jueves, febrero 14, 2008

EDICIÓN FEBRERO


INVENTIVASocial
Edición FEBRERO 2008
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La edición esta dedicada al escritor Antonio Dal Masetto. Quien cumple 70 años el 14 de febrero del 2008.





Acueducto*



Cuántas cosas se veían desde el acueducto. Era muy alto, una cinta clara en el cielo, sostenido por una doble hilera de columnas, y cruzaba el valle por encima de las copas de los árboles. Estaba cubierto por planchas de cemento y se lo podía usar como atajo para ir desde la salida del pueblo hasta la base de un cerro. Se ahorraba tiempo yendo por ahí, porque no había que bajar ni subir y se avanzaba siempre en línea recta. Se oía el agua correr bajo los pies.
El día que anduvimos con mi padre por aquel camino aéreo había mucho sol y se veían nítidas las cimas de las montañas. Yo caminaba bien por el medio, con los brazos abiertos, haciendo equilibrio. ¿Qué ancho tenía el acueducto? ¿Un metro? ¿Más de un metro? ¿Menos? Imposible establecerlo. La memoria está condicionada por el recuerdo del vértigo que me provocaba la altura.
Mirando de reojo, descubría abajo los nidos en las ramas, reconocía los sitios donde sabía que crecía el mejor musgo para el pesebre de Navidad, cada pozo de agua profunda en el río correntoso donde iba a pescar, la casa de un pariente, la de un amigo, campanarios, alguna silueta de hombre o mujer en el camino de la otra orilla. Se veían muchas cosas y sin duda aquel paseo hubiese sido un gran placer si el vértigo no me hubiese impedido disfrutar.
Mi padre me precedía. Una mochila vacía le colgaba del hombro. No se daba vuelta. Llevaba las manos en los bolsillos. De tanto en tanto, sin detenerse, giraba la cabeza hacia un lado y hacia el otro para seguir el vuelo de un pájaro. Tal vez silbara. Íbamos a buscar hongos y a recoger castañas en los bosques.
Yo, unos metros atrás, miraba su espalda y me preguntaba: ¿cómo hace para moverse tan tranquilo acá arriba y con las manos en los bolsillos? ¿cómo hace para caminar sin hacer equilibrio? ¿cómo hace? Y así lo seguía en aquel aire puro, alto sobre el valle, siempre con mis brazos abiertos, cuidadoso, tratando de colocar los pies en las huellas invisibles que dejaban los suyos.


* de Antonio Dal Masetto.
"El padre y otras historias" Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 2002.



*

Más adelante, mientras bajaba, me detuve frente a una carpintería. Detrás del cerco de madera, entre las pilas de tablones, se movían hombres y máquinas. El aserrín y el ruido llenaban el aire. Recordé que ese olor y ese oficio habían alimentado mi imaginación en un tiempo, hacía mucho. Aquel deseo seguía conservando su peso, se me revelaba ahora como una cicatriz y me gustó poder recorrerla, tantearla nuevamente bajo la capa de los años. Me sentí llevado a otra calle, bajo unas moreras, a la penumbra de otro taller visto a través de la ventana enrejada. Eran los mismos hombres silenciosos, seguros, atentos solamente a la marcha de su trabajo. Un viejo, desde adentro, me gritó si buscaba algo. Hice señas que no, pero no me moví. Seguí aferrado a ese rumor y ese perfume. Para mí eran como una base, imágenes
ciertas, cosas que habían significado algo en mi vida. Me apoyé en esa seguridad y dejé que pasaran los minutos. Cuando me fui, durante un rato me acompañó el canto de la sierra. Después también ella se disolvió en ese aire demasiado puro. Giré la cabeza y el taller había desaparecido entre los árboles. Pensé: No está más. Y era igual que si se hubiese ido en el tiempo.
Me senté al costado del camino, frente a las montañas. Pasaron mujeres, grupos de chicos. Oía el sonido de las voces, pero no entendía las palabras.
Era como si hablasen un idioma extranjero. Cerré los ojos una vez más y traté de preguntarme quién era yo, qué hacía, qué esperaba. Pero no encontré más que una luminosidad vacía, una confusión en reposo.
En todo el tiempo que permanecí allí no hice otra cosa que recordar aquella última visita a la casa de mis padres. Estaba parado en la quinta, mirando las gallinas, los árboles frutales quemados por la helada, el muro de ladrillos, la enredadera, los almácigos, la casa marcada de pequeños trabajos, de preocupaciones diarias, la huella de todo eso en la tierra, en las ramas, en las paredes. Y me preguntaba cómo recordaría esas cosas en un tiempo, un año, dos. Qué quedaría en mí y qué lograría conservar sino un
recuerdo vago, una idea, casi nada. Me pregunté de qué me valía la conciencia que tenía en ese momento de todo eso. Recordaría tal vez un jardín donde había tenido conciencia, donde había intentado tener
conciencia. Y ese día se confundiría con otros anteriores, ese cielo con otros, las ideas de entonces se borrarían, yo sólo retendría la vaga sensación de haber estado allí, frente a las gallinas, a los gorriones. Me pasé horas sentado en el patio, sin moverme, sabiendo que no serviría de nada. Y aquella noche jugué a las cartas con mi padre. Tampoco esa vez hablamos, nunca hablábamos. Nos comunicábamos a través de cosas como ésa. A él le gustaba jugar conmigo. Era una forma de tenerme cerca, de recuperarme.
Estaba atento a su juego, ponía empeño. Yo lo miraba, trataba de grabarme esa imagen como por la tarde había tratado de grabarme la imagen del jardín.
Tenía todavía presente la forma temerosa en que el día anterior, al volver a verme después de cuatro meses, me había puesto la mano sobre el hombro y me había golpeado tres, cuatro veces, toscamente, como si no supiese qué hacer, como si no encontrase la forma de exteriorizar su alegría y de tocarme. Me pregunté si no sería ésa la última vez que nos veíamos. Y aun siendo así sabía que no hubiese encontrado qué decirle. Miraba su cabeza, miraba mis cartas. Mi padre me decía: "Dale, te toca a vos". Mi madre estaba en la cocina, lavando los platos de la cena. Afuera, del otro lado, había cosas que conocía. El silencio, los perros, las calles arboladas, los faroles, un pueblo donde había pasado parte de mi infancia y no había sido feliz. Mi padre repetía: "Dale". Yo me preguntaba: ¿Cuántas veces volveremos a vernos todavía? Advertía lo distante que estuve de ellos desde que me había escapado de esa casa, la resignación con que habían aceptado esa realidad, el silencio que había reinado entre nosotros durante todos esos años, la alegría furtiva que traían mis visitas, empañadas también ellas por la sombra de mi próxima partida. Miraba las paredes que, de vez en cuando, entre un viaje y otro, encontraba de color diferente. el retrato de casamiento de mis padres, el paisaje marino que yo había pintado a los trece años, los cuadritos que mi hermana se encargaba de comprar y que a veces renovaba, la heladera, una adquisición bastante reciente, el baño azulejado, con pileta nueva, la ampliación del corredor hacia el jardín. Todas cosas que habían ocurrido sin que me enterara, que significaban cambios, tal vez luchas, preocupaciones, discusiones. Hacía años que estaba ausente, no sabía nada de esa casa. Mi padre se impacientaba: "Y dale". Yo dejaba caer las cartas al azar, fingiendo lamentar las malas jugadas. Hubiese querido tener cosas que decir, hubiese querido recuperar todo ese tiempo. Desde la cocina mi madre preguntaba si queríamos café. ¿Se dirigía a mí? Tenía la sensación de que no era conmigo con quien estaban jugando a las cartas, de que no era a mí a quien servían cuando me sentaba a la mesa, sino aquel otro que se había ido hacía tiempo y en cuya representación yo aparecía de vez en
cuando. Me sentí un extraño, un ladrón, y se me llenó la boca con gusto a muerte. Mi padre mezclaba las cartas, me empujaba a seguir, estaba contento.
Yo volvía a mirar esa mandíbulas fuertes, esa nariz tan igual a la mía. Me preguntaba: ¿Qué puedo hacer por él? ¿Trato de ganarle? ¿Lo dejo ganar? No se me ocurría otra cosa.



