*Obra de Cecilia
Aguado.
Villa Gesell. Argentina
Mi corazón arrulla viejas canciones*
Mi corazón arrulla viejas canciones.
Ronronea con ellas, se sumerge.
Descubre.
Veo pasar a una niña con sus juegos a cuestas.
Pasa un hombre cargado de años
con historias por contar.
Pasan jóvenes haciéndose arrumacos
celebrándose el uno al otro.
Pasa un albañil con su casco amarillo
y sus manos ásperas.
Pasa un estudiante enarbolando ideas
levando sueños.
Pasa una madre con su crío
también con sueños en las manos.
Pasa el cuidador de autos
una banda de tambores
un ciclista
alguien, que por allá cumple años
pasa el oficinista, el legislador,
un funcionario
pasa una mujer levantando miradas
una bandada de siriríes
un perro vagabundo
pasa el vendedor de cosas en ofertas
pasa la luna y, en la autopista, camiones
el mendigo
la mujer que duerme en la avenida
una prostituta
los niños que aspiran para matar sus sueños
pasa un colectivo
paso yo entremedio de todos
y me traspasan.
Ronronean viejas canciones en mi corazón.
Se hacen nuevas.
Y celebro.
*De Oscar Ángel Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
DESDE EL FONDO DE LOS TIEMPOS…
CALLEJONES*
Los únicos recuerdos que me acompañan con insistencia, como
llovizna encarnizada son los de la infancia. No importa si se reiteran, si
vuelven empecinados como animalitos que tiritan en la intemperie.
Por allí pasan aquellos hombres, aquellas mujeres que destriparon
terrones en amaneceres con escarchas, pasan aquellos seres que no se fueron en
vano a descansar bajo la tierra, aunque la realidad que llamamos real así lo
testifica son sus lápidas.
Saer decía que uno debe ser fiel a una zona, en realidad lo decía
Lezcano, su personaje en ese texto magistral que se llama "Discurso sobre
el término zona".
Para un hombre que respiró y anduvo esa llanura despojada, lisa,
con el cielo como un plato estremecido que se junta allá a lo lejos con una
línea verde que el crepúsculo tiñe de violáceo, ella tiene sentido.
Para un hombre que miró el vuelo libre de los pájaros, los vio
rodeando con sus alas el aire claro de diciembre.
Para un hombre que recibió ese paisaje en esa hora primigenia del
existir donde todo era principio y ese aire que daba vueltas sobre él, ese
cielo, ese sol y esos crepúsculos no podrán ser luego cambiados por ningún otro
paisaje.
Un hombre que vivió una infancia de espacios abiertos queda marcado
para siempre.
No es raro entonces que a veces lo recuerde.
Por aquella calle no pasaba nunca nadie, ni siquiera para levantar
el polvo que se asentaba con toda su inclemencia.
En verdad que no era una calle cualquiera, era una que pasaba
detrás de las casas últimas que quedaban como colgadas del casco del pueblo, la
que detrás de unos pinos solitarios devenía en callejón, se ensanchaba y
recuperaba para sí todo el aire, la luz y la plenitud del campo que la rodeaba
por todos lados como a una larga isla, el mar.
Era como un espolón, una escollera, con su malecón que formaban
esos pinos verdosos que lo cuidaban como para que no escapara hacia el cañadón
cercado de juncos y de ruidos de pájaros acuáticos y patos y cigüeñas y garzas
pensativas que se paraban largo rato en una pata y parecían dormitar desde el
fondo de los tiempos.
Ese callejón entonces, el mismo que sólo suelen transitar a veces
los niños con sus tramperas para cazar mistos o corbatitas, su gramilla que
alimenta cuises y ese polvillo para que los hurones dejaran marcadas sus
patitas diminutas.
Por ese callejón sigue trotando ese grupo de niños, con sus hondas
cazadoras y sus pies descalzos, sus cuerpitos que denotan una pobreza heredada
como el color de los ojos o la piel sufrida.
Trotan en un atardecer con el sol que los persigue y pinta de
reflejos dorados sus cabecitas rapadas, con otros soles más depredadores y
salvajes que éste que, moribundo, rastrea entre los pastos como una víbora
herida.
Como su andar es errático no podemos saber hacia donde se dirigen.
O hacia alguna de las taperas que resisten con sus ruinas a los vientos de
agosto y a los soles de enero; o bien hacia alguno de los numerosos cañadones
donde pescan bagres barrosos o mojarritas tontas y nerviosas, o, no sería raro
que enfilaran hacia alguno de los tanque australianos donde zambullirán sus
cuerpecitos sudorosos.
