viernes, febrero 15, 2008

EL MUNDO ERA UNA BURBUJA LLENA DE SOL...


EL MUNDO ERA UNA BURBUJA LLENA DE SOL...



POEMAS DE Gerold SCHODTERER


¿PODEMOS SER VERANO SIEMPRE?[1]



Primero un soplo, después siempre más recio
amarillo, rosa, verde, blanco, rojo, azul, violeta.
Cantos de aves después del silencio.

Primavera.

Los primeros capullos aparecen.
Ha llegado el tiempo de mirar alrededor.
Posibilidades insospechadas.
Tiempo para el arranque.
Tiempo de desarrollarse.
Comenzar cosas nuevas planeadas desde antes.

Prosperidad abundante.
Calor.
Torrente de vida que se regala.
El olor a heno.
Susurros de viento en las coronas de hojas poderosas.
Cortina brumosa, sofocante
delante de las líneas dentadas de las cimas.

Verano.

Fuerza única desbordante, pulsante tiempo de madurez.
Tiempo para los quehaceres.
Tiempo para realizaciones y crecimientos.
Tiempo para el concierto de los grillos.

Los primeros hilos invisible en el rostro.
Noches frías – hileras de niebla.
Colores fuertes de la madurez.
Colores solemnes, impresionantes de lo que se va muriendo
como un signo del ciclo eterno, discretos,
los capullos ya preparados para el nuevo comienzo.

Otoño.

Tiempo de la cosecha.
Tiempo de almacenar reservas.
Tiempo de invertir para el futuro.
Tiempo de paladear las frutas.
Tiempo para un agradecimiento con ojos eleveados.
Tiempo de prepararse para el silencio.

Silbidos helados a través de la maraña extravagante de ramas
De gigantes coronados de negro.
Ruidos como graznidos,
seguidos de trémolos negros.
Hálito visible, frescor helado delante de los ojos.
Edredón que protege el sueño.

Invierno.

Tiempo para el descanso.
Tiempo para econtrarse, para meditar.
Tiempo para dejar madurar ideas y planes.
Tiempo de vaciarse para lo nuevo.





EL SER INTERIOR[2]



Ser libre comienza en el interior
bien adentro,
donde todas las voces afinan,
donde existe claridad, sabiduría, verdad,
donde fluye el río de la unidad.
Donde nuestro ser,
que llamamos también fuerza primigenea,
espera a que,
nosotros la reconozcamos.




JUNTOS[3]



Es el fuego
en las tinieblas de la noche
la luz,
que colocado sobre toda oscuridad
que a nosotros con su calor,
su brillo custodia
y nuestro camino
hasta el horizonte ilumina.


Están en nosotros las tinieblas,
el fuego y la luz
y nuestro libre albedrío
nos deja espacio para jugar,
si ambos fuegos en nosotros
rompen la oscuridad,
estamos entonces preparados,
para sentir la brasa del amor.




AGRADECIMIENTO



Padre, te agradezco,
que me has educado.

Padre, te agradezco,
que un hogar me has construido.

Padre, te agradezco,
que no me has mentido.

Padre, te agradezco,
que siempre en mí has confiado.

Padre, te agradezco,
Que mi vida has modelado.

Padre, te agradezco,
que como un hijo me has tratado.

Padre, te agradezco,
que la libertad me has regalado.

Padre, te amo,
ahora en la vida andar puedo.





E-LIMINAR



Soltar
significa dejar salir
mediante sufrimientos,
lo estancado
en nuestro corazón.


Lo retenido
parirlo como a un niño.
La represa
interior vaciarla.


Para llenarla con fuentes frescas,
ser transparente,
saciado por Dios.




INTROSPECCIÓN



Si estás en el camino de la búsqueda,
puedes entonces encontrar,
puedes más y más
de los pesamientos rígidos
liberarte,
aprendes a ser transparente,
a abrir tu espíritu,
hasta que encuentres el centro,
que te de la libertad.




