lugar en que esas líneas se encuentran, es una estación
erigida en medio de la nada, un punto perdido entre otros puntos igualmente
perdidos o inimaginables.
Así sucede
-pensó- tantas veces. Tal vez sólo exista un punto, un único punto en todo el
inimaginable cosmos, donde sea posible el encuentro. ¡Qué dicha, el encuentro!
Y qué tristeza ver alejarse de nuevo los trenes del destino, intuyendo.
Desencuentros...
Si lo pensaba con frialdad y atención, fueron precisamente ellos quienes le
habían traído hasta este lugar, quienes habían de llevarle adónde iba. Pero
¿dónde iba exactamente? No podía recordar el nombre (si es que tal cosa puede
tener importancia en realidad), y no tenía el menor deseo de sacar del bolsillo
el papel donde figuraba. Ya habría tiempo para eso cuando el nuevo tren se
pusiera en marcha hacia el siguiente destino. La vida es una sucesión de trenes
que, en apariencia, nos llevan de un lugar a otro. Sabía que una vez allí tenía
que hablar con un tal Pereira o Pereyra, un portugués o brasileño que también
-por circunstancias desconocidas y que, en el fondo, no importaban- había
venido a dar con sus huesos en ese lugar alejado del mundo y de la historia.
(Pero -atinó a pensar más o menos confusamente- ¿hay algún lugar que no esté
alejado del mundo y de la historia? De ser así, el tiempo, juez definitivo, ya
vendrá a corregir esa desigualdad momentánea, ese error inocuo). Tampoco recordaba,
hecho anecdótico si lo miramos bien, cómo se llamaba el lugar del cual venía.
De ese triángulo escaleno, sólo el curioso nombre de esta estación solitaria
había echado raíces en su memoria. En la estación no había nadie más. De nuevo,
estaba solo.
Los
desencuentros, sí... Llegan a ser tantos que es imposible recordarlos todos. Y
¿para qué habríamos de recordarlos si sólo pueden producir dolor, desolación?
Amigos que se fueron diluyendo en un pasado cada vez más difuso, amantes cuyos
rostros apenas son una neblina inconsistente, familiares a quienes no había
visto en dos décadas... Y le vino de nuevo esa frase:
"Hablar de
nosotros después de muertos- musitó con una sonrisa amarga-. Si al menos
alguien lo hiciese cuando aún estamos vivos, si es que en verdad lo
estamos". Si alguien. Porque: ¿Quién le brindó una mano cuando su mundo se
desmoronaba? ¿Quién le habló cuando precisaba una palabra? ¿Quién estuvo ahí en
esas horas de amarga e interminable soledad, o en esas otras de inasumible
derrota? ¿Quién, finalmente, vino a despedirle a la estación -esa otra, ahora
disuelta entre las telarañas de un olvido consciente- veinte años atrás, cuando
tuvo que partir para no regresar? Para no regresar.
¿Amistad?
Palabra casi siempre exagerada para definir relaciones superficiales entre
seres humanos. ¿Amor? Ya lo dijo Bécquer: es un rayo de luna. ¿Fidelidad?
Palabra horrible y abstracta. Encierra una falacia.
Un día, no muy
lejano, de esta estación sólo quedarán ruinas, algunas fotos viejas, tal vez
uno que otro recuerdo impreciso como la sombra tenue de un sueño abandonado en
las hondonadas del tiempo. De quienes en ella esperaron alguna vez, de quienes
tomaron un tren o se apearon de otro, de quienes en ese mismo andén conversaron
durante unos minutos, desconocidos atrapados durante un instante en un lugar
que ninguno de ellos eligió, ¿Qué será exactamente lo que quede?
Un vacío tan
grande como el que ahora veían sus ojos, allí en esa estación inconcebible, era
la única respuesta a todas esas preguntas. El hombre suspiró, miró hacia el
cielo gris. El cansancio ya conocido vino a posarse sobre sus hombros. Tuvo que
sentarse. Tal vez se adormeció. Por eso, no podría decir si vio, o sólo los
soñó, a los jinetes que venían cabalgando desde el Sur, lentos, callados, cabizbajos.
De los dos
jinetes, el más joven se quedó un buen rato mirando al hombre que dormitaba,
sentado en el destartalado banco de madera de la vieja estación.
Hizo un gesto
vago de saludo, sin obtener respuesta. Luego miró a su acompañante y preguntó:
- ¿Qué estará
haciendo ahí?
