lunes, noviembre 18, 2013

UNA CAPA DE IRREALIDAD CUBRE LOS OBJETOS...




*Foto de Alfonso Vila Francés.
 
 
 
 
 
 
UNA CAPA DE IRREALIDAD CUBRE LOS OBJETOS…
-Textos de Eva María Medina Moreno.
 
 
 
 
 
 
ABURRIMIENTO
 
 
Acaban de comer. Él pasea su mirada por la habitación. Su flácida y pálida barriga asoma por los botones mal abrochados del pijama. Ella mira por la ventana. Entre ellos, una mesa camilla con restos de comida. Al fondo, la televisión encendida.
Ella sigue mirando a la calle. Su melena es bicolor; castaño oscuro y rubio platino. Su cara, sin lavar, muestra la opacidad de un maquillaje mal aplicado. Unos labios extremadamente rojos, pintados con un carmín barato. Colillas impregnadas de bermellón saliéndose de un cenicero de cristal.
Él se levanta de la silla y, antes de sentarse en el sofá, aparta unas revistas viejas. Gotas de sudor resbalan en su calva, deslizándose por pelos grasientos de la nuca. Con la manga del pijama se quita el sudor y coge el mando de la tele, pasando de un canal a otro. Mira hacia la pared, donde un reloj redondo, de fondo blanco, cuyas manillas y números son del color del metal, está parado a las cuatro. Le divierte imaginar que funciona. Todos los días se pone frente a él antes de la hora, y siente el minuto que transcurre desde las cuatro como el único real en su vida.
Ráfagas de un aire cálido mueven las cortinas. Ella retira platos y cubiertos con el antebrazo, y saca del bolsillo de la bata unas cartas desgastadas. Empieza su solitario. Él fija la vista en un ventilador que está en el suelo; las aspas metálicas giran lentamente.
 
El hombre le pregunta a la mujer por la llave. La mujer le contesta, con desgana, que la busque.
El hombre se levanta con pereza del sofá y se acerca a la mujer. Le vuelve a preguntar por la llave. Ella le dice que busque, y le canta: «¿Dónde está la llave matarile, rile, rile?». Él: «Si no me dices dónde está…». «¡Qué! ¡Qué vas a hacer! ¡Qué coño vas a hacer tú!». «Dime dónde está», dice él. Ella se ríe, lo insulta. Él vuelve a preguntar. «Busca, busca», se oye. Las manos de él sobre sus hombros. «¿Qué pasa? ¿Acaso me vas a estrangular? ¡Anda aprieta! ¡Aprieta cobarde!». Unos dedos gordos agarran su cuello. «¿Me lo vas a decir?». Las manos presionan con fuerza. «¿Dónde está?». «Adivina», dice ella con voz apagada. El hombre aprieta más fuerte. «¡Me lo vas a decir, hija de puta, me lo vas a decir!».
El cuerpo de la mujer cae al suelo, inerte. Él se sienta en el sofá. Imágenes en la pantalla. Mira el reloj. Espera a que sean las cuatro.
 
 
 
 
 
 
 
DELIRIO
 
 
 
Camino. Por una calle estrecha y sucia. Oigo risas, pero no veo a nadie. Miro hacia arriba. Un gato pardo en el tejado. Siempre había pensado en los gatos como seres de otro mundo que revelan nuestro destino. Quizá este animal tenga algo que decirme. Debo averiguarlo. Mis brazos en alto, las manos buscando un hueco entre ladrillos. Los dedos se agarran con fuerza al cemento; trozos pequeños se incrustan entre las uñas. Ahora mis piernas, primero la derecha; al empujarla hacia arriba noto algún que otro desgarro, pero sigo subiendo hasta que apoyo el pie en la pared. Impulso la pierna izquierda hasta llegar a la altura de la derecha. Alzo la cabeza y oigo el roce de mi pelo contra el muro. La frente, la piel, algo de sangre. Los párpados, el tabique nasal. Ya está, veo el tejado, pero no al gato. Debo avanzar. Risas, otra vez las risas. Brazo derecho hacia arriba. Los dedos se arquean en forma de garra. Siento como se abre la carne entre las uñas y la arena penetra en mi piel herida; noto la humedad y ese olor salvaje. Me duele y me agrada a la vez. Sé que voy a lograrlo. ¡Lo lograré! El cuello, venas rígidas. Ahora la otra mano, hacia delante, sin miedo, más, más, ahí, ahí. Las piernas, solo quedan las piernas. Debo estar cerca. Gato, gatito, espera que voy. Una pierna, esa pierna, sí, ya está. La otra, cuidado con el pie, agárralo bien, no, no puedo, mis manos, se van, se van.
 
 
Caras, muchas caras. Voces, bocas, ojos grandes que se acercan. Quizá me pregunten algo. No, se dirigen a otra persona. Me mareo, las voces giran y giran. Lo he visto, sí, con la túnica blanca. Aquí, aquí, estoy aquí, no te vayas. Es Él y viene a salvarme. Las lágrimas corren por mis mejillas, no se ha olvidado. Me suben sus discípulos, me llevan hasta Él.
 
