martes, febrero 25, 2014

COMO UNA ABEJA EN EL VIENTRE DE UNA ROSA...

*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
 
 
 
 
 
 
 
PAISAJE CON LLUVIA*
 
 
 
*Por Jorge Isaíasjisaias46@yahoo.com.ar
 
 
Ocasiones el cielo se teñía lentamente de un cerrado color cemento y cuando menos esperábamos, la llovizna se apeaba, finita, persistente, como una manta colgada sobre las cosas del mundo.
Pero otras veces venía tormenta, con el crujido atemorizante de un trueno y el latigazo cegador de un relámpago hacia el final de los campos, donde empezaban los cañadones que no respetaban alambrados, sembrados, animales o pasto.
Era un espectáculo muy triste el que ofrecían los caballos, arrimados en el grupo de las parvas con sus pacientes ancas a la lluvia que borraba las casas, los galpones, las arboledas y los corrales donde las vacas parecían estatuas, sin poderse mover por el barro.
En la cocina las mujeres preparaban tortas fritas y  mates para llevar a los hombres, que, sin poder seguir con sus tareas, se reunían en uno de los galpones para reparar los arneses averiados o afilando hachas y guadañas, es decir esas tareas menores que el buen tiempo les vedaba por que el trabajo de la chacra era mucha, agotador y nunca alcanzaba el tiempo, cuando la tecnología aún no ayudaba.
Había que arar, rastrear, sembrar, carpir, cosechar, quemar rastrojos en el caso del maíz, darle de comer a los animales, castrarlos, seguir las pariciones  de todas las hembras porque el animalito recién nacido redundaría en dinero en un momento y todo venía bien para sostener alimento y vestido de una familia numerosa mientras eran pequeños, porque al crecer no alcanzaría el pequeño establecimiento para mantener a todos y, empezando por los mayores deberían emigrar en busca de otros horizontes más propicios.
Al tener esa cultura eminentemente agraria los hacía elegir, si podían elegir, trabajos que ya conocían. Pero si no era así, tenían que optar por lo que encontraran, pero siempre eran trabajos brutos, porque casi nadie de todos los hermanos había podido ir a la escuela, porque eran dos brazos más para encarar una tarea, la mayor de las veces superior a sus fuerzas.
Estos éxodos de brazos se producían sobre todo en la adolescencia, alentado también por la intemperancia de los padres. Esos inmigrantes duros, sufridos y castigados por mil privaciones.
Esto que acabo de relatar es de algún modo la historia de mi familia paterna, que era en general la de toda esta gente que siendo arrendatarios tenían pocas defensas para sobrevivir y aún no estaban mejor los propietarios de pequeños campos.
Muchas veces he pensado en todas estas vidas anónimas en clave de épica, porque ellos vivieron y murieron en ese lugar donde “los días son siempre iguales”, al decir de don José Pedroni.
De todas las chacras que trabajó mi abuelo, yo sólo conocí la de don Luis Burki, un alemán que había venido entre los primeros pobladores.
Recuerdo vagamente esa casa muy sólida, distantes a todas las otras chacras que yo conocía. Era amplia, con techo de chapa a dos aguas, de ladrillos muy bien cocidos, una galería al frente, con grandes arcadas , el piso de grandes baldosones rojos, una cocina muy amplia, con su marlera y su despensa al costado donde se colgaban embutidos y factura de cerdo.
Detrás un gran patio con palmeras y paraísos y un molino que distribuía el agua por grandes caños de bronce por toda la casa. Había una inmensa cocina económica, de cuyo hierro anterior a las hornallas mi abuela colgaba esos grandes cucharones que siempre brillaban. Esas grandes ollas en las cuales hacia esos ricos dulces que, privilegio de nieto mayor, me hacía probar antes que nadie.
Detrás de ese molino mi abuelo había hecho construir un gran palomar circular del cual ninguna chacra se podía privar en esos tiempos.
De allí se comía carne blanca, aunque yo no recuerdo haberlo hecho nunca y más allá un gran monte de frutales que era otro clásico de las chacras de entonces. Limoneros, mandarinos, naranjos, durazneros, ciruelos, un gran tunal a un costado, y al otro un gran alfalfar que yo siempre recuerdo inundado de mariposas blancas y amarillas.
Y atrás empezaban los corrales y más lejos aún los potreros.
Al campo lo surcaba un hondo canal que le servía no sólo para drenar el agua que se ponía porfiada y a veces se detenía también en división natural de otros campos vecinos.
Cuando ese canal no tenía agua en época de sequía, mis tíos menores me llevaban por su cauce deforme y lleno de yuyos a colocar tramperas para cazar zorzales y amarillitos.
 
