*Obra de Claudia
Marting.
Rosario.
Argentina.
A contraluz*
Desde la
memoria miro la vida
a contraluz.
Aquellas
emociones residentes
de una zona
oscura,
tamizadas por
el tiempo lograron
la suave piedad
de los silencios.
Puedo tomar el
pasado
y observarlo en
su reverso
entre mis
manos.
Un negativo
donde lo inverso
se descubre
para entender
que la vida
puede ser eso.
De las sombras
que fueron
se desprende
una fatiga dócil,
suave luz
domesticada
que le pide a
mi presente
una nueva
mirada.
Obedezco
para
reconciliarme
con mis
antiguos habitantes…
Necesito la
absolución de mis recuerdos.
Oficio mi
propia ceremonia
y alzando la
vida –como un cáliz-
comulgo lo que
fue, y lo que es
a contraluz
LA FRÁGIL BREVEDAD DE TODO…
Viejo
cementerio*
En el viejo
cementerio de
Old Brompton,
de antiguas
lápidas
carcomidas
por los soles y
las lluvias,
algunas
dibujadas
sin prisa por
el moho,
se extiende
un camino por
donde
los caminantes
apaciguan su
momento
entre los
árboles,
mientras los
pájaros chistan
y revolotean
ocultos en lo
alto de las
copas.
Todo está
dicho, pareciera,
en el paisaje,
donde una parte
oscura y
presentida
yace más allá
del tiempo
y de los aires,
en tanto el sol
ilumina
débilmente
la frágil
brevedad de todo
lo que respira,
puja, arde, y
olvida.
-Del poemario Dos
cigarrillos para Eliot;
Londres, mayo
de 2013 y mayo de 2014.
Una historia
para Antoine*
No siempre fue
todo tan simple como ahora, hubo momentos de fiebre y de vértigo, pero esta
pequeña playa, las rocas y la cueva que me enuncia su ojo cíclope desde el
acantilado no generan los suficientes eventos como para pensar que los días
siguientes pueden ser diferentes al de ayer o a la calma que reina en este
mediodía. Salvo las tormentas, pero ese es un prodigio horroroso en el cual hoy
no quiero pensar y que escapaba a mis fuerzas, son designios de un dios
iracundo y desconocido. Estoy sentado en una pequeña playa de arena blanca,
rocas blancas también se elevan hacia un cielo azul limpísimo. Es ese cielo el
que miro con interés, escudriñando, sonsacándole quizás uno o dos secretos, un
cielo, por ahora, vacío y solo mío. El sol casi en la vertical de mi posición,
emite su bostezo cálido sobre la isla y sobre el mar.
Antoine despega
del aeropuerto del Borgo, en la bella isla de Córcega, convertida en bastión de
los Aliados contra las fuerzas alemanas en Italia. Despega temprano, un
asistente le ayuda a colocarse el traje para grandes altitudes, sus miembros
acusan la fatiga de los años y los accidentes. Comprobado el uso del
laringófono, chequeados los instrumentos, Antoine se lanza a los cielos del
Mediterráneo, al poco tiempo ya sobrevuela la costa francesa, territorio que
conoce como la palma de su mano. La hora del regreso está programada para las
12:35, es el tiempo máximo que el combustible de los tanques le otorga, ni un
minuto más.
En el profundo
desierto africano, frente a hogueras de hombres con ojos relucientes, he dicho:
que somos dioses imperfectos, de suave carne y que buscamos crear un hombre
perfecto con la vieja arcilla y llamarlo dios. He dicho que somos profetas
locos, en agónica cordura y que lloramos porque hemos perdido jugando con el
viento el color de la lluvia. Pero los hombres del desierto me entregaban su
mirada distante, su realismo perpetuo, el Sahara era un grito de arena y sed,
nada sabían de las tonalidades del barro o del color del agua, si conocían al
viento por su nombre, el Simún, el de venenoso aliento. He dicho también, que
somos sueños de un duende ciego y perverso llamado historia, llamado grito,
pero el día siguiente es el hoy que ayer, será mañana y que ahora ya es pasado,
es el olvido, es la clepsidra ambiciosa del tiempo. He deambulado estas
palabras más tiempo del que debiera y han producido llagas en mi boca y en mis
sueños. Mis labios se posaron un día sobre un pliegue del tiempo y camine mil
libros hasta comprender la levedad de los sueños del hombre.
