viernes, enero 21, 2011
HASTA AGOTAR EL PROPIO GRITO...
-Dibujo: "Navegantes" de Ray Respall Rojas.
El Pescador*
Ella sabía conjurar vientos del noroeste,
los más benignos para mi barca.
Con signos en la piedras me hacía saber
del tiempo y las mareas.
En los días de mucha lluvia, yo no podía remar,
jugábamos entonces a disfrazar el bosque
con caracolas,
mutándolo en océano.
Nos dejábamos arrastrar por la barca
entre las hojas de pino eterno,
entre las piñas saladas,
y los ecos...
Sabía tantas cosas,
que quise guardarla de Ellos,
por eso le rogué que me diera su anillo,
el de los conjuros y la risa.
Ese día no hubo viento, ni mar pintado con sal,
ni anguilas haciendo surcos entre los pinos.
Cambié mi nombre por Legión.
Y por ello fui alimento de la hoguera.
Con el mismo dolor ardiente de saberme sin Ella y sin mi barca.
*de Yordán Rey Oliva. cartasylibelulas@gmail.com
Del poemario "El martillo de plata"
La Habana, Cuba
HASTA AGOTAR EL PROPIO GRITO...
LAGARTIJA Y LITERATURAS*
Una forma extraña flota en el balde rojo que lleno de agua. No es una hoja seca, ni una pelusa, algo de mi instinto me avisa que atención que esto que flota no es ni una hoja marchita ni una nada sin más datos curiosos.
Flota. Tiene cuatro patas minúsculas. Tiene la forma de una lagartija. No se mueve la minúscula lagartija transparente sobre la película invisible del agua. Tan liviana, tan Jesús caminando sobre el agua pero sin Galilea ni discípulos. Una lagartija que se mantiene ahí, cuerpecito ahusado y patitas de dedos microscópicos.
Con cuidado busco la pala de recoger el polvo después del escobillón, y saco al animalito que presupongo muerto. No se mueve; así como lo pesqué así queda en la pala rosada. Lo pongo a la altura de mis ojos para poder distinguir los finísimos dibujitos en la piel película de plasticola seca sobre el dorso de la mano, la piel micrón y microscopio y crueldad absurda de clase de biología "hoy disecamos al batracio". Miro apenas al animalito inmóvil y es la extrañeza de las cloacas que de pronto abstrajo Kundera, y la ciudad desapareció y sólo quedó una horrible red inmunda de caños que se entrecruzan, bajan, suben, se abren en temibles inodoros como bocas hambrientas. ¿Por allí vino?
Miro a la lagartija que a pesar de parecer enteramente muerta tiene la cabecita erguida. La cabeza es una cabeza de alfiler con dos insondables oscuridades, dos brillantes estrellas negras en la carita que no es de piedra, que no es rosada, que no es el axolotl de Cortázar pero quién sabe.
De la familia al fin y al cabo, me digo, una especie de axolotl de entrecasa, de los que aquí podemos conseguir para pensar en algo más lejano y extraño y abismal.
La miro, pequeña lagartija junto al balde rojo sobre la pala rosada, ojos negros cabecita en cuarenta y cinco grados, transparencias de velo de tul de danzarina desvergonzada por qué no árabe, aún mejor, por qué no Salomé y al fin y al cabo está el rojo del balde y al fin y al cabo la lagartija sobre la pala muy bien podría ser la cabeza de Juan el Bautista con esa cara de nada que tienen las cabezas de los degollados.
Y entre medio de Juanes y bautismos y agua de ondas concéntricas, el animalito abre una boca sorprendentemente enorme, y le brota una burbuja perfecta. La he mirado con tanta atención que pasa lo de siempre, ahora bajo el escrutinio se ha agrandado, y en la cabecita que sí, es de alfiler, en la
cabecita de alfiler las fauces que revelan la vida y la ferocidad (siempre la vida y la ferocidad tan emparejadas), las fauces que revelan animación y rapacidad son enormes a mi atención extática. Bosteza un dragón, aquí sobre mi palita rosada. Y tanta heráldica, diría Borges, y tanto animal majestuoso
diría Borges, en los escudos, y el león que al fin y al cabo es pariente de los perros y come lo que le trae la hembra.
Llevo con cuidado la palita escaleras abajo. Escaleras abajo, qué linda frase. A los franceses se les ocurren las mejores réplicas, las frases más ingeniosas cuando descienden las escaleras, es la manera de decir que lo mejor se formula cuando finaliza la discusión y ya es tarde, y es la manera de decir que todos viven en departamentos con escaleras. Y quién lo dijo, no recuerdo, pero siempre me fascinó esa frase, desde pequeña, en esta ciudad en que nadie tenía escaleras, en esta ciudad plana de casitas bajas que se fue transformando en esta otra ciudad con gente en cajas de cartón, gentes de balcón cerrado y piso de parqué falso. Y claro que Ítalo Calvino a este punto, esto de bajar la escalera en medio de una ciudad que crece concéntricamente, que bien podría ser relatada por algún viajero que se entrevistase, pongamos por caso, con el Gran Khan.
