*Obra de Julio Ovejero.
(*) Ver bio de Julio al final de
la edición.
MAMA AMASA *
“Por la señal de los tantos
jueves,
y de iguales domingos
mamá amasa y alisa el pan
mamá nos ama
Si las montañas son así.
El volcán de la harina es así”.
Beatriz Vallejos.
*De Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
El poema del epígrafe se
llama “mamá amasa” y me viene a la memoria el trasegar hacendoso de mi madre,
de rigurosa pasta los jueves y domingos, que trajo como un mandato de su aldea
italiana. De hecho, toda esa rama de mi familia había venido buscando un futuro
mejor, o simplemente un futuro, perseguidos por las hambrunas y las guerras.
El primero en llegar fue mi
abuelo Antonio Di Rado, veterano de guerra, a los veinticinco años, prisionero
de los austríacos en la guerra del catorce. Volvió cuando ya nadie lo esperaba
y todos lo daban por muerto. Yo conservo una foto que era de mi madre, con su
sombrero, su pluma, sus medallas, en su orgulloso uniforme, de bersaglieri.
Está allí, hermoso, tenía diecisiete años cuando fue convocado y tiene una
mirada firme, unos ojos oscuros que miran con fe al porvenir, en ese rostro
lampiño, no lejos de la niñez sin juguetes y la responsabilidad de ser el mayor
ante diez hermanos. Cuando decide buscar esposa, debe raptar a mi abuela por
una dura oposición familiar que narré en otro lado. Nacidos mi tío Camilo, el
mayor, y mi madre, emigró con algunos de sus hermanos y se radicó en un
campo cerca del pueblo de Carmen del Sauce, un par de años después, con
ingentes sacrificios trajo a su familia. Aquí nació mi tío Roque. Al cumplir
veintinueve años luego de tomarse una foto, con grandes bigotes, muy delgado
ya, tal vez enfermo, murió. Pasé toda mi infancia con ese gran retrato
presidiendo la habitación de mi abuela con sus flores siempre frescas, sus
velas que encendía todas las noches.
Estos son los datos escuetos,
descarnados de la biografía de un hombre humilde, uno de los tantos que
vinieron con su esperanza y terminaron con su drama irrebatible.
Mi abuela se encontró en un país
extraño, con veintiséis años, tres hijos muy pequeños y un idioma
totalmente desconocido, el que nunca pudo aprender, apenas para hacerse
entender. Mi abuela era analfabeta, pero tenía una gran fuerza de voluntad y
una clara inteligencia práctica, sumado todo esto a una gran capacidad de
trabajo.
Los cuñados, es decir los
hermanos de mi abuelo, pagaron el entierro, las deudas y le pidieron
amablemente que se retirara del campo. Al parecer este trámite los liberaba de
todo compromiso con ella y sus hijos pequeños. Mi tío de cinco, mi madre de
tres y mi otro tío, el argentino, de seis meses.
Mi abuela tenía una hermana,
casada, en campos de Armstrong y otra en las mismas condiciones en Arminda.
Ambas localidades de nuestra provincia, como todos sabemos.
Entonces comenzó a trabajar en
casa de su hermana de Armstrong, por la comida y la de sus hijos y alguna ropa
mínima. Luego pasó a la otra, Esto hasta que sus niños estuvieron en edad
escolar, entonces uno de sus hermanos más jóvenes llegó de Italia y compró un
pequeño campo en la zona de Los Quirquinchos. Este hermano resultó más
miserable que sus cuñados, pero al menos mandó a sus sobrinos a la
escuela.
El tenía familia en su aldea,
pero aquí decidió llevar a la chacra una mujer más joven. Lo que dio en la
calle con mi abuela y sus hijos.
Allí se independizó, arrendó un
campito, y con grandes sacrificios compró casa en el pueblo. Cuando mi madre se
casó y mis tíos consiguen trabajo en Rosario, se mudaron aquí, al barrio Las
Delicias.
Por ella yo estoy aquí.
Esta historia está contada con
los datos enjutos, secos y concretos.
Nada dicen de la parva de sufrimientos
y de penares que tuvo que sufrir ella en este país, al que llegó a amar
como propio, pese que aquí no conoció del todo su idioma y su vida fue un
telar de desdichas.
Sin embargo, al atardecer, se
sentaba a una silla baja, en la galería en los veranos, y cantaba. En el
invierno junto al fogón de leña crepitante. Y cantaba con su dulce voz y una
lucecita en sus pícaros ojos celestes.
Sobre la mesa siempre tenía un
poco de masa para amasar el pan leudante del día que entraría en el patio de
los paraísos con su luz y su estallante esplendor.
Como el de los tiempos idos.
COMO UN MINÚSCULO MILAGRO...
