martes, febrero 26, 2008

DE PEQUEÑOS GESTOS Y ALGUNOS PEDACITOS DE MEMORIA..


Qué vachaché*


Tango 1926
*Letra y Música: Enrique Santos Discépolo


Piantá de aquí, no vuelvas en tu vida.
Ya me tenés bien requeteamurada.
No puedo más pasarla sin comida
ni oírte así, decir tanta pavada.
¿No te das cuenta que sos un engrupido?
¿Te creés que al mundo lo vas a arreglar vos?
¡Si aquí, ni Dios rescata lo perdido!
¿Qué querés vos? ¡Hacé el favor!.

Lo que hace falta es empacar mucha moneda,
vender el alma, rifar el corazón,
tirar la poca decencia que te queda...
Plata, plata, plata y plata otra vez...
Así es posible que morfés todos los días,
tengas amigos, casa, nombre...y lo que quieras vos.
El verdadero amor se ahogó en la sopa:
la panza es reina y el dinero Dios.

¿Pero no ves, gilito embanderado,
que la razón la tiene el de más guita?
¿Que la honradez la venden al contado
y a la moral la dan por moneditas?
¿Que no hay ninguna verdad que se resista
frente a dos pesos moneda nacional?
Vos resultás, -haciendo el moralista-,
un disfrazao...sin carnaval...

¡Tirate al río! ¡No embromés con tu conciencia!
Sos un secante que no hace reír.
Dame puchero, guardá la decencia...
¡Plata, plata y plata! ¡Yo quiero vivir!
¿Qué culpa tengo si has piyao la vida en serio?
Pasás de otario, morfás aire y no tenés colchón...
¿Qué vachaché? Hoy ya murió el criterio!
Vale Jesús lo mismo que el ladrón...


http://www.todotango.com/spanish/biblioteca/letras/letra.asp?idletra=163






DE PEQUEÑOS GESTOS Y ALGUNOS PEDACITOS DE MEMORIA...






El peronismo en pequeños gestos*


A Lidia Paz


Hoy es el cumpleaños de Lidia.
La llamo por teléfono. Este año si me acorde. Hablamos, y se remueven afectos.

Me cuenta que esta leyendo los escritos de José Pablo Feinmann sobre el peronismo que se publican los domingos en Página/12. Dice que ahora leyendo y recordando algunas imágenes de su infancia ha descubierto a los 64 años que se siente peronista.
Ella nació en el 44 cuando el peronismo se preparaba para bautizar sus pies en la fuente de la plaza.
Lidia me dice que estas lecturas le han devuelto algunas imágenes sobre su padre.
Como poder ver a su padre en la cocina escuchando en la radio, mientras en la radio estallan las bombas del junio de 1955 sobre la Plaza de Mayo.
Ella congela esa imagen, su padre, un hombre silencioso, llora en la mesa de la cocina al escuchar de los bombardeos. No recuerda que dice, la postal es sólo su rostro llorado y sus labios que se mueven.
El fue peón de campo, antes de ser obrero y poder casarse y tenerla a ella de hija. Un hombre humilde que hablaba casi para adentro.
Y ella tenia -sacando cuentas- 11 años cuando ve a su padre llorar y puede ver algo o intuye de su vida en esas gotas luminosas.
Lidia y yo hemos tenido padres laboriosos y callados, gente de pocas palabras, el otro extremo de los políticos que como dice la gente humilde: "hablan mucho".
Mientras le cuento de mi vida fragmentada y Lidia se rie de esta confesión: "durante el año lavo los platos en tres casas distintas", me surge de mi padre una fecha. El 21 de julio de 1952. Mi padre llega de Italia a la Argentina 5 días antes de la muerte de Eva. Mi padre jamás contó ni una palabra que lo relacionara con la vida política de la argentina. Nada, ni un pequeño gesto que dijera como le había pegado los acontecimientos de esta, su segunda tierra, en la que trabajó, crió a sus hijos y murió. Hasta que muchos años después un día me encontré en el lavadero de casa con una hoja de diario con un retrato de Eva a página completa colgado de un clavo, que como casi todo en la casa era producto de su trabajo. Hasta los clavos puestos en la pared eran su obra.
Ese fue el único gesto ¿político? que le conocí a mi padre durante su vida digna de la expresión peronista "de casa al trabajo y del trabajo a casa".

Creo que en algún lugar, casualidades o no, estamos hermanados con Lidia. No importa. No puedo escribirlo. Pero ella hace muchos años lo pudo decir mientras caminábamos a la salida del trabajo.
Me dijo que yo era como el hermano que no había tenido.
Pasaron muchos años de esa frase. La guarde. Al menos para escribirla este día, un día de pequeños gestos y algunos pedacitos de memoria.



*de Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com







Discépolo y el peronismo*



*Por José Pablo Feinmann


Era un poeta de excepcional talento. Era un tipo frágil, con un sentido trá­gico de la existencia. Se podría decir que era un pesimista, pero un escritor que escribe, aunque escriba acerca de la falta absoluta de sentido de todo lo que existe, aunque sienta que Dios es una ausencia y que el amor
se ahogó en la sopa, no es pesimista. Si lo fuera, no escribiría. No escriben los desesperados. Escriben los que creen en decirles a los demás las cosas en que creen, lo que les pasa, sus desengaños, o hacerles saber que todavía hay hendijas por las que se filtra una alegría inesperada, sorpresiva, que da aliento y permite seguir. Una hendija como esas por las que Benjamin decía que el Mesías se hacía sentir en la Historia, que no vendría al final, sino que estaba siempre, que entraba por los quiebres, por esos quiebres que impedían la linealidad de la historia, pero abrían la posibilidad del mesianismo, esos tipos, en suma, no son pesimistas. Creen en algo poderoso. Creen en el arte para el que están dotados. Nuestro poeta era así. Además, dominaba como pocos el arte de la palabra, hablaba y seducía, hablar era un don con el que encandilaba, con el que encantaba, hablaba rápido, se le atropellaban las palabras, las ideas, pese a la velocidad de su habla, eran más veloces, sólo su gestualidad lograba el empate, entre sus
palabras y los malabarismos de sus manos se hacía entender, comunicaba el volcán que él era, porque era eso: un flaco volcánico, un torbellino que duró poco, que se quemó pronto, que se creyó fuerte, puso la cabeza y, en un tiempo de odios extremos, se la cortaron.
No tiene prestigio académico por dos cuestio­nes: escribió tangos y se hizo peronista. En el Dic­cionario de autores latinoamericanos de César Aira, se mete por la ventana en el apartado que corres­ponde a su hermano, Armando. Sé que Aira admi­ra a Alejandra Pizarnik, yo también la admiro. Y creo que su talento no era superior al del autor de Quevachaché. Era distinto, No sé si el peronismo se merecía semejante poeta, aunque también lo tuvo a Manzi. Pero él, en el mediodía de su esperanza, se hizo peronista y peronista militante, porque agarró la radio y empezó a desparramar sarcasmos, ironías,
un humor corrosivo, que hería demasiado y más todavía en una época de esas que suelen lla­marse "electorales", donde todo se pone al fuego, cada palabra bien puesta es un voto. Se trata de Enrique Santos Discépolo. Confieso que hay poe­mas de este vate popular que admiro hasta la envi­dia. Que, al leerlos por primera vez, siendo muy jovencito, me quitaron la respiración. Que la certe­za del paso de los años, de la decadencia inconteni­ble y la cercanía de la muerte, la encontré antes en Discépolo que
en cualquier filósofo que haya estu­diado hasta cierta altura de la carrera en Viamonte 430, donde, según una dedicatoria de Ernesto Laclau, si no recuerdo mal, "empezó todo".