Esos chicos, como hilachas perdidas en el viento, se dispersarán
con los años como esos villanos de los cardos que tocan a veces sus rostros
tostados por el sol de eneros sucesivos. Esos rostros tan nuevos y ateridos de
necesidades futuras que hoy circulan la costra injusta del planeta donde no
eligieron vivir.
El azar los puso allí, como a esas semillas de cardo que el viento
zarandea en su liviandad peregrina.
Cuando pasen los años, alguna vez si por azar también se
encuentran, alguno de ellos recordará estas incursiones inocentes -aventuras
módicas- que insistían en las tardes y que, agrandados en el tiempo y el
recuerdo, le parecerá la felicidad alcanzada que se trae al presente con sólo memorarla.
Y tal vez sea ese momento el de las reflexiones amables, con
referencia a los "paraísos perdidos" para siempre, aunque no se lo
exprese así, tan contundente.
Pero algo en el tono de sus voces cansadas, que se reviven con el
vino y los recuerdos que se comparten luego de mucho tiempo, los hará creer en
esa tabla que viene a rescatarlos de todos los naufragios.
Ese recuerdo amable que prefieren salvar de todas las miserias no
les permite razonar que es sólo un deseo de retener el tiempo -que no vuelve ni
tropieza, decía Quevedo- que pasó con su indiferencia implacable sobre ellos y
sobre todos los sueños que perdieron para siempre.
ANDAMIOS*
(El jornal de los pájaros)
La vasija de losa
sobre el muro musgoso de la bomba
ordeñó verdes lunas de geranios,
astilló la brumosa madrugada,
ruborizó mejillas,
exilió la fatiga de los párpados.
Junto al fuego,
por vetas de maderas calcinadas,
crecen rosas morenas
que malnutren los pájaros
con la rodaja humeante de la yerba
deslumbrando los jarros.
En el aire desnudo,
un silbido de dientes apretados
perfila los andamios,
establece los húmedos sudores
de soles verticales,
alucina los grillos que sueñan bandoneones
y conjura faroles esquineros
agobiados de tangos.
Hacia el llamado del ritual hornero,
bandadas de ruinosas bicicletas
sobrevuelan el río del asfalto,
congregan el milagro
de anidar en la orilla del jornal que no alcanza,
anuncian la frescura del ladrillo
y asombran a los grises portafolios
con la fuerza del canto.
*De NORMA SEGADES-MANIAS.
¿Y VOS QUIÉN SOS?*
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
"¿Y vos quién sos?". El azoramiento de algunos se
despliega en la noche con absoluta franqueza. Otros, en cambio, tal vez para no
herir la susceptibilidad de quien acaba de saludarlos tan efusivamente,
disimulan su perplejidad y postergan su exteriorización por un rato, hasta que
pueden preguntarle en confianza a algún conocido: "Che, ¿y aquél quién
es?". En uno u otro caso, cuando surge al fin la respuesta clarificadora,
el apellido o el apodo que diluyen la incertidumbre, es el momento de la
palmada en la propia frente, de las exclamaciones jubilosas, de las risotadas
de recobrada complicidad. Pero es tanto el bullicio y tanto el movimiento, son
tantos los ex alumnos de distintas promociones que, al igual que nosotros,
circulan y se encuentran, y se reconocen (o no) a medida que van llegando a la
cena, que cuando uno se está acomodando a la respuesta recibida, enseguida
florecen nuevos saludos, nuevos abrazos y, con ellos, más asombros, ya sea por
desconocimiento transitorio del otro, o precisamente por la razón opuesta.
Reencontrarse con los compañeros de la secundaria después de
veinticinco años constituye una experiencia que tiende a resultar
conmocionante. Aún después de aclaradas las respectivas identidades, es difícil
sustraerse a cierta impresión de irrealidad. La visión parece empeñarse en
seguir desenfocada; cuesta tomar la imagen de esos tipos calvos, gordos,
canosos o de lentes que uno tiene enfrente y ajustarla al recuerdo que uno
guarda desde su adolescencia asociado a esos mismos apodos y apellidos.