Después de un
rato, el otro jinete, un viejo de pelo blanco y rostro endurecido por lluvias y
sequías y noches durmiendo al raso, contestó sin apartar sus ojos del camino:
- Está
esperando.
El joven le
mira, incrédulo.
- ¿El tren?
Pero entonces tal vez deberíamos decirle...
- Probablemente
él sabe.
- Pero si
supiera, entonces...
El viejo calla.
Deja que la verdad se vaya abriendo paso en la mente del otro. Sólo cuando ya
casi le han perdido de vista, cuando el hombre desconocido y la estación
abandonada apenas son un recuerdo que se va desdibujando, vuelve a oírse su voz
grave, sentenciosa.
- Hay gente que
va en busca de su destino; y hay gente que espera. Y también hay gente que hace
las dos cosas. Dónde, cuándo, por qué... sólo son detalles circunstanciales,
insignificantes. Y ni siquiera podemos hablar de elección. Caminas durante años
y un día, sin que se sepa el motivo, los pies se niegan y ya no hay
alternativa. Ese hombre -su rostro lo gritaba- se cansó de caminar. Y ahora
espera. Nada más.
Y sin mirar
atrás, los dos jinetes siguen cabalgando, sin apuro, como si en realidad no
fuesen a ningún lugar, como si la única realidad posible fuese el camino que se
extiende bajo los cascos de sus caballos. El silencio se ha instaurado de nuevo
entre ellos, y sobre la escena, ahora, apenas se oye el rumor de la brisa que
recorre, casi con timidez, el inabarcable páramo, rozando al pasar, de forma
leve, todo aquello que aun tiene consistencia y que algún día, pronto, sólo será
una sombra, un apunte inconcreto en los ajados libros de los hombres.
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks
Literatúrame!
¿Dónde es qué?*
¿Dónde es que
descubrimos una luminosa pesadumbre
una soledad
chispeante elevándose por sobre las cortezas?
¿Dónde
distinguimos texturas ingratas
y estremecimos
a los invasores?
DIAGNOSTICO*
*Por Urbano
Powell.
Así estaba el
hombre.
Y esto que no
es decir nada daba a entender que en su vida casi todo hacia agua. Se le
escapaba la belleza de los días como en un colador.
¿Y que le
quedaba en el colador? Sólo los restos pensantes de alguien que no podía
percibir la felicidad. ni buscarla consecuentemente.
Ya no le
preocupaba la soledad pequeña de noches vacías de abrazos. De despertares con
la boca besando la piel de la almohada. No era la penuria de sentido a la luz
del día, cuando su vida se escurría en rutinas auto-administradas para no caer
en la percepción del vacío. No era la soledad pequeña entonces. No era eso sino
la enorme soledad del desamparo la que lo atormentaba por debajo de cada paso
que daba. Sentía que el suelo, lo más material y evidentemente sólido que se
nos brinda en la ciudad ya no era seguro para él. Sentía ciénagas. Arenas
movedizas donde los demás seres pisaban veredas y calles. Sólidas, evidentes.
Ese hombre
leía. Leía hasta que una frase lo fulminaba y lo obligaba a cerrar el libro y
transitar varios días con ella circulando en los laberintos de su mente, que
por costumbre, no conducían a ninguna salida. Pasó con: "es tan corto el
amor y tan largo el olvido" del poema de Neruda.
Volvió a
suceder con "Una gota de humana ternura" leída en "la octava
maravilla" un libro de Vlady Kociancich.
Que de
inmediato lo llevo a la última frase que le dejo escrita su ex mujer arriba de
la mesa de la cocina: -"Adiós y que sueñes que eres feliz".
De esto habían
pasado meses y el sentía que podía estar años así, sin olvidar ni hacer nada
concreto para buscar al menos un ratito de cariño bien dado.
Entre lágrimas
se vio como un mendigo de amor buscando alimentarse de sonrisas que recibía
tras decir algún piropo ingenuo a las mujeres.
Y además el
encierro. Ese temor desmedido a alterar sus pocas rutinas.
Quería y
necesitaba de algo que le diera aire a su vida.
Pero no lograba
superar la etapa del diagnostico.
Hasta que logro
asumir que lo suyo era ser un “enamorado del aire”. Busco vivir de amor en amor
etéreo.
Esa imagen -aun
ilusoria- le ilumino el día, ahora debía seguir adelante iluminando día tras
día su vida con sonrisas e ilusiones intangibles.
***
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