DES-LIGAR



Soltar significa vivir el ahora.
A lo pasado no dar cabida.
el dolor de la pérdida a la raíz engarzar.
¡ En la vida a lo nuevo dar la bienvenida!


*Gerold SCHODTERER
Bad Ischl – AUSTRIA
Traducción: Walkala

Gerold Schodterer nació el 12 de Agosto de 1956 en Bad Ischl, Austria. Ha publicado hasta la fecha los libros de poesía “Naturgedanken” (1998), “Spuren” (2001) y el cd doble titulado “Erdenweg” (1999) con poemas suyos musicalizados. Además de poeta Gerold Schodterer es escultor y orfebre.
Correo elect.: GuK@schodterer.at

[1] Tomado del libro: "Naturgedanken. Vom Wachsen, Blühen, Reifen und Ernten", Schodterer Gerold, Bad Ischl, 1998.
[2] Tomado del cd doble: "Erdenweg", Schodterer Gerold, Bad Ischl, 1999.
[3] Tomado del libro: "Spuren", Schodterer Gerold, Bad Ischl, 2001.







La tierra incomparable*


(fragmento)

*de Antonio Dal Masetto




DIECISEIS


A la mañana siguiente, cuando Agata salió del dormito­rio no encontró a nadie, ya se habían ido todos. Abrió la ventana para ver cómo estaba el día, fue a la cocina, llenó un vaso con agua y tomó los remedios. Después guardó to­das sus cosas en la valija, la cerró y la dejó en el suelo, jun­to a la puerta del dormitorio. Hizo la cama. Recorrió ese departamento que casi no conocía, miró los muebles, los cuadros, y se sintió rara al pensar que se estaba despidien­do de un lugar más.
Silvana llegó puntual. La besó, le preguntó si había des­cansado bien y la tomó del brazo para bajar la escalera.
-A sus órdenes -dijo cuando estuvieron sentadas en el coche-. ¿Para dónde vamos?
Agata le explicó que primero quería buscar un lugar dónde mudarse, le preguntó si conocía un hotel que no fuese demasiado caro.
-¿Qué pasó? -preguntó Silvana.
Agata hubiese preferido no hablar demasiado del tema, pero ante la insistencia de Silvana contó algunos detalles de su breve estadía en el departamento de Elvira.
—A lo mejor estoy exagerando —dijo—, pero no quiero seguir ahí.
— ¿Aceptaron que les pagara? —dijo Silvana incrédula.
—Yo quiero pagar. Es lo que corresponde. Pero creo que les pareció poco.
— ¿Les pareció poco?
—Además el departamento es chico, soy una incomodi­dad. Debí buscarme un hotel de entrada.
— ¿Elvira es su única pariente?
—La única directa. Hay otros, pero son de la familia de mi marido. Todavía no averigué donde viven.
—Ya mismo cargamos sus cosas y vamos a la casa de Carla.
— ¿Para qué?
—Ponemos una cama y se queda con nosotras.
Agata no quería parecer descortés y tardó en contestar.
—Me gustaría estar sola.
— ¿Está segura?
—Sí, estoy segura.
Silvana dudó. Después dijo:
—Conozco un albergue. La llevo a verlo. Creo que ahí se va a sentir bien.
El albergue estaba ubicado detrás del colegio de monjas donde Agata había mandado a sus hijos. Alojaba a estu­diantes, pero también paraban turistas, sobre todo durante la temporada de verano. Mientras esperaban en la recepto­ría, Agata miró las fotos enmarcadas, colgadas de las pare­des, que mostraban el edificio antes de las refacciones. Ha­bía sido un monasterio, construido en el siglo XVII. No había habitaciones disponibles en planta baja, pero sí una en el primer piso. Subieron a verla, guiadas por un mucha­cho. Era luminosa y a Agata le agradó.
—Ya está —dijo Silvana—. ¿Vamos a buscar sus cosas?
—Ahora no hay nadie en el departamento. Tengo que hablar con mi sobrina antes de irme.
— ¿A qué hora vuelve ella?
—Después del trabajo.
—Entonces disponemos de todo el día. Dígame adónde quiere ir.
—Me gustaría ver un lugar del río.
— ¿Cuál de los dos ríos?
—El San Giorgio.
— ¿Más o menos por dónde?
—Cerca del puente de hierro.