Y dejo a la lagartija en el césped como quien con cariño cede parte de su herencia. Debajo de las plantas de las que desconozco nombres y pertenencias deposito al bichito que de vuelta es tan pequeño aquí, tan liliputiense y yo tan Gulliver. Vuelvo a subir peldaño por peldaño la escalera de hierro, vuelvo a mis libros y al falso crepúsculo de entre paredes donde las voces de los escritores me narran el mundo, sus mundos, me soplan ráfagas de vidas pasadas y ajenas obsesiones sobre el simple episodio
de exiliar a una pequeña lagartija.
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
NO ESCRIBAS CARTAS EN LA NOCHE*
No, no escribas cartas en la noche.
Menos aun si canta la paloma adormecida.
Si las mandíbulas de la mandrágora te acechan.
Si la muerte se mece en tus caderas.
Si la sed es un látigo en tu espalda.
No, no escribas cartas en la noche.
Menos aun, carta de amores.
No volverán los dragones de escarcha.
No partirán los diminutos saurios.
La noche es una aldeana ciega.
La luna solo existe en los cuentos de hadas.
El viento es un buzón que engulle vientos.
Los dientes son pendientes colgantes.
Las rodillas, camafeos de cristal, trizados.
Las bocas, armónicas calladas.
No, no escribas cartas en la noche.
Menos aun, en aguas de los trópicos
Las ballenas azules no gimen en invierno.
El mar es un invento.
La naranja, un ornamento amargo.
El lobo, es una constelación del hemisferio austral.
Los pechos, son calabazas huecas.
No, no escribas cartas en la noche.
Menos aun, si la vida es un soplo, en tu agónico cuerpo.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
Amor FILIBUSTERO*
Mi amado hoy es de estrellas,
Es de esferas, sol, incienso,
Riscos, campanarios, alas…
Mi amado es un marinero.
Como efluvio de mareas,
Como seda son sus dedos;
Es un nido de alcatraces
El lecho en el que me tiendo.
Abro, por mirarle, el cofre
Donde oculto nuestro espejo;
Versos, caracoles, pasos,
Arpegios de ese mar nuestro.
Huracanes me lo acechan…
Arco iris lo hacen lejos,
Cielo triste de gaviotas,
Plumón de ave, primer vuelo.
De nube, ocasos, violines,
De rosas en el desierto,
De sutiles llamaradas
Es el puente que le tiendo.
Mi juglar, el de otras vidas,
El peregrino hechicero,
Perdió, al cruzarlo, el mapa
De la isla en que lo sueño.
*De Marié Rojas
La Habana, Cuba
Del poemario “Memorias del pescador”, 2006
Propiedades*
*De Esther Andradi.
www.andradi.de
A OLGA HERNÁNDEZ
A los bienes que no pueden transportarse se les llama bienes raíces. Como casas o terrenos. De ahí que alguna gente identifique su propia raíz con bienes raíces. A quién se le ocurriría una raíz móvil? No quiero hacer aquí un catálogo de bienes raíces, de los cuales jamás dispuse, pero sí del papel que desempeñan ciertos espacios en el desarrollo personal, y en particular la significación de la casa en la vida de las personas. En mi familia nunca fuimos propietarios, de ahí la categoría de mueble que una va adquiriendo por el mundo. Junto con la movilidad llegan las palabras, porque una no puede andar de aquí para allá sin tratar de hacerse entender, mientras que sí puede quedarse en casa calladita su alma y no me molestes compadre. Por eso a veces las formas de las letras se apropian de las formas de las casas. Pero a diferencia de las casas, las letras son muebles. Ocurre que hay casas y casas, y así como hay gente que vive en una oración completa, otros viven en la mera letra. Apenas la lisa y llana letra para albergar un cuerpo presente completo, haciendo honor a aquello que "de esencias están hechos los arduos caminos del espíritu". También hay quien vive en bibliotecas, es decir, en espacios donde los forasteros se pasean casi permanentemente por la sala de estar, lo que sería una forma de los hoteles, las posadas y aún casas de inquilinato -aunque no se puede comparar un ambiente con otro, por supuesto. Hay muchos que viven en terrenos prestados. Y otros que usurpan terrenos, una forma ciertamente menos sólida de ser propietario, porque una se encuentra siempre entre la acción y el efecto de apropiarse, lo que no deja de tener sus riesgos en la sociedad moderna. Pero como también hay "leasing" mal que mal una se defiende. Y por último tampoco falta la letra muerta, un extendido abanico que abarca desde el famoso Père Lachaise hasta la soledad de cualquier camposanto de pueblo, inmensos y también modestos territorios para refugio de guiones, más o menos ilustres, pero guiones al fin.