Blanco, todo blanco. Parpadeo. Más blanco. Mi brazo, un tubo y un frasco con líquido transparente. Me froto los ojos, mis manos tiemblan. La puerta está cerrada, no se oyen ruidos. Este silencio me aprisiona el estómago, no puedo pensar. Y el olor a limpio se va pegando al pelo. Me tiemblan las manos, me tiemblan mucho. Hay una grieta en el techo. Empieza en el techo y llega hasta el suelo de la pared de enfrente. Puede que por el otro lado siga la grieta, que la habitación esté dividida en dos y yo también esté siendo seccionado. Mi cuerpo partido en dos por una línea invisible, quizá no tan invisible. Oigo voces fuera. La puerta, que se abra la puerta. Las voces se esfuman.
Hay poca luz. Las cortinas se mueven ligeramente hacia dentro. Son blancas. Las sábanas también, huelen a lejía. Odio este olor. Repugnante, vomitivo. Me queda poco suero, va cayendo muy despacio. Me habrán destrozado la vena, no tienen cuidado. Temblores, malditos temblores. Y nadie viene, la puerta sigue cerrada y no hay ruidos ni se oyen voces fuera. No me queda casi suero, no sé si gotea o se ha acabado. Una gota, su reflejo. Gota incansable, monótona, que se hace y deshace tomándose a sí misma como patrón, que se dibuja y desdibuja, repitiéndose, sin poder hacer nada por evitar su goteo, sin poder cambiar su estructura, su existencia como gota. Cierro los ojos con fuerza, aparto mi mirada dirigiéndola a la ventana. Me fijo en el movimiento de la cortina, lento, sereno. Va meciéndome, los párpados caen. La ventana sigue allí, pero sueño que la estoy soñando. Me siento más ligero, me levanto sin esfuerzo, y aunque tengo el suero unido al cuerpo por el brazo, parece que el tubo que une mi cuerpo al frasco se alarga, se alarga mucho, como si estuviera en el espacio y esa cuerda elástica flotase, y siento que ese trozo de plástico es lo único que me une a la vida.
La puerta de mi habitación se abre. Una imagen borrosa de alguien que entra. Parpadeo varias veces seguidas para fijar la imagen y quitar lo nebuloso. En mis ojos el reflejo de una mujer de blanco. Dice algo de mi ropa. A noventa grados, a noventa grados. Vine con la ropa muy sucia. ¿Y las pastillas? No me quiere dar pastillas para dormir, la muy perra. No dirá nada al médico. Está buena la enfermerita, menudas tetas. No vendrá, no le dirá nada al médico. Otra vez el silencio, el jodido silencio. Le metería mano, pero mira cómo estás. Una imagen. Mi cara en el espejo. Mis ojos; los de un perro al que acaban de regañar y no se atreve a mirar a su amo. Las ojeras, negras, selladas dentro de la carne. Una maquinilla. La cojo. No puedo. Tiemblo, tiemblo mucho. Mis manos, sin fuerza. Me escurro, casi me caigo. Unos dedos agarrándose al lavabo. Afeitarme, solo quería afeitarme.
Anochece. Estoy a cuatro patas. Camino despacio hasta llegar a un gran charco de agua sucia. Me tumbo en el suelo, boca abajo. La imagen de mi cara en el agua, el reflejo de una mirada turbia que ya había visto antes, pero ¿dónde? Acerco mi boca y bebo, absorbo el líquido marrón con ansia. Miro mi cuerpo y veo una piel desgarrada. Decido dar marcha atrás y ver qué ocurrió. Cojo un traje del suelo. Introduzco el pie derecho. La tela se adapta a mi piel, aprieta. Siento un ligero dolor; las heridas reviven, aferrándose al nuevo material. Ahora el izquierdo. El traje se estrecha. Gotas de sudor por la cara y el pecho. Meto primero un brazo, luego el otro, hasta cerrar la cremallera. El traje que me he puesto es mi propia piel; piel enferma sobre piel enferma. Disfrazado de mí mismo, con esa capa borrosa adherida al cuerpo, me coloco boca abajo, como un soldado en el campo de batalla. Brazos doblados, puños al esternón, codos hacia fuera. Arrastro el brazo derecho y con él, el resto del cuerpo. Después el izquierdo. Las piernas siguen a esos brazos, aletean, dando impulso a un cuerpo roto. Puños cerrados. Brazo derecho hacia delante. Brazo izquierdo, brazo derecho. Brazo izquierdo, brazo derecho. Las piernas detrás, enmudecidas; como títere al que han cortado los hilos de los pies. Llego a unas ramas secas. Las miro desde esa posición arrastrada. Allí han quedado trozos de piel. «¿Es esa mi piel?», pregunto. Nadie contesta, ni siquiera una voz interior. «¿Es esa mi piel?». Abro los ojos y solo veo penumbra. El brazo, el brazo. De mis venas sale un tubo. El suero, sigo con el suero. Tengo escalofríos, noto la humedad, el cuerpo pegado a la tela, el olor a sal. Veo chorros de agua. Manos que me sujetan, que me zarandean. Frío. No quiero que me laven. Se lo digo al enfermero con los ojos. No tengo fuerza. El hombre me sujeta y me lava. «No», le digo, «no», pero no me hace caso.
Desde mi cama oigo a dos médicos hablar de un desconocido cuya voz había retumbado en la habitación. Siento esa voz resonando en mi pecho. Entran dos personas que me nombran, dicen ser mis familiares. Los médicos señalan hacia mí, pero ellos pasan de largo, se dirigen hacia otro enfermo. «¡Os equivocáis! −grito−. Es a mí a quien venís a ver. ¡Os equivocáis!». Los médicos me sujetan y noto un pinchazo.
Estoy en el suelo, boca abajo. Me entra aire por algunas partes del traje. Giro la cabeza para ver el brazo. Bocas pequeñas se abren; la piel que está debajo se resquebraja, como si tuviera capas de cemento mal dadas. Avanzo. Huele a conejo muerto. El sudor de mi frente se mezcla con la tierra. Pierna derecha, pierna izquierda. Me oprimen ramas y troncos partidos. Me sube un olor nauseabundo. Sigo adelante. El olor gira y gira. El borde de las ramas ara mi piel. Presión en el cráneo; dos manos lo agarran, hincando uñas de madera. Me deslizo como una serpiente que acaba de mudar su piel y a la que le cuesta adaptarse al terreno. Las vértebras del cuello dibujan el camino como anillos de gusano. «No te pares», me dice una voz débil, ahogada. El polvo se introduce en mis ojos; una capa fina los nubla. Sigo recto. El traje queda enganchado en ramas. Tiro de él con fuerza, pero no logro desprenderme. Impulso el cuerpo hacia delante. «Inútil, es inútil». Huele a sangre y putrefacción. Las ramas oprimen. «Salir, quiero salir». Gritos en el pasillo. Una enfermera con la mano en mi hombro.
El frasco del suero se hincha; parece que absorbe algún tipo de sustancia. Mi brazo, no siente nada. Una tabla de madera con vetas insensibles a un crecimiento que ha sido vedado. Los ojos no descansan; globos subiendo y bajando, separándose de la cueva que los guarda. No quiero tubos de plástico. Me quito el suero. Sale sangre y ese líquido incoloro. Me incorporo. De mi espalda tiran unos músculos ya viejos. Me mareo. La distancia entre la cama y el suelo se me hace más grande. Las rodillas no me sostienen. Caigo al suelo. Brazos doblados, puños al esternón, codos hacia fuera. Brazo derecho, brazo izquierdo. Brazo derecho, brazo izquierdo. Me deslizo hasta llegar a la pared de la ventana. Extiendo los brazos hacia delante. Los dedos se agarran al rodapiés. Las manos buscan el marco de la ventana. Las uñas en la madera. Doy un impulso. Subo los brazos. Las rodillas, las piernas. ¡Arriba! Me apoyo en la pared, sujetándome en algo metálico. Miro al cielo y oigo una voz que me dice: «tírate, tírate».
 