*de Antonio Dal Masetto.
-Fragmento del capítulo cinco de "Siete de Oro". Editorial Planeta. edición de 1991.





Encuentro*



En un viaje reciente al pueblo donde viví de chico me detuve en una esquina, cerca de la estación de trenes, donde todavía resiste una vieja casa de ladrillos sin revoque y una vez más me vino a la cabeza el nombre de Borges.
En aquella época de mi adolescencia la casa era un almacén que funcionaba también como boliche y seguramente tenía unas piezas al fondo donde los paísanos podían alquilar una cama. Ahí, una tarde, mientras pasaba en mi bicicleta de reparto, vi salir a dos hombres y detenerse bajo el sol y sacar
sus cuchillos.
Yo acababa de llegar al pueblo desde otro continente. Había cruzado el océano en un barco de emigrantes y en nuestros bultos, entre las escasas pertenencias, había algunos libros de Emilio Salgari. Me pertenecían y habían llenado mi infancia de aventuras. Durante la travesía, yo sentía que
esas aventuras comenzaban a perfilarse como posibles y parado en la proa del barco soñaba con una América mítica y confusa donde se mezclaban los indios sioux, el México legendario, el Amazonas y los Andes. Es probable que, cuando llegamos, aquél pueblo chato me desilusionara un poco. Lo que
descubrí fueron silenciosos hombres de a caballo y que llevaban cuchillos en la cintura. El cuchillo era una herramienta de trabajo para los hombres de campo, pero también servía para dirimir oscuras reyertas en cualquier calle de las orillas del pueblo. Supe de muchas peleas y algunas habían alcanzado
estatura de leyenda. Y aquella tarde vi mi propia pelea. Tal vez sentí que la aventura había llegado por fin a buscarme. También es posible que aquel enfrentamiento bajo el sol me haya parecido una ceremonia triste. En esos días apenas masticaba algunas palabras del nuevo idioma y hacía mi aprendizaje recorriendo las páginas de revistas viejas. Sé que una de las primeras historias que pude leer entera -o tal vez fue una de las primeras que me impresionó- trataba de dos hombres que se enfrentaban a cuchillo. El autor se llamaba Borges. Aquello que había visto meses antes en una esquina volvía a encontrarlo en las páginas de una revista o de un libro. Este acercamiento doble, mi experiencia por un lado y las palabras escritas por otro, ahora asociados, abrían una perspectiva nueva, le conferían al hecho una importancia que yo todavía no hubiese podido definir, pero cuya magia comenzaba a seducirme. Tal vez descubrí ahí, sin saberlo, la fascinante alquimia del traspaso de la realidad a la ficción, la realidad rescatada y perpetuada en la literatura. Después, mucho después, accedería a los libros de Borges y volvería a enfrentarme con otros rituales donde la violencia y un par de hojas afiladas eran los principales protagonistas. Y tal vez pude especular, igual que otros, con la inútil reflexión de que esa pasión por los cuchillos, que atraviesan tantas de sus páginas, no sea más que la manifestación nostálgica de un hombre condenado al hábito de las ideas; nostalgia por un mundo donde lo que importa es el riesgo y el coraje físico.
Descubriría tambíen que las historias de Borges no estaban hechas sólo de puñales y hombres que los esgrimían. Su literatura era mucho más que eso y me deslumbré con sus juegos, su humor, sus laberintos y su inteligencia.
Pero para mí, aquel hallazgo inicial siguío teniendo peso propio. El recuerdo de los dos hombres parados bajo el sol de una calle de mi adolescencia irían acompañados siempre por la fuerte resonancia del nombre de un escritor. Y me remitirían a él tanto o mucho más que las catedrales elaboradas por su prodigiosa fantasía. Estas cosas sentí en mi última visita al pueblo, parado frente a aquella vieja esquina. Volví a pensar que ahí había comenzado efectivamente una aventura y que esa aventura todavía me acompañaba. Pensé también que esa contraposición o esa alianza entre la barbarie del cuchillo y la delicadeza del pensamiento se convirtieron después en una imagen válida para definir la América que descubriría con el pasar del tiempo.