Antoine confía
en su avión, ha aprendido a escucharlo y a valorarlo, sabe que no lleva armas,
solo está provisto de cámaras, agudos ojos de vidrio que contemplaran las cotas
y los terrenos solicitados por el Comandante. La carencia de armamento aligera
su nave, lo hace grácil y rápido. El Lightning es un buen producto de la
americana Lockheed, y al igual que el mismo Antoine, es un veterano ya en ese
verano del ’44 y el aluminio del fuselaje tiene ya su castigo. Antoine
sobrevuela los Alpes en las cercanías de Grenoble y corrige su rumbo y sus
objetivos sobre la Francia ocupada.
No sé qué hago
aquí. Identifico vagamente una morfología de isla mediterránea y recuerdo, de
una manera culpable, que me han ayudado a ponerme el traje de piloto. De pronto
me doy cuenta que estoy mirando mis manos, y que estas también son
instrumentos, como los de tantas máquinas que he manipulado. Siempre he tenido
facilidad y habilidad para la mecánica. Mis dedos siempre han graduado diales y
palancas, y estos a su vez también son los diales y palancas de mi cuerpo, son los
aparejos de mi sangre, las poleas de mi temperamento. Tengo frente a mi unos
endebles instrumentos de cuarenta y cuatro años, compuestos de carne, tendones
y huesos, tan perfectos que hasta les desconozco algunas funciones, como la de
cortarme levemente al afeitarme o al mal peinar mi corto pelo encanecido. No
dudo del gobierno de mis miembros, desconfío si, del chasis que los contiene, y
del mecanismo que los alimenta.
Sobre la Bahía
de Carqueiranne cerca de Tolón, Antoine reduce gases y pierde altitud, deja
atrás las estelas dobles, las babas del diablo que persiguen los artilleros
alemanes. Debería seguir por sobre los 10000 metros, pero Antoine decide
descender, recuerda por un momento el vuelo aquel sobre Turín, también por
debajo de las cotas de reconocimiento, en vuelo de regreso, cuando dos aparatos
alemanes lo centraron entre sus líneas de fuego. Sorprendidos tal vez por lo
errático del vuelo de Antoine no disparan. Antoine enajenado, continúa, sonríe,
los observa marcharse por el espejo retrovisor.
No he sido un
piloto – Me lo digo a mi mismo – Sino más bien, un administrativo, fatigando
palabras sobre órdenes y papeles con membretes. Me he pasado estos últimos años
escribiendo informes. Informes para el Comandante, informes para el Estado Mayor,
informes sobre el Observador e informes sobre el Ametrallador. Podría llenar un
hangar de archivadores repletos, una inmensa biblioteca de términos técnicos y
ambiciosos, podría cubrir las alas de todos los aviones de Francia con los
informes de suministros. He redactado con letra temblorosa por las vibraciones
del timón de cola: memos, planillas de repuestos, listados de cojinetes,
verificaciones de cubos de hélices, niveles de aceites, cintas de municiones,
carretes de fotografía. He dictado partes, “meteos”, estadísticas que mal
empleó el régimen de Vichy, detalladas cartografías que, si entendieron los
generales aliados. También he redactado disculpas, quejas, cartas a viudas, a
amantes y a amigos maravillosos que he perdido en el tiempo.
Antoine imaginó
una rosa, amo una rosa, habló con una rosa. Trató de entenderla como se
entienden los mandos de un avión, tironeando primero, tomando posesión después.
Tarde comprendió que no se puede atesorar la rosa en una caja de cristal, sin
marchitarse, sin perder su esencia de rosa, como tampoco un avión puede volar
eternamente aprisionado en un firmamento acotado por la guerra. Se acaban los
rollos de fotografía, se acaban las municiones, se termina el combustible y se
termina el tiempo. El tiempo de la rosa también marchita, su ciclo se hace
áspero, luego se asfixia, y finalmente muere.