 
 
 
 
 
 
 
PSIQUIÁTRICO
 
 
 
Abrí los ojos. Todo blanco. El blanco se extendía del techo a las paredes y llegaba hasta la cama a través de las sábanas. Noté un picor en uno de los brazos. La vía, que trataba de ocultarse tras los esparadrapos. Cerré los ojos; quería encontrar las imágenes, pero solo había negrura.
La puerta de la habitación se abrió. Una enfermera, me traía pastillas. Me preguntó qué tal estaba y le contesté con un «estupendamente» raro. «Es-tu-pen-da-men-te». El ritmo, la aceleración de las sílabas, que se repitieron decelerándose con un tono de burla. «Es-tu-pen-da-men-te». Luego resonaba en mi cabeza en un modo interrogativo que producía risa y el acento cambiaba de una a otra sílaba y con cada cambio el significado variaba. Y yo frente a la palabra dicha, como si la hubiera pronunciado otra persona, sacada de una conversación de la calle o de una escena de alguna película en blanco y negro.
Necesitaba ir al baño. ¡Qué coñazo! Con el suero a cuestas. Era un castigo, ese trozo de plástico que se agarraba al brazo. Parecía succionarme; quitar en vez de dar. Me levanté de la cama. Los músculos como si hubieran sido apaleados; me costaba moverlos sin que doliesen. Con la mano derecha agarré el suero por la barra de metal que lo sujetaba y fui arrastrando los pies hasta llegar al baño. Me bajé los pantalones con lentitud. Una imagen me vino a la mente. Una mujer se acercaba, parecía decirme algo al oído. Debía de ser gracioso porque no paraba de reírme. Sentí dolor, bajé los ojos y vi su mano enroscada en mi pene. Me echaba hacia atrás, dolía pero me reía; me hacía tanta gracia. Yo, contra la pared, sin calzoncillos, los pantalones en el suelo. De la mujer solo recordaba su pelo negro alborotado y unos labios carnosos de un rojo fuerte que se extendía por toda la cara. Seguía en el váter. Antes de subirme los pantalones del pijama, me fijé en el pene; estaba morado. Tiré de la cadena y cogí el suero. Al pasar por el espejo, el reflejo de mi cara me inmovilizó. Unos ojos saturados, como si lo visto se fuera derramando por los bordes y ya no pudieran o no quisieran ver más. Las cuencas de los ojos muy hundidas, las ojeras casi negras y unos pómulos hacia dentro, que resaltaban la mandíbula. Me alejé, arrastrando unos pies que parecían ir sobre raíles en una vía de tren abandonada. Fui hacia el otro lado de la cama. Dejé el suero a la derecha y me senté en el sillón negro. Miré el líquido incoloro. Me asaltó la imagen de una lavadora y mi cuerpo, diminuto, acurrucado, dentro. Y la lavadora daba vueltas y vueltas, y yo repetía los mismos movimientos, veía la misma ropa y un exterior tan irreal, tan alejado. En esta imagen alargaba la mano, como si quisiera tocar algo de ese exterior. ¿Saldré de aquí?, me preguntaba. Y una voz me contestaba que no, pero otra me decía, cuando te recuperes. Cerré los ojos apretando los párpados con fuerza; intentaba acallar las voces. Las voces se fueron alejando, pero ese «¿saldré?» zumbaba en mi mente.
 