Bajaron hasta el lago y siguieron la costa. El cielo esta­ba despejado y el lago lleno de luz, aunque contra la otra orilla persistía una franja de neblina que separaba las montañas del agua y les confería un aspecto de islas. Lle­garon a la desembocadura del San Giorgio, doblaron y su­bieron bordeando la orilla. Durante un tramo vieron el curso espumoso del río, después comenzaron las casas y se lo taparon.
—Allá está el puente de hierro —dijo Agata.
—Ese ya no se usa. Construyeron otro.
—Pasando el puente está el Pozo.
Ahí es donde quiero ir.
-Qué es eso?
A Agata le extrañó que no lo supiera.
—¿Nunca lo oíste nombrar?
—NO.
Le explicó que era un remanso de agua profunda, don­de los chicos se bañaban, al pie de la represa.
—No conozco ninguna represa —dijo Silvana.
Pasaron el puente de hierro y también el nuevo, de ce­mento, construido a unos metros del otro. Seguían las construcciones, interponiéndose entre ellas y el agua.
—Ya deberíamos estar —dijo Agata—. Antes no había nada acá, sólo la cuesta y el río.
Le pidió a Silvana que parara un momento y bajaron del auto. Caminaron a lo largo de las casas, buscando un acceso, algún sendero para llegar a la orilla, pero solamen­te se encontraron con entradas particulares y carteles en los portones que decían: Cuidado con el perro.
—En la mitad de la cuesta había un manantial que lla­mábamos la Fontanina. Cuando yo era chica íbamos a la­var la ropa.
Volvieron al coche y retomaron la marcha, despacio.
—Estoy segura de que lo pasamos, es más atrás —dijo Agata.
Llegaron a un espacio abierto, arbolado. Dejaron el as­falto y se desviaron por un camino de tierra. Entre los ár­boles había una iglesia pequeña, similar a muchas de la zo­na, gris y rústica, con su campanario puntiagudo.
—La capilla de Renco —dijo Agata.
Estacionaron detrás de la capilla y caminaron en direc­ción al río. Ahí no había casas, pero las grandes matas de moreras tapaban todo. Desde una pila de basura sobresalía un cartel que decía: Prohibido arrojar basura.
Descubrieron un caminito que se perdía hacia abajo. Se notaba que nadie lo usaba porque el pasto crecía alto entre las piedras.
—Vamos por ahí —dijo Agata.
—Es muy empinado.
—No importa.
Silvana se colocó adelante, le tendió los brazos y la fue ayudando. Agata bajaba de costado, fijándose donde ponía el pie. El descenso fue trabajoso y lento, y Agata comenzó a impacientarse, un poco por la dificultad, pero sobre todo por el deseo de estar abajo de una vez.
—Despacio—decía Silvana—, con cuidado.
—Sí —decía Agata.
El rumor del agua les llegó antes de que pudieran verla. La excitación de Agata creció. En el fondo de la barranca había algunos árboles y, en las ramas, trapos enganchados, la piel de un animal, maderas, raíces, traídas por las creci­das. Entre las cosas que el agua había dejado al retirarse, encajada en la horqueta baja de un tronco, había una motoneta.
Ahí nomás, a treinta metros, más allá de una extensión de piedras grandes y claras, distinguieron un tramo de la corriente. Pero no pudieron ver más que eso. Una roca alta y con forma de pirámide se interponía entre ellas y la con­tinuación del río.
—¿Podemos acercarnos más? —preguntó Agata.
—No se puede. Hay que ir saltando por las piedras. Entonces le pidió a Silvana que fuera hasta la roca, tal vez desde ahí se viera el Pozo.
—Espéreme acá —dijo Silvana.
Fue pasando ágil de piedra en piedra, llegó hasta la ro­ca, la rodeó y desapareció.
Agata esperó. La luz le hería los ojos y se colocó una mano a manera de visera. Silvana volvió a aparecer.
—¿Qué se ve?—gritó Agata.
—Nada, el río sigue siempre igual.
—¿No hay una represa?
—No.
—No puede ser. La represa tiene que estar ¿No hay una caída de agua?
—Veo el río hasta después del puente. No hay ninguna caída.
—Debería haber una represa.
-No hay nada.