*de Antonio Dal Masetto.





Remolino*



Después de dieciséis horas de vuelo, dos trenes, un transbordador, el viajero regresa al pueblo donde nació y del que se fue siendo chico. Se instala en un hotel que en un tiempo fue un convento y de inmediato sale a recorrer. Camina lo que queda de ese día, camina al día siguiente. Pasa por la que había sido su casa, por la escuela, por la cancha de fútbol, por el cementerio. Cruza los puentes sobre los dos ríos que bordean el pueblo, busca sin encontrarla la represa donde iba a nadar. Demasiadas cosas
cambiaron, modificadas por la intervención de los hombres o por las traiciones de la memoria. Y aun aquellas que se conservan tal como las había fijado el recuerdo ya no le pertenecen. El viajero camina sin parar, desilusionado y extranjero. En algún momento se pregunta si todavía estará cierto patio empedrado, detrás de una pequeña iglesia, bajando hacia el lago. Ahí se reunía a jugar con los amigos después de la escuela. De ese patio, vaya a saber por qué, conservó la imagen de un ángulo formado por las paredes de dos casas, donde el viento se arremolinaba y arrastraba hojas secas, briznas de pasto, papeles. Recuerda en especial -otra curiosa selección de la memoria- los envoltorios de caramelos. En la mañana del tercer día se mete en una callecita en sombra que viborea entre construcciones antiguas, pasa bajo una arcada y ahí está, frente a él, el patio. Acá no advierte grandes cambios. Sólo le parece que las paredes estan más negras y que las puertas y las ventanas alrededor variaron de tamaño.
Avanza unos pasos cautelosos y entonces lo ve. En el rincón perdura el remolino. El viento arrastra hojas secas y papeles igual que antes. Después de haber deambulado por el pueblo sin encontrar nada que le permitiera identificarse, nada para abrazar, nada para poder decir "esto es mío, esto soy yo", el viajero acaba de oír una voz familiar llamarlo por su nombre.
Cierra los ojos para escucharla mejor, para que no se le pierda. Se abandona. Entonces piensa que desde el momento de su partida, la voz estuvo ahí, viva en el remolino, invocándolo, reiterando día tras día el conjuro para el regreso. Piensa que la voz perduró alimentada por un elemento tan inasible como el viento, se mantuvo gracias a la persistencia y a una forma de fidelidad del viento. Y el reclamo sin duda llegaba hasta él, en su ciudad del otro lado del océano, porque ésa, la del patio empedrado, era una
de las imágenes que volvían a la hora de recordar. Al viajero le gusta creer eso. Y permanece parado de cara al rincón, viendo desfilar su vida. Su vida transcurrida en otras partes del mundo, sometida a leyes de otros vientos.
Aunque ahora le parece saber que, anduviera por donde anduviere, siempre estuvo mirándose en ese espejo, atento a la voz del remolino inicial, intentando mantener vivas también él, en las pérdidas y en las turbulencias de sus años, tantas diminutas cosas desechadas.



*de Antonio Dal Masetto.
"El padre y otras historias". Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 2002.





