viernes, febrero 29, 2008

SE HABÍAN EXTRAVIADO PARA SIEMPRE...


Menos que el circo ajado de tus sueños*


*Roberto Juarroz


"Menos que el circo ajado de tus sueños
y que el signo ya roto entre tus manos.
Menos que el lomo absorto de tus libros
y que el libro escondido
de páginas en blanco.
Menos que los amores que tuviste
y que el tizne que alarga los amores.
Menos que el dios que alguna vez fue ausencia
y hoy ni siquiera es ausencia.
Menos que el cielo que no tiene estrellas,
menos que el canto que perdió su música,
menos que el hombre que vendió su hambre,
menos que el ojo seco de los muertos,
menos que el humo que olvidó su aire.

Y ya en la zona del más puro menos
colocar todavía un signo menos
y empezar hacia atrás a unir de nuevo
la primera palabra,
a unir su forma de contacto oscuro,
su forma anterior a sus letras,
la vértebra inicial del verbo oblicuo
donde se funda el tiempo transparente
del firme aprendizaje de la nada.
y tener buen cuidado
de no errar otra vez el camino
y aprender nuevamente
la farsa de ser algo."



*Roberto Juarroz (Argentina, 1925-1995)
*Fuente: El Poder de la Palabra www.epdlp.com






SE HABÍAN EXTRAVIADO PARA SIEMPRE...





INTERNET Y EL CAJÓN FALSO DE LA COCINA*
Crónicas del Hombre Alto (nº 37)



La cocina del departamento donde transcurrió mi infancia tenía una mesada de mármol, debajo de la cual había una estructura de madera compuesta por tres puertas y dos cajones. Tal falta de equivalencia numérica tenía su explicación: la tercera puerta quedaba justo debajo de la bacha, por lo que la hipotética presencia de un cajón entre ambas hubiese resultado inviable. Sin embargo, sea por estética o por neurótica compulsión hacia las simetrías, el encargado de diseñar la cocina había colocado en el lugar un cajón falso. Es decir, una apariencia de cajón allí donde en realidad no lo había. Uno observaba, sí, un rectángulo que tenía las mismas dimensiones de los otros dos que estaban a su izquierda, pintado con el mismo color verde loro y hasta con idéntica protuberancia esférica y rugosa en el centro, pero era sólo una fachada ilusoria.
Vaya a saber por qué peregrina razón, en algún momento de mi niñez pergeñé la fantasiosa teoría de que a aquel cajón sellado iban a parar todos los objetos que se nos perdían (sí, yo era un niño raro; solía tener pensamientos de esta naturaleza). Básicamente, especulaba con la idea de que allí estuviese guardada una pelota de plástico a rayas que el viento había alejado de mí años atrás llevándola irremediablemente hacia las aguas de la Laguna Setúbal.
Obviamente -¿hace falta aclararlo?- es imposible abrir un cajón que no existe, de modo que mis propósitos reivindicatorios jamás pudieron ser cumplidos.

* * *

Cuando yo tenía 10 u 11 años, se puso de moda una canción en inglés que se llamaba "Lady in blue" ("La dama de azul"). A mí me gustaba. No era mi favorita, pero me resultaba placentero escucharla. Me recuerdo claramente frente a la vidriera de una disquería de la peatonal, contemplando el afiche desde el cual un hombre rubio y sonriente promocionaba el disco. Recuerdo también que, vaya uno a saber por qué peregrina razón, en ese momento me pregunté si cuando yo creciera me seguiría gustando esa canción, si ese hombre rubio seguiría siendo famoso, y hasta me imaginé consultándole a mi hijo qué le parecía la música que yo escuchaba a su edad (sí, yo era un niño raro; solia tener pensamientos de esta naturaleza).
El incansable andar del tiempo hizo que me olvidara de la melodía y, cosa extraña en mí, hasta del nombre de aquel cantante que -¿hace falta aclararlo?- no quedó instalado en la memoria colectiva de los argentinos.

