lunes, octubre 28, 2013

EN EL NIDO DE LOS OJOS...

 
 
*Obra de Cecilia Aguado.
Villa Gesell. Argentina
 
 
 
 
 
 
Desgarro*
 
 
 
Con un graznido de cuervo
en el velocímetro
y un arañazo
en la espalda del silencio.
Voy quemando el asfalto.
Está lleno de pájaros
cayendo de los árboles.
En los engranajes del arco iris
se desmayan las siluetas.
Balcones de sombra.
Me desclavo los días
me devora la noche.
Este viaje a Katmandú
latido hacia atrás
es un gato hambriento
en el nido de los ojos.
Desde una ventana
le maúlla la noche
un vals en los espejos.
Y tu gato de trapo baila solo
mientras yo me fumo la boca,
que ya no es de nadie.
 
 
*De Mauricio Escribano. mauricioescri@gmail.com
 
 
 
 
 
 
EN EL NIDO DE LOS OJOS…
 
 
 
 
 
 
El extraño*
 
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
 
Lo descubrí casualmente al mediodía, cuando, después de meses o años sin hacerlo, alcé la vista en medio del almuerzo y, persiguiendo el vuelo errático de una mosca, dirigí fortuitamente la mirada hacia mi izquierda. Allí estaba: joven, aparentemente alto, barba rala ensombreciéndole el mentón, cabellera espesa e intrincada coronándole las sienes, gestos remanentes de una adolescencia aún no muy lejana. Allí estaba, comiendo con nosotros, con naturalidad, en silencio, sin mirarnos.
Giré la cabeza hacia la derecha: Irma también comía en silencio. Seguía igual que la última vez: la cabeza gacha, el pensamiento ido, una aureola de amarga resignación envolviendo su cuerpo arqueado hacia adelante. Me pregunté si ella también lo habría visto y temblé. Tuve miedo, miedo de que el desconocido hubiera estado instalado en mi propia casa con su consentimiento desde hacía días, semanas o quizás años, aprovechando mi inveterada costumbre de no levantar la vista. Pero no, no era posible: la expresión de ausencia de Irma revelaba que ella no estaba al tanto del insólito fantasma que se había entrometido en nuestra intimidad. Mi deber era advertirla, pero con disimulo; el desconocido no debía saber que yo lo había descubierto.
Extrañado, temeroso, levemente incomodado por la conciencia de estar realizando un acto que resultaba ajeno a la esfera de mis hábitos, busqué la mirada de Irma: primero, de reojo, con algo de recelo; después abiertamente, despojándome de la cautela. Fue inútil: Irma no levantó la vista del plato en ningún momento y siguió comiendo. Era lógico: hacía años que no nos mirábamos. Yo mismo, de no haber mediado ese acontecimiento casual, de no haberme distraído tontamente siguiendo el vuelo de esa mosca torpe, habría permanecido inalterable; no podía esperar otra cosa. Aun así, a pesar de esa certeza, tuve ganas de que mirara. Hubiera querido que me mirara para saber si aún era capaz de vibrar al contemplarla, como antes. Pero no lo hizo y yo, casi sin melancolía, comprobé que había buscado sus ojos sin recordar de qué color eran.
Consciente al fin de que no podía contar con Irma, decidí entonces asumir yo solo el riesgo. Comprendí que no podría rehusar el compromiso de enfrentarme al extraño. Debía hablarle y exigirle las explicaciones necesarias. Debía imponer mi condición de dueño de casa. Resuelto a acabar con la irritante situación, forcé para mi rostro una expresión severa y, fingiendo una confianza que jamás he poseído, extendí mi brazo hacia el de él. De alguna manera supe que ahora sí, por fin, advirtiendo quizás lo inaudito de mis movimientos, Irma había alzado la cabeza del plato y también miraba: eso me dio valor. Redoblé mi esfuerzo por simular firmeza, me incliné sobre el extraño y, conteniendo la respiración, lo toqué suavemente con la mano. Él, tan sólo ladeó la cabeza y me miró.
Tardé bastante en reaccionar. Me costó adivinar en ese rostro juvenil los rasgos casi perdidos del niño de años atrás. Me costó acostumbrarme a la idea de que esa mirada dura y acusadora perteneciera al adolescente al que hacía tanto tiempo no veía. Pero, sobre todo, me costó reconocer esa voz al mismo tiempo familiar y, sin embargo, tan distante, que con tanta frialdad me decía:
“Sí, papá. ¿Qué necesitás?”.
 
 
 
 
 
 
*
 
 
no prescriben el ojo
no sepultan la piedra
están antojados de cenizas
ellos
los devoradores de cangrejos
los que aún no sintiendo
dentro de sí
apretujarse el sexo
sonríen sin embargo
satisfechos
como torpes peleles
ah, ese ojo barcaza de naufragios!
ah! ese ojo vedado a toda ciencia!
no cerrarán su boticario impulso
oh, no lo delatarán jamás
van eructando salmueras de cangrejos
intentarán en vano limarse las uñas
señalar el otro cuarto donde el reloj
es un hueso penetrando el día/
 
 
*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
ESTIGMAS*
 
(Los pájaros que callan)
 
 
El gorrión callejero,
nacido en los portales de la lágrima,
heredero del hambre y del desprecio,
ha extendido sus manos andrajosas
para sembrar mi falda
con el rostro vencido del hebreo.
Fatigado de inviernos,
trueca sus arrugadas indulgencias
por algunas monedas,
por un sueño de hogaza y leche tibia
que se le escurre entre los dedos.
Su corazón moreno
muestra el antiguo estigma de la carne
horadada por clavos y maderos
y una noche de rosas enlutadas
enturbia la mirada pedigüeña,
que sepulta en arenas calcinadas
sus voces de silencio.
Detenido en las sombras
donde aúllan los pájaros
la desnuda agonía de sus huesos,
donde cruje la escarcha,
donde se huele el miedo,
donde la noche es largamente larga,
donde el mendrugo rasga las mejillas
con sus uñas de viento…
desovilla filamentos de infancia
por laberintos ciegos.
 