"¿Y vos quién sos?". No es descabellada la pregunta,
habiendo pasado tanto tiempo sin saber nada del otro. Pero es incontestable. A
lo sumo, uno puede ensayar una apretada síntesis de datos que cree
significativos, pero es imposible pasar de allí. Alguien habla de la hija que
está por cumplir 15 años, alguien menciona que estuvo viviendo en el
extranjero, alguien cuenta que su hijo también viene a este colegio, alguien
nombra como al pasar su lugar de trabajo, y hay que conformarse con mirar desde
la orilla esas existencias que ignoramos, imaginarlas a partir de esos pocos indicios,
sabiendo de sobra que son insuficientes. Y es claro que esa estrechez obligada
de nuestras biografías, ese laconismo de diccionario que estamos forzados a
practicar nos aleja de lo que en verdad han sido y son nuestras vidas, pero
¿cómo resumir veinticinco años de otro modo? No hay alternativa; menos aún
siendo tantas las voces que habría que escuchar, y el tiempo casi nulo con que
contamos esta noche para concretar tamaña empresa.
La charla navega por canales serenos y amables: anécdotas risueñas de
nuestro lejano pasado común, historias de profesores y preceptores, intercambio
de información sobre el paradero de los compañeros que no vinieron. Nadie
delatará aquí sus íntimos naufragios, ni trazará en público el mapa minucioso
de sus felicidades cotidianas. No es ese, al fin y al cabo, el propósito de la
reunión. La realidad, entonces, sólo se cuela en las conversaciones casi por
descuido, entra en el festejo sólo a cuentagotas. De alguna manera, la cena
funciona como una burbuja a prueba de desencantos. Por una noche, el
transcurrir de la vida queda cancelado. Por una noche, estamos suspendidos en
una especie de limbo temporal donde ya no somos exactamente los que éramos (y
lo sabemos) pero tampoco quedan expuestos en detalle los contornos de nuestra
versión actual. Por una noche, hacemos a un lado nuestras posibles diferencias
y recostamos nuestra identidad sobre aquello que nos une -la pertenencia al
colegio, el sabernos parte de la promoción '82- felices de haber sacado del
placard un perfume existencial que hacía mucho no nos poníamos.
"¿Y vos quién sos?". Quizás nos hayamos perdido para
siempre y ya no podamos reconocernos. No lograremos saberlo con certeza; al
menos, no esta noche. Nos iremos de aquí siendo casi extraños. Pero lo haremos
pensando tranquilizadoramente que todavía nos conocemos.
He allí la limitación fundamental de estos reencuentros.
He allí, tal vez, su atractivo principal.
Remolino*
*De Antonio Dal Masetto.
Después de dieciséis horas de vuelo, dos trenes, un transbordador,
el viajero regresa al pueblo donde nació y del que se fue siendo chico. Se
instala en un hotel que en un tiempo fue un convento y de inmediato sale a
recorrer. Camina lo que queda de ese día, camina al día siguiente. Pasa por la
que había sido su casa, por la escuela, por la cancha de fútbol, por el
cementerio. Cruza los puentes sobre los dos ríos que bordean el pueblo, busca
sin encontrarla la represa donde iba a nadar. Demasiadas cosas cambiaron,
modificadas por la intervención de los hombres o por las traiciones de la
memoria. Y aun aquellas que se conservan tal como las había fijado el recuerdo
ya no le pertenecen. El viajero camina sin parar, desilusionado y extranjero.
En algún momento se pregunta si todavía estará cierto patio empedrado, detrás
de una pequeña iglesia, bajando hacia el lago. Ahí se reunía a jugar con los
amigos después de la escuela. De ese patio, vaya a saber por qué, conservó la
imagen de un ángulo formado por las paredes de dos casas, donde el viento se
arremolinaba y arrastraba hojas secas, briznas de pasto, papeles. Recuerda en
especial -otra curiosa selección de la memoria- los envoltorios de caramelos.
En la mañana del tercer día se mete en una callecita en sombra que viborea
entre construcciones antiguas, pasa bajo una arcada y ahí está, frente a él, el
patio. Acá no advierte grandes cambios. Sólo le parece que las paredes estan
más negras y que las puertas y las ventanas alrededor variaron de tamaño.
Avanza unos pasos cautelosos y entonces lo ve. En el rincón perdura el
remolino. El viento arrastra hojas secas y papeles igual que antes. Después de
haber deambulado por el pueblo sin encontrar nada que le permitiera
identificarse, nada para abrazar, nada para poder decir "esto es mío, esto
soy yo", el viajero acaba de oír una voz familiar llamarlo por su nombre.
Cierra los ojos para escucharla mejor, para que no se le pierda. Se abandona.