II
La casa que me vio nacer era de modestísima construcción, una sola planta en forma de L acostada, como la mayoría de las casas de campo de aquel entonces. A lo largo de esta L se distendían la cocina, el comedor y el dormitorio de las niñas -en ese orden- y doblando por la L, la alcoba de los padres, que cerraba la construcción. Debajo del comedor o sala de estar -que entre nosotros sólo se usaba como corredor para ir de la cocina hacia uno u otro dormitorio y viceversa-, se encontraba el ingreso al sótano. Su penumbra dio lugar a más de una fantasía, pero más allá de ellas, lo decisivo es que después de las grandes lluvias que asolaron la región, el sótano se llenó de agua y no pudimos volver a usarlo. Una L con sótano en el medio y algo de imaginación letrística puede llegar a convertirse en un "lo", nada más ni nada menos que el artículo neutro del idioma castellano. Así comienza la escritura de los primeros años de mi vida: Con un "Lo" colgando en la desmesurada página en blanco de la pampa.
De aquella casa original mi familia pasó a otra algo más compleja, con dos plantas, una verdadera H. A esta casa prefiero adosarle el inmenso patio arbolado que le pone sonido a la primera letra muda de mi historia. Eran seis robustos ejemplares, alineados de dos en dos como en un tablero de damas, pero no eran damas sino tipas, Tipuana Tipu para los expertos, que así se llaman estos frondosísimos árboles que se dan con profusión en la llanura santafesina. Gracias a este patio con proporcionales ínfulas, la H aparecía flanqueada por una E. Las Tipuana Tipu me acompañaron hasta la adolescencia con sus flores amarillas y sus chicharras del verano escritas en el paisaje del pequeño pueblo de provincia adónde nos habíamos mudado. El fragmento de la pampa que comenzaba con "lo" dejaba paso ahora a los balbuceos del pretérito perfecto HE, que me vio crecer. Claro que no escribí muchas páginas más a partir de HE, porque como dije al comienzo, formamos parte de la gran mayoría de la humanidad que no dispone de casa propia, de un bien raíz donde quedarse, de una casa adónde volver cuando uno se ausenta, sea para venderla o solazarse en la nostalgia o ambas cosas, de modo que después de un tiempo de permanecer en un ambiente letrístico, página o libro, había que salir en busca de otras páginas, otras bibliotecas, otros estantes vacíos. Partíamos, eso sí, llevándonos lo que teníamos puesto, es decir, los bienes muebles. La letra era uno de ellos.
III
Las letras son una suerte de caparazón de tortuga o caracol que se arrastra con el cuerpo, con lo cual quienes vamos por la vida moviéndonos de aquí para allá solemos justificar nuestro parsimonioso andar en general y nuestra exasperante lentitud en la producción en particular. El caparazón que nos protege pero a la vez nos acompaña es nuestra identidad móvil. Acaso lo que vamos viviendo se va grabando de alguna manera en esta suerte de coraza, que, movibles y todo como somos, pasa a ser finalmente lo más sólido de nuestra mínima historia. Siempre y cuando no nos aplaste un camión al cruzar la autopista.
IV
Hubo por cierto, una casa que concentró mis raíces en la infancia y que guardo en el jardín de la memoria. No por propia decisión, sino por los avatares del movimiento, que no siempre es cauteloso y que puede arrasar también con lo mejor de nosotros. En la casa del abuelo, el padre de papá, los nogales flanqueaban el ingreso al visitante, los rosales se disputaban un lugar bajo el sol marcados de cerca por los granados que reventaban en rojo cada otoño mientras ciruelos, damascos y durazneros se cubrían de frutos no sin antes dejar algunas ramas al alcance de la mano para que trepáramos los nietos. Fresas y buganvilias, mandarinos, naranjos y legumbres parecían complacerse por igual hundiendo sus raíces en el surco húmedo de aquella parcela. La casa en sí no valía nada, hay que ser sinceros. Era una I mayúscula, los despojos de una columna dórica donde se sucedían en el más precario estado una cocina humeante -abuela tenía todavía una cocina a leña-, un comedor, una sala que sólo se usaba en especiales ocasiones y el dormitorio, donde la última vez que estuve allí fue para velar al abuelo. En los escasos rincones donde las paredes habían logrado defender su pintura de la voracidad del tiempo, era posible entrever en alguna orla decorada la dignidad de antaño. El suelo en cambio, permanecía cubierto sólo por una capa de cemento, ya que el dinero nunca llegó a alcanzar para baldosas. Y a mí que me importaba? Si esta casa recostada sobre el vientre embarazado de la huerta, enmarcada por el cerco frondoso de los árboles, amortiguados sus ángulos por mullidas enredaderas que protegían la mutación de los insectos parecía la escritura en sí misma: Una I de tiempo, custodiada por la eternidad de los olivos. El abuelo, que había dejado sus raíces en el desierto para buscar fortuna en el Nuevo Mundo, construyó esta casa con sus propias manos, con las mismas manos arañó la tierra abriéndole surcos, echó las cimientes, plantó los olivos, dio de comer a sus aves y caballos, protegió el canto de canarios y asiló los pájaros que se acercaban a este vergel a medio camino de la pampa y del pueblo que me vio crecer. En esta I del abuelo se escribía diariamente la historia. Dejó la casa a sus hijos con un ruego: No la vendan. No es un bien transportable, quiso decir el viejo: Es nuestra raíz en varios tomos.