FIERA VENGANZA DEL TIEMPO.
Tal vez deba aclarar que metemos con Discépolo es una tarea imprescindible en un estudio sobre el peronismo. Porque habrá que ver cómo este vate sombrío, este cantor de los más terribles desengaños, este poeta del fango del arrabal, se enamoró del portland de las casitas peronistas, de los días solea­dos que el movimiento reclamaba como propios ("un día peronista") y del "chamamé de la buena digestión". Ni Discépolo fue Heidegger, ni Perón fue Hitler. Pero no puedo evitar la comparación. El sombrío Heidegger de Ser y tiempo, el filósofo de la República de Weimar, encuentra en el nacionalso­cialismo la solución del problema entre el hombre y la técnica, que la Modernidad había inaugurado con Descartes. También encuentra su día sin nubes. Hay una esperanza y él habrá de adherir a ella. No hace mucho, un
serio, profundo pensador argentino me decía que Heidegger había sido sólo "otro bolu­do" que se había prendido a uno de esos tentadores tranvías de la historia. Fue su ruina. O, al menos, sus adherentes tienen que vivir defendiéndolo. Dis­cépolo también se prendió a "uno de esos tentadores tranvías de la historia". Más cómodo le habría sido seguir hablando de los amores imposibles, de las manos que no se extienden, de los que ven que a su lado se prueban las pilchas que está por dejar. Se permitió la exaltación, la vehemencia, la alegría. Acompañó la alegría del pueblo pobre. Es una de las caras más fascinantes de la gran novela peronista.
Esta noche me emborracho (1928) plantea el paso del tiempo como destrucción de los sueños. Y el tiempo como camino ineludible hacia la muerte a través de la decadencia física, que expresa también la muerte del amor. El tipo ve a su "dulce metedura", a la mujer que lo volvió loco diez años atrás, salir de un cabaret. La ve hecha "un cascajo". Un cascajo, para mayor desdicha, patético, ridículo. La ve "chueca, vestida de pebeta, teñida y coqueteando su desnudez". La ve como "un gallo desplumao". La ve con "el cuero picoteao". Raja "pa'no llorar". Recuer­da las cosas que hizo por ella. Porque ella era her­mosa. Lo era diez años atrás. El tipo se "chifló por su belleza". Entra, entonces, el tema recurrente de la madre. La máxima deshonra es haberle quitado "el pan a la vieja". Aquí radica el mayor dolor. Le hizo pasar hambre a la vieja para darle a este cascajo lo que sus caprichos pedían. Pero es la estrofa final la que revela lo que podríamos llamar "el revés de la trama". Lo no dicho en el poema. El tipo dice:
"Fiera venganza la del tiempo/ que nos hace ver des­hecho/ lo que uno amó". Sin embargo, ¿sólo en ella ve la fiera venganza del tiempo? ¿Y si la imagen de la mina vencida lo remite a sí mismo? Él, ¿cómo está, cómo se ve, es o no es otro cascajo? La fiereza del tiempo los tiene que haber atrapado a los dos. Acaso el terror del tipo es haber visto en ella lo que no quería ver en él. Que el tiempo pasa, destruye, se venga. ¿De qué se venga el tiempo? De lo que uno amó. Es como si el tiempo disfrutara destrozando lo que uno se permitió amar porque no se está en el mundo para amar o porque el amor es imposible. Quien se atrevió a hacerla verá destruido su sueño. "Este encuentro me ha hecho tanto mal/ que si lo pienso más/ termino envenenao".
El encuentro es un encuentro-espejo. Ve en ella lo que también es él. ¿Qué hace él, solo, porque es evidente que está solo, a la salida del cabaret, de madrugada? ¿Qué buscaba ahí? ¿Entraba o salía del cabaret? Raro que pasara de casualidad. No se anda de casualidad por esas geografías. Además, lo
confiesa: "¡Mire, si no es pa' suicidarse/ que por este cachivache/ sea lo que soy..." No sabemos qué es. Pero es muy posible que sea una ruina como ella. Que el tiempo les haya cobrado a los dos la insolencia de amarse.
"Fiera venganza la del tiempo" es una de las líneas más excepcionales de Discépolo. El tiempo se venga de todo. El tiempo nos quiebra. El tiempo nos mata. El tiempo es la Muerte que nos llama. Por eso es fiero. Es feroz, encarnizado, es violento. Nada se puede hacer contra eso. "Este encuentro", dice el tipo, "me ha hecho tanto mal". ¿Cómo no lo va a trastornar ese encuentro si en él vio el sinsentido de la vida aquello en que se transforman las cosas que se amaron, que se creyeron eternas, eternamente
bellas, eternamente jóvenes, como él, como el tipo? No quiere pensar más. ¿De qué sirve pensar? Pensar es envenenarse. "Si lo pienso más, termino envene­nao". Sólo queda la negación, el olvido momentá­neo del alcohol, que será el olvido de una noche, la esperanza de que no pase al día siguiente, que se quede atrás, en la madrugada, en ese cabaret. Quién sabe, por ahí ocurre eso. El alcohol todo lo puede. Y el poema termina proponiendo la curda, último refugio del tanguero, antesala del "cachá el bufoso y chau", el sueño, el sueño pesado, el sueño sin sue­ños, el de la entrega: "Esta noche me emborracho bien/ me mamo bien mamao/ pa' no pensar". Excepcional es la identificación del "pensar" con la obsesión. No hay que pensar. Pensar es torturarse. Pensar llevará a ver la verdad y verla será intolerable. El dolor supremo. Se trata de calmar ese dolor. O mejor: de sofocarlo, de tornado imposible. Por eso se va a emborrachar "bien". Se va a mamar "bien mamao". O sea, no como cualquier otro día, sino con una eficacia trabajada,
profesional. Pondrá toda su sabiduría de curda para frenar con el alcohol todo cuanto pueda filtrarse de la realidad. Que nada entre. Que nada me obligue a pensar. Porque no quiero saber lo que sé, lo que descubrí: ese cascajo, ese gallo desplumao, ese cachivache, que hoy vi en la madrugada, a la salida del cabaret, soy yo.
Discépolo, como muchos artistas de su genera­ción, era un apasionado lector de los novelistas rusos. Se nutre de ellos y, aunque no lo hayan leído, anticipa muchos de los temas de las filosofías de la existencia de los años cuarenta en Europa. En 1925 escribe su tango más decarnado, más negro. El que nunca pasa, el que siempre dice lo que hay que decir de cada época, algo que habla de la destrucción de toda teoría del progreso en la historia del hombre.
Los tiempos, hoy, son duros. Y todavía está Discé­polo para narrarlos. No en Cambalache, tango por el que no tengo mayor estima, sino en esa temprana reflexión nihilista que es Qué vachaché. "En Buenos Aires (escribe Horacio Salas) lo estrena Tita Merello en la revista Así da gusto vivir. Resulta un
rotundo fracaso. Un nuevo intento en Montevideo tiene el mismo resultado. Recién el éxito de Esta noche me emborracho en 1928, en la voz de Azucena Maizani, le permite exhumar Qué vachaché, que se graba ese año" (Horacio Salas, El tango, Planeta, Buenos Aires, 1986, p. 200). Discépolo está orgulloso de este tango. Hasta se permite decir que mira "por otras ventanas el tremendo panorama de la humanidad" (Ibid., p. 200). ¿Cuál era ese "tremendo pano­rama"? En 1925 gobernaba en Argentina el radicalismo. Hitler no había llegado al poder. Mussolini recién empezaba a mostrar las garras.
Pero el mundo, al lado de lo que vendría, no ofrecía todavía un "tremendo panorama". Aquí, entonces, la sospe­cha: ¿no estaba en el propio Discépolo el "tremendo panorama"? ¿No era más metafísico que histórico? ¿No era más cerradamente existencial? ¿No era ese "tremendo panorama" el de su propia
conciencia, atormentada por siempre? También vale otra hipó­tesis: el poeta se adelanta a su tiempo, ve lo que los otros no ven. O ve lo que siempre ha de estar, lo eterno en la historia.