* * *

Nunca en los siete años que llevo como navegante del ciberespacio me llamó la atención el difundido hábito de bajar música de Internet. No sé, supongo que quedó martillando en mi cabeza el comentario de alguien que me advirtió sobre la extrema lentitud que puede implicar el proceso para quien -como en mi caso- carece de banda ancha (dato suficiente este de la lentitud para ahuyentar a un sujeto ansioso como yo). O tal vez, me ganó el prejuicio de suponer que la música a la que se podía tener acceso era la misma que uno puede escuchar en las radios, es decir, la que se pone de moda, la que responde a las leyes del mercado.
Hace unos meses, sin embargo, mi hijo me hizo una elocuente demostración práctica de todas las maravillas de jazz, blues y bossa que había conseguido almacenar en su computadora gracias a Internet, y mi visión del asunto cambió por completo. Es más, la revelación me impactó de tal modo que, al día siguiente, ya había descargado en mi propia PC el programa necesario, dispuesto a ponerme manos a la obra cuanto antes.

* * *

Soy un tipo que mira mucho hacia el pasado. Quizás por ser un individuo extremadamente memorioso, siento que cargo con él como si fuera una parte viva más de mi presente. Hasta diría incluso que soy posesivo con mi pasado. No colecciono objetos en forma indiscriminada (de hecho, destilo bastante indiferencia hacia la mayoría de ellos) pero tengo, sí, una marcada inclinación a conservar determinados testimonios que considero representativos de diferentes etapas de mi vida. Supongo que su tenencia me brinda una especie de seguridad simbólica, la impresión de que soy capaz de impedir que los días que voy viviendo se me escurran así nomás. Impresión, claro está -¿hace falta aclararlo?- que se hace añicos apenas uno se pone los anteojos cínicos de la racionalidad para ver las cosas de este mundo.

* * *

No soy ingenuo; me conozco demasiado. Sabía que no iba a ser fácil encausar mis afanes de melómano virtual en un esquema preestablecido. Hubo, sí, un plan inicial de rastrillaje cibernético que cumplí con admirable prolijidad, y que me permitió completar sucesivamente un compilado de temas de la Bersuit, otro de Divididos y un tercero de Los Piojos. Sin embargo, tanto rigor no tardó en resquebrajarse y, previsiblemente, mis búsquedas terminaron adquiriendo muy pronto un errático matiz de arqueología musical.
Al principio tímida, casi pudorosamente; luego con insaciable voracidad, me lancé a rastrear canciones ligadas a los años '70, intentando bosquejar con ellas un impreciso mapa emocional de mi infancia. Mi exploración tuvo resultados altamente satisfactorios: reencontré la música de series entrañables -"Baretta", "Dos tipos audaces", "El hombre nuclear"-, volví a escuchar a Donna Summer cantando el tema de la película "Abismo", me conmoví otra vez con el italiano de "Albatros" que clama desesperado "¡Sandraaaaaaa, ti amooooo!" en el final de "Vuelo AZ 504", y compartí el lamento de Los Brincos porque "Eva María se fue / buscando el sol en la playa".
Una noche, vaya a saber por qué peregrina razón, me acordé de "Lady in blue". Me vino a la memoria el remoto episodio de la vidriera y sentí que estaba ante un desafío mayúsculo. ¿Sería posible hallarla? ¿Habría alguien en algún ignorado punto del planeta que tuviera justamente esa canción guardada en su computadora? Sin querer ilusionarme demasiado, escribí las palabras mágicas en el buscador y, para mi gran asombro, en cuestión de segundos no sólo apareció en la pantalla el título de la canción requerida, sino también el nombre olvidado de su intérprete: Joe Dolan. Me pareció estar rozando los límites de lo verosímil. Por supuesto, inicié la descarga de inmediato y, al cabo de unos minutos de exasperante espera, volví a escuchar, después de más de treinta años, aquella melodía pegadiza y la voz algo chillona que la entonaba.
Quedé fascinado. No con la canción en sí (que, como suele suceder en estos casos, ahora no me parece tan bonita), sino por el prodigio de haber podido rescatarla de la nada. Y aunque sé que todo retorno al pasado es fatalmente imperfecto e incompleto, aunque sé que los paraísos perdidos no se recuperan jamás, aunque bien sé que mi pelota de plastico a rayas se extravió para siempre en las aguas de la laguna, en ese momento sentí que, en cierta forma, yo acababa de abrir al fin aquel cajón falso de la cocina.
Y sí, soy un adulto raro; suelo tener pensamientos de esta naturaleza.