 
 
 
 
 
COMO UNA ABEJA EN EL VIENTRE DE UNA ROSA…
 
 
 
 
 
A TU LADO*
 
 
Para un día de sol
te ofrezco mi sombrero.
 
Para un largo camino
te doy mis alpargatas.
 
Para noche de pena
mi hombro yo te cedo.
 
Para la soledad: mi mano.
 
Aunque yo, a tu lado, esté tan solitario
como una abeja en el vientre de una rosa.
 
*De Miguel Crispín Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
 
 
 
 
 
 
 
 
La inútil espera*
 
 
 
Llegó el aire caminando con cuidado para no despertar
esta sensación que sabe, me destruye.
Los duendes del hastío lo seguían porque vieron
que todo el día estuve fracturando cerrojos.
La ropa fue tendida y recogida
guardada luego en estantes y cajones.
Y la forma de aquello que aguardaba
que esperé, que espero, que esperaré
aún no ha llegado.
Tal vez haya estado de pie
la vida entera a mi lado.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
MELODÍA DE AGUA*
 
 
 
Eras melodía de agua. Niña siesta sedienta.
Te amaba tanto, tanto. Pero tanto.
Que quizá por eso nunca pude decirlo.
Nunca pude decirlo, y te lo digo ahora
Ahora, que has partido.
 
Eras... ah, cuantos cielos eras.
Libro sellado: solo para él abierto.
Una leyenda de mariposas blancas.
Blanco guardapolvo. Blanca tiza.
Un campanario de pájaros.
Pájaros libando ausencia.
Un mito frágil de amapolas.
Amapolas de escarcha en la garganta.
Una fábula de iluminadas trenzas.
Trenzas que encendían el borde de tus sueños.
 
Desde esta vocación de orate, yo te nombro.
Y me miro y te miro y no es sueño ni espejo.
Es, simplemente.
Una melodía de agua en el arroyo de mi sangre.
 
 
*De Amelia Arellanoamelia.arellano01@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
Gloria*
 
 
 
*Por Virginia Feinmann.
 
 
 