V
Desde aquella partida de la HE paterna varias letras fueron mi refugio transitorio a lo largo del abecedario. La primera de todas fue aquella casita en el puerto, una humilde P a la que se arribaba por un largo pasillo que conducía a una única habitación milagrosamente compartimentada en cocina, baño, sala de estar y de dormir, además de un mínimo ángulo que hacía las veces de escritorio. Mi perro Bakunin se subía a los tapiales que marcaban el perímetro de P y solía atrapar con precisión de felino a las gallinas de los patios adyacentes provocándome horrores ortográficos. Sin embargo este clima bucólico no fue roto en ninguna medida por los vecinos, habitantes a su vez de precarias letras, sino por la gramática misma. Partir, como parir, se escribe con P en castellano. Y yo soy de las que tuvieron que partir, no por nada, sino porque ahí ya no se podía más vivir.
VI
De aquella letra cursiva -impresa en una participación matrimonial que se agotó- a la gótica remedando el sello de denegación del permiso de estadía de la policía de extranjeros- fui escribiendo una que otra página con los caracteres que se me iban dando. No me faltó por cierto una residencia en tipo florido, como aquella casita de Barranco que tenía todo el encanto de la bohemia con los rezongos del mar y su tejido de jazmines. Tampoco puedo olvidar una breve estadía de letras cortesanas en aquel palacio encantado de Jaipur donde un jardín bordado de cedros y fuentes cobijara mis acrobacias en las noches. A veces sin embargo, me agobiaron los caracteres capitales de Udine, con su frialdad grandilocuente. Tanto como los crepúsculos en Puerto Santa María, donde meses enteros fui acosada por bastardillas. Aunque pocas mayúsculas fueron comparables a aquella C invertida del portal de Idris desde donde sobreviví a Beirut en llamas. De estos achaques me resarciría una larga estadía en Berlín: Un día en la calle de Hohenstaufen el destino se cruzó de vereda y por una milésima de segundo fui testigo de su código cifrado. Desde allí asistí estremecida a aquella payada entre Oriente y Occidente cuando le crecieron tanto los ojos al muro que acabaron por perforarlo. Y aún cuando hasta el momento la cosa no haya dado más que para estirar la larga lengua de una factura, a mí, nadie me quita lo bailado.
VII
Porque hay letras y letras. Varios alfabetos con sus reglas y sus cifras y un montón de tipos que impregnan los espacios según sus caracteres: letras gótica, inglesa, capitales y dóricas, cortesanas o redondas, y aquellas emergidas de la computadora, compuestas de tan mínimos punteados haciendo las veces de paredes, que nos obligan a los usuarios a disponer cada vez de menos materia, si queremos refugiarnos en ellas. Incluso daría la impresión que, ciertos caracteres alfabéticos influencian no solamente a quienes los utilizan, sino que su espectro se vislumbra en la arquitectura de ciertos espacios míticos. El lamento del mundo, no escribe y borra al mismo tiempo la lágrima en hebreo y árabe sobre el muro gris de Jerusalén? No se percibe acaso un parentesco entre el alfabeto Indi y aquel templo de Vishnu en Delhi? Y no se asemejan los caracteres chinos a algunas pagodas mientras los signos del parsí parecieran ondular en las mezquitas? La clara y fría tipología inglesa, en cambio, recuerda la sólida arquitectura de los bancos tanto como la itálica evoca los palazzos renacentistas. Y los caracteres del alfabeto japonés, serán el chip que sintetiza el lenguaje electrónico y zen en las calles de Tokio?
VIII
Pasar de letra en letra no sólo no es fácil sino que puede ocurrir que una se quede colgada a mitad de camino sin llegar a ninguna otra, puros puntos suspensivos, la página en blanco, el colmo del nihilismo o la soledad. Es así que, animada por una profunda nostalgia en torno a aquel "lo" original sucumbí a la tentación del regreso: Veinte veces hube de pasar delante de aquella modesta "L" para reconocerla. Estaba pintada de blanco, la habitación de los padres había sido derrumbada, y como la herrería se había adosado al jardín, aquel "LO" de mi infancia se había convertido en un JE irónico. En cuanto a la HE, la Hache había enmudecido. Las constantes lluvias elevaron la napa de agua y debieron extirpar las Tipuana Tipu antes que se derrumbaran como una muela podrida aplastando con su corpulencia a cualquier desprevenido. La casucha del puerto explotó en pedazos, demolida por una bomba. Fue una equivocación, dice que se disculparon frente a los escombros. La I del abuelo había sido vendida. Los nuevos dueños aportaron sus ideas renovadoras en restauración, cercaron el ingreso con imponentes rejas de hierro forjado, podaron los frutales, el nogal se secó, y los olivos... Ya no tuve fuerzas para ver dónde habían quedado los olivos.
