jueves, junio 13, 2013

EDICIÓN JUNIO 2013.




*Obra de Ray Respall Rojas.
La Habana. Cuba.
 
 
 
 
 
 
El Oasis de Siwa (532 AC) *
 
 
 
Cuenta Herodoto con impaciencia de siglos,
que en las arenas de Siwa mora un fantasma
es un espectro con muchos rostros y puñales,
un enigma de guerreros y aullidos de viento.
 
A lo lejos Cambises observa el Valle del Nilo,
su ejército ha partido desde el Oasis de Jarga.
Amón en piedra o piel debe reclinar la cabeza,
ante el conquistador del Gran Mar de Arena.
 
El oráculo recibe por igual a helenos y persas,
pero solo el antiguo egipcio es su casero fiel,
allí se encuentra el Trono de las Dos Tierras,
que reconocerá a Alejandro dueño del mundo.
 
El castigo se cobra sobre ejércitos vencedores
gritos sobre el desierto libio y la edad del sol
El dios sobre una barcaza de oro cabeceante,
los sacerdotes que condenan la vida de miles.
 
Y el formidable Quibli, con hambre de siglos,
arranca nervios, armas y temibles pertrechos.
Lo real ahora coincide con el viejo simulacro,
de un ejercito perdido en el mito y el tiempo.
 
¡Ah! Espléndido Almasy. ¡Padre de la arena!
Nadie aparte de tus huellas estuvo tan cerca;
el susurro de viejos djinns te señalo el lugar,
y en un sueño olvidaste la geografía del sol.
 
Y dijo César Vallejo, en un crepúsculo ciego,
que la vida esta en el espejo, este es de arena
y que nosotros somos el débil perfil original,
del desierto el inverso, la hoja seca,
los muertos...
 
 
 
*De Jorge E. Lacuadra.  jorgelacuadra@hotmail.com
Córdoba, Argentina.
-Poesía del libro "Distancias Oceánicas" publicado recientemente por Editorial Luna de Marzo.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
SOLO UN REFLEJO*
 
 
 
*De Celso H Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
 
 
 