Yo no quería un celular. Ya le había dicho mil veces a mi hija que no. Pude vivir casi setenta años sin celular, para qué voy a querer uno ahora. Acá en Pico estoy como en mi casa, conozco a todo el pueblo y me conocen todos. Me las arreglo. Ocho años en Suecia viví. No hablaba el idioma, nunca había visto nieve, todavía tenía la epilepsia y me las arreglé igual..., para qué quiero un celular.
Mamá, me dice ella, sos grande, si te pasa algo, si no tenés cómo avisarme. Adriana siempre se preocupó mucho por mí. Será que la tuve de mayor. Yo quería tener hijos desde chica. Y más de uno, ¡cinco quería tener! Cuando conocí a Beto me moría por tener hijos con él. Soñábamos con ver la casa llena de pibes y pibas corriendo, con los amigos y las guitarras, los asados, los cumpleaños. Eramos varias parejas en esa época. De acá, de Pico. Alguno todavía está. La agrupación era el JLN. Gente hermosa, muy compañeros todos, muy comprometidos. Hacíamos trabajo social. Ibamos al barrio Alsina a llevar comida, a darles clases a los chicos. Se hablaba mucho de política, a mí me encantaba. Porque yo no quería hacer caridad... asistencia. Nosotros queríamos que hubiera para todos pero con justicia, que se repartiera bien desde arriba. Tomar el poder, eso. Y que no hubiera pobres muy pobres ni ricos muy ricos. Una idea simple, ¿no? Sin embargo, no sólo que fue imposible, sino que... en fin.
Pero bueno, la tuve tarde a Adriana. Porque con Beto, a ver, nos casamos en el ‘72. Yo tenía veinticuatro años y él treinta. Y no quedé enseguida. Pasaban los meses y nada. Como dos años pasaron. Yo no andaba llevando la cuenta pero veía que me venía la menstruación y lloraba. Después me componía rápido para salir al barrio Alsina, con las latas de leche Molico, los libros, seguía adelante.
A Beto se lo llevaron preso antes de la dictadura. Por suerte, digo yo, ¿no? No estaban bien en la cárcel, pero estaban mejor que nosotros, quiero decir, a los que nos llevaron después.
Y nos llevaban de distintas maneras, pero siempre por sorpresa. Por ejemplo a Beto un domingo, que fue a ver a los padres a Banfield, que iba tranquilo. A Cacho, el marido de Cuca, por esa época también. Había quedado en encontrarse con unos compañeros en un bar y lo agarraron ahí. A Marita en la puerta del jardín donde dejaba a los chicos, adelante de las maestras, pleno día. Al marido de Marita enseguida después. Del mismo jardín lo llamaron, que había no sé qué problema, y en la puerta también se lo llevaron. A Cuca le dijeron que la necesitaban de urgencia en la fábrica, y en el camino... Después cayó Gloria y después caí yo.
Por eso yo le digo a mi hija. Bueno, no le digo la verdad. Le digo que no quiero un celular porque me lo voy a olvidar en todas partes, porque no me llevo bien con la tecnología, porque si tengo que estar pendiente de la batería, del cargador, de no sé de los jueguitos esos que usan mis nietas. Le digo así. Pero la verdad es que no soporto ver a la gente cuando habla por la calle. Me duele. Con un telefonito chiquito que no lo ve nadie están a cada rato. Desde el supermercado llaman a la casa, que si llevan Coca o Sprite. Desde el colectivo a la tía que vaya bajando la carne del freezer. Desde el videoclub al novio, que si alquilan de terror o romántica.
¿Sabés lo que hubiéramos hecho nosotros con algo así?
Que mi suegra lo llamara a Beto unos minutitos antes: hijo, mejor no te bajes del tren, hay un auto raro dando vueltas a la manzana. Señora Marita no venga al jardín, la maestra esa que siempre la está molestando, la que dice que los chicos son hijos de guerrilleros, estuvo hablando esta mañana con la directora. Cacho, nos fuimos del bar, había un par de tipos con pinta de servicios.