Entonces piensa que desde el momento de su partida, la voz estuvo ahí, viva en
el remolino, invocándolo, reiterando día tras día el conjuro para el regreso.
Piensa que la voz perduró alimentada por un elemento tan inasible como el
viento, se mantuvo gracias a la persistencia y a una forma de fidelidad del
viento. Y el reclamo sin duda llegaba hasta él, en su ciudad del otro lado del océano,
porque ésa, la del patio empedrado, era una de las imágenes que volvían a la
hora de recordar. Al viajero le gusta creer eso. Y permanece parado de cara al
rincón, viendo desfilar su vida. Su vida transcurrida en otras partes del
mundo, sometida a leyes de otros vientos. Aunque ahora le parece saber que,
anduviera por donde anduviere, siempre estuvo mirándose en ese espejo, atento a
la voz del remolino inicial, intentando mantener vivas también él, en las
pérdidas y en las turbulencias de sus años, tantas diminutas cosas desechadas.
*Texto de Antonio Dal Masetto. "El padre y otras
historias". Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 2002.
LA VISITA*
*De Sonia
Arismendi. soniaris@adinet.com.uy
Después de caminar lentamente por los jardines recién tocados por
la primavera, llego a la casa de los Douillet, donde estaba invitado a
almorzar. Me abre la puerta una criada joven, que me mira con curiosidad. Yo le
sonrío y me presento. Entonces percibo que estoy desnudo. Me desconcierto, pero
igual avanzo hacia el centro de la luminosa habitación, de muebles severos pero
elegantes. La joven se dirige presurosa hacia el fondo y aparece Mme. Douillet,
con la cual nos saludamos con afecto. Ella parece no notar que estoy desnudo,
lo cual me hace sentir cómodo. Me siento en un amplio sofá y hablamos sobre la
última vez que nos encontramos en la ópera, donde la obra había sido creada por
un profesor y sus alumnos. Coincidimos en alabar el talento del músico y sus
jóvenes alumnos. En ese momento siento que llega el auto de M. Douillet y él
entra en pocos minutos. Me saluda con amabilidad y yo me siento turbado por
encontrarme sin ropas. Él parece no prestarme atención, pero decido vestirme
antes de que lleguen otros invitados. Me disculpo ante Mme. Douillet y me
dirijo hacia otro salón que conduce a los dormitorios. Pero no alcanzo a llegar
cuando siento conversar a varias mujeres que hablan en voz muy alta. Me
apresuro, subo la escalinata y cuando voy a pasar al dormitorio salen de él
tres personas que conozco de vista, profesores también del Instituto. Los
saludo con normalidad, pero estoy molesto. Son dos mujeres y un hombre. Pensé
que sería un almuerzo más íntimo, pero siento que el salón ya está lleno de
gente. El hombre me reconoce levantando la mano, una de las mujeres se presenta
mientras me acaricia el hombro. Me aparto y en el cuarto encuentro mis ropas.
Cuando me estoy poniendo la camisa, entra Mme. Douillet y prosigue el diálogo que
teníamos antes, mientras me pasa su dedo índice por los labios. La caricia se
hace tan fuerte que siento que los dientes me lastiman los labios. Me excuso y
llevo mis ropas al baño. Cuando salgo, ella está mirando por el ventanal hacia
el jardín. Se acerca a mí un instante con ojos desolados luego bajamos juntos
al salón comedor. Ya están todos sentados alrededor de la mesa. Todos se
encuentran desnudos.
-LOS CUENTOS DEL DIVÁN. LA VISITA
*
A veces (y solo a veces) uno corre tal suerte que caer del cielo no
es tan desastroso cuando se tiene al menos la esperanza de ser bien recibido en
el infierno. Pero cuando uno descubre que donde el cielo tiene hoyos, el
infierno ha cerrado sus sucursales, nos damos cuenta que hemos quedado entre
humanos... Y justo uno comienza a creerse dueño de sí cuando nos damos cuenta
que donde ningún dios y ningún demonio puede ayudarnos, aparecemos solos, y ni
aún así somos salvados por nosotros mismos... Y cuando la humanidad parece
aplastarnos sin que podamos hacer algo, llega alguien con los mismos pasos, con
sus manos, sus brazos, sus ojos, su sonrisa; y nos abraza, nos mira... La
libertad se vuelve mortal, y sale de uno para convertirse en alguien más: y
somos salvados por un milagro que escribe, crece y muere como todo lo vivo que
nos rodea... Y uno entiende cuando dicen que los sueños también tienen pies, y
manos, y ojos, y nariz, y esos etcéteras que con el tiempo se tendrán que
descubrir...