IX
El único territorio que permanece intacto a nuestro retorno es la X. La eterna X, la incógnita, el estado especial, la vieja recurrente de la historia. La X intacta con sus cuatro puntas, con los cuatro vientos convocados por la encrucijada central, nos está esperando en el recodo del futuro que comienza hoy por la tarde. No somos nosotros quienes decidimos la próxima letra que cubrirá nuestra página abierta. Incluso la misma letra austera que ayer dejamos reluciente, hoy cubierta de polvo es capaz de volverse cortesana o capital. Lo único que permanece es el movimiento, la articulación con sus infinitos giros. Ninguno parecido a otro. Acaso ésta sea la única fortuna al alcance de todos: La Escritura de la página en blanco hasta agotar el propio grito. Desde la calle, en tránsito, frente a miles y miles de XXX que vienen y van.
Esther Andradi nació en Argentina, estudió Ciencias de la Comunicación en Rosario y en 1975 se fue al Perú. En Lima ejerció el periodismo escrito y publicó su primer libro. En 1980 viajó a Europa y se radicó en Berlín donde escribió guiones y reportajes para radio y la televisión alemana. En 1995 regresó a Argentina y vivió en Buenos Aires siete años. Desde el año 2002 reside nuevamente en Berlín. Publicó libros de cuentos, novela y testimonio en Argentina (Come, éste es mi cuerpo, Tanta Vida, Sobre Vivientes) y en Perú (Chau Pinela, Ser mujer en el Perú). Ha compilado las antologías Vivir en otra lengua. Literatura latinoamericana escrita en Europa (2007-2010), Comer con la mirada (2008) y Miradas sobre América I. Crónicas de viaje, exilio y migración (2010). Su novela más reciente se titula Berlín es un cuento.
-Se reproduce en Inventiva Social con autorización de la autora.
-El artículo Propiedades de la escritora Esther Andradi enviado a Aurora Boreal® por Esther Andradi
*Fuente: http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=666:propiedades&catid=84:ensayo&Itemid=201
ACASO, LA MISMA*
Es otra, acaso es otra la que va recobrando su pelo, su vestido, su manera, la que ahora retoma su vertical, su peso...,se sale por la puerta, entera y pura y no busca saber, no necesita, y no quiere saber nada de nadie....
IDEA VILLARINO
Dentro de mi cuerpo, mora una mujer que no soy yo.
Dentro de mi carne, se desangra una mujer que no soy yo.
Sentada en mi sillón de mimbre sostiene el cuerpo que no me pertenece.
La que habita mi casa y habla con mi voz, no soy yo.
Me asustan, en la noche bestias hambrientas.
Una mujer, que no soy yo, se deshace en gritos
En mi corazón, retumban, sus latidos.
Siento el terror de animal maniatado.
Esa mujer, que no soy yo, huye con mis pies.
Unas manos, que no son mías, borran mi autorretrato.
Mira el precipicio de La Garganta Azul.
El vértigo, las nauseas y el sudor, lo siento yo.
Parada y quieta en el umbral del tiempo, veo, mi cuerpo que salta al abismo de la noche.
La sombra que reflejan mis pasos es de una mujer que me es ajena.
A esa mujer que no soy yo, le besas y le muerdes la boca.
La mujer se desnuda. Se quita los vestidos y los deja en el suelo.
También mi corazón.
Yo, restaño la sangre de mi herida.
Un mujer que no soy yo, extiende mis manos y alimenta lo pájaros.
Los pájaros comen, de sus manos, mis propias migajas.
Una niña que no soy yo, mira con mis ojos la amante de mi padre.
En unos ojos que no son míos, queda suspendida una lágrima ajena.
La niña que no soy, escucha con mi oído el tango “Sur”
Quedan cicatrices en mi piel de la fábula que no es la mía.
Una mujer que no soy yo, con mi luz, enciende una vela.
Iluminados jirones de infancia, en fosforescencia de retamas, encienden el día.
*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
El desconocido*
“Pensando, enredando sombras en la profunda soledad.”
Pablo Neruda
Estaba sentada, absorta, cegada por sus pensamientos. Toda aquella gente alrededor, mezclados, sin rabia, sin diferencias… Ningún rostro conocido, mejor aún: nadie notaría el abandono de sus ojos, ni la tristeza en el rostro; nadie escucharía el rumor de sus olas, ni sentiría sus puertas abiertas golpeadas por el viento; nadie vería los jarrones quebrados, ni las flores marchitas, ni sus versos volando. Nadie sabría del violento huracán que le destruía el alma, sin saber cuándo podría recomponerlo todo: recoger los abrazos rotos, limpiar tristezas, secar lágrimas, echar restos de ternura caducada, devolver al mar la furia que había dejado en su puerta…
De repente, apareció un rostro conocido: hubiera sido mejor evitar el encuentro, pero ya era tarde. Comentar trivialidades y fingir una sonrisa no resultó tan difícil como esperaba. Pudo volver a su mundo, a su soledad acompañada. Y siguió haciendo su viaje eterno, pidiendo a Dios que la oyera de nuevo - como tantas veces -, que le mostrara el camino, que le ayudara a encontrar la paz, a actuar bien, que le devolviera la luz que el huracán había apagado.