—Tiene que estar —dijo Agata. Y se dio cuenta de que había gritado más de lo necesa­rio y su voz le sonó desesperada.
—Nada—repitió Silvana abriendo los brazos.
—Pero una represa no se saca así nomás —insistió Agata.
Silvana regresó saltando.
—Quiero ir hasta allá—dijo Agata.
—¿Se anima? No va a ser fácil.
—Dame una mano.
Emprendieron la travesía. Silvana, de espaldas al agua, retrocedía, guiándola. Tenía a Agata tomada de una mano y con la otra la sostenía de un codo. Antes de cada paso tanteaba si las piedras estaban firmes. Decía:
—Un pie acá, el otro acá, el otro acá.
Se detuvieron en la mitad del trayecto, para descansar.
—¿Quiere seguir?
—Ya hicimos medio camino, no vamos a volver ahora.
Tardaron bastante, porque Silvana iba buscando los puntos de apoyo más cómodos y por lo tanto no avanza­ban en línea recta, sino zigzagueando. Finalmente alcanza­ron la roca. Ahora el rumor de la corriente era muy sonoro y cubría las voces. Entonces Agata se asomó y vio el cauce espumoso y parejo que corría hacia la desembocadura. Al fondo estaban los dos puentes, el de hierro y el nuevo. Pa­saban coches y camiones en ambos sentidos.
—No entiendo —dijo—, es acá, estoy segura, debería estar.
—Es la primera vez que bajo hasta acá —dijo Silvana—, pero para mí el río siempre fue así. Agata no se resignaba.
—No puede haber cambiado tanto, la represa era alta y el río se dividía en dos en la parte de arriba. En uno de los paredones del costado había una gran pintura, un dios Neptuno, tenía un tridente en una mano y con la otra seña­laba hacia la desembocadura. Se decía que si lo insultabas te convertía en piedra. Cuando éramos chicos nos conta­ban que todas estas piedras habían sido personas.
—Nunca oí hablar de esa historia —dijo Silvana.
Agata miró hacia el curso superior del río y lo vio igual­mente parejo entre la vegetación rojiza: ninguna señal, ningún muro.
El Monte Rosso comenzaba en la otra orilla. Subía abrupto, y aun visto de cerca conservaba su suavidad de cosa espumosa y la delicadeza de los colores del otoño. Había troncos finos, de un blanco muy puro, tal vez abe­dules, destacándose en medio de aquella espesura.
Agata se sentó sobre una piedra, después estiró una mano, tocó el agua y se mojó los labios y la frente. Sobre­saliendo en la corriente, había otra roca de grandes di­mensiones, con la parte superior aplanada. Le pareció re­conocerla. Desde una plataforma similar se zambullían los chicos. La estudió tratando de recuperar algún detalle que le permitiera afirmar que se trataba de la misma. Era extraño querer identificar una roca después de cuarenta años. Pero eso era lo que estaba haciendo. El agua pasa­ba y pasaba y poco a poco Agata se abandonó y dejó de pensar.
Después tuvo un recuerdo. En el recuerdo de Agata el mundo era una burbuja llena de sol y de rumor de agua en movimiento, y ella estaba dentro de esa burbuja. Tendría nueve años, tal vez diez. Se encontraba sentada sobre una piedra, en la orilla de ese río. En el agua estaba su herma­no. Carlo había avanzado despacio-, remontando la co­rriente, en un largo tramo donde el cauce se ensanchaba y la profundidad era escasa. El agua le llegaba a los muslos.
Llevaba un palo en la mano y, atado en la punta, un tene­dor. Las puntas del tenedor habían sido abiertas y afiladas con una lima. Agata había mirado a su hermano trabajar en aquel arpón, en la mesa de piedra del patio de la casa. Probablemente hubiese sacado la idea de algún libro o al­guna ilustración. Carlo pescaba siempre en los ríos y en el lago. Pescaba con caña, con redes fabricadas por él y tam­bién con una maza de herrero. Bastaba con descargar la maza sobre las piedras que afloraban en el agua y entonces los peces que estaban debajo, aturdidos, salían flotando con su