Carta a mis hijos*



Este es el hogar que les toco, una pálida ciudad americana, una ciudad sometida a las modas, que les ha transmitido sus costumbres y sus histerias, que los ha saturado con sus músicas, sus pobrezas, sus tristezas, sus crímenes. Quiero que lo sepan: en sus venas hay otros soles y otras fiebres. Sus carnes no están amasadas solamente con olor a nafta y horizontes de cemento. Quiero que lo sepan porque tal vez algún día, cuando les toque hacerse la gran pregunta, esto pueda formar parte de sus respuestas. Recupero imágenes de un tiempo que no les pertenece. Pero seguramente las presencias que lo habitan estén tan vivas en la memoria de vuestras sangres como en la mía.
Hay una casa sobre el lago y un pedazo de tierra con hileras de vides. Vuestro abuelo cuida de esa viña. Llega la estación de la vendimia y lo miro cortar los racimos, transportar los canastos, pisar la uva en la cuba. En los días que siguen, en la penumbra del sótano, el olor del mosto es, para mí, olor a misterio.
Hay otra casa, en la montaña. En la tierra difícil vuestros han sembrado trigo. Los veo, encorvados, manejando la hoz y abriendo surcos en el trigal. Los haces son transportados en carro hasta el molino, en una aldea vecina. Allí se muele y se paga con parte de lo cosechado. Al atardecer vuelven trayendo las bolsas de harina con las que amasaran pan durante todo el año.
Estas son las dos imágenes que quiero rescatar. Una es oscura y subterránea: ese sótano y su fermentar secreto, su actividad viva detrás de la puerta cerrada. La otra esta llena de la luz de los trigales y el trabajo bajo el sol. Tal vez estos recuerdos no signifiquen nada y sean solo el reflejo melancólico de alguien que no se ha acostumbrado a las perdidas y al desarraigo. Pero insisto en creer que en esa luz y en esa sombra existe una enseñanza. No quiero sugerir que aquella fuese gente feliz. Eran tozudos y eran egoístas. Tuvieron hijos y defendieron lo suyo. Duraron. Alimentaban sus vidas con trabajo, con odios y alegrías, con pasiones fuertes y primitivas. Pero nunca con indiferencia, que es uno de nuestros males. Perpetuaban ceremonias que para nosotros perdieron sentido. Esperaban la hora de la cosecha seguros de que llegaría. Trabajaban para que el milagro se repitiese. Confiaban, y la tierra no los defraudaba. No se preguntaban por que. Dos guerras pasaron sobre sus casas. Ellos siguieron sembrando y cosechando.
Mas tarde, vuestros abuelos, trasplantados a tierra americana, seguían aferrados al ritual en los pocos metros de la casa en que vivían. Plantaban hortalizas y frutales, espiaban el devenir de las estaciones. Esos florecimientos y desarrollos parecían contribuir a darles una medida y una razón a sus vidas. Probablemente, para ellos lo importante no fuese la necesidad y el placer de la cosecha, sino la certeza de la cosecha. Sin saberlo, acataron mejor que nadie el papel que a todos nos ha tocado desempeñar.
El ejemplo de esa entrega, que es también elección, que es también participación, nos habla un lenguaje olvidado, pero que reconocemos.
Nos sugiere que quizá no seamos mas que intermediarios entre fuerzas que nos superan y un mundo que acepta y necesita nuestra colaboración. Que más allá de nosotros, de nuestra voluntad y conocimientos, existe una alianza entre las cosas, un pacto inalterable que es preciso secundar. Cada día trae su confusión, pero la meta es siempre la misma.
Nuestra tarea es el rescate. Lo perdido, lo oculto es nuestro objetivo. Hay en nosotros una memoria que no proviene solamente del pasado.
Ella nos indica el camino: poner orden en lo invisible. Las herramientas, los elementos de trabajo, igual que la pala y la zapa, están de este lado. Energía, lucidez y paciencia son nuestras cartas de triunfo. Pero también impaciencia, desorden, pasión. Y delicadeza, que es privilegio de la fuerza. Si todo esta en todo, entonces siempre hemos estado cerca de lo que buscamos. Cada día, cada hora, la realidad nos esta repitiendo el mismo estribillo. No hay pistas falsas. En todas partes hay señales y conclusiones. Será necesario recorrer esos senderos para llegar a descubrir lo que en ultima instancia sabíamos desde el principio.
Aquella luz y aquella sombra no son solo partes opuestas y complementarias de una misma esfera. Son también un espejo de nuestra condición. No nos queda mas que confiar en que la tarea visible proyecte sus frutos en lo invisible. ¿ Que es el vino sino agua que contiene fuego? ¿ Que es el pan sino tierra que levito?