La vida brinca de un lado para otro: los vientos abrazan los polvos
que cierran nuestros ojos, las lluvias se despiden de las tierras... Tu, yo, el
tiempo: ¿Qué hacer?... ¿Habremos dejado de creer en algo? ¿Habremos olvidado
los temores de un mundo olvidado?... Lo descubriremos pronto, y espero estar lo
más cercano a ti posible cuando eso pase.
Levántate y anda, Samsa*
*Por Juan Forn
Hay un cuento de Kafka en que un escritor japonés es el máximo
candidato a recibir el premio literario más importante del mundo pero, año tras
año, es sistemáticamente relegado, a pesar de sus esfuerzos cada vez mayores
por obtenerlo, que incluyen imitar a otros autores (por ejemplo, a un sueco
autor de una exitosísima saga protagonizada por una chica que asesina villanos)
e incluso copiar sus propias obras tempranas, cuando era feliz e indocumentado,
y escribía sin pensar en otra satisfacción que llevar a buen puerto la historia
que estaba contando. Los años se van sucediendo y el escritor japonés deforma
cada vez más su estilo y su obra hasta que ya no tiene nada que ver con lo que
era originalmente, momento en que obtiene por fin el tan ansiado premio, que no
es otra cosa que un espejo.
Mentira: Kafka jamás escribió ese cuento. Pero el japonés Haruki
Murakami, después de perder una vez más el Nobel hace dos semanas, publicó en
el New Yorker un cuento titulado “Samsa enamorado”. Como todo el universo sabe,
el protagonista de La metamorfosis de Kafka se llama Gregor Samsa (en los
primeros borradores, su autor era aun más autobiográfico: lo llamaba Karl
Samsa). Todos conocemos de memoria su inmortal comienzo: esa mañana en que, al
despertar de un sueño agitado, el pobre Samsa descubre que se ha convertido en un
monstruoso insecto. Y ese momento terrible del final, cuando Samsa trata de
acercarse a su madre y su hermana y es tal la repulsión que le provoca a su
amada hermana, que ésta prefiere soltar a la madre con tal de mantener la
distancia con el monstruoso insecto: ese momento en que Samsa comprende que su
familia le está pidiendo que los libere de él, y vuelve mansamente a su cuarto
a dejarse morir.
En ese cuarto empieza el cuento de Murakami. En ese cuarto sin
muebles y lleno de mugre, con la ventana tapiada y la puerta sorprendentemente
abierta, despierta una mañana un insecto devenido humano. Así empieza el cuento
de Murakami: “Al despertar descubrió que había experimentado una metamorfosis y
se había convertido en Gregor Samsa”. A continuación, el protagonista se
sorprende grandemente de sus manos y sus piernas humanas (“¡sólo dos de cada!”,
comenta el narrador entre paréntesis), de su piel blanda, sin caparazón
protector, sin armas de ataque o defensa, de ahí pasa a responder a sus
necesidades más urgentes, y después de devorar a manos llenas el desayuno que
encuentra servido en el comedor descubre que tiene frío y elige para cubrirse
un camisón que encuentra en uno de los dormitorios (permítanme acá una frase de
Kafka, el hombre que sentía que si no escribía era un insecto, para su familia
y para el mundo: “La vista del lecho conyugal de mis padres, de las sábanas
usadas y los camisones tirados encima, me impresiona hasta la náusea”).
Entonces suena el timbre. En camisón, Samsa abre. ¿Pidieron un
cerrajero?, dice una mujer jorobada y se abre paso y llega hasta la puerta del
cuarto de Samsa y se arrodilla frente a la cerradura y mientras trabaja en ella
le pregunta a Samsa dónde está el resto de la familia, ¿no vieron los tanques
por las calles?, están deteniendo gente, mejor no salir, por eso vino ella en
lugar de sus hermanos, porque a una jorobada no la van a detener si la ven por
la calle, ¿y por qué tamaña cerradura en un cuarto que no tiene nada adentro?,
pregunta la jorobada, con Samsa de pie a su espalda, y entonces gira y descubre
la tremenda erección que asoma debajo del camisón, y se mosquea (“¿Ves de atrás
a una jorobada en cuclillas y crees que tienes derecho a cogértela?”), pero
entiende que Samsa es medio “lento”, que no tiene mala intención, y le dice que
volverá en unos días con el cerrojo arreglado, y se va. Samsa vuelve al
comedor, se sienta en una silla, mira alrededor, se pregunta qué significarán
las palabras “familia”, “tanques”, “deteniendo gente”, “cogértela”. Todo es un
misterio para él, salvo el anhelo de volver a ver a esa jorobada “y a su lado
descifrar los enigmas del mundo”.