En fin... A mí igual no me salvaba nadie. No me salvaba nadie. Mi mejor amiga les dijo dónde encontrarme, con todos los detalles. Día, hora, casa, color de pelo, color de bombacha, no les faltaba ni un dato. Ojo, yo sé que no es su culpa. Ya lo sé. A Gloria le dieron... la lastimaron mucho. Al día de hoy se nota que no camina bien... será una secuela. Yo no la trato, ni la saludo, pero la he visto pasar por el centro de Pico cada tanto. No pisa bien de un pie. Vayas a ver... si te hacían cualquier cosa... Yo ya sé, sé muy bien por lo que pasó Gloria. Pero bueno, ella les dio mi nombre. Y al día siguiente me vinieron a buscar y todo eso me lo hicieron a mí.
Además de tenerme tres años en ese lugar. Estábamos presos, pero no como en una cárcel. No como en una cárcel.
Ella me pidió disculpas ahí mismo, apenas me vio, después de un tiempo porque al principio nos tenían aisladas, encapuchadas. Cuando me sacaron la venda por primera vez yo no vi nada. Tenía los ojos pegados de, no sé qué sería, lágrimas, sangre, mugre. Sola me los fui limpiando. Me llevó un montón de días, pero de pronto pude ver. Y lo primero que vi fue una mujer, lejos, así hablando con alguien, como riéndose, y me pareció que era Gloria, con esa risa que tenía tan de ella, tan alegre. Me puse contenta, quería abrazarla, pero me agarró un cansancio tremendo, todo de golpe, se me aflojaron los brazos y las piernas y me tuve que tirar de nuevo en la colchoneta. Me quedé ahí, mirándola de lejos nomás, pensando que ojalá fuera ella para saludarla al día siguiente.
Después no la volví a ver. Ya creía que me había equivocado, que no había sido. Un día estoy lavando ropa, porque en ese momento me hacían lavarle la ropa a un marino, y viene y me agarra de atrás, de sorpresa. Casi me muero de felicidad, de abrazarla, de darle besos, yo con las manos todas llenas de espuma, me empecé a reír de no sé qué, a dar saltitos, y de pronto veo que llora. Y me dice flaca fui yo. Flaca fui yo. Eso era lo único que repetía. Lloraba y me decía así. Flaca fui yo.
¿Fuiste vos qué, Gloria? ¿De qué me estás hablando? La tuve que sacudir porque no salía de esa frase, así que al rato me dijo.
Fui yo la que te cantó, en la camilla. No daba más. Perdoname.
Y se quedó ahí llorando. Doblada sobre la pileta, casi sobre el agua con espuma sucia. Yo me sequé las manos y me fui. No le hablé nunca más.
Ahora uno, con los años, va pensando, va entendiendo supongo. Cómo no voy a entender. Yo misma podría haber dado el nombre de alguien. Y la verdad es que no lo hice no sé por qué, porque en ese momento me emperré en pensar en un mantel que había en mi casa de chica, un mantel de plástico a cuadritos rojo y blanco, que usábamos para cenar todos juntos en la cocina, cuando llegaba mi papá del trabajo y mamá ya tenía los ravioles con estofado y mi hermanito terminaba los deberes, y ese mantel se fijó en mi cabeza y me decía que no hablara, que no hablara, que cuidara a los demás de no pasar por lo que yo estaba pasando, que no hablara.
Gloria, en cambio, dijo mi nombre. No es su culpa. Pero no puedo volver a hablar con ella.
Bueno, el tema es que cuando me soltaron me fui directo para Suecia. Beto salió en el ‘83 y se vino a buscarme. Vivimos allá, estábamos bien, pero yo tenía... arritmia cerebral se llama, yo le digo la epilepsia para simplificar. Parece que fue una secuela también. Entonces por los medicamentos y todo no podía pensar en tener bebés. Después se me fue curando, me redujeron el tratamiento, me curé, vinimos a la Argentina y ahí sí la tuve a Adriana. La tuve de grande, pero la tuve. Y terminó siendo hija única, pero cómo la disfrutamos. Cuando era una bebita, toda para nosotros, tan linda. Yo la veía a ella y veía algo nuevo, una vida nueva. De nena también, con cada ocurrencia que tenía en la escuela. Cosas que en algún momento ya no pensábamos que las íbamos a poder vivir. Y bueno, ¡ahora mis nietas! Son dos preciosuras. Las llevo a la plaza, a las hamacas, al pelotero de Fabio acá en la cortada. Con la más grande el otro día fuimos al cine por primera vez. Todo un acontecimiento. Nada que ver con los videos que ven por la tele.
