martes, junio 17, 2014

EN LA PIEL DE LAS PALABRAS...


*Dibujo de Erika Kuhn.
 

 

 

 

 

 

La raíz de tu tristeza*

 

 

 

No sé de qué raíz envenenada

ha crecido en tu pecho la tristeza.

 

 

¿Cómo fue que germinó esa mala hierba?

¿Qué ponzoñosos elixires la nutrieron?

 

 

Dicen que se cruzó en tus calles la desdicha,

que envenenó tu sangre una ráfaga de olvido,

que ojos como serpientes estrangularon la cordura

dejando apenas una sombra en tus zapatos.

 

 

Que alguien ejecutó de golpe tu sonrisa.

 

 

¿Qué oscuros resplandores te cegaron?

¿Qué huestes de la sombra te prendieron?

 

 

Sabemos que hubo noches que te vieron

danzar bajo la luna sin disfraces

ni oropeles ni alhajas ni armaduras,

mas hoy la luna se ocultó en un rincón del universo

y tus voces nocturnas se pierden en el eco

con un deje de otoños prematuros.

 

 

Por arduos laberintos vas buscando la muerte

mas no hay un sólo manantial que te emborrache.

Tan sólo ese veneno que arraigó entre tus venas

apagando tu risa, decorando de arrugas

tu rostro y tus silencios, enterrando

de golpe entre las flores tu palabra.

 

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

EN LA PIEL DE LAS PALABRAS…

 

 

 

 

 

 

 

Yo no sabía*

 

 

 

*Por Victoria Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar

 

 

 

Hacía unos seis meses que mi hermano Federico se había ido de viaje. Mi vieja intentaba cubrir con sus versiones el vacío que había dejado. Sin embargo, a mi corta edad me daba cuenta de que no eran más que sus deseos: estaba en la costa con una chica que conoció, se fue allá porque la familia de la chica está muy bien y el padre le va a dar trabajo a Fede ¿sabes?

A mi las preguntas me rebotaban en  la cabeza ¿Por qué se fue sin saludar? ¿Cómo nunca conocimos a la chica? (que para ese entonces ya tenía nombre: Liliana) ¿Va a llamar alguna vez? ¿Va a volver?, hasta que mi viejo pegaba un grito

–Acabála de una vez, no preguntes, ¿no te das cuenta de que a tu madre le hace mal?, y mi vieja, secándose las lágrimas con el delantal, seguía haciendo lo que fuese que estaba haciendo.

Yo Necesitaba saber, el tiempo pasaba y de mi hermano ni noticias.

La verdad yo lo extrañaba horrores, Federico tenía diez años más que yo, era mi ídolo, lo sigue siendo. Todo lo que hacía o me enseñaba, para mí, era parte de un culto personal. Lo que más compartíamos era el fútbol. Los domingos a la mañana me despertaba  con un dale cabezón arriba, y nos íbamos derecho al jardín a patearnos penales hasta la hora del almuerzo. Éramos fanáticos de Boca. Íbamos a la cancha desde que teníamos edad para salir sin mamá. Era nuestra salida sagrada. La única que hacíamos los tres hombres solos. El fútbol era nuestra pasión compartida. La casa, después del viaje de mi hermano, cambió demasiado. Mis viejos estaban tristes y amargados. Yo lo atribuía a su ausencia y a cuanto lo extrañábamos los tres. Era Junio del setenta y ocho y yo tenía doce años.

Recuerdo la conmoción en la escuela. Todos hablando de fútbol sin parar, maestras y chicos. Juan Gómez era mi mejor amigo y estaba fascinado por que se venía el mundial.  Él era el más fanático del grado, el segundo era yo

─ ¿Viste como va a armar Menotti el equipo? (y ahí recitaba de memoria) Fillol, Olguín, Pasarella, Tarantini, Gallego, Kempes, Bertoni, Luque y Ortiz.

En el patio de la escuela no se hablaba de otra cosa, y en el aula tampoco. Las maestras pedían que escribiéramos narraciones y trabajos prácticos sobre el mundial y la Argentina unida  y en paz.

Yo no podía evitarlo: el mundial era una fiesta para mí también. Fiesta que se terminaba cuando cruzaba el umbral de mi casa.