vientre blanco hacia arriba y sólo era cuestión de estirar la mano y tomarlos. Había quienes usaban dinami­ta para aturdir los peces, pero Agata nunca había estado cerca de una pesca con dinamita. Ahora miraba a su her­mano avanzar con cuidado y adivinaba, por los movimien­tos, cuándo avistaba algún pez. Varias veces se había dete­nido y se había preparado, pero siempre se les escurrían antes de estar a tiro. Después Carlo se fue acercando hacia la piedra donde ella estaba y nuevamente se detuvo. Y en­tonces Agata también lo vio. En el fondo, quieto, la cabeza contra la corriente, oscuro: un gran pez. El brazo de Carlo estaba levantado, tenso, listo para hundir el arpón. Estaba a punto de arponear ese pez, pero no lo hacía todavía. Aga­ta no lograba ver que lo hiciera. Ese era el punto donde su recuerdo se le negaba. Seguía allá, en aquella orilla, atenta y esperando, y alrededor había cosas que conocía. Un pa­redón a la derecha y grandes bolsones de alambre grueso llenos de piedras, colocados para contener las crecidas. Más arriba estaba el Pozo. Y después la represa. Y no muy lejos, la curva del río, y al terminar la curva esa cueva don­de decían que vivía la víbora con cabeza de gallo que hip­notizaba a las lavanderas. Agata permanecía sobre la roca, esperando, mirando a través del agua el fondo del río. El pez, ahí abajo, era de un tamaño que su hermano no había pescado nunca. Y Carlo seguía con el brazo levantado y tenso y no terminaba de descargar el golpe. Por más que insistiera, por más que se esforzara, el recuerdo se detenía en esa figura inmovilizada, a punto de disparar su arponazo. Todavía le parecía ver la tensión de los músculos y los dedos firmes alrededor del palo. Podía recuperar su propia agitación y una voz en ella que ordenaba: "Ahora, ahora". Y con esa orden silenciosa volvía también la conciencia de que estaban a punto de concretar una hazaña memorable. En aquel día de sus nueve años, en su cabeza, había imá­genes que se proyectaban hacia el futuro, hacia los minu­tos siguientes: dejar aquel río, remontar la cuesta corrien­do, emprender el camino de regreso, seguramente cruzarse con alguien y disfrutar con su mirada de admiración al ver el gran pez que sostenían por las agallas. Y después su casa y su madre y su padre y ellos dos con ese trofeo. Pero el re­cuerdo de Agata no iba más allá, no avanzaba. Se detenía en aquel brazo levantado y en el arpón listo. Y no lograba saber si Carlo lo había arrojado hacia el lomo oscuro del pez. Por más que se esforzaba no lo conseguía, por más que insistiera e insistiera y hurgara en su memoria no podía progresar. Todo quedaba fijado en un gesto a punto de desatarse, una imagen clara, suspendida en el fondo de los años, apresada en una remota burbuja de luz. Una escena inconclusa que se sumaba a este desencuentro de hoy y au­mentaba su desazón.
Cuando apartó la mirada de la espuma, Agata vio que Silvana se había alejado unos metros y la estaba obser­vando.
—¿Volvemos? —le dijo.
—Ayúdame a pararme —dijo Agata estirando una mano.
Emprendieron de nuevo la travesía, llegaron al sendero y subieron, Silvana siempre sosteniéndola y pidiéndole que pisara con cuidado. Cuando estuvieron arriba Agata giró la cabeza, pero ya no se veían más que las moreras.
—No entiendo qué pudo haber pasado —dijo todavía.
—Después preguntamos, la gente tiene que saber.
Agata sintió que, igual que el día anterior durante la vi­sita a la casa, Silvana compartía su desilusión. Lo supo por el tono de voz. Hubiese deseado encontrar rápido algo de lo que había venido a buscar, no sólo para sí misma, sino para que lo compartieran. Se sentía en deuda con Silvana y le parecía que hubiese sido una forma de compensarla.