Al principio era sólo eso, un reflejo. A muy poca distancia la luz reflejaba una pequeña superficie lustrosa y quieta como un espejo, y a un palmo o poco más lejos, el campo visual se difuminaba y se obscurecía, como si el mundo se hubiera reducido a eso. Le parecía estar mirando su entorno por un agujero, un ventanuco que no le permitía agrandar su zona de visión clara. Se sorprendió elucubrando pensamientos, que no iban más lejos que eso. Tratar de comprender lo que estaba viendo. Pensó que si pudiera arrimarse más al ventanuco, podría divisar un ángulo más ancho, más abierto. Pero no pudo, nada se movía de él, ningún miembro le obedecía.
Se concentró reuniendo sus escasas fuerzas en centrar el foco de su visión en lo que formaba por ahora aquel pequeño mundo, casi pegado a su cara, al nivel del suelo.  Reflejaba también con visos de piedra húmeda, algunos adoquines del empedrado, los lomos brillantes, las comisuras obscuras, y a un costado el muro chato del cordón de la cuneta. Vio avanzar una hormiga desde un extremo borroso, y muy lentamente vino avanzando por el borde del charco que llenaba parte de su reducido paisaje. La hormiga se movía como titubeando, y se detuvo detrás de un pequeño objeto blancuzco, hinchado y deforme. Consiguió forzar su campo de nitidez, y despaciosamente identificó aquello tan deteriorado y que ahora ocultaba a la hormiga. Descubrió casi con alegría, que era la colilla, el “pucho” de un cigarrillo, que se iba mojando en la orilla del pequeño lago, aunque creyó ver una muy tenue voluta de humo, como si al apagarse finalmente, presenciaba de tan cerca el expirar de aquella brasa,  ya inexistente. Logró distinguir algo mejor, y entendió que el espejo no era de agua, sino de una sustancia aceitosa, algo viscosa. Más allá de la hormiga vio posarse alguna mosca, donde no veía muy claro; se movían, y levantaban cortos vuelos y volvían a posarse, tozudamente en el mismo lugar.  Ningún color, sólo tonos obscuros, claros o brillosos.
Debe haber sido de noche porque los reflejos seguramente provenían del alumbrado que debía haber en la calle. No había tráfico, ni se escuchaban pasos, ni sonido alguno. No sentía ni el viento en su piel, ni siquiera su piel. Silencio. Ni su respiración, ni sus propios latidos; pero no sentía dolor, ni molestias, ni siquiera angustia. Todo transcurría calmo y sin fatiga.
Algunas imágenes confusas fueron aleteando en su interior, y pasó mucho de aquel raro transcurrir del tiempo, antes de hilvanar confusas imágenes, y luego se fueron formando por tramos, en trozos, incoherentes episodios.
Una de las ideas más claras que se le formaron en aquella caverna obscura y silenciosa, fue recordar su nombre, advertir que tenía uno, y luego que era una identidad humana, con cuerpo y alma. Luego los trozos se fueron armando de a poco, y por momentos todo se convertía en un torbellino vertiginoso, y la angustia aumentaba a medida que aumentaba su comprensión. Se encontró caminando en la vereda, esta misma tarde, y quizás en esta misma vereda. Una pequeña multitud iba y venía. Era plena tarde y avanzaba absorto, con su ataché bajo el brazo izquierdo… Apenas se fijó en los tres adolescentes que venían en su contra y pensó que irían a abordarlo, pero los muchachos sólo quedaron al costado, como indiferentes. Ahora recordaba lo que le llamó la atención, llevaban pequeños bultos en las manos. Sabía que algunos de ellos vivían en las calles, dormían en los subtes o en las plazas, y muchas veces suplían un plato de comida, y hasta su orfandad, con unas bocanadas del penetrante aroma del pegamento barato que llevaban en bolsitas de plástico.
Drogados, podían ignorar toda carencia, incluso de afectos, y se tornaban predadores urbanos implacables, y con toda crueldad cometían crímenes indolentemente, como si desconocieran el valor de la vida y no les importara la integridad de las personas, ni siquiera la de ellos mismos. Eso lo puede ordenar ahora en este no tiempo tan curioso; en aquel  momento siguió unos metros y entró a su oficina, donde una placa de bronce platil mostraba su nombre; “Rogelio Namara, Ing. Civil; Agente inmobiliario”
A veces su estudio era un refugio, donde hallaba sosiego en su trabajo y pasaba largas horas, donde absorto, perdía la conciencia del tiempo; sentía que él mismo era en esos momentos su mejor compañía. Si se demoraba demasiado, Pamela, su mujer lo llamaba, recordándole que debía volver a casa. Era una ceremonia que los dos celebraban sin fastidio alguno, porque había una mutua y extraña comprensión entre ellos.
Esta noche, antes que Pamela le recordara la hora, él pudo llamarla a ella, diciéndole que no se preocupara, que ya salía para casa.- En la vereda, mientras cerraba el ingreso, se percató que era más tarde de lo imaginado, que el silencio y la soledad habían ganado la calle.
Al comenzar a caminar, le pareció volver a ver aquellos jovencitos de mala traza, entre las sombras, pero antes de que pudiera cerciorarse lo habían cercado y le tironeaban el maletín; mientras uno de ellos le exigía el dinero, otro lo golpeaba en la cabeza con algo pesado y contundente. Cayó al suelo aferrándose inconsciente a sus preciados documentos con sus comisiones de la jornada, y desmayándose sintió que se salía con la suya y no podrían con él, y también sintió un trueno como un rayo que le pegaba en el pecho y un fuego quemante le inflamó las entrañas. Todo se nubló en un instante, y lo último que distinguió fueron los pasos apresurados con que los chicos se fugaban.
Ahora lo veía todo con una claridad y calma pasmosa. Los menores no llevaban sólo las bolsitas de pegamento, también portaban un arma letal, que usaron contra él sin dudarlo. En la violencia urbana que se estaba viviendo en estos tiempos, una vida no valía gran cosa, era evidente, y ahora estaba allí, caído sin poder moverse, y sería parte de estadísticas nefastas, que en las altas esferas preferían negarse; y por ahora la sociedad polemizada entre castigar o comprender a sus infestadas legiones de jóvenes, abandonados, sin educación, sin medios, y sin esperanzas. Es cierto, la sociedad se sentía culpable, y entretanto miles de semejantes eran inmolados en este “dejar hacer”, esta apatía, esta indolencia.
Por primera vez se planteo que podía estar muriéndose. Que ese charco no era ni agua ni aceite; sino su propia sangre, sobre la que descansaba. Que su atisbo de conciencia no era más que una transición con que la vida le permitía hacer un acto de conciencia, como en su niñez escuchaba de los mayores, y en su vieja parroquia donde había asistido de niño a aquellas clases de catecismo.
Si fuera así había que avisarle a Pamela, llamarla, mostrarle donde estaba, que supiera qué le estaba pasando. Si pudiera verla, hablarle, decirle de un tirón tantas cosas que hubiera querido decirle y que  postergaba una u otra vez. Y si no le quedaba más aliento, al menos decirle-“Te amo…, siempre te he amado, perdóname…” Al menos eso.
Pero aquel pequeño paisaje, formado por débiles reflejos nocturnos, se iba apagando. Llegó el momento en que quedó a oscuras, a solas, dentro de aquella caverna infinita, que tenía como última morada. Se sintió como un pez solitario en las profundidades obscuras del océano más profundo.
Sólo pudo plantearse una pregunta:
-¿Y ahora…?
 