Mi viejo me despertó una mañana, más precisamente la del primero de Junio, día que empezaba el Mundial. Se sentó en la cama vacía de Fede y me dijo que tenía algo muy importante que decir. Escúchame Manuel, tenés totalmente prohibido ver o hablar del mundial en esta casa ¿estamos? Su tono y su gesto tenían tal firmeza que la pregunta por el por qué no salió de mi garganta. Todo lo que me escuché decir fue, sí papá. Se levantó, los hombros caídos y el paso lento, y salió de la habitación. Entendía que estuviera triste pero ¿acaso era mi culpa? ¿Qué tenía que ver yo con que Fede se enamorara y se fuera? Lo odiaba, tanta admiración que había sentido por mi hermano se empezaba a transformar en bronca, él se había ido a la mierda y era yo el me quedaba sin mundial. ¿Cómo iba a hacer para ver y poder comentar con mis amigos los treinta y ocho partidos si no me dejaba verlos?

Los de Argentina eran los que me quitaban el sueño. Literalmente esa noche no dormí: necesitaba una excusa para poder estar en la casa de Juan al día siguiente a las siete de la tarde para ver Argentina- Hungría. No era fácil encontrar una explicación válida que mi viejo aceptara. Nunca llegué a hablar estos detalles con él. Creo que lo convenció mi vieja, él habrá elegido creer: el nene se va a quedar en lo del amiguito a hacer un trabajo para la escuela, lo invitaron a cenar y a quedarse a dormir. A cenar sí a dormir no, a la hora que terminen de comer lo busco

El partido en lo de Juan fue una experiencia rara. El padre de Gómez me produjo una extraña impresión. Me enteré esa noche que el tipo era policía. Juan nunca hablaba del padre. Si alguna vez le había preguntado a que se dedicaba evitó la respuesta. Me enteré porque lo primero que me llamó la atención fue un arma arriba de la mesa: mi papá es policía, todo lo que dijo mi amigo. El tipo conmigo era atento, intentando todo el tiempo que este cómodo: nene vení, comete algo, sentate acá, ¿así que en tu casa no ven fútbol?, y yo, gracias señor, no señor, sí señor, ¿Qué le iba a explicar? Ni yo tenía la menor idea de porque mi viejo, que había amado toda la vida el fútbol, se perdía ahora la posibilidad de ver los partidos, incluso de ir a la cancha.

Junto con el entusiasmo por el fútbol el Señor Gómez trataba muy mal a su mujer. Cosa que hasta entonces yo nunca había visto. Le gritaba todo el tiempo la tenía de sirvienta, y lo que más me llamaba la atención era que la Señora Gómez agachaba la cabeza y ni contestaba, y Juan se reía.

Por lo demás, el partido fue un éxito: dos a uno triunfo para nosotros, con goles de Luque y Bertoni. El viejo de Gómez gritaba los goles: Para ustedes, putos; ahora vengan a decir que la argentina no es una fiesta, vayan a Europa a decir que no se vive en paz acá ¡vamos carajo! y otras cosas como esa que yo escuchaba por primera vez y no entendía en lo más mínimo. A las diez de la noche mi papá me fue a buscar. Cuando subí al auto traté de disimular la alegría pero al final cuando llegamos a casa  me preguntó como la había pasado y si había salido todo bien,  incluso creo recordar que me palmeó el hombro y esbozo una sonrisa.

Durante ese mes me  las ingenié como pude. Algunos partidos no me quedó más remedio que perdérmelos. A lo de Juan no pude volver. A los pocos días del primer partido de Argentina le comenté algunas cosas a mi vieja sobre los Gómez, entre ellas que el tipo era policía, mi vieja pálida: Ahí no volvés más. Y otra vez, eso fue todo, no dijo nada más.

El gran tema era la final. Con el transcurso de los días del mes de junio la situación en casa estaba cada vez más densa. Había clima de velorio, visitas de familiares, charlas que se interrumpían cuando yo entraba, llamados telefónicos a abogados. Todo el tiempo me mandaban a mi habitación para que no escuchara lo que se hablaba. Argentina seguía ganando, la final se acercaba, y yo me quedaba sin argumentos.