VENDER EL ALMA, RIFAR EL CORAZÓN
No hay otro modo de entender Qué vachaché.
Porque, en 1925, la cosa no era para tanto. Los bue­nos revisionistas o los historiadores peronistas dicen que Discépolo se anticipa a la descripción de la lla­mada Década Infame. En verdad, se anticipa a todas las épocas, dado que ese tango prenuncia poderosa­mente la década argentina de los noventa y el mundo mercantil, cósico del presente. ¿Qué es lo que hace falta, qué hay que hacer para sobrevivir en el universo de los humanos? Como diría Marx: hay una mercancía a la que remiten todas las otras pues la han aceptado como el equivalente de todas. Una silla no es el equivalente de todas las mercancías. Ni un tren. Ni un zapato. Estaríamos, ahí, en un sistema de trueque. Lo que establece el capitalismo es que tanto el tren, como la silla o como el zapato remitan para establecer su valor a una mercancía que habrá
de representarlas a todas, expresando sus distintos valores. Esa mercancía es la mercancía dinero. De aquí que sea la mercancía esencial del capitalismo. Con el dinero uno compra cualquier cosa. Una silla la podrá canjear por una mesa o por un ¡sillón. El dinero puede entregarnos lo que se nos antoje, si es que lo tenemos en cantidad suficiente. De aquí que haya que tener mucho dinero para poder tener muchas cosas. Si la puerta a la conquista de las cosas (y el capitalismo es un sistema de cosas) es el dinero, todo radica entonces en tenerlo en cantida­des suficientes como para que nada nos esté vedado. "Lo que hace falta (escribe Discépolo) es empacar mucha moneda/ vender el alma, rifar el corazón/ tirar la poca decencia que te queda/ plata, plata y plata ... plata otra vez .. ./ Así es posible que morfés todos los días/ tengas amigos, casa, nombre ... lo que quieras vos./ El verdadero amor se ahogó en la sopa,/ la panza es reina y el dinero Dios". Hay pocos textos que definan la pragmática capitalista como éste de Discépolo.
No era un desesperado.
No era un pesimista. Acaso hoy lo comprendamos mejor que nunca. Hoy, cuando no hay nada más que capitalismo. Cuando el mundo se ha transfor­mado en un campo de guerra. Cuando la potencia capitalista más poderosa de la Tierra anuncia que buscará lo que necesite ahí donde esté. Cuando no sólo no hay
ideales, no hay ideas. Cuando la política desapareció ahogada por los arreglos entre aparatos. Cuando un tipo que está aquí, mañana está allá y pasado mañana volvió a cambiar. ¿Qué quiere decir esto? Simple: no hay ideas, hay intereses. La verdadera política se ahogó en la sopa. En cuanto a las aristas morales de este mundo de intereses, Discépolo es bien claro. Sus consejos valen oro: tenés que vender el alma, rifar el corazón, tirar la poca decencia que te queda. Si hacés eso, triunfas. Si no, te pisan.. Te pasan por encima, Sos un gilito "embanderado", A este personaje se dirige Discépolo. A "un gilito embanderado", un pobre tipo que todavía cree en algunas causas, en algunas banderas. No hay causas, no hay banderas. Sólo hay guita. Si sólo hay guita, ¿donde está la verdad? Eso que decíamos "tener razón". Fulano tiene la razón porque Fulano tiene la verdad. O al revés: Fulano está en lo cierto, tiene razón. Había algo, en los hechos, que permitía esta­blecer una verdad. Tenía razón el que podía demos­trar que él había actuado bien y el otro mal. Pero eso podía ocurrir porque existían en el mundo el Bien y el Mal. No existen más. Lo que existe es el dinero. Por eso: "La razón la tiene el de más guita". Porque a "la honradez la venden al contado".
Y las dos líneas que siguen son las más descarnadas del poema. No sé cuantos poetas de nuestro país o de otros han llegado a una síntesis más poderosa de la relación entre moral y dinero. Al ser el capita­lismo el sistema de, justamente, el capital, es el siste­ma del dinero. La ética que intentó establecer desde sus orígenes, desde Adam Smith, fue la del egoísmo. Si triunfó, triunfa y seguirá triunfando hasta que posiblemente se destruya destruyéndolo todo es porque expresa lo más sombrío del hombre, que es su
verdad. Todos los otros sueños que buscaron rea­lizarse terminaron entronando otra versión del capitalismo. El capitalismo expresa lo que el hombre es y no se hace ilusiones sobre eso, El dinero es su razón y la razón es dinero. La verdad, como sobra­damente lo demostró Foucault, es la verdad del poder. Y el poder se relaciona con la posesión del dinero. Discépolo sabía todo esto cuando escribió:
"No hay ninguna verdad que se resista/frente a dos mangos moneda nacional".
¿A dónde voy con todo esto? Clarísimo: Discépo­lo es uno de los más distinguidos peronistas y es uno de nuestros más grandes poetas. Como todo está olvidado, como nada se recuerda, me permito repasar algunos de sus temas. Y vendrá el contraste. Porque las charlas de "Mordisquito" son impensables desde "Qué vachaché". Sigamos con el poeta de la desesperanza.
Yira yira postula, no ya que la verdad la tiene el de más guita, sino que "todo es mentira". Pero por el mismo motivo. No creas en nada. Todo es mentira porque el que te dice que tiene razón la tiene porque la compró, compró la razón, compró la verdad. Todo es mentira. Niega toda posible solidaridad: "No esperes nunca una ayuda, ni una mano, ni un favor". En Tres esperanzas llega a otra de sus cimas. Un hombre desesperado, un hombre que no entiende el mundo en que vive o uno que, simplemente, no aguanta más, siempre se sorprende de un hecho. El está destruido, no puede más. Llega, por fin, el momento en que se dice: "Cachá el bufoso y chau.. ¡vamo a dormir!". Sin embargo, hasta llegar a ese momento, momento al que se llega con enorme dolor, con miedo, hay algo que le resulta asombroso: todo sigue igual, todo sigue su rumbo, él se puede pegar un tiro mañana y nada habrá de ocurrir. "Pa' qué seguir así, padeciendo a lo fakir, / si el mundo sigue igual.. Si el sol vuelve a salir". Sólo un tipo con un fuerte metejón con la angustia, con la desesperación plena, con el dolor, escribe algo así: que "el sol vuelve a salir". Que todo va a seguir igual. Que su sufrimiento infinito es nada en la inmensidad del todo. Que es sólo infinito para él. Pero sólo eso. Cacha el bufoso y chau, hacé lo que quieras, matate ... no por eso va a dejar de salir el sol.
Una vez, a partir de cierto día, un día en que el sol volvió a salir, este gran poeta metafísico sintió que también salía para él. Era increíble, pero le nada algo por completo desconocido: la esperan­za. Habría de transformarse en un "gilito emban­derado". En un tipo que se había "piyao la vida en serio".