Será hoy, por
la tarde, en horas del calor soportable, cuando nos encontremos en el sitio
acostumbrado, en la mesa de siempre, aquí en Buenos Aires. Será hoy cuando tú
me mires y sin palabras reclames los besos que te adeuda mi persona, los besos
invariablemente tuyos. Seguro vacilas entre contarme tus experiencias del día o
aprovecharte de mis silencios para robar la tibieza de mis labios, una
complicidad que me gusta sobremanera. Aprenderé contigo que la paciencia es la
mejor moneda para no precipitarnos en un mar de arena y que nuestras manos son
espejos de olas que acarician playas somnolientas. Recordare que tu misterio de
mujer me envuelve siempre, como la noche que me rodea durante mis nocturnos
vuelos y supera todos mis sentidos, y que mis explicaciones para tu asombro de
sonreír sin motivo son menos valederas que mi osadía de comprenderte. Recuerdo
siempre el “Sí” que me diste en pleno giro, en pleno rizo, por eso Sudamérica
es para mí tan entrañable. Cumpliré con prontitud mi promesa de un abrazo
protector y las miradas encendidas sobre tu piel, llevo siempre conmigo la
pulsera de plata con nuestros nombres grabados, nunca me separaría de ella,
nunca. Entonces, será hoy, en este mediodía, en la hora de la agonía plácida de
los elementos, cuando alce mis ojos frente a tu recuerdo y brinde por ti. Será
hoy cuando tú me asombres con un nuevo dilema y las preguntas queden sin
responder y yo solo piense en un beso o una rosa.
Antoine
sobrevuela una costa conocida, podría para sus habitados recuerdos igualarse a
la de Túnez, a la de Trelew en la Patagonia Argentina o el litoral de Saigón,
pero es la costa de Marsella, y frente a él ahora, el Archipiélago de Frioul.
Continúa descendiendo, debajo de los 1000 metros, a los lejos alcanza a divisar
espolón rocoso que es el Castillo de If, la isla prisión que Dumas cerró en
torno a su Edmundo Dantes y donde recaló el malogrado Rinoceronte de Durero.
Antoine vuela más bajo aún, el día es tan maravilloso ¿Cómo no aprovecharlo?
Frente a él una isla, una ensenada pequeña entre promontorios blancos, Riou.
Miro
instintivamente hacia la cueva y me parece ver un niño de pie en la entrada
desdibujada, un pequeño rey de oro con una capa azul. Sé que a este personaje
yo lo he soñado anteriormente, lo soñé en el ´42 en Manhattan o en Long Island
y lo soñé también cuando era yo un niño, me invade una pesada melancolía, un
leve dolor en el pecho, como si los correajes del traje me apretaran demasiado
y me tironearan hacia atrás, y también el recuerdo de otros niños jugando a la
par mía en un lugar llamado Lyon, que se me antoja muy distante. Parpadeo, como
para despertar de un sueño y el pequeño príncipe desaparece como un cometa en
el cielo, he quedado ahora, inmensamente solo. Recorro el horizonte y veo un
punto que se acerca desde una isla lejana. Mi mirada acostumbrada a identificar
objetivos me dice que es un bimotor americano, volando muy bajo, a pesar de la
distancia lo escucho muy fuerte y diviso su cabina brillando al sol, destellos
de plata sobre el horizonte. Desciende aún más y distingo los emblemas de mi
Francia en las puntas de sus alas. De pronto veo dos pájaros negros descolgarse
desde el sol, cazas alemanes en picado, y yo he quedado paralizado, no puedo
advertirle, no puedo gritar. Escucho entre la cacofonía de los motores el
ametrallamiento al que es sometido el francés y de golpe los disparos cesan,
algo milagroso ha ocurrido, lo intuyo, quizás el imposible de que se atascaran
a un tiempo todas las ametralladoras. Los alemanes lo persiguen por un momento
y retornan hacia la costa. El avión del francés no ha sido alcanzado por los
disparos, sin embargo cae, cae y yo no puedo gritarle.
Es 31 de julio
de 1944, Antoine lo lleva anotado en la pizarra que apoya en su muslo y que
está unida a su chaqueta de vuelo. El Lightning ronronea quedamente mientras
Antoine estira los músculos cansados del cuello. Mira el reloj en su muñeca, su
viejo compañero, sabe que es hora ya de volver a Córcega, pero hoy no, quizás
vuele un poco más. En la costa que ya avizora ve la pequeña silueta de un
hombre sentado, envidia su aparente tranquilidad, envidia la pequeña y
solitaria playa, desearía ser dueño de una isla así. Empuja, aleja los mandos
de su cuerpo, estira los brazos, los hombros se distienden aliviados. Antoine
escucha un tableteo sobre las alas, no se preocupa, los motores siguen bien.