*de Antonio Dal Masetto




Conversación*



Es agradable recorrer el pueblo vacío en la hora anónima de la siesta, llegar hasta la ruta y seguir pedaleando parejo como quien tiene un destino preciso. No hay tránsito en esta ruta, a los costados sólo campo y campo, y la luz se devora todo. Nace una figura allá adelante, desdibujada primero, más precisa después: otro ciclista. Avanza y se detiene cuando estamos a punto de cruzarnos, me detengo también, hay un saludo y hablamos un poco, cada cual sobre su bicicleta, un pie en el suelo y otro en el pedal.
-Es raro encontrar a alguien pedaleando en este camino- dice el desconocido.
-Es cierto, hace rato que vengo andando y no he visto a nadie- digo.
-¿Sale seguido a pedalear?
- No muy seguido, casi nunca en realidad.
-Los primeros quince minutos son los más duros, después la bicicleta va sola.
-Entonces hace por lo menos sesenta minutos que estoy en los primeros quince minutos.
-¿Se dirige a alguna parte en especial?
-Solamente pedaleo.
-Eso es bueno. Pedaleando se descubren cosas. Uno llega silenciosamente y toma las cosas por sorpresa.
-Algo de eso percibí.
-No quisiera parecer pretencioso, pero andar por la ruta en bicicleta es una forma de sorprender el mundo.
-Es una buena definición.
-¿Cómo describiría todo esto?
-Es muy grande y hay mucha quietud.
-¿Le gusta la palabra quietud?
-Me gustan todas las palabras.
-¿Vio muchas cosas pedaleando?
-Vi insectos. Vi nubes de mariposas amarillas y negras, y también una blanca, voló delante de mi bicicleta durante un trecho largo y era como si me guiara. También vi una mariposa muerta sobre el asfalto. Evité pisarla con la rueda.
-¿Qué más vio?
-Vi un animalito bastante grande parado al borde del camino. Yo avanzaba hacia él y el animal no se movía. Me esperó hasta que estuve bien cerca, a un par de metros, recién entonces me miró y se fue.
-¿Dice que lo esperó? ¿Está seguro que lo esperó?
-Me dio toda la impresión.
-A esta hora hay mucho silencio, pero si uno presta atención también hay muchos sonidos.
-Tiene razón, hay muchos sonidos en el silencio.
-Al principio son difíciles de captar, uno ni se da cuenta, hasta que empieza a detectarlos y entonces es como un tejido uniforme de sonidos rodeándolo, sonidos lejanos y tenues, son miles.
-Hay pájaros.
-Cantidades de pájaros, una red de trinos en sordina.
-Me pregunto si no serán todos esos sonidos los que hacen el silencio.
-Es la luz la que hace el silencio. Los pájaros se esconden en la luz. La luz esconde todo.
-Empiezo a darme cuenta.
-También hay voces en el silencio, susurros. Dicen que es el lenguaje de las almas de los muertos.
-No sabría identificarlas. Nunca me tocó escuchar las voces de las almas de los muertos.
-Debería prestar atención.
-A veces pasa un coche y el silencio se rompe.
-Cuando el coche pasa junto a uno es como un chocar de agua y después es como un agua que se aleja. También el coche sirve para evidenciar el silencio y los sonidos que se esconden en el silencio.
-Cuando la ruta cruza a través de una arboleda todo cambia.
-Meterse entre árboles es igual que zambullirse en la frescura de un arroyo y buscar el fondo. Hay otros sonidos y otro silencio.
-Venía pensando en esas experiencias, pero todavía no había conseguido ponerles palabras. ¿Usted va a alguna parte en especial?
-¿Ve aquella masa de árboles azules que tienen forma de ballena?
-La veo.
-Me propongo llegar hasta ahí.
-¿Y después?
-Después elijo otra meta. Y después otra. Y sigo.
-¿Hasta cuándo?
-La ruta no se acaba nunca.
Nos despedimos y cada uno se va por su lado. Cuando encaro por la ruta vacía y vibrante de luz elijo también yo mi próxima meta: un árbol solitario, muy lejos, muy alto, muy fino, y con la cima curvada como un anzuelo o un signo de interrogación.


*de Antonio Dal Masetto.






Hitler*



Revisando papeles viejos encontré un recorte de un aviso publicitario de un diario brasilero. Seguramente es de los años 1959, 1960, cuando hice mis primeros viajes a Brasil. El aviso es de Eurailpass. Vale la pena una descripción rápida.
Hay una foto de Hitler con las manos extendidas frente a él, manos que podrían sugerir dos garras. Debajo de la foto, con letras grandes, la siguiente sugerencia: VAYA A EUROPA AHORA, ANTES QUE APAREZCA OTRO.
Luego, con letra pequeña, las ventajas de viajar con Eurailpass y, turista feliz, convertir en propio el sueño de conquista de ese hombre.
Más allá de lo que podríamos definir como dudoso humor negro e igualmente dudosa eficacia publicitaria, el aviso de Eurailpass nos remite sin embargo a una realidad que la historia del mundo nos ha enseñado largamente. La amenaza de ese "otro", la posibilidad de aparición de ese "otro" siempre
estuvo presente, y seguramente seguirá acechando y creciendo acá y allá, en cualquier parte del planeta, como hongo venenoso. ¿Qué tipo de aviso publicaría Eurailpass en estos días que corren?
En este momento, las manos que pretenden extender su sombra depredadora y asesina sobre el mundo, ese nuevo "otro", no apareció en Europa, sino de este lado del océano, en los Estados Unidos de Norteamérica, y su nombre es George W. Bush.
En Europa cuenta con algunos aliados.
La Italia de Silvio Berlusconi (si uno habla con italianos parecería que todos concordaran en que Berlusconi es un delincuente, y lo votaron).
La España de José María Aznar (si uno habla con españoles parecería que todos concordaran en que Aznar es un zopenco pusilánime que tiene un gran aire de familia con nuestro De la Rúa, pero ahí están aguantándoselo).
Y por supuesto Inglaterra, maestra de exterminios, campeona de atrocidades en todas las latitudes.
Cuando en estos días resuena la palabra guerra me viene a la memoria un poema de Salvatore Quasimodo, escrito al finalizar la Segunda Guerra Mundial. La última parte del poema dice así:
".... Y ahora/ que habéis ocultado los cañones entre las magnolias,/ dejadnos un día sin armas sobre la hierba/ al susurro del agua en movimiento,/ de las hojas de caña frescas en el pelo,/ mientras
abrazamos a la mujer que nos ama./ Que no suene de pronto sin ser noche/ el toque de queda. Un día, un solo/ día para nosotros, oh amos de la tierra,/ antes que vibren otra vez el aire y el hierro/ y una esquirla nos queme en plena frente".
Hijos de una civilización que no cesa de destruirse a sí misma, de masacrar, de acumular dolor sobre dolor, podemos entender, podemos compartir, esta suerte de melancólico ruego de Quasimodo
-maravilloso poeta-. Pero la dignidad, los derechos, la indignación de mujeres y hombres del mundo
imponen una postura diferente. No se puede, no se debe esperar calladamente la hora de la esquirla en la frente. Hay que oponérsele. Ahora. Decir que no. Que no.