EL COMPROMISO POLÍTICO
Algo que ha perjudicado a Discépolo ha sido cier­to empecinamiento de los peronistas por hacer de él el Borges del peronismo. "Los gorilas tienen a Bor­ges, nosotros tenemos a Discépolo." Y peor todavía. Lo que más disminuye todo es que han aportado razones. Discépolo sería el "poeta de la calle". El "poeta del pueblo". Y Borges, "el ajedrecista". El tipo frío. Al que "le falta calle". Estos disparates han perjudicado a Discépolo. No a Borges. Borges goza de una consagración universal que no se verá deteriorada porque varios o muchos peronistas rencoro­sos, ultrapopulistas, le arrojen piedritas pueriles. Que un escritor tenga o no tenga calle no es la medida de su grandeza. Además "tener calle" es una expresión literariamente lamentable. ¿Qué significa? ¿Hay que recorrer calles para escribir? ¿Hay que vivir la vida intensamente? ¿Hay que salir de la Biblioteca de Babel? Pavadas. Borges, además, es un escritor hondamente argentino. Ha escrito sobre gauchos, sobre malevos, sobre el tango, sobre el Martín Fierro sobre el Facundo. Se podrá o no estar de acuerdo. Pero si uno recuerda que se le decía en los sesenta y los setenta (sobre todo en un librito de Jorge Abelardo Ramos sobre literatura argentina) "el escritor angloargentino", hará bien en señalar que todo eso es un dislate. Borges y Discépolo no
tienen por qué oponerse. Hay cosas que uno encuentra en Borges y no en Discépolo y viceversa. Es cierto, ade­más, que uno era un letrista de tangos y el otro un hombre de la más alta literatura, uno de los más grandes estilistas del siglo pasado. Porque por más que Barthes hable de la "muerte del autor" (siguien­do a Foucault y su "muerte del hombre"). Y por más que, al hablar de la muerte del autor y del "grado cero de la escritura", una escritura sin mar­cas, sin señales del sujeto, que es lo que el
posestruc­turalismo vino a negar, niegue la posibilidad del estilo, lo siento, señores, Borges es la apoteosis del esti­lo. Y bien orgulloso estaba de serlo. Y nosotros de reconocerle ese estilo y de embriagamos con él, pese a los adverbios repetidos y al exceso de adjetivos. De modo que no perdamos
tiempo. Discépolo no es una herramienta para demostrarles a los gori­las que los peronistas tienen escritores. Borges, ade­más, no es el escritor de los gorilas, aunque él lo haya sido y de un modo, para mí al menos, bastante tonto y, por eso mismo, irritante y hasta penoso. Borges es un escritor plenamente argentino. Trama­do por la historia de su país. No es de los gorilas. Es de todos. Porque su literatura, además, salvo en algunos notorios momentos, no es gorila o no gori­la. Es tan metafísica como la de
Discépolo. Más cer­cana a lo fantástico. A un juego en que la erudición se unía a los pliegues de la realidad, a una concep­ción personal del mundo, de un mundo que podía centrarse en un solo punto, el Aleph. En fin, lo mejor que he dicho sobre Borges lo dije en un guión de cine del que estoy muy
satisfecho pero que nadie vio. O dijeron que les gustaba el guión pero no la película. La película se llama El amor y el espanto y creo que es un valioso aporte a los enormes materiales que se le han destinado a Georgie. Un aporte más, en todo caso. Pero hecho desde el cine y con un trabajo formidable de Miguel Ángel Solá. Si la quieren ver, tal vez descubran algo que una crítica demasiado centrada en ese momento en la exaltación del "nuevo realismo argentino" les obliteró.
Discépolo encuentra la luz del mediodía, su militancia, en la campaña del peronismo para las elecciones de 1951. Se acabó el metafísico oscuro. El hombre que no creía en nada. El tipo que decía "la razón la tiene el de más guita". No, porque la guita la tenía la oligarquía, y no tenía la razón.
El peronismo venía a discutírsela. Y él lo iba a decir. Ya lo saben: con el verso no le ganaba nadie.
Apold le pide que le ponga el hombre a la campa­ña peronista. Al fin de la misma, Perón habrá de decir:
"Gracias al voto de las mujeres y a 'Mordis­quito' ganamos las elecciones de 1951". Aquí tenemos al vate, al tipo de Buenos Aires, al flaco loco, genial, creativo. Al tipo que no se iba a andar con caricias. Que iba a golpear fuerte. No sabía que eso le costaría la vida. Lo llevaría a una muerte solita­ria, dolorosa. Pero no nos adelantemos. Ahora se planta frente al micrófono y -sin que nadie pueda responderle desde ninguna otra radio, porque así el peronismo, era autoritario a rabiar- empieza a decir verdades incuestionables y que nos servirán para ver cómo un tipo como Discépolo visualizaba con honestidad y con una gracia inigualable las conquistas que se habían derramado sobre el país desde el 17 de octubre de 1945. Discépolo era flaquito, no era un tipo como para agarrarse a las piñas con nadie.
"Pero, ¡discutir! ¡Claro que vamos a discutir!" Aclaro: la edición que tengo es la pri­mera que salió. Reúne las primeras charlas de Dis­cepolín y no tiene pie de imprenta ni el sello de la Secretaria de Prensa y Difusión que era, sin duda, la que lo había editado. O sea, el siniestro Apold. Figura nefasta, desagradable, tachadora, fanática, que el peronismo sostuvo sin vacilaciones, encon­trando en él, a no dudarlo, un elemento valioso, necesario. Un Gobierno que tiene un Apold no puede ser democrático. Salvo que se diga, como en los setenta, que el peronismo era democrático por­que expresaba al pueblo. Pero esto es muy discuti­ble. Porque los socialistas, los radicales y hasta los conservadores eran el pueblo. Y los comunistas, a quienes tanta alergia les tuvo el peronismo, tam­bién. La oligarquía era la clase golpista de siempre, aliada a lo más reaccionario del Ejército esperando el momento de asestar el golpe. De democrática nunca tuvo nada. También es cierto que muchos políticos golpeaban "las puertas de los