RITO DE PASO *
*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
I
Miro la carretera. Desde hace varios minutos no pasan
autos. Algunos matorrales espinosos en las orillas. Bajo las botas, el asfalto,
un caldero. Después de caminar un rato el mundo se vuelve amarillo y el cuerpo,
como vela, se consume. No sé cuánto tiempo llevo caminando. En mi cabeza sólo
hay fragmentos: la sombra de un árbol, la tormenta de luz que evade las
cortinas, los zapatos a un lado de la cama. El alboroto del polvo alrededor de
la casa. La hojarasca. Siento el peso de mis manos. En la mañana las miré,
pálidas y flacas. Las llevé a la luz. Ahora cuelgan a los lados, como ramas
secas. Ayer soñé que caminaba en la carretera. Soñé que sus orillas estaban
sembradas con perros muertos. Todos amarillos, como flores. Miraba con interés
los carcomidos huesos. Moscas buscaban guaridas en ellos; las habilidosas
hacían fiesta con sus aleteos. La imagen de los esqueletos me despertó. Medio
ahogado por el sudor me levanté de la cama. La madrugada aún pesaba en el
cuarto. Pensé que, en medio del llano, la soledad me estaba cambiando. Como
suave veneno. Como un secreto guardado largo tiempo. Apenas amaneciera
iría al pueblo.
Camino en la incandescencia. A la distancia los árboles.
Cuervos lustrosos de sol, en sus ramas. Extiendo el brazo y mantengo el pulgar
arriba. El gesto es sólo un consuelo porque no pasan autos. Como en el sueño el
camino es desierto y nada hace ruido, ni los cuervos, ni las piedritas que el
viento empuja por el llano. En la carretera sólo fantasmas. Mi figura
empecinada, hundida en el resplandor, única habitante, entonces.
II
Una camioneta se detiene. Un hombre gordo se asoma por la
ventanilla. Sus ojos son como los de los peces, cansados de mirar las mismas
cosas. Las horas muertas, quizá. El lento latido del tiempo.
—¿A dónde va?
—Al pueblo
El hombre sonríe. El sol le baña los ojos. Por un
instante me pierde de vista. Mueve torpe la cabeza, ciego de sol. Busca entre
incandescencias mi rostro. Al fin, cuando me encuentra, me dice:
—Entre, parece que está penando.
Subo a la cabina. En la nariz un olor a quemado. Espero
humo entre nosotros, densos nubarrones. Sin embargo nada ocurre. Al hombre le
brilla, como pavesa, la calva. Densas gotas de sudor le brotan en ella. Se le
derraman en las cejas. Entreabre la boca. Imagino la desolación de los dientes,
los afilados colmillos.
—Puros fantasmas en el pueblo ¿no? —me dice
—Me levanté con ganas de ir —le confío.
—Nadie quiere ir.
—A lo mejor hay mujeres, algunos perros.
El hombre suspira.
—Allá usted, sólo tengo que informarle una cosa.
—Dígame.
—Antes del pueblo, voy a una casa, ¿le importa?
III
El hombre se aplaca con una mano los bigotes, mira sus
uñas mientras maneja; también el infinito, allá, en el borde de la carretera,
desmoronándose entre los matorrales. La camioneta rechina. Vibra el volante, la
palanca de velocidades, el cuarteado espejo. En la cabina baila el polvo. Un
rosario golpea, como obsesiva mosca, una y otra vez, los cristales. Nuestros
ojos esperan nubes. Las nubes, desde hace tiempo, malabares de la mente, trucos
de magia para inocentes. El hombre me dice:
—Ya mero llegamos, no desespere.
—No se preocupe, no tengo prisa.
Intento añadir algo pero las palabras se me atoran en la
boca. A veces las voces empeoran las cosas. A veces sólo puedo mirar. Y el aire
tibio llega a mi rostro y su mano comedida me seca los labios. La mirada del
hombre abandona el camino. Pone los ojos a volar. Los lleva, leves, a sus
ensoñaciones. En su rostro, de repente, una sonrisa
—¿Qué opina? —me dice el hombre sin mirarme.
—¿De qué?
—Del pueblo.
—No sé, hace mucho tiempo que no voy
—Por eso —insiste— ¿cómo lo imagina?
Las palabras del hombre me molestan. Son como dardos en
vuelo. Como aguijones. Miro el breve espacio entre mis manos. También elevo los
ojos pero no para recordar, sino para evitar al hombre, sus gestos. Para
borrarlos después de mi memoria.
—Recuerdo una tienda de ropa, un viejo que empujaba un
carrito de nieves, nada más —digo por decir.
—Muy bien… algo es algo —dice
—¿Es importante?
—Uno nunca sabe.
La aguja del velocímetro vibra. El hombre acelera. El
sonido del motor nos llena los oídos. Ráfagas de aire entran por las ventanas y
nos brindan consuelo. El cuello de la camisa blanca le vuela. Varios papeles,
víctimas del soplido, aletean en la cabina. Por el espejo lateral, el paisaje
se distorsiona. Afuera la herrumbre. El papelerío cunde en la cabina, aves
espantadas tenemos. Pero el hombre no le da importancia. Negado al mundo, como
embelesado, con un gozo vivo en el cuerpo. Y un silbido que tiembla en sus
labios, coronando su silencio.
—Uno nunca sabe —repite y mira el horizonte de la
carretera.
IV
El hombre apaga el motor. Frente a nosotros una casa de
dos pisos. Alrededor de ella no hay nada. La casa parece, en su abandono, la
primera del mundo. Alrededor de ella el polvo primigenio. Lo miro en las
ventanas, en el quicio de la puerta. En el patio cercano a la entrada una
jaula, en el interior de ella un par de alegres canarios. Los animalillos se
columpian, picotean codiciosos el alpiste. El hombre baja con dificultad de la
camioneta. Camina como las bestias morosas, impregnadas de sueño. Se acerca a
la puerta. Voltea a la camioneta.