*de Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@ciudad.com.ar







La tierra incomparable*


(fragmento)

*de Antonio Dal Masetto



VEINTINUEVE.



Silvana reclinó la cabeza sobre el hombro derecho -un gesto infantil que Agata le había visto varias veces y que ahora asociaba con una manifestación de complicidad y afecto- y dijo:
-¿Hoy adónde quiere que vayamos? Agata abrió los brazos, dudó.
-¿Conoce Torcona? -preguntó Silvana.
-No.
-Hay un castillo. Salimos ahora y volvemos a la noche. Es un lindo viaje.
-Está bien. Yo me dejo llevar. Para mí todo es nuevo.
-¿Qué conoce de Italia?
-Casi nada. El puerto de Génova, cuando me fui. Roma, ahora. Nunca había salido de acá. Sólo para ir al pue­blo donde vivían mis suegros, en el Veneto. Cuando me ca­sé fuimos a visitarlos y después pensábamos ir a Venecia. Ese iba a ser nuestro viaje de bodas. Pero mi suegro no pa­raba de organizar comidas en nuestro honor y para los gastos nos pedía plata a nosotros, porque siempre andaba sin un centavo. Así que pasaron los días, se nos acabó el tiempo y también la plata, y tuvimos que volver sin ir a Ve­necia. Después nunca más pudimos hacer aquel viaje.
-¿Cuánto más se quedará en Italia?
-No mucho más. Se me van acabando los días.
-¿Piensa quedarse todo el tiempo en Trani?
-¿Adónde podría ir?
-A Venecia.
Agata sonrió.
-¿Le gustaría? -preguntó Silvana.
Agata volvió a sonreír:
-Claro que me gustaría.
-Entonces vamos. Yo la invito. Así hará su viaje de bodas.
-Un poco tarde.
-Venecia no cambia, pueden pasar cien años, siempre está igual.
Agata se quedó pensando, disfrutando de la idea y la posibilidad.
-Después la llevo hasta Roma -insistió Silvana.
Agata pensó un poco más.
-Tendría que organizarme -dijo por fin.
-¿Organizar qué? Sólo tenemos que decidir el día.
Torcona no era cerca. Comenzaron a ver la ciudad bastante antes de llegar, sobre la cima de un cerro, aparecien­do y desapareciendo con las curvas del camino: un grupo de construcciones grises, apretadas como un puño contra el cielo, rodeadas por una muralla almenada. Tuvieron que subir durante un buen rato. Dejaron el coche en un espa­cio plano. Cruzaron la muralla por una puerta antigua, madera e hierros Y cadenas, de una altura y un espesor que a Agata la impresionaron. Después siguieron trepando por calles angostas Y empinadas, todo piedra, peldaños Y corredores que se abrían a derecha e izquierda: la ciudad entera parecía una fortaleza. Las callejuelas giraban y giraban y siempre desembocaban frente al cielo.
De vez en cuando se cruzaban con alguna pareja, con algún grupito. Se notaba que eran turistas, llevaban cáma­ras fotográficas. Casi no se veían lugareños: una mujer sa­cudiendo ropa en un balcón, un viejo que había sacado una silla a la puerta de calle, otro que trepaba, muy lento, ayudándose con un bastón, por la rampa que llevaba a una iglesia.
Visitaron esa iglesia, después otra, y otra más donde, al­to frente al altar, en un sarcófago de tapa transparente, es­taba el cuerpo incorrupto de un santo. Finalmente fueron al castillo, imponente y sombrío, con ventanas que daban al precipicio. Producía vértigo asomarse. Apareció una mujer que las fue guiando y haciendo un poco de historia. Estuvieron un tiempo largo recorriendo salas y pasillos, deteniéndose en las vitrinas, frente a las pinturas, los mue­bles, las estatuas, las armas y las armaduras. Era intere­sante oír a la mujer hablar de los personajes retratados, de costumbres, ropas, comidas, utensilios domésticos, jugue­tes, con la misma familiaridad con que hubiese contado de su propia casa y de parientes suyos.