cuarteles". También es cierto que el peronismo los encarcela­ba. Y a algunos los torturaba. Nada es sencillo en esa historia. Pero para Discépolo todo estaba claro. Se inventó un personaje para discutir con él. Era "Mordisquito". Era el típico "contrera". Discépolo le decía que antes los pibes "miraban la nata por turno" y ahora "pueden irse a la escuela con la vaca puesta". Si el contrera se quejaba por algunos problemas de desabastecimiento, por ejemplo, el queso, Discepolín decía: "¡No hay
queso! ¡Mirá qué problema!" "¿Me vas a decir que no es un problema?" "Antes no había nada de nada, ni dinero, ni indemnización, ni amparo a la vejez ... y vos no decías ni medio". Y luego esa concep­ción de la guerra hecha por cincuenta tipos en tanto los demás duermen tranquilos porque tie­nen trabajo y encuentran respeto. Insiste: "Cuan­do las colas se formaban no para tomar el ómni­bus o comprar un pollo o depositar en la caja de ahorro, como ahora, sino para pedir angustiosa­mente un pedazo de carne en aquella vergonzan­te 'olla popular' ( ... ) entonces vos veías pasar el desfile de los desesperados y no se te movía un pelo". Y todas las charlas terminaban con un: "¡No, a mí no me la vas a contar!" Y seguía, y era implacable, y tenía razón, no decía mentiras, decía verdades, cosas ciertas, verdaderas conquis­tas: "y yo levanto una lámpara, sabés; la levanto para iluminar las calles de mi patria ... ¡Y mostrar­te una evidencia que no está! Los mendigos, ¿están? ¿Vos ves los mendigos?". Habla de una correntada de
dignidad, de bienestar que se llevó a los mendigos. Y esa correntada se los llevó para bañarlos y traerlos de nuevo, limpitos, con la raya al medio "cantando, no el huainito de la limosna, sino el chamamé de la buena digestión ( ... ) ¿Dónde están los mendigos?". Y sigue: "El mendigo era en este país una vergonzosa institu­ción nacional ( ... ) Y los pobres se te aparecían en los atrios de las iglesias, en las escaleras de los subtes, en la puerta de tu propia casa, famélicos y decepcionados ( ... ) con la dignidad en derrota ( ... ) Ahora las manos se extienden, no para pedir limosna, sino para saber si llueve". Frase de un notable talento, de una gracia discepoliana, sólo él podía decirla. Y sigue: "Acordate cuando vol­vías a tu casa, de madrugada, y descubrías en los umbrales, amontonados contra sí mismos, a los pordioseros de tu Buenos Aires". Y un cierre per­fecto, penetrante, sentimental pero fuerte y poderoso: "Ahora la
exclusividad de los umbrales han vuelto a tenerla los novios".
Y esa frase candorosa, pero que expresaba lo que sentían millo­nes de pobres que habían encontrado en el pero­nismo lo que el vate decía: "Estamos viviendo el tecnicolor de los días gloriosos". Recuerda al Discé­polo del pasado: "Yo era un hombre entristecido: "Yo era un hombre entristecido por los otros hombres". Habla de una patria diri­gida por tenedores de libros quehablan en todos los idiomas menos en el nuestro. "Pensá en esa misma patria ahora contabilizada con números criollos." Y sigue: "Porque vos sos opositor, pero ¿opositor a qué? ¿Opositor por qué? La inmensa mayoría vive feliz y despreocupada ... y vos te quejás. La inmensa mayoría disfruta de una pre­ciosa alegría, ¡Y vos estás triste!". Y hasta llegar a querer olvidar "el barrio de tango". Sí, basta de "la esquina del herrero barro y pampa". Basta de barro. Se acabó ese tango de la pobreza. "Yo me meto en el barrio, corazón adentro, y, después de recorrerlo, te pregunto: ¿está el conventillo? Y no, no está. Yo no quería encontrar más el con­ventillo y no lo encuentro. ¿Cómo? ¿Que a vos te gustaba más aquello? No. El suburbiode antes era lindo para leerlo, pero no para vivirlo. Por­que a mí no me vas a decir que preferías el char­co a la vereda prolija ... Y que te resultaba más entretenido el barro que el portland. Se acabó el conventillo: "Un mundo donde el tacho era un trofeo y la rata un animal doméstico". Y antes: "Acaso en el momento de la letra de tango hable­mos literariamente del catre, pero llega el momento del descanso y cerramos el catre y dor­mimos en la cama". Y sigue: "Porque la nueva conciencia argentina pensó una cosa. ¿Sabés qué cosa? Pensó que los humildes también tenían derecho a vivir en una casa limpia y tranquila, no en la promiscuidad de un conventillo que trans­piraba ... ¡indignidad!" Y voy a concluir citando un texto descomunal, de una conciencia huma­nitaria, de un fervor por lo que hoy llamamos
"derechos humanos" que asombra. Quizá no sea una gran frase. De hecho, es breve. No dice mucho. Sólo se trata de saber leerla. De pensada. Detenerse en ella. Habla del hambre. ¿Cuánta gente padece o se muere de hambre en el terrible mundo de hoy? Discépolo, muy sencillamente, dijo: "y como todo el
drama del mundo empieza en el hambre, supongamos que toda la felicidad del mundo empieza en la
abundancia".