—No se quede ahí, encerrado, entre al fresco— me dice.
Bajo de la camioneta. Me acerco a la jaula. Los codiciosos
dan pequeños saltos. Tocados por el sol más amarillos, de oro, parecen. En el
patio algunas plantas insoladas y de nuevo el polvo, ahora en montoncitos, en
el parabrisas.
El hombre saca una llave. Entramos en la casa. Una amplia
estancia, ventanas redondas como claraboyas, paredes desnudas y encaladas.
Velas en una mesa. Servilletas dobladas, como barquitos navegando en la
desolación. También en la mesa hay monedas, fotografías sepia, las dispersas
entrañas de un reloj. Las moscas medran en el piso, en el ventilador del techo,
en el resplandor de un abandonado frutero. Al fondo, en una esquina, dos
sillones de terciopelo rojo. En los sillones, dos ancianas dominan la estancia,
como parsimoniosos vigías. Una es espejo de otra. También, como en los espejos,
las cosas alrededor más vivas parecen y se disponen iguales. Sus rostros
navegan entre luces y penumbra; parpadean casi al mismo tiempo.
—Tardaste en llegar —le dicen ásperas, a una sola voz, al
hombre.
El hombre esboza un gesto de disculpa. Mira las puntas de
sus zapatos. Me señala con un dedo culposo.
—Lo encontré en la orilla de la carretera —dice.
Las ancianas aguzan la vista, me examinan con el veneno
de sus ojos, en silencio. Sus ojos se encaraman en mis piernas, en los muslos y
en los brazos.
—Pase, no se quede ahí, como niño regañado —me dice al
fin una de ellas.
Las ventanas no tienen cortinas y un manto de sol colma
una parte de la estancia. Busco, por instinto, una sombra. Quiero apagar el sol
en mi piel, sacar la candente estación del cuerpo. Ellas lo notan. Con las
largas manos se abanican los rostros. Las imagino viejos pájaros, batiendo las
alas. Pero deshago la imagen y más concentrado las recorro: las dos tienen
vestidos pardos, terciopelo en las mangas, puños de encaje. Cuchichean. Pero
sus voces agrias, de malignas hadas, se elevan. Hablan de mi origen, de la
tarde que no avanza, de las cosas que la soledad moldea. La única diferencia
entre ellas son las canas: el cabello de una completamente empolvado, el de la
otra apenas las raíces.
—¿Y a usted quién le procura sombra? —pregunta, al fin,
la empolvada, después de la conferencia. Inclina el rostro, abre un poco la
boca, ávida de humedad, de aire.
—A veces los árboles —digo por decir.
—Los árboles —murmura la de cabellos negros y sus labios
parecen remover las palabras. Las palabras de ella, maderos ardiendo, elevando
inútiles chispas en el aire. Acuna en el regazo el peso muerto de sus manos.
El hombre se rasca la barriga. Las faldas de la camisa le
vuelan, impulsadas por el viento. El viento espanta a las moscas. De repente ya
no hay más zumbidos, sólo las sosegadas respiraciones de las ancianas.
Alrededor de la casa también el silencio, a veces roto por el soliloquio de los
canarios. La empolvada me mira. La otra tiene aún muertas las manos pero, a
diferencia de antes, puedo ver sobre ellas una constelación de venas, de
abultados ríos.
—Qué descorteses somos. Enseguida le traigo una cerveza
—dice la empolvada
—Estoy bien, no se preocupe —le digo, pero ella se
levanta y enfila a un cuarto, al fondo de la estancia. Miro sus pasos. Tan
lentos son que alrededor de ellos innumerables eventos suceden: un bostezo, un
instante de luz, la inútil muerte de una mosca. Bajo el andar se adivinan las
puntiagudas, tristes caderas. Los magros pechos. La otra mira a su compañera
desaparecer en un cuarto. Mientras regresa nos guardamos las palabras. Miramos,
al mismo tiempo, el ventilador del techo. Las aspas giran cada vez más lento.
Densas aguas baten, en lugar de aire. El hombre está fastidiado. Se espulga,
como mico, los pocos pelos de la cabeza. Baja la vista. Se toca los bigotes.
Afuera, una nube se estanca en el cielo. Nuestros cuerpos aprovechan la nube y
beben más sombra. Del cuarto se escucha una lata que cae. Después forcejeos,
aleluyas, algunas maldiciones.
—Espero no haber tardado mucho —dice la empolvada después
de un rato. En una charola lleva una botella alargada y ámbar. También un
tarro. Me siento en una silla, ella arrima una mesa plegable.
Miro la cerveza oscura. Me asomo a un pozo. Empino el
tarro. A través del cristal se vuelve de agua el mundo. También las ancianas.
Mientras bebo del tarro, a través del reflejo, juguetonas niñas me parecen. El
ventilador completa una última vuelta y se detiene. El aire se adensa en la
estancia. Como licor dejado en libertad. Y pesan más los párpados y los ojos.