Cuando salieron Silvana dijo: -Tengo hambre.
Se sentaron en un barcito que no tenía más de seis me­sas, con una terraza sobre un huerto en declive. Hacia aba­jo seguían las laderas con viñedos y después, en el valle, los rectángulos de campos, atravesados por la línea oscura de una ruta y los coches corriendo como hormigas. Del otro lado del valle una ondulación de colinas se esfumaba en la neblina plateada.
-¿Le gusta? -preguntó Silvana.
Se oyeron las campanas de una iglesia y sólo entonces Agata se dio cuenta del gran silencio que las rodeaba. Esta­ban muy alto y el aire era dulce.
Eran las únicas clientas. Comieron pizza. Después tomaron café. Salieron, bajaron hasta la muralla, la recorrie­ron durante un tramo y volvieron a subir. Había mujeres sentadas en los umbrales. De vez en cuando, nuevamente las campanas. Se detuvieron a leer una placa de mármol en un muro. Decía: "Quien transite esta calle solitaria debe saber que por aquí caminaba el místico cristiano Piero Ansaldi. Jamás el pensamiento humano estuvo tan cerca de Dios".
La calle daba a un puentecito de piedra, sobre un cauce seco que bajaba entre las casas. Pasado el puente desembo­caron en una plazoleta que se llamaba Giordano Bruno. Había una construcción sólida y gris, planta baja y primer piso, con un cartel que anunciaba una exposición de ins­trumentos de tortura. Agata se detuvo:
-¿Entramos?
-¿Seguro que quiere ver esto?
-Sí.
Adentro, el edificio no difería de lo que había sugerido
su aspecto exterior. Grandes salas en penumbras, paredes de piedra, ventanales enrejados. Y los instrumentos. Ape­nas cruzaron la puerta, en Agata hubo una señal de alerta. Lo que habían visitado hasta ese momento, el castillo, las iglesias, inclusive las casas y las calles, las había mirado, también ella, con la curiosidad y el desapego de una turis­ta. Pero ahí adentro le resultaba imposible mantener la misma distancia. Había leído alguna vez sobre esos instru­mentos, había visto grabados, pinturas, fotos. Enfrentados era otra cosa. Estaban ahí, a centímetros de distancia, no como cosas del pasado, sino instalados en el presente, con una permanencia grosera y maligna, con su poder intacto, listos para ser usados. Eran rústicos instrumentos pensa­dos para el sufrimiento. Hierro y madera y soga. Los mis­mos materiales con que se habían fabricado carros, moli­nos, arados y tantas cosas. Las mismas manos. Tal vez fuese esa evidencia lo que primero impactaba al acercarse: comprobar los rastros de la mano del hombre en la elabo­ración de aquellos objetos macabros. Huellas dejadas por el cuerpo que había trabajado y sudado para el dolor de otros cuerpos. Se podía ver el golpe impreciso del hacha en la madera o la marca del martillazo que había cerrado un anillo de hierro. Palos emparejados, hierros trabajados, afilados. Marcas que habían sido hechas por manos como las de uno. Agata podía tocar esas marcas.
Andar por aquellas salas, subir aquellas escaleras, era como un mal sueño. Junto a cada instrumento, un texto adherido a una tabla explicaba los diferentes usos. Para mejor comprensión, algunos grabados ilustraban los tex­tos. Agata leía y volvía a mirar los instrumentos. Había una larga serie de toscas tenazas y pinzas que, según el forma­to, se aplicaban para arrancar uñas, pezones, órganos ge­nitales masculinos o trozos de carne de otras partes del cuerpo. Una, que constaba de cuatro puntas, estaba espe­cialmente pensada para los pechos de mujer. Se llamaba el destrozasenos. Generalmente, explicaba el texto, eran ca­lentadas al rojo vivo.
