jueves, noviembre 07, 2013

ESO QUE SIEMPRE HA ESTADO AHÍ Y QUE NO PUEDE VERSE...



*Foto: Estación Andant.

FERROCARRIL MIDLAND

Sin referencias de autoría

 

 

 

 

BARRIO PLATEADO POR LA LUNA*

 

 

 

Los vecinos desocupados y

mezquinos

le tiran piedras y tuercas al

techo de mi casa,

aunque no soy la excepción

en este barrio

que tiene dos zanjones feos

a cielo abierto.

A la hora más inesperada

–algunas veces los feriados–

golpean

sobre el zinc y resuenan

como pasitos

de rata cuando van rodando.

Cálmense,

les digo siempre a mis perros

bochincheros,

que esto es así desde que el

mundo

es mundo. Yo no pierdo el

tiempo

y sigo atento a mi bendita

huerta

de cebollines y radicheta,

más tres matas

de ruda macho, por si hay

tormenta.

Y tomo mate en el patio,

a la sombra

del eterno pino y entre los

ligustros,

cuando siento que los

murmullos

vienen por el aire, y no me

dejan

escuchar el viento.

 

 

*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 

ESO QUE SIEMPRE HA ESTADO AHÍ Y QUE NO PUEDE VERSE…

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

seguir

como si el retoño pudiera olvidar

el árbol arrancado

o como si una flor

se diera

-por raíz-

la savia que le falta

 

 

*De Alejandra Alma.


 

 

 

 

 

 

 

Me detengo*

 

 

 

Traspasado de noticias se ahogan mis sentidos.

El vaho de lo que llamamos mundo

empaña la mirada

la caricia

la sonrisa...

Y así nos perdemos enredados en nuestra propia marcha.

 

si es que marchamos.

La nao perdió rumbo, si alguna vez lo hubo.

y todo se derrumba

y vuelta a empezar.

Me detengo en pequeñas cuestiones

que son más sabias.

Allí, retomo el mirar:

un pájaro

una flor

un árbol

un gato visitante

un perro vagabundo

una bolsa que gira en el viento...

 

ahí me quedo, aprendiendo de ellos...

 

*De Oscar Ángel Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 

GUILLERMO*

 

 

*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar

 

 

Cuando estamos indemnes ante la vastedad abrasadora de la muerte quedamos anonadados y mudos, como atontados. Porque la dimensión o la conciencia de esa dimensión inabarcable que es la muerte, y más si esa muerte es reciente nos sume en una indefensión insoportable.

He venido a rendir el humilde, el sentido homenaje a un amigo y como una forma de conjurar esa pérdida realmente irreparable es que he tomado la decisión de hacer pública esta declaración de agradecimiento a la vida que me ha permitido compartir, como  un privilegio único, su amistad que fue de lo más preciado que tuve en la vida.

Esa amistad que me acompañó un gran tramo de mi vida  incluye aquel tiempo de altos sueños, que no se si fue mejor que otros, pero seguramente era un tiempo distinto. Porque era un tiempo de comunión, un tiempo  de compartir, un tiempo de amor, por decirlo sin ambages.

Con él coincidí pronto en autores y lecturas, hicimos descubrimientos juntos y nos confiamos los primeros textos literarios que ambos  con denodada pasión y tal vez inocencia juvenil, escribíamos.

Guillermo tuvo una virtud hoy escasa, por no decir que fue al único ser que conocí que la cultivara: percibir cuando el amigo estaba angustiado y poner el hombro porque era el que acompañaba firmemente en las malas con una actitud de desprendimiento que no detenía hasta apoyar, hasta que uno se levantara. Era el que siempre acompañaba. El que siempre estaba.

Tenía, caso único, una cálida lucidez como lo definió una alumna.

Era de todos nosotros el más joven, siempre fue el más reflexivo, el que definía una situación con una frase, con una figura acertada. Y siempre con una sonrisa. Nunca supe que agrediera a nadie, nunca le oí hablar mal de nadie.  Fue uno de esos hombres llenos de piedad por la condición humana. Uno de esos hombres, necesarios, tan difíciles de encontrar hoy.