*de La tierra incomparable, © Editorial Planeta (1994), © Antonio Dal Masetto.






SOBRE EL ARTE, EL TIEMPO, LA MUERTE
"Soy un gran mentiroso"*



Por Federico Fellini *


Nunca veo mis películas, pero me sucedió de ver una fotografía o un fragmento de una película mía en televisión, Casanova o Satyricon, y preguntarme en forma espontánea: "¿Quién hizo esto?".
- - -
Cuando hago mi trabajo, cuando soy cineasta, soy poseído. Un oscuro morador, que no conozco, toma las riendas, dirige todo en mi lugar. Yo pongo a su disposición sólo mi voz, el sentido artesanal, mi intento de seducción, de plagio o de autoridad. Pero es otro realmente. Otro con quien convivo, que no conozco en forma directa, sólo de oído.
- - -
La memoria es un componente misterioso, casi indefinido, que se relaciona con algo que quizá no recordamos, pero que nos empuja a entrar en contacto con dimensiones, con sucesos, con sensaciones que no sabemos definir, pero que sucedieron.
- - -
Mi inclinación natural fue inventar una juventud, una relación con la familia, las mujeres, la vida. Creo que siempre inventé. Pera mí son más ciertas las cosas que no ocurrieron pero que inventé. Así sucedió con la ciudad donde nací, donde pasé mi juventud y estudié: se fue alejando para dejar lugar a la Rimini de las películas en las que hablé de ella: I Vitelloni, Amarcord. Ahora me parece que esas dos, que representan una Rimini reconstruida, pertenecen más a mi vida que la Rimini topográficamente comprobable como una pequeña ciudad de la costa adriática. Soy un gran mentiroso, ésta es la conclusión.
- - -
Un film, aunque sea muy complejo de realizar y requiera mucho tiempo, puede existir en una sensación, en una sospecha, en una anticipación que puede ser una luz, un sonido. Una obra de arte pudo ser anunciada a su autor aun por un perfume. La vida entera puede ser sugerida por el temblor de una hoja.
- - -
No creo que exista la posibilidad de trazar una línea divisoria nítida entre el pasado, el presente y el futuro; entre el recuerdo de lo sucedido y lo imaginado. No creo que quien eligió la profesión o siguió la vocación de contar historias pueda distinguirlo cuando crea un pequeño universo. Esta creación es total; es un universo completo en el tiempo, no sólo en la descripción del lugar y de los personajes; también el tiempo es inventado.
- - -
No creer es una fatiga. Es bloquearse, construirse barreras, límites. En cambio, creer pertenece al sentimiento vago del que habla, y ésta es una nota fundamental en la que me reconozco, la espera. También creer es parte de una espera. Y no quiero darle una atmósfera mística a esta declaración:
me refiero a un estado cotidiano, un estado de ánimo en el que el sentimiento de espera nunca me abandonó. Si usted me pregunta qué espero, me incomodaría.
- - -
Proyectamos sobre la mujer ese sentimiento de espera, como de una revelación; la llegada de un mensaje, un poco como aquel personaje de Kafka que esperaba el mensaje del emperador. La mujer puede ser la emperatriz que envió hace miles de años un mensaje, y está bien que no haya llegado nunca.
Porque me parece que el gusto de la vida reside en la espera del mensaje y no en el mensaje mismo.
- - -
Il viaggio di G. Mastorna es un proyecto que en estos últimos treinta años, al final de cada film, parece querer decirme: "Esta vez me toca a mí", "Esta vez me realizarás". Siempre lo postergué y lo sigo postergando, pero no la historia, sino la atmósfera, algo íntimo, secreto de este film, terminó
colocándose y nutriendo todos los films que realicé después. Hay algo de Mastorna en Satyricon, en La Città delle Donne, incluso en Casanova.
Mastorna es como los restos de un naufragio que desde las profundidades envía una radiación, sin perder nada de su integridad como idea o relato. Aún sigo con la ilusión de hacerlo.
- - -
La vida, abandonada a sí misma, parece sin sentido, insignificante, monstruosa. El arte, en cambio, es algo que reconforta, que tranquiliza. El arte relata la vida en términos sumamente protectores. Nos hace reflexionar sobre la vida, que de lo contrario sería sólo un corazón que late, un estómago que digiere, pulmones que respiran, ojos que se llenan de imágenes sin sentido.
- - -
Desde cierta edad, el pensamiento de la muerte siempre está presente, pero por fortuna tengo un mecanismo psicológico particular por el cual los disgustos, temores, miedos, deudas, obligaciones, se transforman en material de un relato. Creo que éste es el "cinismo afortunado del tipo creativo":
pensar haber nacido sólo para contarlo a los demás. Las obras de un autor pueden ser testigos, en el transcurso de la vida, de los diversos estadios, la decadencia física, la vejez que avanza, la posibilidad de desaparecer, de no existir más, de no hacer más entrevistas, de no estar más rodeado de
amigos venidos de lejos, que esperaron tanto.
- - -
De la muerte se habla sólo literariamente. Ni siquiera en serio. Podemos imaginar miles de cosas, leer tantos testimonios. Pero pienso que es algo de lo que nunca podremos adueñarnos.
- - -
No tengo la sensación del tiempo que pasa. Me parece estar detenido en un escenario con todas las cosas listas alrededor: objetos de escenografía, cuadros, personas, sentimientos, colores. Y siempre fue así. Desde que comencé a vivir mi existencia identificándola con el cine es como si el tiempo se hubiese detenido. Me parece que es siempre el mismo día. Siempre estuve en un teatro, con un megáfono en la mano, gritando, haciéndome el charlatán, el payaso, el jefe de policía, el general. Y los recuerdos de
estos últimos cuarenta años están siempre presentes. Estoy rodeado de oscuridad y de luz. Oscuridad arriba y luz alrededor. Y, luego, una serie de sombras que hay que acomodar. Me parece que mi vida existió, se consumió y se sigue consumiendo en estas imágenes.