Había bancos de estiramiento. La víctima era acostaba con los tobillos fijados por dos anillos y las muñecas ata­das a un eje. El eje, al girar, iba produciendo un lento des­garramiento de las articulaciones y los músculos, logrando un estiramiento que podía llegar a los treinta centímetros. Bajo el cuerpo del condenado unos rodillos giratorios con puntas metálicas complementaban la tortura.
Estaba el caballete, reservado para las sospechosas de brujería. La condenada era colocada boca arriba, sobre una tabla filosa cruzada bajo su espalda a la altura de la cintura, de manera que esa parte de su cuerpo quedaba bastante más elevada que la cabeza y los pies. Se le intro­ducía un embudo en la boca y se la obligaba a ingerir gran cantidad de agua. Después los verdugos comenza­ban a saltar sobre su vientre para producir la expulsión del líquido. Repetían el procedimiento hasta que las rup­turas de vasos internos y las hemorragias acababan con la vida y el suplicio.
Estaba la parrilla, con forma de cama, sobre la cual eran atados los herejes. Se colocaba un brasero debajo y, cuando las carnes comenzaban a abrirse y aparecían los huesos, el cuerpo era desmembrado con largas pinzas.
Había unos sofisticados instrumentos que recibían el nombre de pera oral, rectal y vaginal. Luego de su introduc­ción, un mecanismo a rosca los iba abriendo en tres péta­los de puntas cortantes que servían para reventar el fondo de la garganta, del recto o del interior de la vagina. La pera vaginal era reservada a las mujeres acusadas de haber teni­do relaciones sexuales con Satanás o con alguno de sus adeptos.
Estaba la horquilla del herético, cuyas puntas eran clava­das profundamente en la carne, las superiores bajo el men­tón, las inferiores en el esternón, impidiendo todo movi­miento de la cabeza. La víctima, mientras esperaba la hora o el día de ser llevada a la hoguera, era obligada a repetir continuamente la palabra abjuro.
Estaba la mordaza metálica: con este instrumento se evi­taba que los gritos de los condenados al fuego, mientras ardían, molestasen a los espectadores y la ejecución de la música sacra que acompañaba esas ceremonias.
Estaba la rueda, colocada sobre la punta de un palo, a la que se ataba el condenado después de haberle quebrado los huesos con una maza, aunque evitando las heridas mortales, para que el suplicio se prolongase lo más posible.
Estaban el garrote vil, la jaula, el caballete español, la sie­rra. Había mucho para ver en aquel caserón gris.
Recorrieron la planta baja, la planta alta, después salie­ron a la calle y respiraron otra vez el aire dulce del otoño. Cruzaron el puentecito sobre el cauce seco y volvieron a pasar bajo aquella placa en la pared, con la reflexión sobre el pensamiento humano y su posibilidad de acercamiento a Dios. Subieron durante un trecho y fueron a sentarse en la escalinata de una iglesia. La luz decaía rápido. Se quedaron ahí, descansando.
Silvana habló:
-Conocí a una muchacha argentina, hace unos cuan­tos años, cuando estaba estudiando en Milán. Se llamaba Marta, trabajaba de camarera en un restaurante. Se había escapado de la Argentina. Me contó cosas de allá.
Calló y volvió a hablar:
-También me contó una historia de cuando era chica. ¿Quiere escuchada?
-Sí -dijo Agata.