*Por Antonio Dal Masetto.
Fuente Página/12. (febrero del 2003)




Sueño*



Nos juntamos en el bar para una charla amable y, tarde o temprano, inevitablemente terminamos hablando de los malvados. Cómo se hace para parar a los malvados, nos preguntamos. Siempre son cómplices de la policía o son policías, son cómplices de los políticos o son políticos, son cómplices de
los jueces o son jueces. Estamos atrapados. ¿Habrá que acudir a la Policía Montada de Canadá, a los jueces de Islandia, a los institutos de rehabilitación de delincuentes de Suecia?
Hay una paisano acodado en la barra que se está tomando una ginebra y pide la palabra. Cuenta que viene de un pueblo perdido en el Chaco. Gente trabajadora y solidaria. Hasta que un día, entre ellos, por esas cosas del destino, surgieron cuatro chorros.
-Cuatro auténticos malvados, como dicen ustedes. Los tipos se robaban parte de las cosechas, saqueaban el molino colectivo, se metían en las casas a rapiñar de noche.
Estaban enquistados en nuestra comunidad y no podíamos sacarlos de ninguna manera. La policía se encontraba a 300 kilómetros de distancia, el juez lo mismo. También nosotros, como ustedes, estábamos atrapados.
-¿Pudieron resolverlo?
-Lo conseguimos gracias a la voluntad colectiva. Según nuestra humilde experiencia, cuando la voluntad colectiva entra a funcionar de verdad, es imbatible.
-Un poco más de precisión, por favor, paisano, que acá andamos con algunas necesidades urgentes.
-Resulta que un día, el más viejo de nosotros, hombre de más de cien años, nos contó que mientras dormía una voz le había sugerido que la gente del pueblo se reuniera y, siempre soñando, juzgara a los malvados por sus fechorías.
-¿Soñando?
-Tal cual. El anciano nos pidió que esa la noche nos fuéramos a dormir y todos soñáramos lo mismo. Así lo hicimos.
-¿Para el juicio?
-Sí.
-¿Y los malvados?
-Cuando se enteraron de lo que se les venía, hicieron todo lo posible para no dormirse, pero finalmente los venció el sueño.
-Por lo tanto, en el juicio estaban todos.
-Grandes y chicos. Fue un juicio muy animado, con jueces, acusadores, defensores y un gran jurado integrado por el pueblo entero. La defensa fue inteligente y apasionada. La acusación, implacable y precisa. El jurado deliberó y los malvados fueron encontrados culpables. Los jueces dictaron la
sentencia.
-¿Y qué pasó?
-Inmediatamente los sentenciados se despertaron en sus casas, apoyaron el brazo derecho sobre un tronco y se cortaron de un certero hachazo la mano que había robado.
Los aullidos que sacudieron y arrancaron a los habitantes de todo el pueblo del sueño confirmaron que la sentencia se había cumplido. Y que la voluntad colectiva se había impuesto.
-¿Y después?
-Desde entonces, los cuatro mancos andan por el pueblo arreglándoselas con una mano sola y sirviendo de ejemplo de lo que no se debe hacer.
-¿Hubo mancos nuevos en el pueblo?
-Nunca más.
Ahora en el bar reina el silencio. Nadie habla. Durante un rato sólo hay intercambios de miradas. Después, uno bosteza. Otro también. Todos bostezamos largamente.
-Me agarró un poco de sueño -dice uno. -A mí me agarró una modorra terrible y además unas ganas bárbaras de soñarme algo interesante -dice otro.
-Yo también me estoy durmiendo y quisiera tener un lindo sueñito de esos que te dejan el corazón tranquilo.
-Ya veo que estamos todos en la misma -dice el Gallego-, así que voy a poner un cartel en la puerta: "No molestar, gente soñando".

Todos cruzamos los brazos sobre las mesas, apoyamos la cabeza, cerramos los ojos y nos dedicamos a hacer noni noni.


*de Antonio Dal Masetto.