Llevaba un rato en el comedor. Miraba la comida. Trozos de carne grisácea, con grasa, y unas patatas fritas que parecían de cera; rígidas como cadáveres. Me fijé en los demás; tampoco comían. Las caras, nunca olvidaría esas caras. Los ojos, como si los hubiesen vaciado, recubriéndolos con una capa de cemento transparente; ya estaban seguros, allí nada podían temer. Y esas muecas histriónicas que simulaban sonrisas. Esas muecas me producían ganas de vomitar, como si en la pared de enfrente hubiera un espejo y constatase que yo también participaba en ese juego diabólico. Un toque en mi hombro derecho me recordó que estaba allí para comer. Contesté con un movimiento de cabeza y el tenedor se introdujo en la carne escarchada de una patata. Me vi trepando una pared. Después, mi cuerpo en el suelo. Encima del tejado un gato. Me daba rabia no acordarme bien de lo ocurrido, tener huecos. El plato de carne y patatas seguía allí, como si se burlara de mi suerte. Tengo que irme, me dije, pero ¿adónde?
Salí al pasillo. Lo recorrí de arriba abajo. Luego entré en una sala pequeña, al lado de los servicios. Había un hombre con barba sentado al borde de una silla, balanceándose como si acunase a un bebé. No hablaba. Ya me había fijado en él. Todas las tardes, a la misma hora en la misma silla. Si alguien se había sentado allí, pataleaba hasta que le dejasen su sitio. Me acordé de la mujer del mango de paraguas y el marco sin foto. Los llevaba siempre. En el comedor trataban en vano de guardárselos; comía con ellos sobre la falda.
Me fui de la sala. Pasé al lado de la escalera y un grupo de hombres y mujeres me pidieron tabaco. «Un cigarrillo, un cigarrillo». Manos, muchas manos. Grandes, pequeñas, oscuras, más claras. Ese agarrar y soltar. Las marcas del pasado. Lo que estaba escrito en esas manos. Me apoyé en la pared, cerré los ojos. Cuánta necesidad había allí de que les diesen; que les dieran y, cuánto más, mejor. ¿Soy yo así? Preferí no contestar y seguir caminando como si nada hubiese ocurrido. Me alejé, yendo hacia el otro extremo del pasillo. Al volver, algunos de ellos se apoyaban en las paredes con desesperación. Los veía como si fueran bolos esperando la inercia de una esfera que les hiciera caer; que la caída de uno provocase la del otro y, aunque supieran lo que iba a ocurrirles, esperasen con indiferencia ese final.
Fui a mi cuarto, cerré la puerta y me senté en el sillón. Mi cabeza giraba. Las ideas iban y venían. Las imágenes, diapositivas de un viaje diabólico; un viaje en el que nunca pensé que participaría. «¡Dios mío, qué hago aquí!», dije mientras me cogía la cabeza entre las manos, apretando para que todo aquello muriera. Pero ahora los dementes daban vueltas alrededor, como perros sabuesos en busca de su presa. Unos ojos vacíos me miraban. Un hombre gritaba, «mi silla, mi silla». Manos, muchas manos intentando agarrarme. Y yo, apretaba con fuerza para que esas imágenes desaparecieran. Fuerte, cada vez más fuerte.
 
 
 
 
 
 
 
TAN FRÁGIL COMO UNA HORMIGA SECA
 
 
 