Marta tenía una hermana melliza, Susana. Cuando eran chicas, los padres las llevaban a veranear al mar. Marta re­cordaba esos años como una época feliz. Las mellizas siempre se perdían en aquella playa llena de gente. No había día en que no se perdieran. Los turistas ya las cono­cían, se avisaban unos a otros: "Otra vez se perdieron las mellizas". Encontraban a una: "¿Vos cuál sos?". Se pasa­ban la voz de grupo en grupo: "Encontramos a Susana, hay que buscar a Marta". Así cada día. La gente se acos­tumbraba y aquello se convertía en un juego. Para las dos nenas era un placer perderse. Si a veces se asustaban, si había pánico, eran recompensadas en el momento del re­greso a la seguridad de los padres. Las amenazas de casti­gos no importaban. A tal punto que al principio se perdían realmente y después se escapaban lejos a propósito. Hasta llegaron a mentirle a la gente con respecto a sus propios nombres, se hacían pasar una por otra. Esto le añadía una sabor nuevo a la sensación de extravío y de aventura. Po­dían arriesgarse Y ponerse a prueba porque sabían que al final siempre las encontraban. La vida era eso: el miedo, la excitación, la protección.
En el bar de Milán, mientras le contaba esa historia a Silvana, Marta reflexionaba que entonces nadie hubiese podido sospechar que aquellos sobresaltos iniciales se re­petirían un día, que aquel juego era un preámbulo, un en­sayo, el anticipo de extravíos futuros, de pérdidas reales, que después vendría el final de todo juego y toda protec­ción. Pasó el tiempo, las nenas se convirtieron en mujeres y, como muchos otros, tuvieron que huir del país y se fue­ron lejos. Se perdieron por el mundo y ya no hubo quien las reencontrara ni las llamara por sus nombres y las lleva­ra de vuelta a un lugar de seguridad. Se habían extraviado para siempre. Lo curioso, lo atroz, había dicho Marta esa noche de Milán, era que aquel mar mítico, aquella playa mítica de la niñez, era el sitio donde veraneaban los que mandaban en su tierra, los señores del poder, los dueños de la vida y de la muerte. Marta sentía que no sólo la ha­bían despojado de su país sino también de su infancia.
-Me acuerdo del nombre de la playa: Chapadmalal -di­jo Silvana-. Es un nombre difícil. Será por eso que nunca me lo olvido.
Agata no dijo nada. Pensaba en la historia que acababa de escuchar y en muchas otras. Pensaba en su propia historia. Recordó una vez más el barco sobre el que había leí­do en Roma. El mundo estaba lleno de gente que había perdido su lugar.
Se habían encendido los faroles. No había gente alrede­dor y las callejuelas que partían desde la plaza eran como agujeros en los muros. Algo emergió de la sombra. Un jo­robado. Un jorobado enano. Los brazos le colgaban largos a los costados. Tanto que las manos parecían rozar o arras­trarse por el suelo. Avanzó unos pasos hacia el centro de la plazoleta en declive. Se detuvo y se quedó ahí, como exponiéndose.
Entonces Agata tuvo la sensación de haber dejado su mundo para ingresar en otro, donde aquella casa gris y sus instrumentos de tortura volvían a tener vigencia. Fue como si los fantasmas que momentos antes habían asaltado su imaginación vinieran a manifestarse a través de aquella imagen deforme, para comunicarle que no habían pasado, que ahí estaban, siempre presentes, siempre activos. Y a través de ella dijeran: "Nada ha cambiado, nada cambia­rá". Llegada a través del tiempo, quieta en la plaza de piedra, aquella imagen del jorobado era como la visita de una amenaza.
Silvana estaba sentada de espaldas al centro de la plaza.
Percibió la tensión de Agata y preguntó: -¿Qué está viendo?
Giró la cabeza y también ella se quedó mirando. El jo­robado siguió ahí unos minutos más, una figura oscura e inmóvil en aquel paisaje medieval. Después se escurrió ba­jo una de las arcadas y se sumergió en la noche. Entonces la plaza estuvo más vacía que antes, nuevamente tocaron las campanas y Silvana levantó el brazo para mirar la hora a la luz del farol.