Anna*


El hombre ha salido a caminar sin dirección, fuma y sus pasos y sus divagaciones lo llevan lejos. Nubes fugitivas en el cielo nocturno, temblor de luna, tibios reflejos de faroles en las calles empedradas, árboles podados, ramas apiladas sobre las veredas y, al doblar una esquina, una figura parada en la mitad de cuadra, un descubrimiento para el hombre que vaga por la ciudad vacía.
La muchacha permanece detenida, vuelta hacia él y parecería que lo mirara o lo aguardara, tiene flores en las manos y sus ojos están en sombra. También el hombre se detiene y ahí permanecen, observándose, mientras transcurren los segundos y el hombre sabe, súbitamente, como en una revelación, que el nombre de la muchacha es Anna y que las flores quizás sean para él.
Después ella da media vuelta y comienza a caminar y el hombre la sigue y no acorta distancia y allá van por calles y calles, entre las casas mudas y los gatos, y siempre hay nubes arriba y temblores de luna y de tanto en tanto la muchacha gira la cabeza, tal vez para comprobar si el hombre continúa detrás de ella, tal vez para incitarlo a que no abandone la persecución. Y el hombre, a la distancia, comienza a conversar con la muchacha y su discurso es confuso y es lento y no pasa de ser un susurro, aunque está seguro de que ella, allá adelante, lo escucha. Murmura: En esta tierra rica fundamentalmente de cosas perdidas, tierra de atrocidades, indiferencias y miserias, no me resultará fácil hablarte. El hombre intenta e intenta y se esfuerza por construir una historia coherente. Y así avanzan y hay más calles y faroles y jardines y plazas.
Y ya no importa si esta necesidad de confesión es apenas un torpe ronroneo en el gran silencio que lo rodea. El hombre comprende que la muchacha que lo precede ha venido a convocarlo, que éste no es un paseo gratuito. Comprende que es tiempo de balances, rendiciones de cuentas. El aire está poblado de señales, voces rotas, llamados difusos, rubores de la memoria, nombres trabajosamente rescatados, enarbolados ahora por encima de muertes, olvidos, desprecios e ironías, nombres que vuelven intermitentes con los rumores que el viento trae un instante y arroja nuevamente a las aguas de la noche.
Ya no importa la torpeza, la confusión, las palabras que no acuden o que la imaginación niega. Ya no importa nada de eso. Porque ahora ahí está la muchacha marcando camino, guiando, abriendo una brecha, despejando. La volátil y firme figura de la muchacha nocturna, imagen que no transige, que no sucumbe, que no habla de derrotas, pero sí de firmezas y permanencias y sin duda de una obstinada libertad.
Paso ligero de la muchacha a través de la ciudad dormida, reverenciando, rescatando, enalteciendo para la noche del hombre que la sigue, para sus horas futuras, las imprevisibles, las fuertes oscilaciones de la vida. Entonces, una vez más, alrededor del hombre, la noche vibra de significados nuevos, alberga años y sabor de juventudes y caminar detrás de la muchacha por calles nuevamente familiares, después de tantos voluntarios o forzados exilios, en este septiembre cambiante, es retomar viejas sendas y descubrirse entero y dispuesto, sacudido por estremecimientos olvidados, inconsciencias, locuras, alimentos para raíces de otros tiempos.
La hora se carga de certezas, aquella figura va opacando dudas, pone ráfagas de asombro en el silencio de los días. Y nuevamente la muchacha gira la cabeza, muestra brevemente su perfil y avanza y todo el tiempo parecería decir: También éste, como siempre, como todos, precisamente éste, es el momento decisivo.


*de Antonio Dal Masetto
"Reventando Corbatas" Torres Aguero Editor. Bs. As. 1988.





Platito*


Parece que la crisis de pareja alcanzó niveles sin antecedentes y todo haría suponer que va en camino de agravarse. Tengo una clara señal del problema esta tarde, cuando me siento en una confitería y en la mesa vecina hay seis señoras tomando el té. Lindas señoras. Un ramillete de bonitas señoras.
Hablan en voz alta así que no puedo evitar escuchar la conversación. Más que hablar se quejan. Son voces acongojadas que terminan en llanto. Y la frase que aparece todo el tiempo es:
-Ya no hay hombres.
Cada una expone su drama, la última relación, la mala suerte, la indiferencia, el egoísmo y las canalladas del fulano. Se lamentan por los fracasos pasados y se lamentan por la imposibilidad de establecer una nueva pareja. Probaron de todo: retomaron los estudios en la universidad,
recorrieron los boliches de moda, acudieron a las academias de tango y de salsa. No les queda nada por intentar.
-Ya no hay hombres -repiten.
Lloran. Las lágrimas no se deslizan por las mejillas, sino que salen disparadas de los ojos como de un surtidor y van a caer en las tazas de té.
En realidad son cinco las que se quejan y lloran. La sexta permaneció callada todo el tiempo. Es una morena delgada y de expresión serena.
-Chicas, chicas, paren la mano -interviene finalmente la morena delgada-. Están haciendo mal las cosas, ustedes tienen una visión errada del tema; la ciudad está llena de hombres y la mayoría disponibles. Los hombres están donde estuvieron siempre, solamente hay que saber atraerlos. Hace muchos años, pero muchos, que prácticamente no paso un día y una noche sola, y les puedo asegurar que cambié y cambio muchos compañeros, se va uno y aparece otro.
-¿Cómo hacés? -preguntan las otras secándose los ojos con las servilletas.
-Presten atención que les paso la receta. Como primera medida, siempre tengo un cartón de leche en la heladera. Apenas quedo sola, quiero decir cuando el último hombre que pasó por mi casa acaba de partir, saco la leche y pongo a entibiar un poco. Luego la vuelco en un platito. Utilizo un lindo platito, de ésos con flores esmaltadas. Agrego una cucharada de azúcar y revuelvo.
Después entreabro la puerta y coloco el platito cerca de la entrada, del lado de adentro. A la manija le ato un piolín que mediante un dispositivo muy sencillo cerrará la puerta apenas le pegue un tironcito. Y me pongo a esperar. Nunca tengo que esperar demasiado. En cualquier momento uno asoma la cabeza, descubre la leche tibia, entra con pasos cautelosos y se pone a lamer. En ese momento tiro del piolín, la puerta se cierra y una vez que está adentro, listo. Te pueden tocar gordos, flacos, jóvenes, maduros.
Algunos vienen lastimados, otros son un poco ariscos. Yo les tengo cariño a todos. Lo que quiero transmitirles, chicas queridas, es que la ciudad está llena de tipos necesitados de que le rasquen un poco la cabecita y le hagan unos mimos. Pongan en práctica mi método y nunca más van a dormir solas. No
es que les vayan a durar para siempre. Algunos se van solos después de un tiempo, a otros hay que llevarlos del brazo para invitarlos a salir por la puerta por la que entraron. Y después de nuevo a calentar la lechita.
-Ya mismo corro a casa a fijarme si me queda leche en la heladera y si no me voy al supermercado -dice una.
-Yo también -dicen las otras. Pagan, salen, las miro despedirse en la vereda con besos apresurados y partir veloces en distintas direcciones. Me quedo pensando que el método seguramente se difundirá y dentro de no mucho tiempo la ciudad brindará a los desangelados caballeros que la transitan la
posibilidad de cientos, de miles de puertas entreabiertas con el plato de leche esperando un poco más allá del umbral.