—Qué contrariedad —murmura la de cabellos negros
—A veces falla la electricidad—completa la empolvada
—Pero la luz, a esta hora, no hace falta. Sólo envilece
las cosas —retoma la primera.
—En realidad, si tienes buenos ojos, no sirve para nada
—concluye la otra.
La cerveza pulsa en mi garganta. La casa parece entumida
en su silencio. Dejo el tarro en la mesa plegable. Pero entrampado en sus
reflejos busco brillos en todas partes: en los restos del reloj, en la armadura
verde de las moscas. También busco en la empolvada y me doy cuenta, desde que
entré a la casa, que sus labios, de alguna forma, son hermosos.
Pienso en las ancianas, olvidadas del mundo, alejadas de
Dios. Aunque a veces Dios se acuerda de ellas y enciende sus locas
palabras. No puedo seguir aquí. Necesito irme porque se hace tarde y el pueblo
y el sueño que tuve y su perorata que me encandila. Pero ellas retoman su
intercambio:
—Las nubes anuncian la muerte.
—A la muerte hay que sacarle la vuelta. Por eso tenemos
limpio el cielo.
—Aunque también funcionan los canarios.
—Pero la muerte siempre acomete, siempre vigila.
—O se va volando.
—Yo voy al pueblo —interrumpo.
—No desespere, hay tiempo para todo, hasta para el pueblo
— dice la empolvada. Las arrugas merman sus ojos, le cansan los párpados. Los
aretes de perlas tienen un leve movimiento, como el ámbito de la boca, de la
lengua que involuntariamente le imagino.
—¿Qué sabe del pueblo? —me pregunta.
—El pueblo está allá, al final de la carretera— le digo y
señalo, sin pensar, las ventanas.
La de cabellos negros se levanta de la silla.
—Déjeme mirarlo más de cerca —dice.
Percibo sus pasos. Su perfume me remite al olor de las
cartas guardadas, el de una alacena que de pronto se abre. En la aproximación
brilla una melladita en su pecho. La torturada imagen de un santo. El santo de
los extraviados, de los difuntos, de los locos, pienso.
La anciana me toca la cara, recorre con sus dedos mis
rasgos, los dibuja de nuevo con lentitud: la nariz, los labios, los pómulos.
Sus dedos tiemblan y abandonan. La curiosa lleva los dedos a su rostro. Y sus
labios parecen más jóvenes y toda ella, por un instante, reverdece.
—Es más joven que los otros —le dice a la otra.
—Hubo un año en que fueron puros viejos, apenas podían
andar, allá, en el llano — recuerda la empolvada.
—¿Cuáles viejos? —pregunto. El miedo ensaya en mi cabeza
su locura. Y el golpe de sangre en los nervios. Todo eso me delata. La
empolvada lo comprende y hace más dulce la voz, para apaciguarme, para apagar
mi fuego.
—Los otros, los locos, no usted —dice, la apacible.
— ¿Cuáles otros? —insisto.
—No le haga caso —dice la otra— desvaría.
—El desvarío es necesario a veces —corrige, la ofendida.
Las imagino asomadas en la ventana, mirando a una parvada
de viejos romper lentamente en la noche, en la carretera. Las imagino solazadas
con sus visiones. Sus risas secretas. Hechas de polvo, de cortinas viejas,
ellas, las ruinosas, entre baúles infestados de recuerdos, como los viejos que
renquean, que posan sus miradas, como palomas, en el horizonte.
La de cabellos negros, con un carraspeo, termina mis
imaginaciones. De repente, alumbrada por una sentencia, una raíz escondida, me
dice:
— ¡Pero hombre!, el pueblo no existe.
— ¿Y qué hay, entonces?
— No hay nada, mire.
Nos acercamos a una ventana. Echamos un vistazo. Allá,
lejos, las jorobas de unos cerros. Los cerros y la tarde que se derrama entre
ellos, en los apretujados rebaños. El polvo asentado por la mano quieta del
viento. Los interminables postes de luz. A la derecha, el trazo inmóvil de la
carretera. En el patio sólo los luminosos canarios, su alboroto.
La de cabellos negros me toca el hombro. Siento en el
cuerpo sus dedos nevados. El alma de ella, la de todos, humo elevándose en la
tarde. Sus ojos, tenaces, me miran por dentro.
—No hay nada —me repite, con voz queda, susurrante, en el
oído.
Doy un paso para alejarme. Pero su voz sigue ahí, dejando
ecos, como atrapada en un laberinto, bajo una superficie de agua.
—Bueno, tengo que irme —les digo.
—Espere, yo lo llevo — dice el hombre.
Por un instante dudo en aceptar. Pero el gesto
ensombrecido del hombre, las manos que hunden su nerviosismo en los bolsillos
de los pantalones, me hablan de una posible traición, el toque final de una
elaborada trampa.
—No se preocupe, es sólo un trecho más—miento.
—Si no hay más remedio— replica el hombre con sorna.
—Lo acompañamos a la puerta —dicen los tres, a una sola
voz, como niños cantores.
Camino hacia la entrada. Los celosos guardias me siguen.
Adivino sus pasos y sus miradas oscuras; también vigías, sus respiraciones. De
pronto creo escuchar una risa fugaz, un relámpago. Volteo pero los tres están
muy serios, los rostros como frutas amargas, oscilantes en la sombra.