* Del documental Soy un gran mentiroso, realizado por Damián Pettigrew.
Fragmentos de este film fueron proyectados en el Encuentro Internacional Cornelius Castoriadis, que se efectuó en Buenos Aires el año pasado.


-FUENTE: PÁGINA/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-98878-2008-02-14.html





La luz mágica del amor*



La luz mágica del amor
ilumina los caminos de la vida,
las bocas se inundan de sonrisas,
los ojos muestran el alma.
Las grandes pupilas centellean
con la música de los besos,
las pasiones ardientes despiertan,
hay miel en los labios.
Las miradas y caricias
hacen palpitar los corazones,
estalla el placer,
se eriza la piel.
Brillan las mejillas sonrosadas,
se agitan las cabelleras,
las palabras son dulces,
los perfumes embriagan.
Riman los versos,
se entrelazan las manos,
titilan las estrellas,
sueñan los enamorados.


*De María Griselda García Cuerva. mg_cuerva@yahoo.com.ar





*

Queridas amigas, queridos amigos:


El domingo 17 de febrero del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música de los compositores brasileros Sergio Nogueira, Zoltan Paulinyi y Ernani Aguiar, interpretada por el Duo Magyar (Brasil). Las poesías que leeremos pertenecen
a Yamil Díaz Gómez (Cuba) y la música de fondo será de Tarpuy (Andes).
¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!


REPETICIÓN: ¡La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!
Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067


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