*de Antonio Dal Masetto.





La función del cuentista*


El Bajo, madrugada. En el Bar Verde me encuentro con Tusitala, el moreno tamborilero que hace años supo ser cocinero jefe de una tribu de antropófagos reflexivos, en Africa.
-Tengo una historia para usted -me dice Tusitala-. Me la relató un misionero que capturamos en la selva, un tal Spencer Holst, tipo curioso, había aprendido el idioma de los gatos y hablaba con ellos como si fueran personas. La cuestión es que ya estaba por tirarlo a la olla (pensaba prepararlo a la cazadora con papas) cuando dijo que quería contarnos una historia. A la gente de aquella tribu le enloquecían los cuentos. Así que suspendimos todo y lo rodeamos para escucharlo.
-Usted tiene la virtud de despertar inmediatamente mi interés, Tusitala -le digo.
-Resulta que en un tiempo el misionero había andado por Bali. Usted sabe que Bali es un lugar maravilloso, siempre es primavera, todo es verde esmeralda, las mujeres son hermosas y andan con los pechos desnudos y adornadas con colgantes de oro, jade y laca púrpura, y se la pasan bailando al compás del gamelán.
-Siempre logra asombrarme con sus conocimientos, Tusitala.
-Me limito a repetir lo narrado por el misionero. El Radja de Klunckung, príncipe y señor del lugar, había sufrido terribles heridas en la cara, hacía muchos años, a raíz de un incendio en el puri, o sea, el palacio. Sus cicatrices fueron cubiertas con maquillajes y pinturas indelebles. Con el tiempo ya nadie se acordaba de cuál era su verdadero rostro. Rodeaban al principe siete ayudantes cuyas funciones eran dirigir, administrar y alabar.
-¿Alabar a quién?
-Cada día de la semana, por turno, uno de ellos se quedaba junto al príncipe y se dedicaba a halagarle la vanidad. A esa tarea se la llamaba kupiunga, ceremonia de la alabanza. Los consejeros también se encargaban de organizarle diversiones, proveerle los manjares más exquisitos, las mejores bebidas y las mujeres más hermosas.
-¿Mujeres jóvenes?
-Sin duda. Los agasajos mayores los recibía el Radja durante la Galunga, fiesta que comenzaba al sonar de kulkul, duraba quince días y en la cual participaban todos los súbditos. Imagínese que cada ofrenda medía dos metros de altura y se necesitaban tres hombres para levantarla y colocarla sobre las cabezas de las mujeres, que eran las encargadas de transportarlas.
-¿En qué consistían las ofrendas?
-Todo lo que usted se pueda imaginar.
-Piedras preciosas, telas, artesanías, pájaros embalsamados, trofeos, dinero.
-Dinero, no. Porque las kopong, antiguas monedas con su característico agujero cuadrado en el centro, prácticamente habían desaparecido de circulación. Se decía que, en realidad, todas habían ido a parar al bolsillo de los siete consejeros. Una de sus tareas era analizar las ofrendas y parece que acostumbraban ir quedándose con lo más sustancioso para certificar la calidad. Les correspondía a ellos, por ejemplo, comprobar si las niñas destinadas al Radja eran vírgenes.
-No eran tontos esos tipos.
-Resulta que andaba por ahí un actor de mala muerte, que comía salteado y que un día decidió sustituir al Radja. Durante la Galunga, aprovechando que la guardia se había emborrachado por el exceso de tuak, que es un vino de palma, se introdujo en el puri, clavó un kris en el corazón del Radja, lo arrojó a un pozo profundo, después se maquilló adecuadamente y lo reemplazó. Y así comenzó a gozar de la buena vida: comidas de primera, bellas mujeres, regalos y honores.
-¿Nadie lo descubrió?
-Imposible, por lo de la cara deforme.
-¿Y cuando hablaba?
-El Radja siempre había dicho sólo tonterias, así que el actor simplemente se dedicó a imitarlo. Aunque en realidad este asunto del reemplazo venía ocurriendo con bastante frecuencia. Dos por tres surgía algún ambicioso con ingenio que mataba al falso príncipe de turno. Porque el verdadero había sido asesinado y sustituido hacía muchísimo tiempo, después del accidente del fuego. Así que los que le venían sucediendo eran todos impostores.
-¿Cómo es posible que nadie se diera cuenta?
-Bueno, los siete consejeros si estaban enterados. Sabían de las sustituciones desde el principio.
-¿Y no desenmascaraban a los usurpadores?
-¿Para qué? Ellos, los consejeros, no cambiaban, eran siempre los mismos. La pasaban bárbaro estando donde estaban, digitaban todo y hacían muy buenos negocios. Por lo tanto, como les daba lo mismo quién estuviese en el trono, la cosa siguió así para siempre.
-Lo invito una copa, Tusitala, se la ganó, su relato acaba de iluminarme como una revelación.
-Esa es la función del cuentista, mi amigo.
-Una pregunta: ¿se lo comieron nomás a la cazadora con papas?
-No. Por decisión unánime de la tribu lo dejamos partir y lo despedimos con ovaciones. Ya le dije que a los antropófagos reflexivos les gustaban las buenas historias.

*de Antonio Dal Masetto.







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