Les doy las gracias y me despido. Los miro alinearse muy
correctos, en el quicio de la puerta, como figuras de juguete.
Comienzo a caminar.
La carretera se interna hacia el norte, infinita. A lo
lejos, como un minúsculo milagro, el limo del horizonte. A mis espaldas la
empolvada conversa a chiflidos con los canarios. La otra, ensimismada, los ojos
vacíos en el cielo, como los aburridos de las despedidas, en los muelles. Del
hombre, después de un trecho, sólo le vislumbro las abultadas carnes.
V
Camino por la carretera. El asfalto ya no arde. El sol
hundido, lentamente, en el horizonte. Mientras cae dispersa su última
lumbre. Después de un rato pierdo la noción del tiempo. Los minutos se
desgranan; los segundos. A veces suenan los insectos. A veces, esculpidos en el
silencio, se presienten. Busco una señal del pueblo, algún anuncio. En poco
tiempo oscurecerá. Pronto la luna, su redonda cabeza, sus locas bocanadas.
Entonces la carretera apagará su fuego y ya no habrá hervor en las piedras, ni
en el aire. Miro a la izquierda, junto a un poste, un perro muerto, medio
devorado por el tiempo; amarillo, como en el sueño. Sigo caminado. A lo lejos
se vislumbra una construcción. Tengo esperanza. Tal vez sea el primer indicio
del pueblo. Como la luna, en mi cuerpo, las locas bocanadas. En mi corazón
también. Camino más rápido. Casi corro. El alboroto en los nervios. Como si
renovados bríos estuvieran en ellos. Me detengo. Llevo las manos al cielo.
Frente a mí, a corta distancia, una casa desolada. En el patio, adormecidos,
los canarios. Una luz se prende.
***
*Alejandro Badillo (México DF, 1977) es narrador, ha publicado tres libros
de cuentos: Ella sigue dormida (Fondo Editorial Tierra Adentro/Conaculta),
Tolvaneras (Secretaría de Cultura de Puebla) y Vidas volátiles (Universidad
Autónoma de Puebla). Es colaborador habitual de la revista Crítica. En el 2007
y 2010 fue becario del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes. Textos suyos
han aparecido en revistas como Punto en línea de la UNAM, Letralia.com, Tierra
Adentro, Luvina de la Universidad de Guadalajara, entre otras. Su trabajo ha
formado parte de las antologías De Párvulas bocas (Universidad Autónoma de
Puebla, 2005), Piezas cambiantes. Escritores en Puebla frente al siglo XXI
(Secretaría de Cultura de Puebla, 2010). Actualmente es coordinador del Taller
de Creación Literaria en la Universidad Iberoamericana-Puebla y es autor de la
columna de reseñas literarias “El increíble devorador de libros” que se publica
todos los viernes en el portal informativo www.ladobe.com.mx.
*Fuente: http://www.ila-magazine.com/www.ila-magazine.com/spanish/Artikelen/2012/2/13_Rito_de_paso.html
“Tolvaneras” puede adquirirse en
el sitio http://cuadrivio.com/Narrativa/narrativa-tolvaneras.html#autor
Patagónica*
*Por Antonio Dal Masetto.
Después de horas de andar hacia el sur por la extensión patagónica que no tiene fin dejé la camioneta y me aparté del camino de tierra y me asomé al acantilado y allá al fondo estaban esos oscuros y misteriosos animales que aman el mar y se abandonan sobre la arena a recibir el sol. A mis espaldas
tenía el desierto, hacia adelante el océano. Desierto y océano prolongados uno en el otro, anudados, barridos por el viento que nunca cesa. ¿Qué dioses habitan esas vastedades? ¿Son dioses que están buscando todavía sus formas o se resisten siempre a la forma? ¿Qué poder ejercen sobre los viajeros? ¿Qué poder sobre mí? Permanecí ahí, vaciado de ideas, bajo un cielo pálido, cruzado por masas aisladas de nubes que se desplazaban rápidas de Sur a Norte. Yo esperaba. El viento insistía sobre mi espalda y sentía cómo pretendía moldearme y unificarme con todo lo que me rodeaba, un accidente más, piedra o arbusto, una cosa rota arrojada a la frontera ilusoria entre la tierra y el agua. Mi nombre, mi voluntad y también mi historia se disolvían. Ahí, en la prepotencia y la indiferencia de los elementos, ante el misterio y la desmesura, yo me liberaba de compromisos y esperanzas, no era nada ni nadie, no pertenecía a nada ni a nadie. ¿Era ése el poder de aquellos lugares: esa invitación, ese llamado al desprendimiento y a la renuncia? Después, repentino, hubo un cambio de luz. Por unos segundos un gran resplandor iluminó una franja de mar y me cegó. Bajé la mirada y descubrí, a centímetros de mis pies, protegido en una cavidad formada por la erosión del terreno, un manchón de musgo de un verde intenso. Aquel verde se oponía a la sequedad que lo rodeaba, era un pequeño milagro en la aridez general. Desde ahí una voz comenzó a hablarme. La voz se obstinaba en señalarme que aquél no era sino un lugar de tránsito, una estación de la que habría que partir en algún momento. Me recordaba que debería regresar a las caras que quería y detestaba, a los incentivos y las desilusiones de cada día. En fin, el mundo de siempre. Y entonces percibía cómo poco a poco crecía el impulso de darle la espalda al mar y al desierto y a la invitación a la entrega. Sin embargo, minutos después giraba la cabeza a derecha e izquierda para abarcar el espacio sin límites, buscaba allá abajo los animales quietos y sentía que era en esa dirección donde debía partir, que era hacia ellos donde debía ir. Y luego de nuevo volvía el reclamo de aquella mancha verde y a continuación otra vez la tentación del vacío, y así pasaba de una propuesta a otra, de un arrebato a otro, del platillo de una balanza al otro, entregado, rescatado, entregado, rescatado, y en el sí y el no de cada instante ambos platillos pujaban por quebrar el equilibrio. Y bajo el cielo que comenzaba a ensombrecerse, en el viento que soplaba cada vez con más fuerza, era como en esos sueños en que algo está a punto de resolverse y nunca se resuelve. Igual que en los sueños, también en lo alto de aquel acantilado hubiese sido inútil intentar gritar.