La final fue el domingo veinticinco de junio, no me lo olvido más, de un plumazo armé un rompecabezas cuyas piezas habían danzado alrededor mío y yo me había negado a ver. Rogué a mi vieja que me dejara ir a lo de Juan, se mantuvo inflexible. Como era domingo mi papá no abría la ferretería y eso hacia más difícil  encontrar algún lugar con televisión o radio que no llegara a sus oídos. De afuera, de la calle, de las casas vecinas, se escuchaba puro silencio y transmisiones lejanas de periodistas deportivos que no llegaba a entender. Almorzamos en silencio nadie emitió sonido. Mis papás habían envejecido años de golpe. Se les notaba en los movimientos, los gestos, las palabras, y los silencios. Terminamos de comer y se fueron a dormir la siesta. Una idea me atravesó como un rayo: me iba a escapar. Mi viejo dormía como un tronco, Juan vivía a diez cuadras, ya lo tenía decidido para cuando se levantaran y me encontraran ya iba a ser tarde: yo habría visto el partido. Me quedé en silencio en el living fingiendo leer mientras el corazón me latía a ritmos imposibles, cuando empecé a escuchar los ronquidos de mi viejo, dejé el libro, busqué la campera y  trepé a una silla para buscar la llave en el porta llaves que habíamos comprado el verano anterior en Mar del Plata con Federico. Bajé en puntas de pie, corrí la silla, puse la llave en la cerradura y cuando giré el picaporte la voz de mi viejo me envolvió como un viento de tormenta próxima a estallar. − ¿Adonde te crees que vas?, y entonces empezó a gritarme de todo a un milímetro de distancia, al tiempo que mi vieja se acercaba corriendo para ponerse en el medio. Él jamás me había pegado y muy pocas veces gritaba: esta fue la primera vez que lo vi tan furioso. Los gritos terminaron cuando agarró el diario que estaba arriba de la mesa, se veía una multitud de gente con banderitas y al lado una foto grande de Videla

-¿No sabés lo que estos hijos de puta están haciendo? ¿Qué querés? ¿Ir a festejar con los asesinos de tu hermano?

Me senté en el sillón y empecé a llorar. Mi papá pegó un portazo y se encerró en la habitación. Mi mamá, en un mar de lágrimas, se acercó y me abrazó.

- No –dije- yo no sabía.

 

Nunca más pude disfrutar un mundial. Solo sigo a Boca. Lo lamento. Pero no puedo. Así fue para mí, los milicos me robaron, un hermano, un país, la infancia y la selección nacional de fútbol.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

INTERVALO LÚCIDO*

 
 

El hombre se detuvo con brusquedad en el centro mismo de la masa hormigueante que corría por la larga avenida, sobresaltado por la súbita revelación que acababa de herir su conciencia. Primero con perplejidad, luego con horror, miró hacia uno y otro lado, y el espectáculo escalofriante de la multitud que se desplazaba raudamente a su alrededor lo estremeció.

Como una legión demencial de maratonistas, millones de figuras deshumanizadas avanzaban en idéntica dirección, con la vista clavada en un horizonte distante que nadie alcanzaba a divisar. "¿Para qué corremos, entonces?", atinó a preguntarse, asustado. "¿para qué corremos todos, si ni siquiera sabemos hacia dónde vamos?" Pero apenas un instante después, reanudó la carrera con redoblado ahínco. La humanidad se alejaba y él se estaba quedando vergonzosamente atrás.

 

*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Búsqueda o el trabajo de la vida *

 

 

La memoria sueña

cavando pozos en el cielo


desenredando del abismo

 

una joya de luz o una palabra.

 

En el vacío de la esfinge
 

pinta barcos, risas,

 
Una forma de arrinconar la ausencia.



De pararse y brillar



sobre los restos mudos del naufragio.

 

*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CARTA A ERIKA*

 

 

 

Para Tatiana

 

 

Seguramente te sorprenderá tener noticias mías después de tantos años de silencio. Imagino que algunos de ustedes se habrán extrañado por mi ausencia y posiblemente hayan tratado de averiguar mi paradero, pero no deje a nadie información sobre mi destino ni los motivos de mi partida.

Ahora, después de tanto tiempo, siento la necesidad de develarte esa antigua incógnita (si es que la tuviste) sobre el porqué de mi desaparición de Rosario; el instituto, la ciudad, la pensión y la radio donde trabajaba.