 
-Celso H. Agretti.
Avellaneda, Sta.Fe; 07 dic. 2010
 
                              
 
                                       
 
 
                               
              
CAMBIO DE DOLORES*
 
 
 
Desde su más tierna edad, su vida se llenó de sinsabores. Amigos abusones en el colegio, amores desgraciados, malos profesores, experiencias laborales nefastas…Todos estos desengaños le llevaron a una tristeza casi crónica. Tenía el alma dolorida de tanto sufrir y curarla le salía carísimo en psicólogos. Es por todos sabido que la curación de los "dolores del alma" no los cubre el seguro médico.
Decidió hacer caso a las recomendaciones del Dr. Plumkier, el último psiquiatra que le atendía, y emprendió un viaje por África con el fin de distraerse, porque el dolor de su alma era tan intenso que debía alejarse de su rutina habitual.
Hizo una tournée por los países centroafricanos y remontó el río Congo en un barco. Este viaje le permitió conocer a los pigmeos con los que se quedó a vivir durante una larga temporada. En este tiempo entabló relaciones serias con una aborigen y después de enamorarse locamente decidió casarse con ella.
A su regreso, casado con la pigmea, se divertía comentando que nunca una cosa tan pequeña le había dado un amor tan grande. Fue muy feliz cuando visitó al psiquiatra y le comentó que iba a prescindir de sus servicios porque ya estaba curado. Le dijo, de pasada, que también era importante el ahorro, porque el tratamiento de los dolores de espalda, sí que entraba en la Seguridad Social.
 
 
 
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
 
 
 
 
 
 
 
 
SABIDURÍA*
 
 
 
Edipo se acercó a la Esfinge.
La Esfinge era hermosa y distante.
 
 
Simétrico rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa. Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la de quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los cabellos.
Frágil solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos.
La Esfinge proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de la Esfinge eran espejos de cristal de roca.
Edipo recibió el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la criatura.
Este inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge, inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un
oscuro despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar admiración, ocultaba el vacío del centro.
La Esfinge nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción pero negada para el acto generoso de crear.
Su majestad no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.
Estaba condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.
La belleza exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el velo que cubre su desnudez.
Edipo, que viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo, engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.
Antes de que la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba, quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser fabuloso.
Pensó que sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña dignidad.
Otro instante se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó las palabras que serían su derrota.
No era el enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de palabras.
Y se alejó luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la Acrópolis. Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar ingenuamente en la sabiduría de las estatuas".
Lo olvidó luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la memoria.
 
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
El valor de las metáforas*
 
 
Ella le pedía la luna, él le traía poemas, pétalos de jazmín, un espejo donde ella vería esa luz plateada y hasta un cheesecake redondo y blanco. Ella golpeaba su zapatos contra el suelo gritando, no quiero otra cosa, dame la luna de verdad.
 