Siente una tranquilidad que le gana los miembros y se deja caer, mira el mar,
el bello mar y sonríe, como aquella vez.
Muchas veces he
dicho, que somos fuego en el horizonte, como el sol del verano, somos llama
solitaria y carente de sonidos. Construimos refugios bajo el sol porque no
podemos habitar en él ni caminar suavemente en el rojo de su aurora. Soñamos
con cometas, planetas distantes, pero ignoramos que cada persona es un
planetoide particular, algunos poblados de una única rosa, otros surcados por
profundas raíces de baobabs. Y he dicho que somos esclavos del pensamiento, del
dolor, simplemente caminar por el desierto bajo otro sol y acariciar la arena
con manos desnudas, es volar, volar sin alas y caer, precipitarse a la realidad
y lastimarse mucho, como nosotros, como tú y yo, como verdaderos dioses
olvidados sobre el horizonte.
Hora*
Racimos de
flores rosadas sobre
las rejas
del viejo
ministerio, que lucen
como pinceladas
en medio de lo
abierto y de lo
gris.
A esta hora,
todo se aquieta en
estas calles
donde otrora
Churchill anduvo
por los bordes
calientes en
medio del oscuro
tronar
de la
Luftwaffe. Hace sólo un
momento
un hombre
pensativo contra la
vidriera,
y con su rubia
cerveza, miraba
hacia la calle…
bajo un halo de
soledad, que es
semejante en
todos lados.
Todo parece
aquietarse a esta
hora
extraña en
estas calles anchas,
que quedan
flotando así, como
del tiempo.
-Del poemario Dos
cigarrillos para Eliot;
Londres, mayo
de 2013 y mayo de 2014.
*
si después de
Auschwitz fue posible la poesía
si después de
La Cacha es posible la poesía
entonces el
Horror de los horrorosos
aunque racional
y obediente
no asesinará
jamás las utopías.
si
una
sola
mujer
un
solo
hombre
se
mantienen
en
pie
habrá la
poesía/
TIEMPOS*
Hay un tiempo
monocorde, un tiempo único que se mide en años, en décadas, en números escritos
en papel o en las pizarras, el mismo número para los millones de almas. Está el
número que empieza en dos mil para los católicos, en cinco mil para los judíos,
en no sé cuántos para los chinos, y así en cada cultura, en cada continente,
diferentes pero los mismos, fecha de coincidir en otoños y en la moda, y en las
opiniones que se usan o no como el largo del cabello, los tatuajes o el corte
de los vestidos.
Es un número no
negociable, se impone desde el encabezado de los periódicos y nos acecha en el
margen inferior de las pantallas. El año en curso. Año lectivo, año litúrgico,
lo que sea, pero el mismo para cada uno en cada morada y bajo sol o estrellas.
Después de ese
tiempo general e impuesto que sufren los ancianos y los durazneros, a su lado o
por debajo, no lo sé, hay un tiempo otro que se mide en el lugar que vamos
ocupando en una cadena insoslayable.
Hijos primero,
y hermanos, nuestras charlas y opiniones, nuestros enojos y temores se
encadenarán fatalmente a la familia primordial. Pasaremos por el noviazgo, de
pronto las conversaciones y la inclinación de las balanzas vendrá por esos
extraños que modifican los afectos y las angustias. Embarazos, casamientos,
nacimientos. Los temas se superponen pero giran sobre el eje de una familia
nueva y más íntima, las responsabilidades y los nuevos problemas. Fiestas de
cumpleaños, ¿Y el trabajo, qué tal?, vacaciones con sombrilla y bolsos
monumentales.
Los chicos van
creciendo, problemas y ya sabemos, niños pequeños problemas pequeños, niños
grandes… Están de novios los chicos. Suegra, suegro, imposible que yo sea
suegro de alguien si apenas ayer le compraba la leche chocolatada, los lápices
de colores con olor a madera. Pero los chicos están de novios. ¿Y el trabajo,
qué tal?
Los padres
envejecen, de pronto hay que hacerse cargo de los padres, no puede ser si
apenas ayer nos sostenían, eran piedras en la llanura, monumento ecuestre y
prócer y alguien inamovible. Los padres envejeciendo precipitadamente, sin
remedio. Parte médico en las reuniones, la salud de tu mamá, la próstata de tu
papá, qué van a hacer ahora que ya no se puede quedar solo. No sé, ya vamos a
ver, nadie quiere ver eso que ya vamos a ver, nadie quiere decir qué vamos a
hacer ahora que no puede quedarse solo.