Son divinas las nenas, sí. El año pasado cuando murió Beto hicieron un arreglo para quedarse a dormir conmigo un día cada una. Bastante tiempo se quedaron así, por turnos. Le decían a la mamá que era lo justo porque ella tenía dos nenas y yo ninguna. Qué graciosas. Muy amorosas, sí.
Pero ahora con esto me pusieron mal, porque yo no quería un celular. Ya les había dicho mil veces, y ayer con la excusa de la Navidad me lo regalaron. Estaban muy entusiasmadas y todo, a las nenas les brillaba la carita, pero yo no me pude contener, me dio una bronca tremenda. No sé qué me pasó. No lo quise abrir, me enojé, empecé a repetir “no quiero hablar con nadie”, “no quiero hablar con nadie”, “no quiero hablar”. Medio se asustaron, o se ofendieron, no sé. Pero se terminó la fiesta. Adriana se llevó a las nenas volando, yo tiré todo en la pileta, me tomé los remedios y a las doce y media estaba durmiendo.
Hoy me levanté de un malhumor espantoso. Toca el timbre mi nieta mayor. Solita vino. Me dio un beso despacio, seria. Yo estaba seria también. Me senté en mi sillón cerca de la ventana. Ella se fue hasta la mesa donde había quedado la caja del celular sin abrir. Lo agarró, lo trajo hasta donde estaba yo. Se quedó ahí parada. Lo tenía entre las manos y miraba para abajo.
Abuela, yo te quería decir que, bueno, vos ayer dijiste que no querías hablar con nadie, pero el celular que te regalamos nosotras, si vos no querés, no es para hablar. También se pueden mandar mensajitos de texto.
Estaba ahí muy chiquita, muy firme. Yo sentía que me hervía la cara. Fui a la ventana a abrir para que corriera viento. Me despejó un poco. Ella seguía ahí con la cajita. Me senté de nuevo.
Y eso cómo es.
Levantó la cara contenta. Empezó a abrir la caja rapidísimo. Por momentos se le complicaba pero yo no quería ni tocar. Hizo todo con sus manitos. Al final me muestra el aparato y dice.
Vas a mensajes, crear mensaje, ahí escribís lo que querés ponerle a alguien, ponés el número de esa persona y apretás enviar mensaje. Por ejemplo vos a quién le escribirías...
Hacía calor, pero entró aire por la ventana, y no sé por qué le dije:
A Gloria.
¿Y quién es?
Una persona.
Bueno, perfecto, ¿y sabés su celular?
No... pero lo puedo conseguir. Tenemos conocidos en común.
Bueno, perfecto, y qué le querés poner.
No sé... qué hago... ¿te dicto?
No, no, yo te enseño. Acá hay un teclado, ves, tiene letras en cada tecla y también podés usar la escritura predictiva, si apretás este botón...
Bueno pará, Luli... Más despacio... yo estaba toda transpirada, me corrían gotas por la cabeza, me apantallé un poco con la mano. A ver, mostrame de nuevo despacio.
Empezó paso por paso. Los deditos se le ponían más blancos en la punta cuando apretaba las teclas. Lo hacía lento y con fuerza como para que todo se grabara bien en mi cabeza. Y funcionó. Entendí. Me pareció fácil. La cortina onduló un poco y volvió a entrar un aire limpio, de feriado sin autos.
Agarré el celular.
Miré la pantalla.
Escribí: “Hola Gloria, soy Susana M. Feliz Navidad”.
Mi nieta lo guardó y me dijo que a la tarde averiguara el número.
Se fue a saltitos por la vereda.
Mañana vuelve y me enseña a mandarlo.
 