*Por Antonio Dal Masetto.
Después de horas de andar hacia el sur por la extensión patagónica que no tiene fin dejé la camioneta y me aparté del camino de tierra y me asomé al acantilado y allá al fondo estaban esos oscuros y misteriosos animales que aman el mar y se abandonan sobre la arena a recibir el sol. A mis espaldas
tenía el desierto, hacia adelante el océano. Desierto y océano prolongados uno en el otro, anudados, barridos por el viento que nunca cesa. ¿Qué dioses habitan esas vastedades? ¿Son dioses que están buscando todavía sus formas o se resisten siempre a la forma? ¿Qué poder ejercen sobre los viajeros? ¿Qué poder sobre mí? Permanecí ahí, vaciado de ideas, bajo un cielo pálido, cruzado por masas aisladas de nubes que se desplazaban rápidas de Sur a Norte. Yo esperaba. El viento insistía sobre mi espalda y sentía cómo pretendía moldearme y unificarme con todo lo que me rodeaba, un accidente más, piedra o arbusto, una cosa rota arrojada a la frontera ilusoria entre la tierra y el agua. Mi nombre, mi voluntad y también mi historia se disolvían. Ahí, en la prepotencia y la indiferencia de los elementos, ante el misterio y la desmesura, yo me liberaba de compromisos y esperanzas, no era nada ni nadie, no pertenecía a nada ni a nadie. ¿Era ése el poder de aquellos lugares: esa invitación, ese llamado al desprendimiento y a la renuncia? Después, repentino, hubo un cambio de luz. Por unos segundos un gran resplandor iluminó una franja de mar y me cegó. Bajé la mirada y descubrí, a centímetros de mis pies, protegido en una cavidad formada por la erosión del terreno, un manchón de musgo de un verde intenso. Aquel verde se oponía a la sequedad que lo rodeaba, era un pequeño milagro en la aridez general. Desde ahí una voz comenzó a hablarme. La voz se obstinaba en señalarme que aquél no era sino un lugar de tránsito, una estación de la que habría que partir en algún momento. Me recordaba que debería regresar a las caras que quería y detestaba, a los incentivos y las desilusiones de cada día. En fin, el mundo de siempre. Y entonces percibía cómo poco a poco crecía el impulso de darle la espalda al mar y al desierto y a la invitación a la entrega. Sin embargo, minutos después giraba la cabeza a derecha e izquierda para abarcar el espacio sin límites, buscaba allá abajo los animales quietos y sentía que era en esa dirección donde debía partir, que era hacia ellos donde debía ir. Y luego de nuevo volvía el reclamo de aquella mancha verde y a continuación otra vez la tentación del vacío, y así pasaba de una propuesta a otra, de un arrebato a otro, del platillo de una balanza al otro, entregado, rescatado, entregado, rescatado, y en el sí y el no de cada instante ambos platillos pujaban por quebrar el equilibrio. Y bajo el cielo que comenzaba a ensombrecerse, en el viento que soplaba cada vez con más fuerza, era como en esos sueños en que algo está a punto de resolverse y nunca se resuelve. Igual que en los sueños, también en lo alto de aquel acantilado hubiese sido inútil intentar gritar.
TERRITORIO DE
LAS PEQUEÑAS COSAS*
Buen día. ¿Como
estás? ¿Has tenido un buen día?
¿Cómo está tu
familia? ¿La canción, el lamento?
¿Qué te dice el
territorio de las pequeñas cosas?
¿La plancha, la
mesa, la taza con café?
¿La alegría
descansa esperando en tu silla?
¿Cómo ensamblas
el corazón y las palabras?
¿Has
descubierto el sortilegio del pan, el canto de las letras?
¿Puedes
entender que la vida da pequeñas treguas?
¿Qué mar no se detiene,
ni el carrusel ni los planetas?
Llevamos un
blanco infalible en el pecho
Un blanco color
escarapela y allí apuntan, certeramente.
Pero hay un
exorcismo de hierbas.
Podemos sembrar
peces, trenes, veleros.
El beso
aguarda, como aguarda el valle de tu lámpara clara.