La puerta de la habitación se abrió. «El desayuno», gritaron. Daniel, tumbado sobre la cama deshecha; sábanas y colcha en desorden. Se levantó con dolor de huesos y arrastró los pies hasta el comedor. Tenía el vaso de leche sobre la mesa. Una enfermera le dio las pastillas. Mientras se las tomaba, clavó los ojos en el hule azul claro. Recordó la primera vez que vio el mar; un niño frente a ese azul impenetrable. Por la noche, soñaba que su cuerpo y el de sus padres chocaban contra las rocas, despedazándose. La madre se quedaba con él hasta que se volvía a dormir; regustillo a melocotón entre las sábanas. En el desayuno ella le guiñaba el ojo, como si lo ocurrido durante la noche fuera su secreto.
Por la tarde, la luz era tersa, acogedora. La madre le contaba historias en el porche. El aire, con olor a mar, impregnando su piel, y el cuento del gato con botas mientras lo acariciaba. «Mi señor el Marqués de Carabás», oía desde una distancia de treinta y cinco años.
Tras el desayuno, iba a la consulta del psiquiatra. Era un hombre pequeño, serio, ordenado. Le pedía que recordase. Daniel lo miraba desde unos ojos grandes en una cara consumida. Le costaba articular palabra, como si algo en su interior se lo impidiese, una voz que le decía «no lo cuentes, si lo haces nunca saldrás de aquí».
Aquella tarde salió al jardín. Se sentó en un banco de madera y fijó la vista en el suelo. Había hojas secas, piedras de distintos colores, unas grises, otras azules. Detrás de las hojas, distinguió una hilera de hormigas. En la fila, una de ellas arrastraba una hormiga muerta. Miró hacia la izquierda y vio el cadáver de otra. Lo cogió. La hormiga estaba seca y al tocarla se deshizo como si fuera polvo. Un olor extraño se apoderó de él; era una mezcla de aguas estancadas, árboles frutales y salitre. Olor que abrió una herida que supuraba.
Recordó un domingo en el parque. Los padres le animaron a que jugase con chicos de su edad. Daniel se apoyó en un árbol, detrás de los columpios, y esperó a que el tiempo pasara. Unos minutos más tarde notó un picor. Miró al suelo y vio muchas hormigas. Algunas subían por las piernas; otras estaban en los zapatos. Gritó con fuerza. Una de ellas había llegado al brazo. Tres bolas negras a punto de reventar y unas patas de hilo. Se imaginó que las aplastaba, triturando su ligero caparazón; el jugo gris bajo las suelas. No se dio cuenta de que el padre estaba allí. «Están nerviosas porque has pisado el hormiguero», le dijo mientras le quitaba los insectos del cuerpo. «Acuérdate, ve con más cuidado, es su territorio y lo defienden». Después, le cogió la mano y caminaron juntos.
Mientras Daniel se duchaba, las hormigas se adentraron en la retina. Esas figuras negras ahora corrían por los azulejos. Brotó de nuevo aquel olor extraño. Un olor que, aunque lo aborrecía, le cautivaba. Cerró los ojos con fuerza y escuchó caer el agua. Ese ruido lo llevó a la bañera de patas de la infancia. Le gustaba llenarla hasta arriba, con agua muy caliente; después llamaba a la madre para que le enjabonara el cuerpo o le frotase la espalda, pero ella, «ya eres mayor para que te bañe, tu padre está al llegar y no tengo la cena, termina pronto». Cuando ella se marchaba, cogía su esponja y la retorcía entre las manos hasta dejar trozos muy pequeños flotando en el agua.
Aunque las horas se detuvieran, el tiempo pasaba rápido. Daniel fue al comedor y se sentó a la mesa. El blanco de la leche le repugnó. Fijó la vista en el cristal de una de las ventanas. Las esquinas de abajo tenían vaho. La imagen de una noche muy fría.
Nadie probó bocado. El padre gritaba a la madre. Ella intentaba calmarlo, pero él no quería escuchar. Se levantó bruscamente y dio un portazo al marcharse. «A la taberna», dijo la madre, «eso es, vete a la taberna», y salió de la cocina llorando. Pasaron minutos hasta que Daniel subió las escaleras. Se quedó junto a la puerta del dormitorio de los padres, y, tras su respiración entrecortada, oyó sollozos. Vio la figura de una mujer que en ese momento se le hacía pequeña, indefensa. Un cuerpo encogido sobre la cama. Se acercó, le acarició el pelo y le dijo «no te preocupes mamá, es un borracho». Ella se irguió mostrando un rostro severo. «¡Hablar así de tu padre!». Él se quedó inmóvil. Cuando salió, no sentía el peso de los zapatos. Parecía un personaje de ficción desdibujado. Entró en su cuarto y clavó los ojos en la fotografía que estaba frente al cabecero: la madre con un vestido de lino azul claro. Su estómago comenzó a girar y girar. «¿Por qué me haces esto?», le dijo. Notó pinchazos y olor a peces muertos; como si tuviera larvas de insectos en los intestinos y segregasen un líquido ácido. Los pinchazos eran agudos, su cuerpo se retorcía formando un ovillo. «¿Por qué me tratas así?», decía mientras se acunaba. Cuando los mordiscos de la tripa cesaron, se acercó a la ventana. Apoyó la cara en el cristal helado y sintió que su piel quemaba.
«Las peleas eran cada vez más frecuentes», se escuchó decirle al psiquiatra, «él estaba menos en casa, y mi madre empezó a beber. No quería verme, como si mis ojos la delataran». ¿A quién llamaría?, pensó. Siempre que la madre hablaba por teléfono, sentada en el sofá del salón, él vigilaba receloso detrás de la puerta. ¡Cómo le dolía ese tono de voz tan falso, tan ingrato! Cuando salía, ella se inquietaba, ruborizándose como si la hubiera descubierto. «¡Déjame en paz! ¡Déjame!», y esas palabras, cuñas en el cerebro.
«Algunas noches iban juntos a la taberna y volvían a casa borrachos», le dijo al psiquiatra. Él veía, desde la ventana del cuarto, como los padres se tambaleaban. Luego, las risas al subir las escaleras; latigazos en su piel desnuda.
Al terminar la consulta fue a la habitación y cayó en la cama. El sueño lo abrazó. Ahora se encuentra en un lugar árido. Está en el suelo, boca abajo. Arrastra un cuerpo roto. Las piedras rasgan su piel, pero no siente nada. Sigue adelante. Las vértebras dibujan el camino como anillos de gusano. «No te pares», le dice una voz débil, ahogada. Trozos de arena se incrustan entre las uñas. El polvo se mete en sus ojos; una capa fina los nubla. Sigue recto. Se adentra en unos arbustos. Avanza despacio. Los pantalones quedan enganchados en unas ramas. Tira de ellos con fuerza, pero no logra desprenderse. Impulsa el cuerpo hacia delante. «Inútil, es inútil». Huele a sudor y sangre. Las ramas lo oprimen. «Quiero salir», grita. Al abrir los ojos, dos enfermeras lo sujetaban. Notó un pinchazo.
Sala de televisión. Imágenes en la pantalla. Daniel miraba al techo. El sol se filtraba a través de la cortina. Como aquel día, pensó. Se vio tumbado en el sofá, apoyando la cabeza en las piernas de la madre. Notó la calidez de los muslos. Ella lo empujó irritada. Daniel se levantó con brusquedad. Subió las escaleras con gangrena en la boca y mordeduras en la tripa. Los insectos lo invadían. Sintió que las hormigas se apoderaban del hígado, recubriéndolo de una capa negra. Las chinches despedazaban los intestinos. Tarántulas venenosas sobre los pulmones. Le costaba respirar. Las patas de un ciempiés salían por la nariz. Supuraba los olores fétidos de la putrefacción.
 