*de La tierra incomparable, © Editorial Planeta (1994), © Antonio Dal Masetto.







En tercera persona*



Mira sin presentir mi impotencia
tal vez ni siquiera mira
en un punto lejano, detrás de todos
clava sus ojos en escuadra
mueve su boca robótica
su voz neutra comienza a deshumanizarse
diciendo que por causas que se tratan de esclarecer
la niña del diario de ayer apareció tirada ahí
en una calle sin nombre ni numeración
con sus ojos campesinos abiertamente quietos
y que por las heridas que presentaba el cuerpo
podría haber sido abusada antes de entrar en coma
quedando mechones ensangrentados cerca del lugar
siendo las pericias y la autopsia final
las que determinen las causas del óbito

Pedazo enormidad dicha sin puntos ni comas
sin repetir y sin soplar
ahonda lo siniestro de su uniforme
su mirada anodina se evade sin piedad
todo impecable y televisivo
relatado en perfecta tercera persona
o en cuarta.

Eso jamás le sucedería a él
sólo le ocurre a los otros.



*© diana poblet. yosoydian@yahoo.com.ar
http://remontandosoles.blogspot.com
http://diana-poblet.blogspot.com/








Viernes, 29 de Febrero de 2008
No, pero sí*



*Por Juan Gelman


Washington y Moscú no se cansan de proclamar que la Guerra Fría no ha vuelto. Tal vez. Lo cierto es que en el plano militar actúan como si la hubiera. La Casa Blanca insiste en ubicar parte de su escudo antimisiles mundial en Polonia y la República Checa. El Kremlin ha advertido que, si eso ocurre, suspenderá su participación en el tratado de limitación de las fuerzas armadas convencionales y, más grave aún, que apuntará sus misiles contra esas dos naciones. ¿Y la población civil? Bien, gracias. La lógica de las grandes potencias no sólo es peculiar, es nuclear. Se recuerda la teoría de Huxley: el progreso tecnológico sólo nos ha provisto de medios más eficientes para avanzar hacia atrás.
Es notorio que EE.UU. procura imponer al planeta su dominio mediante el uso o la amenaza de la fuerza, incorporando a su empeño a las ex repúblicas soviéticas. Esta concepción unipolar choca con una realidad: Rusia, aunque debilitada, recompuso su economía después de Yeltsin y sigue poseyendo un
considerable arsenal nuclear y un vasto territorio, para no hablar de un manejo político de sus reservas de petróleo y gas natural que obstaculiza el avance estadounidense en los países que alguna vez dependieron de la URSS.
La instalación del escudo antimisiles en Europa central persigue obviamente el objetivo de intimidar a Moscú so pretexto de que serviría para detectar y destruir los presuntos misiles de cabeza nuclear que Irán no tiene.
La cuestión no se presenta fácil para el gobierno de Bush. La instalación del radar en la República Checa debe ser aprobada por un Parlamento dividido en partes iguales entre el oficialismo y la oposición. Lubimir Zaoralek, futuro ministro de Relaciones Exteriores si el partido socialdemócrata
llegara a ganar las próximas elecciones, señaló que Washington tiene una "percepción falsa" del peligro que Irán significa para Praga y el 70 por ciento de los checos se manifiesta contra ese plan (The Financial Times, 22-1-08). "Este proyecto no es polaco, es estadounidense. No nos sentimos amenazados por Irán", declaró a su vez Radek Sikorski, ministro de Relaciones Exteriores de Polonia, país donde el rechazo de la sociedad civil alcanza el 55 por ciento (The Guardian, 11-1-08). Y luego planea sobre estos gobiernos una incertidumbre: quieren seguridades de que el proyecto seguirá adelante si los demócratas ganan las elecciones de noviembre en EE.UU.