No diré nada que ustedes no sepan porque fue un maestro ejemplar. Un docente  brillante, quedan los testimonios de los que fueron sus alumnos y  entre los que  por suerte me encontraba, sus compañeros de tarea.   También fue un intelectual agudo e inteligente que no quiso ocupar lugares de expectación que muchos mediocres ocupaban.

Pero él fue algo más, fue aquel que enseñó incluso cuando uno no lo percibía que lo estaba haciendo, como son los maestros verdaderos.

Cuando dije más arriba que compartió conmigo y  otros amigos un tiempo de amor me estaba refiriendo a aquella querida revista que editábamos con Alejandro Pidello, esa hermosa aventura de La Cachimba, que incluyó la edición de plaquetas y libros cuando Rosario carecía de canales de difusión para los jóvenes.

Luego vinieron los viajes por varios lugares del país donde se realizaban los llamados “Encuentros” que evitaba el tono festivo de las reuniones de poetas actuales y exponíamos y debatíamos ideas de cómo vivir en un mundo más justo.

También de aquel tiempo quiero rescatar los viajes iniciáticos  a Paraná, para visitar a un hombre excepcional, uno de los más grandes poetas que dio nuestra lengua, y estoy hablando de Juan L. Ortiz. Maestro venerado por varias generaciones.

Uno de los alumnos  de Guillermo me dijo hace poco con los ojos húmedos de lágrimas:

-Se nos ha ido un hombre que trasmitía  paz a través de sus tranquilos ojos celestes.

Héctor Píccoli, otro amigo entrañable me comentó hace unos días:

-Que breve fue la vida del querido amigo. Qué breve.

Quise rescatar de las brasas de mi propia vida, un prístino recuerdo para el amigo que merece seguramente otra voz y otra palabra más elocuente.

Porque cuando un amigo muere, arrasa nuestro presente. Luego viene la construcción de su recuerdo y creo, que sobre todas las definiciones, las palabras que quieren dejarlo vivo ante nosotros, están las de su esposa, Silvana:

 

-Guillermo era un ser luminoso.

 

Nada más cierto.

La última vez que hablamos me dijo algo que su leve humor puesto en práctica por él en los comienzos de nuestra amistad y que era de tratarnos de usted para quitar solemnidad a las palabras.

-Usted coincidirá conmigo maestro que hay que volver siempre a los clásicos.

Estoy releyendo Ana Karenina.

 

 

 

 

 

 

 

 

PERTENENCIA*

 

Los muslos de la tierra.

Santa Fe, 1945

 

 

Cuando hube renunciado a los estanques

de apacibles quietudes

de sosiegos

que esbozaban mis rostros repetidos

y tallaban olvidos en las sombras

su milagro

su magia transparente

sus leyendas de duendes desvelados

le ofrendaron espacio a mis raíces

en su entraña secreta

generosa

Y yo la amé

La amé porque ella tiene

cierto ritual de garza y lejanía

enredado en la luz de un horizonte

que desgarran

sin pausa

las auroras

y jirones de verdes soledades

y un pulso de dolor

de desamparo

de plegarias

de brisas insolentes

desordenando trinos en las frondas

La amé por ese torpe desaliño

de aldea colonial

por sus senderos

donde azulean los jacarandáes

sus cielos de noviembre

por su aroma

por la curva sensual de su cadera

y ese vientre de tercas esperanzas

donde un río de lenguas impacientes

entre juncos y espumas

la desborda

 

 

*De NORMA SEGADES-MANIAS.


 

 

 

 

 

 

 

 

LA ESCALERA DE LOS ESPEJOS*

 

 

 

*De Ruth Ana López Calderón. anilopez20032000@yahoo.es

 

 