DISCÉPOLO Y EVITA DIALOGAN
Como vemos, en sus charlas no mencionaba ni a Perón ni a Evita. Sólo en la última menciona a Perón. Estaba muy solo y preocupado. El odio gorila no le perdonó nada. Lo mataron. Es cierto que no tuvo quién le respondiera. Pero no dijo mentiras. Podría haber dicho que había persecu­ción a los opositores. Autoritarismo. Que se había cerrado La Prensa. Pero creo que eso le importaba poco. Que veía en la oposición a ese peronismo de estómagos llenos, del chamamé de la buena digestión, al viejo país de la oligarquía mentirosa, represiva, fraudulenta y antipopular. Igual, lo mataron.
En el film Eva Perón, con Esther Goris y Víctor Laplace, dirigido por Juan Carlos Desanzo, escribí un encuentro ficcional entre Evita, en la cama, moribunda, y Discépolo, también moribundo, ya que moriría antes que ella, en 1951, destrozado por los ataques de sus enemigos.
Evita: Bueno, ¿y qué te pasa? Hasta al miserable de Apold lo tenés preocupado. Me llama por telé­fono: "Discépolo no da más. Véalo un rato. Ayú­delo" ¿Qué te pasa, Arlequín.
Discépolo: Perdí a todos mis amigos, señora.
Estoy más solo que un perro. Tengo enemigos. Me llaman por teléfono a las tres, a las cuatro de la mañana. Me amenazan.
Evita: Qué más. Discépolo: Esto.
De un pequeño maletín saca unos pedazos de varios discos de pasta. Son discos destrozados.
Discépolo: Son los discos de mis tangos, señora.
Me los mandan así, destrozados. Me mandan car­tas injuriosas. Y ahora ... el que está destrozado soy yo.
Evita: ¿y qué esperabas? ¿Flores? Los atacaste, te odian. Son así. No perdonan. Y odiar, saben odiar mejor que nadie. Te lo aseguro.
Discépolo: Pero hay algo en lo que tienen razón, señora.
Evita (casi indignada): ¿En qué?
Discépolo: Yo tuve la radio. Yo pude hablar.
Ellos no. No pudieron responder. Apold no les dio un solo espacio. Y usted lo dijo, lo acaba de decir: Apold es un miserable. Y yo me dejé mane­jar por él.
Evita: y sí, es un miserable, Pero una revolución no se hace sólo con ángeles como vos. También se hace con miserables. (pausa) Oíme, Arlequín: es muy simple: o hablan ellos o hablamos nosotros. Apold es un canalla, pero nadie como él para impedir que los contreras hablen. Lleva en el alma la pasión de silenciar a los otros.
Discépolo: Entonces me equivoqué, señora. La democracia ...
Evita: Mirá, no me pongas de malhumor. La democracia somos nosotros, los que estamos con el pueblo. Los demás son la antipatria. (Pausa.) Oíme, Discepolín, no te voy a mentir ahora. Mírate, mírame. Los dos nos estamos muriendo. ¿Cuánto pesás?
Discépolo: No sé. Pero las inyecciones ... ya me las tienen que dar en el sobretodo.
Evita (muy convencida, muy firme): Entérate, Discépolo: esto es una guerra.
Y una guerra no se gana con buenos modales. (Parodiando) "Vengan, señores. Usen las radios. Digan las mentiras de la oligarquía, las mentiras del antipueblo, las canalladas." ¡No! ¡Ustedes se callan, señores! Mientras yo pueda impedirlo ustedes no hablan más. (Pausa.) Decime, ¿qué pensás que van a hacer con nosotros si nos echan del Gobierno? Pensás ... ¿que van a ser democráticos, comprensivos, educados? Nos van a perseguir, a torturar, a prohibir. .. a fusilar. Ni el nombre nos van a dejar, arlequín. (Pausa.)
Andá y morite en paz. No te equivocaste. Las cosas son así. Algunos lo pueden tolerar. Otros no.
Díscépolo: Pero las cosas ... no tendrían que ser así, señora.
Evita (chasquea la lengua, fastidiada): No me vengas con mariconadas de poeta.
(Nota: José Pablo Feinmann, Dos destinos suda­mericanos, Eva Perón, Ernesto Che Guevara, Edito­rial Norma, Buenos Aires, 1999, pp. 122-123. Hay más reciente y accesible edición de bolsillo.)
¡Pobre Discépolo si no llegaba a morirse cuando se murió, temprano, dolorosamente, pero a tiem­po! No habría podido trabajar ni de acomodador ni de boletero. Eso, ni lo duden. La venganza de los "libertadores" no perdonó nada. Sin duda, el peronismo fue duro en sus prohibiciones. Muy duro y ahí
estaba la mano jacobina de Evita. Pero nadie puede decir en estatierra que el peronismo inventó las prohibiciones. La oligarquía vivió prohibiendo, excluyendo, haciendo elecciones fraudulentas. ¿O no eran prohibiciones los fraudes de la Concordancia? Así se hizo el país. Pero la Libertadora repugna por su cinismo. En un corto de la época aparecía un locutor de entonces, Car­los D'Agostino, esos tipos que se agarran a un momento histórico y dicen "ésta es la mía". Carli­tos D'Agostino hacía lo siguiente. Se oían muchas voces de la calle. Y él, muy sonriente, fingía tapar­se los oídos. Luego retiraba sus manos de ahí y feliz decía: "No, ¡si es el ruido de la democracia! ¡Hoy, todos hablan, todos opinan, porque vivimos en libertad!" Qué descaro. Perón no prohibió a ningún partido. Subió al gobierno en elecciones libres. Y los "democráticos", los "libertadores" prohibieron al partido mayoritario en nombre ... ¡de la democracia! Y todo se veía muy lógico en ese entonces. Los vieran a los radicales, a los socia­listas, a los democrataprogresistas. ¡ Todos de acuerdo! El patriarca del socialismo, don Alfredo Palacios, a quien vi dar una conferencia en Neco­chea, ¡de acuerdo! Habló todo el tiempo de la libertad. Y hasta recitó
un poema que la exaltaba. Había que prohibir al peronismo. ¡Era un peligro para la democracia! Canallas, pequeños, misera­bles hombrecitos, el peligro para la democracia era precisamente el contrario: era prohibir al peronis­mo. Pero si no lo prohibían el peronismo volvía. Porque la paradojaera que habían expulsado del poder al partido que tenía el abrumador apoyo del pueblo. Ahí empezó la tragedia argentina. Ahí, la necedad gorila decretó la muerte de Aramburu. La historia tiene sus persistencias. Los hechos no se desvanecen en el momento en que surgen. Que­dan. Perseveran. Y un día aparece un jovencito con un revolver y le dice a Aramburu que lo va a matar porque asesinó al general Valle. Palabra (asesinato) que Valle utiliza en su carta y con la que sella el destino de Aramburu. La tragedia argentina viene de lejos, es compleja, opaca, difícil de entender, y trágica. Parte de esa tragedia fue haberse devorado a Enrique Santos Discépolo, notable, puro, acaso ingenuo poeta argentino.
Orestes Caviglia, que había sufrido lo suyo, lo escupió en plena calle. Arturo García Bhur, actor (oli)garca, que haría una torpe película propagandística de la libertadora, de la que hablaremos, lo insultó.
Le llegaban infinidad de anónimos agra­viantes. (Nota: Consultar la excelente biografía de Sergio Pujol, Díscépolo, Emecé, Buenos Aires, 1996.)
Enrique era un flaco sensible, frágil, charla­tán, jodón, pero chiquito y pura sensibilidad. No pudo
aguantado, lo liquidaron en unos pocos meses. Quienes le enviaban los discos despedaza­dos eran sin duda quienes luego integrarían los "comandos civiles", niños de la oligarquía, de la alta clase media. Balbín, en un acto de campaña, Lo definió como a un "mantenido del peronismo". Le llegaban paquetes con excrementos. Entró en un profundo cuadro depresivo, llegó a pesar trein­ta y siete kilos. "Buenos Aires es una hermosa ciu­dad (dijo), para salir de gira." El 23 de diciembre de 1951 se murió. No todos lo
odiaban. Aníbal Troilo llegó al sepelio y lloró, desesperado, larga­mente sobre el cuerpo del poeta. Se dice que llegó una ofrenda floral de Evita que decía: "Hasta pronto". Homero Manzi -desde un sanatorio en que se moría decáncer-le dedicó unos versos a los que Aníbal Troilo les puso música. Así nació el tango Discepolín. Que terminaba diciendo:
"Vamos que todo duele, ¡viejo Discepolín!" El poeta de la desesperación, cuando creyó, lo hizo con tanta vehemencia como cuando decía que creer en Dios era dar ventaja, no aduló a nadie, no nombró a Perón ni a Evita, sólo en la charla final hay una mención a Perón, sólo ahí, lo que dijo fue lo que alegraba su corazón: la dignidad de los pobres, las casitas de ladrillos, el portland, las vaca­ciones, el pleno empleo. Se equivocó porque tal vez debió exigir que le pusieran a alguien que le respondiera. Difícil saber si eso hubiera amainado el odio que se lo comió. Después del '55, a tipos infinitamente menos talentosos que Discépolo, no hubo nadie para responderles, ni siquiera un perro que les ladrara un poco.