No se preocupe, señora, todo saldrá bien. Oyó decir a su lado.
No podía comprender, ¿quién hablaba con ella? Era alguien que estaba sentado a su lado, uno de aquellos rostros desconocidos, desgastado por la inclemencia del tiempo, no podría decirse que fuera más joven que ella, aunque lo era. Fingió no entender de qué se trataba, a qué aludía aquella persona que nada sabía de su vida. Le interrogó con la mirada.
Su problema, esa tristeza, todo pasará, se lo aseguro. Dios lo da todo en el momento que debe ser, no se desespere. Él sabe lo que hace, y sabrá darle lo que usted quiere cuando esté preparada para ello.
Seguía sin comprender, intentó mostrar indiferencia, pero la voz era insistente y segura.
Se lo digo yo, que he estado en las calles, que lo he tenido todo y lo he perdido, que he caído en el abismo y he salido de nuevo, que he vuelto de la muerte. Solo tiene que seguir pidiéndole y agradeciéndole, por lo que le ha dado y por lo que aun le dará. Él la está oyendo, no tiene que ir a rezar, solo saber que está a su lado ahora, y estará siempre.
Solo pudo balbucear algo parecido a “lo sé”, tímidamente, dudando de que realmente Dios la estuviera escuchando sin darle muestras de su comprensión y su humildad.
El hombre se levantó, pidió permiso para salir y dijo:
Debo seguir encontrando almas en pena, reconociendo dolores, alentando a otra gente… Dios la bendice. No dude nunca de ello.
El autobús se había detenido cuando dijo la última frase. El desconocido saltó a la acera sin mirar atrás. Ella quedó pensando que, realmente, Dios había estado sentado a su lado. Y dio las gracias.
*De Viola Cárdenas. vcr1961@yahoo.com
La Habana, Cuba
16 de enero de 2011
La carta vendida*
*Por Eduardo Berti
Las dos familias -que, en el fondo, constituían una sola- se habían resignado ya a ese ritmo de vida. De una década a esta parte, los dos hombres partían de abril a septiembre, a una remota cantera del sur. Muy raras veces se les unía un compañero, otro empleado golondrina. Dos mañanas por semana recibían la visita breve y eufórica de Ramírez, que en un camión tembloroso y destartalado se llevaba lo recogido y de paso verificaba el estado general de las cosas; pero casi siempre se encontraban solos, sin más consuelo que la radio, audible en las noches de nubes bajas, o las cartas que traía el mismo Ramírez, medio sucias y abolladas en las puntas. Era como si con las piedras le pagasen al bueno del camionero por unas pocas palabras emborronadas.
Diez años de esta vida habían bastado para endurecerlos, casi tanto como la materia con que lidiaban. El más viejo de ambos, Lurueña, rumiaba que la actual sería su última temporada en el sur. ¿No le había dicho el médico, hacía algunos días, que era hora de cuidarse, que se hiciese unos estudios?
El otro, Castro, no se planteaba nada por el estilo. Mientras fuese capaz de alzar una piedra, seguiría trabajando allí.
Porque no había mayores alternativas, constantemente hacían lo mismo: trabajar, dormir, charlar, jugarse bromas y volver a trabajar, hasta perder la noción exacta del tiempo. En cierto modo, sentían que durante esos meses el mundo no existía fuera de aquella triste zona pedregosa. La labor era tan
monótona y tan poco interesante que podían hacerla con la mente en blanco.
Nadie les había explicado con qué fin juntaban las piedras. Saberlo no les quitaba el sueño, tampoco. Pero por supuesto que había algún propósito; por supuesto que con esas piedras se construían murallas, se conformaban viviendas, caminos, muelles... Toda una serie de cosas, todo un mundo de piedra domesticada.
Cuatro montículos rodeaban o incluso estrangulaban la casa en que dormían: un barracón, en realidad, con cuatro paredes de lata y con un techo inclinado, hecho del mismo material, que en las frecuentes noches de lluvia se volvía, más que ruidoso, escandaloso. Si un día en que el cielo estaba azul se trepaban al montículo de piedra más elevado (Castro le decía "montaña"), alcanzaban a ver, bien lejos, la silueta alborotada de un puerto. Era lo único ajeno al trabajo que ofrecía el horizonte y, aun así, se trataba de una imagen laboral.
Cada año que volvían a la cantera, les parecía -aunque era imposible, sí- que las piedras se habían multiplicado, como una selva que volviese a crecer. Ocurría más bien que los seis meses en su hogar, desde noviembre hasta marzo, agigantaban la impresión de lo extraído y empequeñecían, a la vez, lo restante.
De las temporadas pasadas recordaban muy pocos hechos que hubiesen alterado la rutina. Apenas un accidente del que Lurueña había escapado de milagro.
Apenas unas tormentas, pero ninguna tan fuerte ni pertinaz como la de ese año.
A principios de junio, cosa inédita, habían debido interrumpir su faena por doce días. Ni Ramírez apareció en aquel lapso. Lo hizo tan sólo al menguar la tempestad, trayéndoles en un caja de cartón (una caja de zapatos, se diría) toda la correspondencia acumulada.