Las
responsabilidades de a muchas y en sacos, en cajas y de todos los tamaños,
indudablemente pesadas. Hay que seguir adelante, aunque ya no aguanto tanto
como antes, aunque el cansancio arrecia.
Suegros de
veras ahora, abuelos. ¿Abuelos? ¡Abuelos, si apenas ayer! Increíblemente
abuelos, y empiezan o siguen los funerales. Los padres y madres, pero antes los
padres sobre todo van cayendo como manzanas maduras.
Abuelos,
huérfanos y abuelos ¿Y el trabajo qué… ah, ya a punto de jubilarte? Y ahora
entonces cómo llenar el tiempo. Nietos, claro.
De la salud y
la alegría y el futuro limpio pasamos a tener el cuaderno borroneado de
enfermedades y defunciones. Los hijos que tienen canas, papá, tu suegra, y cómo
estás vos de la próstata, y tengo que ir mañana al oftalmólogo y pasado tengo
turno con el cardiólogo. Y la sal ya no y lo frito ya te conté. Los turrones
duros no por los dientes.
Las
enfermedades de los chicos y los padres y los tíos. Y ahora las nuestras, y
nuestra propia caída en los vacíos espacios que dejan los que se van marchando,
y de a poco nuestras propias muertes.
A tiempo del tiempo
ese general e indiferente, nuestros tiempos pequeños que anotan con nuditos en
una cuerda modesta las aflicciones y ganancias de un libro modesto. Llegadas y
partidas, la declinación de las mentes y el cuerpo que se vence.
La muerte de
los mayores, la muerte de los queridos maestros y de los cantantes admirados,
del trompetista aquel, de aquel actor que fue joven y hermoso (lo recuerdo).
Nuestros
tiempos que se despliegan y se gastan, que en cada hoja guardan la debida
anotación. Nuestros tiempos de vivir los capítulos por orden consecutivo y con
cierta molesta repetición de situaciones y argumentos. Nuestras propias breves
vidas.
Y de a poco,
nuestras propias muertes.
The Globe*
W.S., en
memoria
400 años borran
todo,
no siempre
a la piedra, ni
a la letra,
que a veces es
más duradera
y sólida.
Por lo demás,
el gran río
siempre estuvo
ahí, y durante
algunos meses
aciagos,
bombardeado por
las noches.
La memoria,
tantas veces
volátil, incierta,
escurridiza,
suele también
tener la opaca
firmeza
del granito.
Pero 400 años
borran
todo, hasta los
edificios que
parecían
destinados.
No así algunas
palabras,
algunas voces,
donde parece
los tiempos
respiraran.
-Del poemario Dos
cigarrillos para Eliot;
Londres, mayo
de 2013 y mayo de 2014.
He vuelto a ver
el lago*
Después de
tantos años no parece ya el mismo
aunque su forma
exacta pueda ser la de entonces
y en la isla
del centro perennes permanezcan
aquellos siete
pinos, aquellos cuatro bancos,
testigos
silenciosos de nuestra adolescencia.
He vuelto a ver
el lago. También la pasarela,
las aguas
estancadas, el césped, el paseo...
Todo igual y
distinto.
Mas nada nuevo
adorna este paisaje.
Tan solo son
mis ojos, ayer quizá inocentes,
esperanzados,
vírgenes... Hoy demasiado viejos.
¿Y VOS QUIÉN
SOS?*
"¿Y vos
quién sos?". El azoramiento de algunos se despliega en la noche con
absoluta franqueza. Otros, en cambio, tal vez para no herir la susceptibilidad
de quien acaba de saludarlos tan efusivamente, disimulan su perplejidad y
postergan su exteriorización por un rato, hasta que pueden preguntarle en
confianza a algún conocido: "Che, ¿y aquél quién es?". En uno u otro
caso, cuando surge al fin la respuesta clarificadora, el apellido o el apodo que
diluyen la incertidumbre, es el momento de la palmada en la propia frente, de
las exclamaciones jubilosas, de las risotadas de recobrada complicidad. Pero es
tanto el bullicio y tanto el movimiento, son tantos los ex alumnos de distintas
promociones que, al igual que nosotros, circulan y se encuentran, y se
reconocen (o no) a medida que van llegando a la cena, que cuando uno se está
acomodando a la respuesta recibida, enseguida florecen nuevos saludos, nuevos
abrazos y, con ellos, más asombros, ya sea por desconocimiento transitorio del
otro, o precisamente por la razón opuesta.