No importa la
cosecha, si, la siembra
Espera en los
andenes.
El tren que ha
de llegar puede ser el último... o el primero.
El primero.
Amor de viento, reloj, fatigado viajero. Niño.
*
Se desnudan. Ella apoya su
espalda contra el respaldo de la cama. Abre sus piernas.
Deja sus piernas dobladas, las rodillas quedan como una cima curva y perfecta. Un haz de luz que se filtra por los postigos entornados les da un aspecto irreal. Son la superficie de un planeta mágico.
Ella Desnuda. Con sus piernas abiertas y el sexo expuesto, recibe al hombre.
El hombre apoya su espalda en los pezones que chispean a la altura de los pulmones.
Ella lo contiene en sillón de mullida ternura humana. Abre un libro, recorre en silencio las páginas.
Cada vuelta de hoja genera una brisa o un huracán en la piel.
Él se concentra en la respiración. Los pulmones son una caja perfecta de resonancia. Siente al latido del corazón de ella como doble latido del propio corazón.
Ella comienza a leer.
Deja sus piernas dobladas, las rodillas quedan como una cima curva y perfecta. Un haz de luz que se filtra por los postigos entornados les da un aspecto irreal. Son la superficie de un planeta mágico.
Ella Desnuda. Con sus piernas abiertas y el sexo expuesto, recibe al hombre.
El hombre apoya su espalda en los pezones que chispean a la altura de los pulmones.
Ella lo contiene en sillón de mullida ternura humana. Abre un libro, recorre en silencio las páginas.
Cada vuelta de hoja genera una brisa o un huracán en la piel.
Él se concentra en la respiración. Los pulmones son una caja perfecta de resonancia. Siente al latido del corazón de ella como doble latido del propio corazón.
Ella comienza a leer.
Su voz se eleva en catedrales.
En su voz que eleva en
catedrales hay un eco de otra voz dormida.
El hombre cierra los ojos. No esta del todo allí.
Hay una niña que canta en latín. Cuando su voz vuela, se despega del coro y los fieles se giran, dejan de ver hacia el pulpito y buscan el origen a ese desgarro del aire que llega a los oídos.
Afuera, probablemente esta nevando, el reloj de la iglesia esta congelado como en una postal sepia a las 10 y 5 minutos de una mañana de domingo. Los tejados rojos cubiertos en algodones de nieve. El río D'Orba hace espuma al chocar contra los pilotes del puente de hierro y madera, y más allá el horizonte se eleva como en una visión de piernas que culminan en cimas nevadas de luz matinal.
El hombre cierra los ojos. No esta del todo allí.
Hay una niña que canta en latín. Cuando su voz vuela, se despega del coro y los fieles se giran, dejan de ver hacia el pulpito y buscan el origen a ese desgarro del aire que llega a los oídos.
Afuera, probablemente esta nevando, el reloj de la iglesia esta congelado como en una postal sepia a las 10 y 5 minutos de una mañana de domingo. Los tejados rojos cubiertos en algodones de nieve. El río D'Orba hace espuma al chocar contra los pilotes del puente de hierro y madera, y más allá el horizonte se eleva como en una visión de piernas que culminan en cimas nevadas de luz matinal.
El hombre, que se elevo lejos lejos para recuperar el canto de su abuela, ahora vuelve para sentir un cielopiel al presente de sus manos.
Hasta Los
Dientes*
Uno no puede,
siempre,
andar gritando
al mundo a voz en cuello
todo lo que te
quiere.
Uno no puede,
a veces,
olvidar el
idioma en que la vida
anda
sacrificando mariposas
bajo nuestras
promesas de Septiembre.
Por eso son
forzosos los crepúsculos,
cuando el cielo
en silencio nos desteje
sus ovillos de
noche estremecida
por un filo
acechante de jazmines
y rosales
silvestres.
Por eso son
vitales las caricias,
la risa al
viento,
el beso que
sucede
y nos exilia de
la hipocresía,
de los negros
olvidos,
de la lluvia
con que el odio
desnuda la intemperie…
y nos enciende
huecos de panales
y nos amarra al
borde de la luna
como gaviotas a
lejanos muelles.
Por eso,
en ocasiones,
suelen ser
perentorias las miradas
que escrutan la
tibieza de las pieles.
Esas que acaso
trenzan la ternura
en la semilla
pura de tu vientre
para ejercer el
cielo o el abismo,
las del reloj
de sangre,
las que
engendran
la magia
prodigiosa de los duendes.
Por eso,
¿de qué sirven
las palabras?
¿no es hermoso
ir armados de
amor hasta los dientes,
sin más desvelo
que morder la sombra
en la hondura
ritual de tu relieve?
sabiendo que a
pesar de todo esto,
uno nunca ha
podido,
uno no puede
andar gritando
al mundo
a voz en cuello
todo lo que te
quiere.
*De NORMA SEGADES-MANIAS.
- Santa Fe-
Argentina
*
te quería estar
donde la mirada
se convida risa
absurdamente
allí
lejos de la
muerte.
https://www.facebook.com/alejalma
La Pintura de Julio Ovejero (*)
Nacido en San Miguel, provincia de Buenos Aires, aunque desde muy pequeño vivió en Mendoza. En la Escuela Superior de Bellas Artes de la ciudad de Mendoza, Argentina, la antigua Academia Provincial de Bellas Artes, inicia su formación artística.