No era infrecuente que Castro recibiese más cartas que Lurueña. Así ocurría desde un inicio. Sólo que esta vez la desproporción parecía exagerada: quince o más cartas para uno y ninguna para el otro.
En julio no volvió a llover, excepción hecha de algún chaparrón aislado, pero Lurueña siguió sin recibir cartas. Poco a poco comenzó a envidiar a Castro. Con la antena de la radio no captaba nada que le interesase, como si la tormenta hubiera enrarecido el aire al punto de llevarse las canciones y las voces que a él le gustaban.
Sería el 2 o 3 de agosto cuando, viendo que Ramírez seguía sin traerle noticias, Lurueña le pidió a su amigo que le prestase una carta, una cualquiera. Necesitaba leer, enterarse de lo que ocurría ahí afuera, más allá de esa muralla rasa que los envolvía. "De ningún modo", exclamó Castro, poco menos que indignado ante la idea.
Una semana después, Lurueña volvió a la carga con la propuesta siguiente: si la próxima visita del camión no ponía fin a su larga espera, iba a pagar por una de las tantas cartas para Castro. "¿Pagar?", repitió el otro como corrigiéndolo. Pero acabó por aceptar, aun cuando primero adoptó el mismo tono escandalizado que en la conversación anterior.
Ramírez se hizo presente dos días más tarde. Cargó el camión, como solía hacerlo, con el motor en marcha. Se disculpó porque seguía sin conseguirles el tabaco que le habían encomendado y ya estaba por retirarse cuando se tocó la frente con la palma de una mano. Murmuró "ay, casi se me olvida" y le
entregó a Castro una bolsa negra que contenía dos cartas en total. "Son para vos", explicó.
Tan pronto como se fue el camión, Castro le propuso a Lurueña que eligiese un sobre al azar. Lurueña metió una mano en la bolsa negra, arrebató el sobre más grande sin dejarle ver a Castro ni siquiera la caligrafía exterior y, a cambio, extendió unos billetes. Trabajaron el resto de la mañana, comieron excepcionalmente separados porque cada cual quería leer sin sentir ni la respiración del otro ni el crepitar molesto de la carta ajena.
Continuaron trabajando por la tarde sin cruzar sino unas frases de circunstancia y, al llegar la cena, Castro no supo aguantarse más y le preguntó a su amigo qué decía la carta vendida.
"Algo que no te importa", contestó Lurueña de mal modo.
"Por lo menos podrías decirme quién escribe."
Lurueña se negó con vehemencia a dar esa información. La noche terminó a los gritos, con los dos hombres peleados.
Castro se dijo al despertar que el otro le dejaría leer, tarde o temprano, esa carta que en rigor le pertenecía. Por el contrario, Lurueña pasó la semana entera sin hablarle. La actitud era desmedida, incomprensible. Ya habían tenido otras discusiones violentas, pero ninguna había concluido de este modo. Estaba claro para Castro que, lejos de animarse gracias a la compra de esa carta, Lurueña se veía opacado, casi un retrato vivo de la amargura. ¿Y si en la carta se hallaba, precisamente, la razón de su
malhumor?
Lleno de intriga, ansioso por recobrar la carta vendida, ofreció el doble del dinero abonado en su momento. "¿Volvértela a vender? Ni loco", respondió Lurueña, burlón.
Aparte de amigos, los dos eran cuñados desde que Lurueña había esposado a la única hermana de Castro. Por la diferencia de edad (Castro era trece años menor), su vínculo no excluía un trasfondo filial. Por experiencia, Castro sabía que Lurueña, toda vez que le decía no, se volvía obstinado e imposible de convencer. Así que planeó apoderarse de la carta por medios menos diplomáticos.
Al cabo de otras cuatro visitas del camión (porque con esos hechos pautaban su tiempo), Castro pasó a la ofensiva. Tras dedicar unas noches a escudriñar el rincón donde dormía el otro, había advertido una bolsa, la misma bolsa negra traída por Ramírez, en la que Lurueña guardaba con certeza los objetos
que estimaba de mayor valor.
Ya que Lurueña era de dormir de un tirón, proyectó quitarle la carta por la noche, leerla de prisa y ponerla nuevamente en su lugar sin que él fuera a darse cuenta. La maniobra resultó más complicada. Su compañero, precavido, había sellado aquella bolsa con cinta adhesiva y dispuesto una cuerda fina o
un hilo que corría hasta el pulgar de algún pie, de modo que, no bien Castro quiso quitarle su tesoro, una especie de alarma se activó y despertó a Lurueña.
Lo que siguió no fue una discusión tranquila, sino una pelea salvaje.
Lurueña saltó de la cama y aferró el cogote de Castro, al tiempo que lo insultaba.
De las trompadas que se dieron, una sonó diferente. Castro vio que Lurueña se desmoronaba, como si su cuerpo se hubiera hecho pedazos, disgregándose en mil piedras. Enseguida, con una frialdad que le causaba horror, concluyó que su amigo estaba muerto.