 
 
 
 
 
 
 
El cuento por su autor*
 
 
*Por Virginia Feinmann
 
 
Escribí “Gloria” para reflejar desde la ficción –y quizás así transmitir de otro modo, más emotivo o directo– algunos debates que vienen dándose en el campo de los derechos humanos en cuanto a las memorias de la dictadura militar argentina, y en especial la figura del sobreviviente del genocidio y su percepción social como “traidor”.
Desde la teoría, el binomio excluyente “héroes/traidores” fue desarticulado con lucidez por Ana Longoni (Traiciones) y Pilar Calveiro (Poder y desaparición, Política y/o memoria), quienes precisaron e insistieron en que ninguna de las supuestas “claudicaciones” –así pensadas desde la rígida moral de las organizaciones armadas de los setenta–, tales como entrega de información bajo tortura, vinculación afectiva con el captor y otras, se habrían producido de no haber mediado antes el arrasamiento total de la subjetividad de la persona, sometida a las condiciones del sistema concentracionario, vale decir, al circuito de secuestro, tortura, cautiverio en campo de concentración y exterminio final.
Esta postura, razonable como es, todavía se rechaza en algunos espacios de discusión teórica, pero también se revuelve en el alma de los protagonistas de la época, sus amigos, sus familiares. Lamentablemente, la cuestión fue, por ejemplo, un eje central y repetido en la estrategia de los abogados de los genocidas durante la megacausa ESMA, que asediaban a los testigos –sus víctimas– con alusiones directas a la “colaboración” o “no colaboración” con los marinos durante el cautiverio, y desviaban así de modo malicioso la mirada sobre los crímenes que se estaban juzgando.
Otro aspecto que me interesó explorar en el cuento es el de la posibilidad del perdón en su dimensión personal, íntima. Que sin afectar ni un poco la certeza del juicio y castigo, sin erosionar ni un milímetro la consigna “Ni olvido ni perdón” que sustentó durante tantos años la lucha contra la impunidad, el tiempo y la experiencia de vida pudieran lograr una leve modificación en el propio sentir, un pequeño movimiento interno de compasión hacia el otro que permita respirar con algo más de alivio, vivir de un modo más amable.
Que esta modificación venga además de la mano de una niña pequeña, de un afecto familiar, de una tercera generación de mujeres que le trae a su abuela ex militante una brisa de aire fresco, y que sea a través de la tecnología, desconocida y amenazante para la protagonista pero inevitable al fin, reflejo del cambio de época y del crecimiento personal que supone adaptarse a nuevas circunstancias, todo eso digo, me resultó un tema de trabajo atractivo y, en definitiva, conmovedor.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Meditación en el umbral*
 
 
 
*De ROSARIO CASTELLANO.
 
 
No, no es la solución
tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoy
ni apurar el arsénico de Madame Bovary
ni aguardar en los páramos de Ávila la visita
del ángel con venablo
antes de liarse el manto a la cabeza
y comenzar a actuar.
Ni concluir las leyes geométricas, contando
las vigas de la celda de castigo
como lo hizo Sor Juana. No es la solución
escribir, mientras llegan las visitas,
en la sala de estar de la familia Austen
ni encerrarse en el ático
de alguna residencia de la Nueva Inglaterra
y soñar, con la Biblia de los Dickinson,
debajo de una almohada de soltera.
 
Debe haber otro modo que no se llame Safo
ni Mesalina ni María Egipciaca
ni Magdalena ni Clemencia Isaura.
 
Otro modo de ser humano y libre.
 
Otro modo de ser.
 
El excluido
 
A menudo, si un hombre recibe bien de otro
se le despierta un ímpetu homicida
- rostro secreto de la gratitud -
y el insulto que calla lo envenena.
 
El favor lo ha marcado
y no cabe en el mundo en que es ley de las cosas
la lucha, el exterminio.
 
A menudo... A menudo...
 
Lo cotidiano
 
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día;
este cabello triste que se cae
cuando te estás peinando ante el espejo.
Esos túneles largos
que se atraviesan con jadeo y asfixia;
las paredes sin ojos,
el hueco que resuena
de alguna voz oculta y sin sentido.
 
Para el amor no hay tregua, amor. La noche
no se vuelve, de pronto, respirable.
Y cuando un astro rompe sus cadenas
y lo ves zigzaguear, loco, y perderse,
no por ello la ley suelta sus garfios.
El encuentro es a locuras. En el beso se mezcla
el sabor de las lágrimas.
Y en el abrazo ciñes
el recuerdo de aquella orfandad, de aquella muerte.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
NUNCA MÁS, NUNCA MÁS*
 
“Never more”
Poema “El cuervo”.
Edgar Allan Poe
 
 
Un totí picotea
el cristal de mi ventana.
Lo conozco.
Se parece a la muerte.
Abro
y le pregunto:
¿Volverá?
¿Volveré a ser feliz?
Alza el vuelo
al tiempo que repite: nunca más, nunca más.
Y se pierde
en una multitud de ángeles y dioses.
 
*De Miguel Crispín Sotomayor. arcomar@cubarte.cult.cu
 
 
 
***
 
 
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