*José Pablo Feinmann
Peronismo: Filosofía política de una obstinación argentina.
nº 13. Discépolo y el peronismo.
-Fuente: Página/12. Domingo 17 de febrero de 2008.






La tierra incomparable*


(fragmento)

*de Antonio Dal Masetto



VEINTISEIS.



Habían ido a sentarse bajo la glorieta, en el patio de un barcito ubicado en la entrada del puente sobre el San Giovanni. No había otros clientes. Las atendió una mujer alta y sin edad, la cara larga y cuatro arrugas verticales en las mejillas que parecían surcos. Pasó con energía un trapo so­bre la mesa metálica y se quedó esperando, sin preguntar qué deseaban servirse.
Silvana pidió una botella de agua mineral, una jarrita de vino y unos bizcochos dulces.
-Me gusta este lugar -dijo-, nunca hay nadie.
Más allá del patio, a un costado de la casa, se veía una quinta con hortalizas y algunas gallinas escarbando la tie­rra. Volvió la mujer, dejó el pedido y se fue sin hablar.
-¿Un poco de vino? -preguntó Silvana.
-Una gota.
Le sirvió un cuarto de vaso. Agata se mojó los labios, saboreó y después lo tomó todo.
-Es rico-dijo.
-¿Otro poco?
-Pero sólo una gota.
Silvana sirvió para ambas. Se echó contra el respaldo de la silla, las piernas estiradas bajo la mesa, el vaso apre­tado con las dos manos contra el pecho y fue tomando su vino de a sorbos. Agata probó los bizcochos y dijo que es­taban ricos. Había mucha calma a esa hora; sólo de tanto en tanto pasaba un coche, cruzaba el puente, encaraba la cuesta del otro lado y se perdía en la primera curva. Veían el agua correr abajo, aunque el rumor no llegaba hasta ellas. Silvana volvió a llenar su vaso. Advirtió que también el de Agata estaba vacío y dijo:
-¿Una gota más?
Le sirvió sin esperar respuesta.
-Basta -dijo Agata-. Me van a tener que llevar.
-Yo la llevo a usted y usted me lleva a mí. Nos vamos cantando, como en sus tiempos.
-Lo único que me faltaba, imagínate, a mi edad.
-Salud -dijo Silvana.
Agata la miró y vio que en sus ojos se había diluido la dureza y la gravedad que los velaban siempre. Sin que le preguntara nada, Silvana empezó a contar de su trabajo, de algunos clientes, de ciertas manías y gustos suyos con respecto a la comida, la ropa, los horarios, el dinero, las amigas.
Hablaba mirando la parra sobre su cabeza. Las palabras fluían y una frase se sucedía a otra sin alteracio­nes, como en un rezo. Eran confidencias mínimas, detalles domésticos, trivialidades. Pero era justamente eso lo que le daba a Agata la medida y la importancia de ese momen­to de intimidad.
Pese a lo poco que conocía a Silvana, adi­vinaba que eran parecidas en cuanto al pudor y la reserva extrema con sus cosas personales. Se sentía cómoda y agradecida por esa expresión de confianza. Y a medida que pasaban los minutos y la voz de Silvana seguía, aquel abandono la fue contagiando y arriesgó preguntas e incursionó en territorios que en otras circunstancias no se hu­biese atrevido a tocar.
-Nunca mencionaste a tu padre.
Silvana dudó antes de hablar. Dijo que no lo había co­nocido. Las abandonó cuando ella andaba por los dos años. Le parecía tener algunos recuerdos, pero no estaba segura. No había fotos. Lo único que sabía de él eran las pocas cosas que le contó su abuela y que tal vez ni siquiera fuesen ciertas.
Nunca recibió noticias.
-Vaya a saber cómo es, vaya a saber por dónde anda -dijo.
Alguien apareció en la entrada del patio y las interrum­pió. Era un hombre joven, flaco, de pelo y barba descuida­dos. Permaneció ahí, como si no se animara a avanzar. Silvana lo conocía porque lo saludó y lo llamó por su nombre: Dino. El hombre contestó el saludo, fue a sentar­se en otra mesa, la más alejada, en un rincón, y se quedó mirándolas. Silvana levantó la jarra de vino, invitándolo. Dino aceptó con un gesto. Silvana llamó a la mujer y pidió un vaso. La mujer lo trajo, esperó que lo llenara y se lo al­canzó a Dino. Brindaron a la distancia y Silvana le presen­tó a Agata, dijo que era su amiga, que venía desde la Argentina y que estaba pasando una temporada en Trani. El hombre levantó el vaso en dirección a Agata. Silvana le preguntó cómo andaban sus cosas y él contestó que bien. Volvió a repetir la palabra bien un par de veces, con un énfasis exagerado y rió. Silvana lo acompañó asintiendo con la cabeza. Después hubo un silencio largo y cuando Silvana se volvió hacia Agata para reanudar la charla el hombre empezó a contar algo. Dijo que hacía un tiempo le había tocado trabajar en un criadero de pollos. Por al­guna razón Agata tuvo la impresión de que Silvana ya co­nocía la historia. Era un criadero grande, dijo Dino, había otra gente trabajando, familias enteras. El estaba con un compañero y tenían a su cargo cinco galpones. Había es­tado ahí una buena temporada, sabía todo acerca de po­llos, podían preguntarle lo que quisieran. Por ejemplo:
¿cuánto tardaban en alcanzar el peso óptimo para ser en­viados al mercado? Un pollo criado normalmente necesi­taba ocho meses. Cuando los criadores comenzaron con los híbridos redujeron el tiempo a noventa días. Después, gracias a los nuevos alimentos balanceados, bajaron a se­senta y cinco, y finalmente a cincuenta y cinco días. Aun­que sabía que últimamente los pollos daban el peso en menos tiempo todavía. Venían los camiones, se los lleva­ban y a empezar de nuevo con los pollitos. Los pollos no dormían nunca, comían día y noche, siempre con luz, na­tural o artificial. Algunos morían durante la crianza y otros en el traslado. Se ahogaban fácil. Si uno caía, los otros lo aplastaban. No tenían fuerza para levantarse. Eran bichos estúpidos, cuando hacía calor en vez de sepa­rarse se amontonaban. Y se ahogaban. En cada galpón ha­bía unos diez mil. Los rociaban con una especie de vapor húmedo para refrescarlos. ¿Sabían dónde iban a parar los pollos que morían en los galpones? Los comían ellos, los que trabajaban en el criadero. También los que se perdían durante el traslado en los camiones eran aprovechados, iban directamente al peladero. No se desperdiciaba nada. Si se apestaban los llenaban de antibióticos. Por eso a ve­ces la carne de pollo tenía tanto gusto a medicamentos. Les daban hormonas femeninas para que les creciera la pechuga. Había un matrimonio con chicos que trabajaban en el criadero desde hacía varios años. A los chicos, tres varones, se les empezaron a desarrollar pechos de mujer de tanto comer pollo con esas hormonas.
¿Nunca se pre­guntaron porque a los enfermos de cáncer se les prohibía la carne de pollo de criadero? ¿No lo sabían? Podían pre­guntarle a cualquier médico. Era muy común que algún pollo se lastimara y entonces los demás comenzaban a pi­cotearle la herida. La herida se iba agrandando y llegaba un momento en que el pollo caía, se arrastraba y final­mente se quedaba quieto
y miraba cómo los otros lo iban comiendo a picotazos.