Tomé la decisión de irme con la misma lucidez con que hoy te escribo y no me arrepiento de aquel momento en que la razón me mostró la única puerta que podía librarme de la depresión y la locura: alejarme cuanto antes de allí.

Sé que ustedes pensaban que las cosas me iban muy bien y realmente era así en el campo profesional. Antes de terminar el primer año de estudio ya tenía trabajo y el futuro se me mostraba sólido y exitoso. Pero eso, querida amiga, era sólo una parte de mi vida. Era la cara iluminada por el brillo del éxito; la que todos podían ver. La otra permanecía en sombras y sólo yo la conocía.

Como bien lo sabés, yo vivía en una pequeña pieza de una pensión en el centro de la ciudad. Era una casa antigua, de las tantas que han quedado en los barrios que circundaban la plaza principal. Se accedía a ella subiendo una larga escalera, que desembocaba en un hall que debe haber sido lujoso alguna vez. De allí se desprendían numerosas habitaciones, a las que se habían agregado cuatro más en la terraza, construidas años después gracias a la demanda de alojamiento para estudiantes, En total eran catorce piezas y dentro de cada una se alojaban entre tres y cuatro chicas. La única individual era la mía debido a su reducido tamaño, ya que sólo entraba en ella una cama, una mesita y el ropero, Yo prefería esa estrechez a tener que compartir mis pertenencias y mi intimidad con alguien desconocido.

Mi habitación estaba en la terraza y frente a ella había otra donde dormían cuatro estudiantes. Una de ellas era una jujeña llamada Paula, con la cual llegamos a construir una profunda amistad. Las dos nos quedábamos solas el fin de semana. Ella porque estaba demasiado lejos para volver a su casa y yo porque prefería no volver. Así, todas las noches nos encontrábamos al regresar a la pensión y compartíamos los sucesos del día. Si hacía calor sacábamos las sillas de su  cuarto afuera y nos poníamos a charlas, mientras mirábamos las estrellas.´

Paula me contaba historias de su pueblo, en Jujuy. Relatos que parecían increíbles pero eran ciertos. Disputas entre vecinos, amores no correspondidos, antiguas supersticiones. Describía los lugares y las personas de tal manera que yo podía imaginarlos como si los hubiese conocido realmente.

Me veía caminando sobre suelos ásperos, arenosos, bajo un sol implacable, escuchando el grito de algún pájaro errante o un animal huidizo. Algún día, decía Paula, te voy a llevar a mi pueblo. Yo nunca había salido de la provincia y esos lugares, tan distintos a los que conocía, me parecían maravillosos.

Cuando nos cansábamos de charlas nos asomábamos por la terraza que daba a los patios de otras pensiones. La nuestra era la que estaba arriba de todas pero había varias a las que accedíamos por esa vista, cada una con tantas habitaciones como la nuestra. Cuando estaba  caluroso los pensionistas abrían las viejas puertas dobles con vidrio y podíamos ver quiénes vivían dentro de cada pieza. En algunas había familias enteras lo que en ese momento me parecía increíble. Pero la pobreza de los provincianos que venían a buscar trabajo a la gran ciudad  convertía a las pensiones en nuevos conventillos. Pagaban por un cuarto y vivían adentro a veces hasta ocho personas, Los sábados a la noche, en especias, eran más grises y solitarios que nunca. Veíamos a toda la familia sentada en una cama mirando televisión, los que tenían la fortuna de tener un aparato propio.

En nuestra pensión la única que tenía un televisor era la encargada y a veces nos invitaba a ver un programa especial pero Paula y yo nos negábamos con educación porque generalmente lo que a ella le parecía fantástico a nosotras no. Preferíamos charlar o contemplar la vida de los pensionistas vecinos  a través de la terraza.

Nuestra preferida era una puerta que estaba en la planta baja. La mitad era de vidrio y no tenía cortinas. Se trataba de una cocina y a la noche, cando prendían la luz, podíamos claramente observar adentro todo lo que ocurría. La habitaban una mujer grande y su hijo, que llegaba muy tarde .Nos habíamos imaginado que era estudiante y hasta le inventamos nombres a ambos.

Cada noche veíamos con qué cariño lo recibía su madre y cómo, después de servirle la comida, se sentaba frente a él en la mesa y escuchaba lo que el muchacho le contaba. Podíamos ver el entusiasmo en la cara de él y la sonrisa en la de ella.