La "Iniciativa Bases No" (IBN) gana consenso entre los checos. "La realización del plan de EE.UU. no ampliará la seguridad, por el contrario: traerá nuevos peligros e inseguridades. Aunque se lo califica de 'defensivo', en realidad permitirá que EE.UU. ataque a otros países sin temor a represalias", se lee en la Declaración de Praga 2007 que emitió la IBN (www.abolition2000@europe.org). En noviembre pasado organizó densas manifestaciones contra el escudo antimisiles en Praga y Brno, y se preparan otras frente a las embajadas checas en varias ciudades europeas. Este movimiento por la paz es más débil en Polonia, pero Varsovia no ha logrado aún que Washington concrete el ofrecimiento de fortalecerle la defensa antiaérea. Al término de la reunión del 1º de febrero de este año entre Condoleezza Rice y Sikorski, el portavoz del ministro polaco señaló que "definitivamente no hay acuerdo" en el tema (The Washington Post, 2-2-08). "En última instancia habrá que venderle (el proyecto) a la gente", remachó.
Como solía decir H. L. Mencken, siempre hay una solución para todo problema humano: elegante, plausible y equivocada.
La OTAN, por su parte, no se queda atrás del Pentágono: patrocinó la redacción de un informe titulado "Hacia una estrategia central para un mundo incierto: renovar la asociación transatlántica" (www.csis.org). Los ex jefes de Estado Mayor general John Shalikashvili (EE.UU.), general Klaus Naumann (Alemania), mariscal de campo Lord Inge (Reino Unido), almirante Jacques
Lanxade (Francia) y Henk van den Breemen (Países Bajos), elaboraron dicho informe en el que se propone el empleo preventivo de armas nucleares como "instrumento final de una respuesta asimétrica" al terrorismo (www.noaber.com, diciembre de 2007). Si se toma en cuenta que el Pentágono ha preparado planes similares sin descartar su aplicación a Rusia y China, no es muy alentador para la humanidad lo que en el horizonte asoma.
Los autores del informe para la OTAN justifican de manera muy curiosa el lanzamiento anticipado de bombas nucleares: consideran que "la guerra nuclear podría muy pronto ser un hecho posible en un mundo cada vez más brutal". Cabe preguntarse si piensan arrojarlas sobre la Casa Blanca.


*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-99858-2008-02-29.html





Las Manos*


*de Vicente Aleixandre


Mira tu mano, que despacio se mueve,
transparente, tangible, atravesada por la luz,
hermosa, viva, casi humana en la noche.
Con reflejo de luna, con dolor de mejilla, con vaguedad de sueño
mírala así crecer, mientras alzas el brazo,
búsqueda inútil de una noche perdida,
ala de luz que cruzando en silencio
toca carnal esa bóveda oscura.

No fosforece tu pesar, no ha atrapado
ese caliente palpitar de otro vuelo.
Mano volante perseguida: pareja.
Dulces, oscuras, apagadas, cruzáis.

Sois las amantes vocaciones, los signos
que en la tiniebla sin sonido se apelan.
Cielo extinguido de luceros que, tibios,
campo a los vuelos silenciosos te brindas.

Manos de amantes que murieron, recientes,
manos con vida que volantes se buscan
y cuando chocan y se estrechan encienden
sobre los hombres una luna instantánea.



*Fuente: LUNA NO CONQUISTADA. http://www.metroflog.com/Lunanoconquistada



*

Queridas amigas, apreciados amigos:


El domingo 2 de marzo del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor argentino Ezequiel Viñao. Las poesías que leeremos pertenecen a Raúl Tápanes López (Cuba) y la música de fondo será de Machu Picchu (Andes). ¡Les
deseamos una feliz audición!

ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!

REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!



YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067





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