Por un instante se olvidó completamente de la carta. Repitió el nombre de Lurueña, le roció la cara, presionó su pecho... Nada de nada. A las cuatro de la mañana abrió por fin la bolsa y se puso a leer. Reconoció la letra de su hermana. La carta se dirigía a él, pero se refería a Lurueña. Es más: no
hablaba de ninguna otra cosa.
"Tiene una grave enfermedad, pero no hay que decírselo. No quiero que lo sepa. Solamente quiero que le ahorres disgustos y esfuerzos." Apartó la vista y la posó en las piernas desparramadas de su amigo. El dedo gordo del pie izquierdo aún llevaba atado el hilo del extraño dispositivo de alarma.
Sin pensarlo, se echó en el suelo y lo desató. Luego regresó a la carta, releyó dos o tres frases como si ahora entendiera mejor, salteó otras y al final supo: "Tiene, a lo sumo, para seis meses de vida".
Afuera se había levantado un viento que preparaba el amanecer. En unas horas, cuando llegase Ramírez, hallaría el cadáver al sol, al pie del mayor montículo. "Un accidente", le diría. La misma cosa con su hermana. "Se cayó de pronto. Estaba débil, sin dudas." ¿Para qué hablar de la carta vendida,
de la pelea o del mal golpe? Había matado, en un sentido, a alguien ya muerto.
*Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-160680-2011-01-18.html
El cuento por su autor*
Tengo especial debilidad por los cuadernos de notas. No me refiero tanto a la agenda social del escritor (hoy comí con A, hoy viajé a X, hoy vi a B), como a la práctica constante del apunte: observación, reflexión, laboratorio. Traduje hace años los Cuadernos norteamericanos de Nathaniel Hawthorne, que resultan toda una usina de ideas. Me pareció necesario que se tradujeran los de Chejov (La Compañía). Vuelvo a menudo a los de Henry James o a los de Jules Renard, un escritor subvalorado. Y a los de Somerset Maugham: A Writer's Notebook.
Los cuadernos de Maugham son un pozo inagotable: desde páginas acerca de la literatura rusa cuyo boom ocurrió a su juicio en un momento especial ("el mundo estaba desilusionado con la ciencia... Schopenhauer y Nietzsche habían perdido su novedad y había una gran masa de personas educadas que se interesaban en asuntos metafísicos") hasta reflexiones agudas ("el amor que dura más es el amor nunca correspondido") o esbozos y gérmenes de historias, como el caso de dos hermanos, uno que es pintor y el otro médico.
"El pintor estaba convencido de su talento. Era arrogante, irascible y vanidoso, y despreciaba a su hermano tratándolo de filisteo y de sentimentalista. Pero ganaba muy mal y se habría muerto de hambre a no ser por el dinero que su hermano le daba. Lo más curioso de todo es que, por más extraño que fuesen su temperamento y su apariencia, pintaba unos cuadros realmente muy bonitos. De vez en cuando se las arreglaba para exponer y siempre vendía un par de óleos. No más que eso. Al fin el médico tomó
conciencia de que su hermano no era realmente un genio, sino un pintor de segunda categoría. Fue muy duro para él, después de tantos sacrificios hechos. Mantuvo el descubrimiento en secreto. Al morir, le legó todo a su hermano. El pintor halló en la casa del médico todos los cuadros que durante veinticinco años había vendido a compradores anónimos. En un comienzo no entendió lo que pasaba. Después de pensar un poco tropezó con la explicación: el muy astuto había querido hacer una buena inversión."
En la página 226 de la edición en inglés del Cuaderno de notas de Maugham -que obtuve usada y por monedas en la avenida Corrientes- está el origen de mi cuento "La carta vendida", que sólo debe a Edgar Allan Poe una parte del título y que forma parte de mi nuevo libro de relatos, Lo inolvidable, editado en diciembre pasado en España (por Páginas de Espuma) y a editarse en Argentina en abril de este año.
"Dos hombres jóvenes trabajan en una plantación de té en las colinas y deben ir a buscar el correo lejos de allí, de modo que lo reciben en intervalos más bien largos. Uno de ellos, llamémoslo A, suele recibir más cartas, diez o doce, a veces más, mientras que el otro, B, jamás recibe ninguna y suele
mirar con envidia a A, hasta que un día, yendo a buscar el correo, le propone: 'Te daré cinco libras si me dejas leer una carta'. 'De acuerdo', dice B y, cuando llega el momento, A escoge una de las cartas para B. De noche, mientras beben whisky con soda, A pregunta qué noticia traía esa carta. 'Asunto mío', responde B. Discuten, se pelean. A hace todo lo posible porque B le muestre la carta, pero B sigue negándose. A la larga, muy ansioso, A le propone B: 'Acá están las cinco libras, dame de nuevo la carta'.
'Ni loco', contesta B. 'Yo pagué por ella, es mía.' Eso es todo", dice la entrada que data de 1938. Y nada más. El resto es silencio de Maugham y culpa enteramente mía.
*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/160680-51535-2011-01-18.html
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