Los pasos son generaciones

perdidas entre necedad

y mansedumbre,

repetidos encantos

duplicadas aberraciones

y la vida corre

como la misma sangre

por distintas venas,

y rostros parecidos

cubren las almas

con el mismo apellido

obras montadas

en el escenario de la vida,

donde los que aplauden

son fantasmas ambulantes

y los mismos aciertos

y los mismos errores,

van bordando

el manto que cubre

cada uno de los caminantes

escalera de espejos

interminable,

mire por donde mire

se divisa la propia imagen,

la de los padres, abuelos,

bisabuelos;

festival de historias

transcurridas en el tiempo,

y el telón

abre y cierra

después de cada acto,

y los aplausos confundidos

con lamentos

dramas y comedias

entrelazadas,

urdidas

por sigilosas manos:

el destino

y los pasos caminando a ciegas,

sobre los peldaños

crepitantes,

y los espejos reflejan

actores incautos,

hundidos hasta el cuello

en la trampa

sin reparos ni enmiendas

con la suerte echada

en el momento

del primer llanto, ingenuo,

y candoroso,

puesto el pie

no hay retorno,

escalera de espejos

cuesta arriba

o cuesta abajo.

 

 

 

*Poema incluido en DESDE LAS PROFUNDIDADES

Editorial BLACK DIAMOND EDITIONS, 2013

https://www.blackdiamondeditions.com

Desde las profundidades, 2013.

Derechos reservados © Ruth Ana López Calderón, 2013.

 

 

 

 

 

 

 

 

FOTO*

 

 

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com


 

 

 

La foto, en apariencia, no tiene nada de especial. Y sin embargo, la miramos. Sin saber muy bien el porqué. La ausencia de color nos hace suponer que es antigua; también el hecho de estar rasgada en algunos puntos y arrugada en otros. Los años han gastado las esquinas; en una de ellas, arriba a la izquierda, falta un trocito minúsculo, tal vez demasiado pequeño para afirmar que la imagen está incompleta. Al mirarla por primera vez, se tiene una ligera sensación de frío, tan leve que casi no la percibimos. Sólo más tarde (pero ¿cuánto más tarde?) seremos conscientes de ello.

 

Muestra un pequeño edificio de una sola planta, con una especie de porche o tejadillo exterior que da a un andén. Sabemos que es un andén por la presencia de las vías en la parte inferior de la imagen. La conclusión resulta obvia: El lugar es una estación. En un lateral del tejadillo hay seis letras que nos indican el nombre, seis mayúsculas irrebatibles: ANDANT.

Quizá sea esa media docena de letras, que parecen un tanto anacrónicas, lo que nos perturba ligeramente. O el color apagado del cielo, en el que, sin embargo, no se aprecia nube alguna. Lo cierto es que nos asalta una sensación desagradable que, por otra parte, no nos impide seguir mirando la foto; acaso anhelamos encontrar eso que nos molesta un poco no saber definir o señalar con precisión.

 

La visión de líneas paralelas sugiere el infinito. Aquí, las vías quedan bruscamente cortadas en los bordes izquierdo y derecho de la foto, negando con violencia esa abstracción, segmentando una mínima parcela de realidad -o de ese conjunto de percepciones que llamamos realidad. En el andén hay seis personas. Posan (la contemplación de una foto puede llevarnos por caminos un tanto sinuosos e intrincados; hacernos pensar, por ejemplo, en la actitud del que posa, en la perpetua repetición de ese momento, en la pavorosa idea de que toda la vida es pose). Cinco de ellos miran directamente a la cámara.

El otro, el primero por la izquierda, está con los brazos cruzados y parece tener la vista clavada en un punto inconcreto, hacia la derecha del fotógrafo. Nos incomoda ese detalle (¿porque insinúa una ruptura, un desorden?). Nos incita a preguntarnos qué está mirando exactamente. ¿Por qué no hace como todos los demás y simplemente fija la vista en el centro? (si es que el ojo de la cámara es el centro, si podemos atrevernos a presumir la existencia de un centro) ¿Qué es eso que está ahí, fuera del ámbito de la foto, y qué significa esa mirada y por qué los otros no ven lo que él está viendo? Podría pensarse que sólo es un gesto, una pose diferente, una obstinación lícita en no mirar directamente al ojo de la cámara, y tal vez no sea otra cosa, pero nos desasosiega un poco esa asimetría.

 

-Cabe preguntarse si en realidad tenemos derecho a asomarnos a una foto. No me refiero al vistazo casual o efímero, al frívolo escrutinio de un momento, que con frecuencia provoca una sonrisa o un rechazo o mera indiferencia.