Llevaba tres días sin dormir. La cabeza le pesaba como si las distintas partes del cerebro fuesen de acero y no se comunicaran. Ansiaba el vacío, la nada. Las palabras «a levantarse, el desayuno» lo violentaron. No quería desayunar, pero le obligarían. Tardó en incorporarse; los músculos se aferraban a la cama, como si estuvieran atados al colchón con cuerdas transparentes. Se levantó a coger la ropa, que estaba encima de una silla, junto a la ventana. Miró tras el cristal. El jardín estaba sereno. Su vista empezó a nublarse.
Se vio con catorce años en la cocina. No estaba solo. La madre, sentada en una silla, con la cabeza hacia delante, dormía. En el suelo, botellas vacías. Daniel la miraba con desprecio, con odio. Fue hacia la llave del gas, la abrió y cerró la puerta al salir. El golpe de la puerta se unió al silbido de alas de insectos. Se tapó la cabeza con los brazos, pero el ruido era cada vez más fuerte. Abejas y hormigas voladoras zumbaban en sus oídos. El crujido de alas se adentró en el tímpano hasta llegar al cerebro. Olía a pantano, melocotón y mar. Olor que hizo brotar esas olas que engullían unos cuerpos descuartizados. «No me dejes aquí, no me dejes aquí», gritó golpeando la puerta hasta caer al suelo. «Ese olor nos separó, mamá, ese olor nos separó».
 
 
 
 
 
LA NÁUSEA
 
 
Cuando desperté ya había oscurecido. Me quedé frente al espejo del baño. Examiné mis ojos, bajando, con la presión del índice, el párpado inferior y, después, subiendo el superior; primero el izquierdo, luego, el derecho. No vi nada para alarmarme. El blanco del ojo, normal, no tendía al amarillo, y las venas, ninguna más roja que otra. Me tranquilizaba hacer esto, como si a través de los ojos hiciera una especie de escáner y comprobase que todos mis órganos funcionaban bien.
Preparé una cafetera. Mientras se hacía, pasé a la habitación de mis padres. Hacía tiempo que no entraba. Todo seguía igual; solo el polvo se había asentado formando una capa fina, homogénea, casi transparente. Pensé en esas motas uniéndose hasta formar esa alfombra, tejida de bichos microscópicos. Miré las fotos. Mis padres parecían pedirme que les sacara de allí. Sentí escalofríos. El silbido de la cafetera me alarmó. Al salir, cerré la puerta.
Con la taza de café en la mano, me acerqué a la ventana del salón. Retiré la cortina amarillenta y miré tras el cristal. El gris de las nubes se fundía con esa capa grisácea del humo de fábricas y coches. En el alféizar seguían mis plantas, algo más secas. Las observé. El verde oscuro de hojas alargadas, con forma de lanza. Un verde más claro con franjas amarillas en hojas dentadas. Espinas pequeñas, muy finas, casi transparentes, de cactus carnosos. Agujas más gruesas. Sentí un vacío pesado y una opresión de pecho extraña, como si hubiesen cosido mis pulmones convirtiéndolos en uno y, a través de ese pulmón encogido, no podía respirar, no sabía cómo hacerlo. Abrí la ventana, asomándome. Me ahogaba. Parecía que mis pulmones se pegaban a la tráquea, replegándose. Me quedé quieta, intentando no pensar; se me pasaría.
Me senté. Los olores a fritos, que subían por la ventana, dejaron de oler. El olor a antiguo de la casa se transformó en un olor insípido que desazonaba. Y los perros ladraban tanto…
Cuando miré el televisor, el negro de la pantalla me deslumbró. Tenía un brillo crudo, afilado, casi insoportable. Toqué los brazos del sillón, rodeándolos con mis dedos, aferrándome al material; esa superficie pinchaba, como los pelos fuertes y duros de un jabalí disecado. Solté las manos. Las pastillas. ¿Efectos secundarios? No miraría prospectos. Se me pasaría, seguro que se me pasaría.
 