Andrés Cáceres, escritor y crítico de arte manifestó en una nota en la sección cultural del periódico Los Andes de Mendoza: “Si algo caracteriza a Ovejero es la elegancia, el buen gusto, cierta temperancia en el cromatismo y un ordenamiento de luces y poses nunca del todo realista, pero sin elementos gratuitos. La fantasía, lo irreal o lo onírico siempre están en función del contenido y por sobre toda otra consideración, están la plasticidad y el efecto visual del conjunto”.
Ovejero establece un equilibrio entre la expresión, la fuerte necesidad de expresarse y la posibilidad de plasmarla en forma accesible. No le interesa proponer incógnitas sino ofrecer un retazo de vida urbana, reconocible, aleccionadora y que sea, por sobre todo, otra consideración, arte genuino.
Ovejero vive en Madrid desde 1977. Su despedida, entonces, fue una primera exposición individual en la sala "Goya" de Cultura Hispánica. Anteriormente, había expuesto en forma colectiva con el "Grupo Plástico Numen", tanto en Mendoza como en Buenos Aires, Viña del Mar y Río de Janeiro y Estados Unidos. En 1986 presentó una muestra en la desaparecida galería "La Brocha", Mendoza.
Sus muestras se multiplicaron y viajaron por toda España, Francia, Italia, Alemania, Japón, Estados Unidos, Venezuela, Colombia, Brasil y Cuba. A los premios que tenía en Mendoza se sumaron otros de carácter internacional y comentarios importantes de críticos europeos
"Ovejero resuelve con el mismo talento lo figurativo y lo abstracto y consigue que el lenguaje plástico sea elocuente y valga por sí mismo, más allá de la anécdota, que no falta y funciona secundariamente. Sus cuadros son de la más alta calidad y ofrecen una poesía lírica con leve tensión dramática en un caso y en otro, sensualidad y musicalidad. En conjunto se aprecia una sólida materia, tal como ocurre cuando la composición está elaborada con seriedad y capacidad y los rasgos, como en este caso, poseen la soltura gestual de la mano hábil guiada por una luminosa intuición”.
"Si a ello agregamos la limpieza del color, la sobriedad de los contrastes y las delicadezas de tonos, semitonos degradée y transparencias, cabe concluir que Ovejero, además de un notable pintor, es un artista pleno, que trabaja con decidido amor por lo que hace".
De sus cuadros exhibidos en Madrid a mediados de 2004, escribió en la revista especializada 'El Punto de las Artes', Leticia Martín Ruiz: "La unión de Ovejero con la cultura hispánica ha quedado patente en multitud de muestras realizadas desde el final de los años setenta y los ochenta en nuestro país. Un artista, que ha vivido y trabajando con su corazón dividido entre dos mundos y dos culturas, que nunca ha olvidado de dónde viene y que no pone límites a su posible futura meta".
Así como tuvo una época abstracta, pero siempre a partir de la realidad, de modo que cada cuadro podía asimilarse al paisaje, a la figura, a las edificaciones, a objetos o a espacios inexplorados, nunca sintió que lo figurativo y lo abstracto fueran opuestos excluyentes, dogmas inequívocos de credos divergentes.
No hubo un regreso a la figuración porque nunca la dejó definitivamente, pero aprendió muy bien las lecciones del expresionismo abstracto y basta un repaso de lo producido de entonces a la fecha para apreciar la diversidad de técnicas, el ajuste cromático, la convicción narrativa, la riqueza expresiva y la misma impronta cualitativa de su estilo.
Ni misticismo ni rebeldía, sino un disfrute y una alegría de vivir, con ornamentos que complementan una narración inquietante, que convoca, a la vez, al misterio y a la nostalgia.
Optimista jovial, observador crítico y perspicaz, Ovejero nos deleita, últimamente, con la poesía elegíaca del tango, su extrañamiento, su impulso vital, su sensualidad arrebatadora y esa imponderable sensación de tener el alma suspendida cuando suena la música inefable de Buenos Aires.
En una de sus últimas muestras en Madrid (2011) en Galería Orfila, el escritor y crítico de arte, Antonio Leyva, dijo de la obra de Ovejero: “La incertidumbre, la simulación, lo reprobable que debe ser ocultado, lo que degrada o corrompe o ridiculiza o enternece -convicciones, creencias, afinidades – son los componentes perturbadores de la pintura de J.C.O. La capacidad del color para expresar estados de ánimo, para vitalizar la materia inerte, para sustanciar lo que es sólo estética por dogmática definición, mediante la proyección sobre esa estética de las conturbaciones y desasosiegos que acompaña al ser humano”. ”….La elocuencia plástica de su lenguaje pareciera provenir de los hallazgos del expresionismo abstracto en el que por algún tiempo militó, si bien pronto lo dramáticamente tensional, impregnado de incitaciones sensuales, en ocasiones resuelto mediante planos-secuencia que sirven a lo narrativo del conjunto, se impondrán al optimismo atildado y falsamente progresista, impostor y convencional, que trata de insensibilizar hasta la piel que envuelve nuestro esqueleto”.
***
INVENTREN
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