 
*De NORMA SEGADES-MANIAS.
 
 
 
 
 
 
CALLES*
 
 
Soy un áspid. Espanto lo que asusta mi miedo.
Soy un áspid y una calle de tierra, sin colmillos.
No hay calle que detenga las arenas de la muerte.
Soy, apenas una hoja de barro.
A veces, solo a veces, un asombro.
Un brote. Un rumor. Un pezón en celo.
Me escondo, me traslado y las calles me recorren toda.
Me alcanzan. Me acarician, me hablan.
Es frecuente que griten.
Paso a paso traen las huellas de mi madre.
El viento vuela el sombrero de mi padre.
De tanto caminarme me han gastado.
Algunas duermen, No amor, no las despiertes. No.
El polvo cubre la cicatriz de Abel.
Cuesta abajo. Puta clara, lluvia oscura.
Lázaro gime y palpita de pasión.
Escucho las pisadas. Huyen. No me esperan.
Hay un ciego que baila. Y un niño.
Tengo sangre en la boca. En el pubis, sangre.
Los amantes yacen en un puente de niebla.
Soy un áspid. Espanto lo que asusta mi miedo.
Soy un áspid y una calle de tierra, sin colmillos.
No hay calle que detenga las arenas de la vida.
 
*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
Intervalo lúcido*
 
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
 
 
El hombre se detuvo con brusquedad en el centro mismo de la masa hormigueante que corría por la larga avenida, sobresaltado por la súbita revelación que acababa de herir su conciencia. Primero con perplejidad, luego con horror, miró hacia uno y otro lado, y el espectáculo escalofriante de la multitud que se desplazaba raudamente a su alrededor lo estremeció. Como una legión demencial de maratonistas, millones de figuras deshumanizadas avanzaban en idéntica dirección, con la vista clavada en el horizonte distante que nadie alcanzaba a divisar. “¿Para qué corremos, entonces”, atinó a preguntarse, asustado, “para qué corremos todos, si ni siquiera sabemos hacia dónde vamos?”. Pero apenas un instante después, reanudó la carrera con redoblado ahínco. La humanidad se alejaba y él se estaba quedando vergonzosamente atrás.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
la tierra no ha dejado de moverse
 
ni la soberbia
 
la máquina
que ignora
 
su latir
 
 
*De Alejandra Alma.
 
 
 
 
 
 
 
ES HORA*
 
 
 
*De Ruth Ana López Calderón. anilopez20032000@yahoo.es
 
 
En principio eran sólo unos cuantos,
los de la estrella
sentenciados a no ver la luz, sólo explosiones,
verdes uniformes
sentir la caricia fría de un arma.
Y las sirenas rompiendo obligados silencios.
La miseria corroída por el hambre,
una horda de locos confabulando ejecuciones
y la historia no repite:
Ya no son sólo las estrellas,
son la raza o el color de la piel,
son el credo o la nacionalidad,
son el ser o no ser potencia;
son el peso contenido en los bolsillos, lo que cuenta,
lo que dicta las sentencias y el olvido.
Y van labrando el destino sobre millones de tumbas,
y van tiñendo con sangre la tierra:
Es hora de que el mundo deje de mirar a otra parte.
 
 
 
*Poema incluido en DESDE LAS PROFUNDIDADES
Editorial BLACK DIAMOND EDITIONS, 2013
https://www.blackdiamondeditions.com
Desde las profundidades, 2013.
Derechos reservados © Ruth Ana López Calderón, 2013.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Ínsulas*
 
A Jacques Viau Renaud
 
 
 
1
 
 
Siento latidos aborígenes
resurgir
entre las cordilleras.
Como las patadas
de un infante
en el vientre materno,
anuncian el nacimiento
unánime del sol.
 
 
 
2
 
 
Ya está ahí el agua insular,
en ese río represado
por la historia
vuelta avalancha,
une los dos bordes
de la isla.
 
 
 
3
 
 
Ha vuelto el aire original,
desterrado
del cielo nocturno,
por los cobardes cuervos
de las madrugadas,
arrebatadas al honor
patrio.
El estruendo
se expande, a la redonda
del continente
con manos firmes.
 
 
 
4
 
 
“Pegado sobre el labio prohibido.”
Verde pasto, el que ondea
en las entrañas de la tierra.
Insurrecto,
mástil,
opositor del oprobio,
de pájaros foráneos
arrastrados por el viento.
 
 
 
5
 
Sangre derramada, por quienes
batallaron
por la preeminencia del día,
enrojeció una estrella,
que ahora,
emprendida el alba,
muestra su sacrificio.
Los niños, al verla,
juran ante su brillo
seguir sus rastros vespertinos,
hasta asaltar a la muerte,
por sorpresa.
 
 
*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es
 
 
 
 
 
 
***
 
 
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