Hablo de mirar una foto como quien mira un cuadro, durante un tiempo que no se puede medirse con cronómetros o calendarios, el tiempo dúctil de quien pinta un atardecer a lo largo de infinitos atardeceres o el de aquellos que esperan, agazapados durante toda su vida, el instante exacto del resplandor que les justifique. Esa contemplación, que en el fondo es una búsqueda, ¿no sería una forma de intrusión en ese otro orden que nos es ajeno? ¿No serán, pues, nuestros ojos invasores -camuflados tras el objetivo y el tiempo- lo que miran esas cinco personas, preguntándose acaso el motivo de tal insistencia?

 

La wikipedia nos cuenta que hace más de treinta años que por ahí ya no pasa el tren y que en Andant, el pueblo, apenas quedan cuarenta habitantes. Visto desde lejos, sólo son cifras. Pero la lenta despoblación de todos estos lugares nos da qué pensar. Pensamos, por ejemplo, si eso que mira el primero de la izquierda, eso que parece estar un poco a la derecha del fotógrafo, ligeramente a la derecha y hacia arriba, no será lo que, sin ruido, sin que casi nadie lo perciba, va limando con paciencia los bordes de las fotos, oscureciendo los paisajes y los rostros, devastando, centímetro a centímetro, los campos y las calles asfaltadas, terminando poco a poco con la vida en los pueblos y devolviendo al desierto lo que, acaso, siempre fue del desierto.

 

-Y así, la inmovilidad de la foto desborda el ámbito del papel y se expande implacable por la realidad (por este lado de la realidad). Pienso que debería ponerme de una vez a escribir algo sobre ella. Pero no se me ocurre nada. La tengo ahí, delante de mis ojos, dejándose mirar mansamente, permitiéndome atisbar cada detalle, acaso contemplándome, o contemplándose a sí misma a través de mis ojos un poco cansados. Y yo no puedo hacer otra cosa: sólo mirar la foto y dejarme contagiar esa parálisis, esa suerte de espera; inmóviles ellos en su perpetuo instante desgajado para siempre del tiempo; inmóviles todos en nuestro diario periplo por las avenidas de la rutina; inmóvil yo en mi celda sin barrotes; tanto, que ni siquiera me molesto en girar un poco la cabeza, en mirar de reojo hacia atrás, a mi derecha, donde sé que se arremolina en silencio, expectante, eso que está mirando, desde la lejanía y el pasado, el hombre de la foto, eso que siempre ha estado ahí y que no puede verse; que nadie puede ver sino a través de un reflejo, una señal inequívoca en los ojos asombrados de otro, una sombra difusa atravesando océanos y décadas.

 

*Texto incluido en la estación Andant del Inventren


 

-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!


 

 

 

 

 

*

 

 

un poema así que te abrace

que te haga caer los miedos

como se caen los dientes de la boca de un niño

un poema pájaro que venga a buscarte

de mañana temprano

y te acompañe a hacer las compras

y a dar de comer a los ojos dichosos que te miren,

yo, mi amor, no sé construir casas

ni hacer vestimentas

ni escudriñar el oro en las gritas del mundo

y extraerlo para que tus manos

no anden pasando el frío de las tardes

ni la rudimentaria piedra de las horas

yo, mi amor, voy a darte mi porfiada ternura

voy a entrar en tus años con una caja de música en los ojos

y comprenderás que podemos

comer todos los días porque sabemos trabajar

porque nunca se nos hizo fácil el puchero

ni tampoco es para andar quejándose de sobra

pero mientras otros

en este mundo donde el tiempo se invierte en ganar dineros

en este mundo donde sentarse a leer un poema

es un acto de valentía y desparpajo

mientras otros han sido beneficiarios en la macabra balanza

de la nada y el todo, nosotros

mi amor,

tendremos una casa sencilla como el rocío

pequeña como una bota

y seremos felices sobre la tierra, hoy que nos ha llovido un poco,

tengo en la boca este poema para que te abrace

estas palabras que te saltan contentas mientras dejás por el suelo

esos piecitos tuyos que me hacen humano

esa sombra de vos parecida a un asunto impostergable

 

 

*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

***

 

 

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