Una extraña escalera sin final frente a la ventana del dormitorio  de la mujer que no amaba las metáforas le permitió verlo subir, subir, subir al infinito  y perderse.
Cuando ya no lo vio, lloró lágrimas de cielo porque había empezado a  creer en el valor de las metáforas.
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Meditaciones matinales*
 
 
 
 
*Textos de Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
I
 
 
Aupados en el tiempo ensayamos una y otra danza, nunca definitiva, para dejar nuestra impronta en él. Los logros no son más que infinitamente pequeños, como saltitos, como la lluvia con sapitos y se evanescen, se esfuman.
La inmensidad que nos contiene, a su vez, nos abruma. Viene a mí la imagen de Pascal, la de los dos infinitos y de la frágil caña que nace desde ellos. Frágil caña, insiste. Consciente pleno de su finitud entre lo macro y lo micro, el humano se debate, se intenta, como el eterno Sísifo. Una y otra vez y otra vez.
En medio de esa desesperación existencial, ensaya bocetos y los eleva a su enésima potencia y, en variados casos, los dogmatiza. Desea dejar una señal de su paso.
Todo el universo conocido y desconocido se encargará, y no como deber, de triturar todo. Es la misma dinámica que lo hace sustentable y, a la vez, demoledor.
Son las dos caras del universo. Se puede también decir: aspectos, modalidades, formas de ser. Se puede, además, mencionarlos como creación-destrucción, dialéctica, lucha de opuestos o de contrarios.
Esto esta dicho, desde hace milenios, por seres de diversas culturas y latitudes del mundo conocido. El hecho de estar dicho y de haber sido percibido por algunos, no significa que se tenga totalmente asumido como humanidad o como individuo humano.
 
 
 
 
 
II
 
 
Lejana, la palabra me mira, se sonríe y espera. Ocurre que toda la espesura que derrama el vértigo y ciertos acontecimientos de la vida, no dejan percibirla. Más, ella esta. Lo sé porque siento su latir, su espera de la madurez, su no reproche. Sentir esto no es inusual para los que estamos prestando atención a su estar.
También, es cierto, la necesaria quietud para que su sonido nos habite. Quietud para degustar la palabra.
 
El vértigo nos agota. Nos hace querer todo aquí y ahora.
 
Estoy contemplando el patio de nuestra casa. El verde, de distintos matices, lo cubrió. Digo “lo cubrió” porque, al venir a vivir en ella sólo persistían dos o tres plantas. De césped, nada. Alguien de la familia dijo: te comprás unos metros de césped y lo cubrís. En un día tenés césped.
Nada dije. Observé el patio. Había retazos, islitas de césped, variado por cierto, en los bordes. Y lo empecé a trabajar, a ayudar. Me da placer observar, en el día a día, el crecimiento de las hierbas y sus hermanas mayores. Disfruto ver, descubrir el ritmo o, si gusta más, la cadencia de las plantas y de las hierbas. En dos años, el patio cambió.
 
El vértigo nos agota. No enriquece. Exige. Y habla de cambios que sólo aturden. Tritura todo. Tritura nuestra propia identidad. Nuestro entorno. Son cambios que sólo profundizan el grado de dominio y explotación del otro. Cambios que sólo tienen en cuenta el consumo de tecnología. Una frase que resume la idea: “Si no tenés internet no existís”.
 
El sosiego necesario para percibir el sonido, la presencia de la palabra, de esa palabra que se revela en lo cotidiano.
 
Uno no puede dejar de ver que esto del alto consumo tiene y tendrá su impronta en la sociedad. De hecho hoy se toma como patrón, para valorar un país, sus niveles de consumo. Y no importa qué consume. Lo importante es que consuma.
 
En el patio hay dos casales de tacuaritas. Ellas se ubican en huecos que encuentran y acondicionan para anidar. En invierno están menos activas pero, cuando el sol aprieta, habitan el patio con sus trinos. Y nos cubren la mañana.
 
Vértigo y consumo van de la mano. Es por la competencia del mercado y el estar al día.
 