Reencontrarse
con los compañeros de la secundaria después de veinticinco años constituye una
experiencia que tiende a resultar conmocionante. Aún después de aclaradas las
respectivas identidades, es difícil sustraerse a cierta impresión de
irrealidad. La visión parece empeñarse en seguir desenfocada; cuesta tomar la
imagen de esos tipos calvos, gordos, canosos o de lentes que uno tiene enfrente
y ajustarla al recuerdo que uno guarda desde su adolescencia asociado a esos
mismos apodos y apellidos.
"¿Y vos
quién sos?". No es descabellada la pregunta, habiendo pasado tanto tiempo
sin saber nada del otro. Pero es incontestable. A lo sumo, uno puede ensayar
una apretada síntesis de datos que cree significativos, pero es imposible pasar
de allí. Alguien habla de la hija que está por cumplir 15 años, alguien
menciona que estuvo viviendo en el extranjero, alguien cuenta que su hijo
también viene a este colegio, alguien nombra como al pasar su lugar de trabajo,
y hay que conformarse con mirar desde la orilla esas existencias que ignoramos,
imaginarlas a partir de esos pocos indicios, sabiendo de sobra que son
insuficientes. Y es claro que esa estrechez obligada de nuestras biografías,
ese laconismo de diccionario que estamos forzados a practicar nos aleja de lo
que en verdad han sido y son nuestras vidas, pero ¿cómo resumir veinticinco
años de otro modo? No hay alternativa; menos aún siendo tantas las voces que
habría que escuchar, y el tiempo casi nulo con que contamos esta noche para
concretar tamaña empresa.
La charla
navega por canales serenos y amables: anécdotas risueñas de nuestro lejano
pasado común, historias de profesores y preceptores, intercambio de información
sobre el paradero de los compañeros que no vinieron. Nadie delatará aquí sus
íntimos naufragios, ni trazará en público el mapa minucioso de sus felicidades
cotidianas. No es ese, al fin y al cabo, el propósito de la reunión. La
realidad, entonces, sólo se cuela en las conversaciones casi por descuido,
entra en el festejo sólo a cuentagotas. De alguna manera, la cena funciona como
una burbuja a prueba de desencantos. Por una noche, el transcurrir de la vida
queda cancelado. Por una noche, estamos suspendidos en una especie de limbo
temporal donde ya no somos exactamente los que éramos (y lo sabemos) pero
tampoco quedan
expuestos en
detalle los contornos de nuestra versión actual. Por una noche, hacemos a un
lado nuestras posibles diferencias y recostamos nuestra identidad sobre aquello
que nos une -la pertenencia al colegio, el sabernos parte de la promoción '82-
felices de haber sacado del placard un perfume existencial que hacía mucho no
nos poníamos.
"¿Y vos
quién sos?". Quizás nos hayamos perdido para siempre y ya no podamos
reconocernos. No lograremos saberlo con certeza; al menos, no esta noche. Nos
iremos de aquí siendo casi extraños. Pero lo haremos pensando
tranquilizadoramente que todavía nos conocemos.
He allí la
limitación fundamental de estos reencuentros.
He allí, tal
vez, su atractivo principal.
La ventana*
Faber &
Faber
Por esta
ventana, entre
cuarteto
y cuarteto,
seguramente
el poeta
habrá buscado
en el
espacio
y en el paso de
la gente
una respuesta.
Toda ventana
abierta,
siempre
alienta. La
poesía,
algunas veces,
suele ser una
ventana,
donde
el viento llama
y deja
signos.
Además, me
digo,
ésta no es
ni será ya
cualquier
ventana.
Una ventana
alta
para airear
los versos de
Mr. Eliot
para siempre.
-Del poemario Dos
cigarrillos para Eliot;
Londres, mayo
de 2013 y mayo de 2014.
*
rozar la
ajenidad
ser a la vez
el insecto y la
orquídea
que no se
corresponden
***
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