Paula decía que comían guiso todas las noches, pero a mi me parecía ver sopa; una humeante y deliciosa sopa de arroz como la que nos hacía mi mamá cuando éramos chicos. Hubiese dado cualquier cosa por tomarla en ese momento.

En silencio, acompañando nuestra soledad, las dos observábamos y envidiábamos el lugar del joven: alguien esperándonos en una tibia cocina, con un plato de comida preparado especialmente para nosotras y dispuesto a escuchar lo que nos había ocurrido durante el día.

Paula estudiaba en la Facultad de Ingeniería Química y para costearse la pensión y los estudios trabajaba en una de las numerosas fábricas de ropa clandestinas de la calle San Luis. Allí se desconocían todos los derechos del trabajador, inclusive llegaban a estar ocho horas de pie, lo que provocaba el desvanecimiento de algunas jovencitas. Pero no había empleos  de tiempo corrido y las que estaban allí sabían que era el único medio para poder vivir decentemente. Mi amiga se sentía feliz por tener trabajo y opinaba que era algo transitorio.

Todas las noches, mientras tomábamos una taza de café con leche y galletitas, recordábamos sucesos de su pueblo y el mío y las oscuras paredes de la pensión parecían irse llenando de paisajes de colores, ocres y naranjas de la Puna y verdes brillantes de la llanura. Era como un fantástico carnavalito, que nos hacía olvidar el cansancio y la frialdad del pavimento.

Durante unos días nos desencontramos. Yo estaba dedicada de lleno al estudio y aspiraba a ganar un concurso para trabajar en un programa radial. Tenía que practicar muchos ejercicios de locución y procuraba hacerlos cuando nadie me veía o escuchaba, porque parecía desquiciada.

A fines de noviembre Paula golpeó el vidrio de mi puerta y pude ver su rostro radiante antes de abrirla Entró a los saltitos y me contó que tenía dos grandes noticias: su hermana menor terminaba 5º y se venía a Estudiar a Rosario, con ella. Paula ya había hablado con la encargada para que le reserven el primer lugar que quedara libre en su habitación. El segundo suceso era que estaba saliendo con un compañero de facultad y se sentía feliz.

Nos quedamos hasta muy tarde hablando y haciendo suposiciones. El cielo esa noche, desde la terraza, parecía más azul y profundo que nunca,

Gané el concurso y rendí bien los exámenes pero no me sentía muy dichosa. No había en mi horizonte ni una hermana ni una pareja y las veladas con mi amiga se espaciaron demasiado.

Una noche llegó la policía a la pensión. Todas fuimos a la escalera para ver qué pasaba. La encargada decía entre tartamudeos que no quería líos. Cuando me vio se quedó callada y el policía reparó en mi. Me dijo que Paula estaba en el hospital y nadie respondía por ella. Sin dudarlo subí al patrullero y fuimos a verla. Sentía el corazón oprimido, como aprisionado en el pecho.

Cuando llegamos, me conducieron hasta la Sala de Terapia y allí la vi. Su novio la había golpeado; primero la cara y después la cabeza contra la pared.

Tenía el rostro tan hinchado que sus grandes ojos marrones eran sólo dos líneas, hundidas entre moretones violetas. El pelo negro, mojado de sangre, se le había pegado a la cabeza y me costó reconocerla.

Al instante llegó el capataz del taller donde trabajaba. Paula no tenía familiares en la ciudad. Todos a miles de kilómetros. Sentí tanta desesperación que empecé a llorar. El policía se conmovió y me ofreció un café caliente, pero no podía tragar nada. Parecía que mi cuerpo eran sólo el corazón, que se me salía del pecho, y los ojos llenos de espanto y de lágrimas. Paula murió horas después de que la vi y su cuerpo quedó en la Morgue, a espera de algún pariente de Jujuy.

Los días se volvieron largos y calurosos. La terraza se llenó de grillos y catangas.

Una noche dejé abierta la puerta de mi pieza por el calor. No sé cuánto tiempo estuve dormida, pero me desperté sobresaltada. En el umbral de la habitación, acariciado por la cortina, se había parado un gato negro. Empecé a tener miedo, a escuchar pasos en la terraza.