 
 
 
 
UNA CAPA DE IRREALIDAD CUBRE LOS OBJETOS
 
 
Miro un escaparate. Los objetos parecen desnudarse, darme su verdadero rostro. Las fotografías enmarcadas, puñales de acero oxidado, que han esperado tanto para saborear el interior de un cuerpo; atravesar piel, venas, órganos cerrados, vísceras tan bien hechas. Cierro los ojos, para no ver los objetos transformándose, ni sentir mis órganos intentando respirar bajo la mirada de esa hoja cierta.
Ahora son los objetos de la calle los que mudan, atenazándome. Se difuminan, mezclándose unos con otros, cambiando de forma. La farola se une a la pared, la pared al suelo, el suelo al muro. El suelo se pega a mis zapatos, parece chicle. Tiro y tiro para despegarlo de mis suelas, pero no puedo. Y me doy cuenta de que las paredes de la calle van entrando por los dedos de mis manos. Después el pelo, que se pega al muro como si este fuera cepillo que arrastrase la electricidad estática. Y no puedo hacer nada. Nada para evitarlo. El cemento tira de mí y me dejo llevar. Ahora la pared se acerca al suelo, presiona; pared, suelo, pared, suelo, presionan fuerte, aplastándome.
 
 
 
 
 
 
REDADA
 
 
Íbamos con palos a terminar con el ruido traidor. Vimos a un niño escondido detrás de los contenedores de basura, con un reloj pequeño en su mano.
−Dame el reloj −le dije.
−Es mío, yo lo encontré.
−Su mecanismo se ríe de ti, de todos nosotros. Hay que terminar con ellos, nos están contaminando con sus minutos, nos adormecen con sus cuartos, las horas nos ahogan. Créeme, tú eres pequeño y sabes menos de la vida, yo ya he pasado por muchas dictaduras de esferas y manillas que ahora estarán oxidadas.
−¡Libertad, libertad! −gritaban los aliados−. ¡Abajo los relojes, muerte a los relojes, muerte al tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!
Mis manos se acercaron al niño, hacia sus manos, luego subieron al cuello. El niño gritaba. Rodeé su cuello con suavidad. Gritos más profundos. Las manos se desligaron de la mente, y ya no sabía si presionaba o no. La voz débil de su garganta infantil me contestó. No la escuché, seguí, seguí, hasta oír un cuerpo contra el suelo. Cogí el reloj, lo tiré, lo pisé, oyendo mi grito:
¡Relojes, harpías del tiempo! ¡Relojes, harpías del tiempo!
 
 
 
 
 
 
SER EL OTRO
 
 
 
¿Me sucedió algo que quizá, por                                                                                 
el hecho de no saber cómo vivir, viví como si fuese otra cosa?
CLARICE LISPECTOR, La pasión según G.H.
 
 
 
Es una mujer corriente, pero hay algo en ella que me arrastra. Noto que mis ojos empiezan a escrutarla de arriba abajo, acercando y alejando el objetivo; acercándolo, alejándolo, acercándolo, alejándolo. Su chaqueta negra oculta un cuerpo consumido, nada atractivo. Pelo castaño, largo, separado por una línea central recta. Nariz aguileña, trozos de carne casi inexistentes moviendo su boca. ¿Es esto lo que busco? No, creo que no. Oigo el sonido del zoom acercándose a unos ojos que parpadean. ¡Su mirada, es su mirada! Que ha vuelto de un lugar árido, oscuro, frío, muy frío. Mis ojos se dirigen a ella, abstrayéndose del resto de realidad cercana. Un, dos, tres. Ya está, ya es mía.
La mujer de chaqueta negra y nariz aguileña grita. Sus ojos, de un azul muy claro, casi blanco, me acechan preguntándome qué ha pasado. No contesto y salgo.
 
Llego a otro andén. Ruido de raíles chirriantes. El tren estaciona. Se abren las puertas. El movimiento de la masa me introduce en el vagón.
Cuando el espacio se desahoga, me fijo en un chico que está de pie, agarrado a la barra metálica. Me atrae, algo me atrae. Me sujeto a la misma barra y me oigo: moreno, nariz chata; no, no es eso. Los ojos, la boca. Tampoco. Miro sus manos. Entonces surgen las imágenes, tiesas, arrítmicas, de unos dedos enguantados negros sobre otros marrones. La misma atmósfera pesada. Siento que mis dedos se mueven, intentando rozar los del chico. No me lo puedo quitar de la cabeza.
 