Una vez él estaba en uno de los gal­pones haciendo su trabajo, llevaba pantalones cortos, se raspó una pierna con un alambre y le brotó una gota de sangre. Siguió trabajando y enseguida sintió varios picotazos en la lastimadura. Espantó a los pollos, trataba de mantenerlos alejados pateándolos, pero volvían y no lo de­jaban tranquilo. Quiso salir del galpón y no pudo porque la puerta se había trabado desde afuera. Su compañero no estaba, tardaría unas horas en volver. Así que se armó de paciencia, se colocó de espaldas contra una pared y siguió tirándoles patadas a los pollos. Pero siempre había alguno que lo sorprendía y lograba darle un picotazo. Unos meses después dejó el criadero y se dedicó a otra cosa. Pero nun­ca pudo sacarse a los pollos de encima. Ahora mismo lo volvían a acosar. Lo acosaban todo el tiempo.
Calló, tomó vino y Silvana le preguntó si soñaba con eso, si se trataba de un sueño. El dijo que a veces le pasaba soñando, pero en general le sucedía estando despierto. Es­taba ahí, contra la pared, defendiéndose, esperando. Y su compañero que nunca llegaba para abrir la puerta.
Ahora Dino sonreía. La expresión de su cara era de al­guien que carga una gran pena y se esfuerza por parecer ri­sueño.
-Pero en algún momento tu compañero llega -dijo Silvana.
Dino terminó su vaso de vino, se levantó y se dirigió ha­cia la calle.
-Al final tu compañero llega -insistió Silvana en voz alta.
Pero Dino salió del patio sin contestarle.
Quedaron otra vez solas y durante unos minutos no ha­blaron. Aquel hombre había llegado como una aparición a través de la luz del mediodía, se había sentado en la som­bra del rincón y después se había ido, y ahora Agata se preguntaba si alguien había estado realmente ahí hablando con ellas. Oyó la voz de Silvana que decía:
-Quizá esté en otro país, quizá esté muerto.
Tardó unos segundos en darse cuenta de que acababa de retomar el tema del padre.
Después Silvana dijo no era la desaparición de ese hom­bre en especial lo que a veces lamentaba, no era ese desco­nocido lo que extrañaba. Sino el haber sido privada de sa­ber lo que significaba tener un padre. Era un sentimiento que nunca conocería. Si se ponía a pensar en eso percibía como un vacío, la falta de algo, pero ignoraba qué era ese algo. ¿Cómo sería tener un padre? Nadie podía contárselo. Lo mismo que nadie podía explicarle los colores a un ciego de nacimiento.
-Mi única familia fue Carla.
-¿Y tu abuelo?
-Mi abuelo no era como lo cuenta Carla. Nunca estaba en casa. Andaba por ahí, hacía su vida.
Agata nombró a Vito. Dijo que ahora ella la tenía a Car­la y también a Vito. Silvana sacudió la cabeza y suspiró hondo.
-Vito, Vito, Vito -murmuró.
Levantó ambos pies y los apoyó sobre una silla.
-¿Quiere que le hable de Vito? -preguntó.
-Sí.
-Bien, ahí va.
Pero durante un rato no pronunció palabra y se que­dó mirando el parral. Después comenzó diciendo que, visto desde afuera, Vito aparentaba ser un hombre fuer­te, un gran optimista. Desbordaba entusiasmo. Era ta­lentoso, podía hacer cualquier cosa. Todo al mismo tiem­po y todo bien. Así era Vito. La gente quedaba deslumbrada al conocerlo. Pero se trataba sólo de una máscara. En realidad era un tipo oscuro, melancólico y sufrido. Ella lo sabía bien. No era más que un chico que se avergonzaba de confesar que no creía y que estaba lle­no de dudas y de miedos. Y entonces se esforzaba por exaltar y elogiar. Puro entusiasmo fabricado. A veces se preguntaba si Vito no seguía representando ese papel de hombre fuerte sólo para sostenerla, porque se creía en la obligación de protegerla:
-Dice que soy débil, que carezco de fe, que no sé hacia dónde voy. Lo repite todo el tiempo. Parecería que él está en el mundo nada más que para salvarme.
Silvana volvió a servirse vino. Agata le preguntó cómo se habían conocido.
-Nada especial. Nos presentaron. Desde el comienzo, desde la primera vez que hablamos, Vito adoptó una acti­tud de amabilidad hacia mí. La misma postura que sigue manteniendo hasta hoy, después de seis años. No sé cómo describirlo. Decidió ser amable conmigo.
-¿Amable? -preguntó Ágata.
-Algo así.
No hubiese podido definirlo como amor, ni afecto, ni respeto, siguió diciendo Silvana. Tampoco se trataba sólo de una suma de consideraciones y atenciones y gestos ge­nerosos:
-Es más complejo.
Silvana movió ambas manos por encima de la mesa.
Amasaba el aire, en un intento de dar forma a lo que que­ría expresar:
-Es su vida siendo amable con mi vida.
Las manos de Silvana se aquietaron:
-Yo acepté.
Ese era el acuerdo que los unía. Amabilidad y acepta­ción de la amabilidad. En cuanto al resto, coincidían en pocas cosas. Por ejemplo, ella no soportaba la gente con la que Vito simpatizaba, y viceversa. Así que no tenían ami­gos comunes. Cuando estaban juntos jamás había otras personas con ellos.
-¿Se entiende algo? -preguntó.
Agata no estaba segura de estar entendiendo. Lo que sí sabía era que esta versión de Vito no coincidía con la que Silvana le contó la tarde en que habían ido al Pozo. Y tam­bién era diferente de la del día en que habían visitado el Monumento a los 42. Se preguntó cómo sería Vito en reali­dad. La imagen que ahora trataba de armar en su cabeza estaba llena de contradicciones.
-Quiere conocerla -dijo Silvana.
-¿Quién?
-Vito.
-¿A mí?
-Le hablé de usted. Le conté lo que hacemos, lo que hablamos. Me pidió que la lleve a Coseno. Está invitada a almorzar. Quiere preguntarle cosas, quiere escucharla hablar.
Agata la miró con curiosidad.
-Dice que usted es la memoria -siguió Silvana.
-¿La memoria?
-Así habla Vito. Siempre dice cosas importantes. Dice que la memoria es todo. Le va a pedir que pose para él. Es­tá pintando un gran cuadro, con tres figuras femeninas de diferentes edades. Le falta la cara de una. Dice que es su cara.
-No me conoce.
-No importa. Está seguro de que usted es la modelo que necesita.
-¿Yo modelo de un pintor? Me da vergüenza.
-Pensaba ir mañana. ¿Quiere venir?
-¿Y tengo que posar?
-Si quiere.
-Entonces primero tengo que ir a la peluquería -dijo Agata riendo.
Silvana levantó un brazo, apareció la mujer y le pidió un poco más de vino. Se volvió hacia Agata:
-¿Ya está lista para cantar?



*de La tierra incomparable, © Editorial Planeta (1994), © Antonio Dal Masetto.







*

Queridas amigas, queridos amigos:


El domingo 24 de febrero del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor chileno Javier Farías Caballero. Las poesías que leeremos pertenecen a Omar Darío Gallo Quintero (Colombia) y la música de fondo será de Bandolas de
Venezuela. ¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!



REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com
Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067



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