Así termina su cuento Murakami. Si hubiera sido mínimamente más
explícito con los tanques (en Checoslovaquia entraron dos veces los tanques
rusos: al final de la guerra y en 1968, para terminar con la primavera de
Praga), el final de su cuento sería atronador: el judío Samsa sobrevive a los
nazis encerrado en ese cuarto (recuérdese que las hermanas de Kafka murieron en
Ravenbruck y Auschwitz) y se vuelve humano y sale de su encierro cuando termina
la guerra. Pero Murakami prefiere concentrarse en la fabulita del insecto
devenido humano (“¡Tengo manos! ¡Tengo hambre! ¡Tengo una erección! ¡Tengo
novia!”). A diferencia de todos los lectores del mundo, Murakami no ve a Kafka
en Samsa. Hoy sabemos que Kafka empezó a escribir La metamorfosis un domingo;
tres días antes había sido el día más feliz de su vida: la mujer amada le había
hablado de tú por primera vez, pero desde entonces ni una carta de ella. Kafka
espera en cama ese domingo, no se ha levantado, oye a la familia desayunar y
luego almorzar en el comedor, por la tarde le escribe a Felice que se siente
insignificante: “A menudo dudo de que sea una persona. Si no escribiera yacería
en el piso, digno de ser barrido”. Uno tiende a pensar que la familia no lo
hubiera barrido sino respirado aliviada, si Kafka dejaba de escribir (y la
mujer amada lo mismo), pero Kafka pasa las siguientes veintiséis noches
escribiendo La metamorfosis. En el momento culminante del cuento, la amada
hermana de Samsa dice de pronto: “Tenemos que librarnos de él”, y se corrige:
“Tenemos que librarnos de eso”. Es una de esas catástrofes que Kafka sabe hacer
ocurrir dentro de una sílaba, uno de esos milagros de estilo que son su marca
de fábrica (tiempo después le diría a Gustav Janouch, en una de sus caminatas
por Praga: “Era una historia sobre las verrugas de mi familia, yo la más
grande”).
Cuando se publicó La metamorfosis, pocos meses más tarde, el Prager
Tagblatt se escandalizó tanto que publicó un textito titulado “La
remetamorfosis de Gregor Samsa”, donde un insecto hacía el trayecto inverso,
desde el basural hasta la cama en la que despertaba convertido en humano. El
cuentito terminaba en el lugar justo donde Murakami empieza el suyo. El autor
era un joven poeta tísico llamado Karl Müller, que vivía miserablemente en una
buhardilla y firmaba con el seudónimo Karl Brand. La reacción que produjo el
relato del joven Brand estuvo en las antípodas de su propósito cándidamente
humanista. Un mar de cartas llegó al Tagblatt: eran lectores que no tenían
noticia del relato de Kafka y que consideraban deleznable que, en las páginas
de su diario, un insecto se convirtiera en humano.
Permítanme agregar que el Prager Tagblatt cerró sus puertas en
1939, cuando los nazis entraron en Checoslovaquia, y que casi todos sus cultos
lectores judíos de lengua alemana estaban muertos la mañana de 1945 en que
terminó la guerra, esa mañana en que un insecto descubrió al despertar, en un
cuarto vacío de muebles y lleno de mugre, que una metamorfosis lo había
convertido en Gregor Samsa.
Te vi bajar a prisa el túnel*
"Princes á mort sont
destines"
Francois Villón.
Te vi bajar apresurada el túnel del subway a Brooklyn
era un viernes frío del 98.
Mis labios no lograron...
darle pausa a mi deseo de retenerte,
mas las flores fauvistas de tu vestido
aún perfuman mis retinas;
echaron raíces en mis córneas
como hiedras de melancolía.
Ahora, al amanecer, observo tu fantasma
escabullirse entre la fotografía reciente
y el viejo closet. Siento en mi ser
como sí alguien te desenterrara;
clavándome sus uñas en las heridas,
destroza el placer que compartí contigo.
Ahora, no sé cómo romper las lianas de tu embrujo.
Igual que Hölderlin, voy buscándote
donde no estás, a donde nunca has ido.
*De ©Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es
***
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