En la calle, lo veo hablando con un amigo. Me quedo detrás. Doy pasos cortos, miro con frecuencia el reloj y me apoyo en la pared.
Lo miro, examinando a modo de autopsia cada detalle, radiografiando su interior para extraer aquello que busco. Tenso los dedos, los aprieto, los estiro. Su figura dentro de mi pupila; ocupándola, haciéndose más grande; negra, cada vez más negra.
Un golpe seco. El chico yace en el suelo. Su amigo intenta reanimarlo. Gente alrededor. Corro, preguntándome qué le habré quitado. ¿Qué me atrajo de él? Subía las escaleras del metro deprisa, de dos en dos; esos dedos al agarrarse a la barra, los brazos, los músculos tensos…
 
Entro en un parque. Una niña salta, otros se columpian. Un niño, de unos cinco años, juega a la guerra con sus dedos. Lo observo. Se da cuenta y me sonríe. Le devuelvo la sonrisa y le enseño un papel y un lápiz que saco del bolsillo trasero del pantalón. Hago un dibujo. El niño se acerca y lo mira. Oigo: «columpios, mamá, yo, señor». Con los ojos humedecidos lo levanto, sentándolo en mis piernas. Trotes de caballo. El niño se ríe. Arriba abajo, arriba abajo. Viene una mujer que coge al pequeño, arropándolo en su pecho. «Degenerado. Aprovecharse así de un niño. Yo os encerraba a todos. Pervertido». No digo nada, solo bajo la cabeza. «Te lo tengo dicho, no te alejes ni juegues con extraños, menudo susto, y deja de berrear, me vas a dejar sorda».
 
Bajo la calle sonriendo. Me fijo en dos adolescentes. Se besan, caminan, se vuelven a besar, y entran en una cafetería. Los sigo.
Son como lapas, como no paren de besarse imposible averiguar lo que quiero. Me lo están poniendo difícil, ¡críos de mierda!
Me acerco a ellos.
−Perdonad que os moleste, ¿no tendréis un cigarro?
−No –dice él.
−No fumamos –dice ella.
−Mejor, mejor…
Vuelvo a la barra y los miro. La chica tiene algo, no es guapa pero tiene algo. Se me cae el café, que limpio con servilletas. Una voz me dice que son sus labios lo que deseo. Unos labios carnosos, grandes, con esa forma perfecta, como los pintó Rossetti. Capaces de las mayores desgracias. Te los voy a quitar princesa. Sudo. El sudor por la frente, las cejas. Son casi míos. Me pertenecen, ya son parte de mí. Un grito, la chica. Sus labios sangran. El camarero la atiende. El chico, paralizado. Ella continúa gritando. Salgo del bar sintiendo que algo me falta. ¡El pelo del chico! Lo quiero, esa melena rubia va a ser mía, ¡mía!
 
Cuando llego a casa me tumbo en el sofá. Me quedo dormido.
Al despertar siento un ligero temblor, que desecho estirando brazos y piernas. Voy al baño. Me echo agua en la cara, bebo del grifo y me miro al espejo. Llevo una peluca rubia, lentillas de un azul muy claro, mi boca, pintada de un rojo chillón corrido por los bordes, y unas hombreras debajo de la camiseta. La imagen me paraliza. Qué era aquello, ¿una broma?
Mientras pienso qué hacer, me fijo en una luz roja, intermitente, que sale del dormitorio. Retiro la cortina, escondiéndome detrás, y veo una furgoneta; con esa luz tan molesta. ¿La policía? El chico podría haber muerto, la mujer quedarse ciega, el niño sin alegría, los adolescentes…
Llaman a la puerta. La peluca, al suelo. Me quito las lentillas. Me limpio la boca con la mano y tiro las hombreras. Las ideas se me amontonan; las desecho.
Llego a la puerta con los oídos latiendo. Miro por la mirilla y pregunto. Me llaman por mi nombre. Dicen que abra. La policía, pienso. Corro. Me cogen antes de llegar a la escalera. «No he sido, yo no he sido», grito. Me dicen que ya lo saben.
«Pórtate bien», oigo, «y no te pondremos la camisa». Uno de ellos se sienta a mi lado. Es un hombre corriente, pero hay algo en él que me arrastra. Noto que mis ojos empiezan a escrutarlo de arriba abajo, acercando y alejando el objetivo; acercándolo, alejándolo, acercándolo, alejándolo. Su chaqueta y pantalones blancos...
 
 
 
 
 
 
BIOGRAFÍA
 
Eva María Medina Moreno (Madrid, 1971). Licenciada en Filología, con The Certificate of Proficiency in English (Universidad de Cambridge).
Ha recibido diversos premios de relato breve, y sus relatos han sido publicados en antologías y revistas literarias de España e Hispanoamérica. Actualmente colabora en las revistas Letralia, OtroLunes, Narrativas y Almiar, entre otras.
Coautora del libro de la Editorial Letralia: Letras Adolescentes. 16 años de Letralia (Colección Especiales, mayo de 2012).
Sombras, publicado por la Editorial Groenlandia, 2013, es su primer libro de relatos.
Relojes Muertos, su primera novela. En estos momentos está ultimando la escritura de su segunda novela, Asesinos de palomas; novela corta de tinte humorístico.
 
 
 
 
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