Por otro lado, en la radio me afianzaba cada vez más y hasta me ofrecieron un espacio los fines de semana. Pero cuando llegaba a la pensión, el calor y la soledad se me hacían insoportables.

Un jueves, muy tarde, me asomé por el balcón que daba a las casas vecinas.

La luz de nuestra puerta preferida estaba prendida y pude ver, como antes, la cocina familiar. El muchacho no había llegado aún y la madre se había quedado dormida, la cabeza apoyada en los brazos cruzados sobre la mesa, cansada de esperar.

Esa noche tomé la decisión. No avisé a nadie. Alcé lo poco que tenía y me fui temprano, después de pagar lo que correspondía a la encargada. Partí en el primer colectivo que conseguí a Jujuy, a una ciudad desconocida. Con lo que había ganado en la radio sobreviví hasta conseguir empleo.

No tuve éxitos ni fama en estos 15 años. Trabajo en una escuela donde los chicos tienen la misma sonrisa que tenía mi amiga. Juré no volver a Rosario y no lo hice.

Lamento no haberles dicho nada pero en ese momento no tenía fuerzas ni ánimo para despedidas.

Ahora podrás contarle, al que le interese, lo que pasó. Sé que hubiese hecho una gran carrera, pero no soporté la tristeza. Todas las noches, en mi humilde casa, mi hija y yo tomamos una deliciosa sopa de arroz, en honor a Paula.

Ella me cuenta lo que hizo durante el día y yo le relato historias de una lejana ciudad.

 

 

Hasta siempre.

 

Lucía

 

 

*De CECILIA ZANELLI. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

– Santo Tomé (Santa Fe)

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

sin embargo/

para que nada se pierda

guardo todo recuerdo siempre

en el corazón de una mosca

le he puesto unas bisagras

un sol de noche

para andarle dentro

desempolvando rostros

y misterios porque en estas puertas

de adioses y venidas

y avenidas que no se llenan

con otra cosa que fantasmagorías grises

que transpiran el otoño,

qué no diera por tener vivo a mi padre

para que nada se pierda

pasan pasan y pasan por la calle los

cartoneros subidos a carros medievales

tirados por caballos romanos

que van juntando las cajas vacías

de los televisores de nueve mil pulgadas

que un buen padre de familia

trabajando noche y día

de yuppie ha logrado comprar

para mirar un mundial de fútbol

donde los que se divierten pateando la pelota

son todos multimillonarios

mientras en las tribunas son la mayoría

laburantes de catorce horas diarias

o pobres mercenarios

o pobres ladrones que se compraron entero

el discurso del Mercado "ser es tener"

pero no se angustie

no se angustie

para que nada se pierda

para que no nos derrumbe nada

tenemos la puerta de salida

basta tirar de la piolita hacia atrás

y asunto arreglado

esta tarde está anunciado

un chaparrón de la gran puta

mejor tener a mano

una boca de mujer

un mate caliente

para que nada se pierda/

 

 

*De León Peredo. gustavojlperedo@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 

 

 

A las palabras*

 

 

 

A las palabras las alcanza el tiempo,

como la herrumbre, los cimientos,

las raíces que se incrustan profundo...

en los músculos fríos del silencio.

Encuentro piezas de rompecabezas,

caminando, despacio, quizás cómodo,

bajo la sombra de mis pies, primero,

una o dos dispersas por mis senderos.

Algunas ideas destiñen, son reliquias,

de un pasado que es de olvido y niebla.

La flor robada para viajar en el tiempo,

el deambular por una ciudad sumergida.

A mi lado, personas cuales otras piezas,

corren con prisas, se suman al camino,

Yo me elevo y veo la culpa del mundo,

soy el albatros, del anciano marinero.

A las palabras las mata el desaliento,

como la corrosión, en los miembros,

todos somos las piezas de este juego,

los ojos relucientes, el país lejano…

la sangre.

 

 

*De Jorge Lacuadra.  jorgelacuadra@hotmail.com

– 16/06/14.-

 

 

 

 

 

 

*

 

 

En la intersección

del abrazo con su cuerpo

hay un vacío

 

un lugar

despojado

 

en la piel de las palabras.

 

 

*De Alejandra Alma. almaalma3h@gmail.com


 

 

 

***

 

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