El árbol de la vida –ginko biloba- abrió, hace un par de meses, sus frescos dedos verdes. Ha crecido, unos centímetros, su estatura.
El mundo, para los que tienen el real mango de la sartén, es un gran mercado. En todo y de todo se puede hacer negocio. No importa qué o cuál pero siempre logran crear o modificar leyes para hacer legal sus actividades. No interesa el medio ambiente, contexto o cultura: importa el negocio.
 
El aceleramiento de las partículas produce su desintegración. El vértigo, el ya, produce lo mismo en el individuo y su contexto. Entre otras consecuencias, produce anomia. Es decir, no reconocimiento de sí mismo.
 
 
 
 
 
III
 
 
Cito de memoria.
-          ¿Qué esta haciendo el Juan Vilche? ¿Durmiendo?
-          No. Aprendiendo música.
Es un texto de Atahualpa Yupanqui en el que narra un diálogo de dos paisanos en ciertas serranías. Juan estaba tendido a la orilla del arroyo.
Lo leí hace ya un tiempo y vuelve a mí como agua mansa y cristalina que aclara el día. También un reportaje a Don Sixto Palavecino, ese violinista excepcional, que aprendió música imitando, cuando niño, con su violín de lata el canto de los pájaros en el monte santiagueño.
De una u otra manera es fundirse con los elementos. Es dejarse llevar por el sonido que emiten. Es hacerse, uno mismo, sonido. La música nace sola, sin forzar nada. Sin la exigencia de lo perentorio, de lo ya. Es estar ahí. Se dirá que es el subconsciente. Tal vez. Pero son despertares profundos, arcanos, de la conciencia de cada cual. Y se hacen arte.
 
 
 
 
IV
 
 
POESIA
 
Poesía. Toda definición, oscurece. Todo intento de aclarar conceptos es hacer un borrador más. En otras palabras: es querer retener el agua con las manos.
Gelman dice: “¡Ah, quién pudiera agarrarte de la cola!” Siempre se escurre. Siempre vuelve, más allá de lo expresado por Bécquer: “Poesía eres tú”.
Cuando ingreso en estas breves reflexiones se presenta lo ya dicho por los taoístas: “Todo lo que digas sobre el Tao no es el Tao”.
Sin embargo seguimos intentado, seguimos buscando las palabras, raspándolas, ahuecándolas, amasándolas, nombrándolas, embarazándolas. Y escribimos una y otra vez. Y volvemos a hacerlo. Lo hacemos desde una forma, lo hacemos desde otra forma. Cada lugar, cada momento, cada cultura, cada humano, lo intenta o la desdeña. Pero todos sabemos que esta.
 
 
***
 
Sí sabemos que ella nos permite expresar ciertos estados, ya sean individuales o sociales, que no sólo quedan en lo enunciativo sino en la denuncia –entendiendo a esta como aquel espacio necesario de libertad- de la situación existencial del hombre en su conjunto.
El poeta no se reduce a su estado de ánimo inmediato, sino que esta hablando de algo que trasciende su individualidad y con lo que muchos se identifican. Estamos hablando de la percepción que se tiene del mundo, lo que éste  sugiere, de lo que de él se puede decir y el modo en que se lo dice. Forma y lenguaje van de la mano.
 
 
***
 
El mundo y cada uno de nosotros, cambia. Es dinámico. Cuando quede estático, si alguna vez ocurriera u ocurriese, es la muerte.
Por eso debemos aprehender que las formas y el lenguaje también están en el mundo, que no son Ideas platónicas, sino aquello con lo que nos manifestamos. Son, ambas, creaciones humanas. Y los humanos nunca nos bañamos dos veces en el mismo río: ya sea por el río en sí o por cada uno de nosotros.
 
 
***
 
La poesía es de este mundo. Se anida en el corazón mismo del hombre. Desde él se dispara. Se sumerge en el barro. Está en los campanarios. Sube a las nubes. Se entierra en el estiércol. Emerge, saludable, desde cualquier esquina. Grita en las manifestaciones. Se acurruca en los tugurios. Se acoda en los umbrales. Se hamaca en los sueños.
Muerta mil veces por los burócratas de todo tipo, renace briosa desde algún lugar no sospechado. Y crece. Se hace topo, pájaro, caballo, niña, obrero, alquimista, pescador, mujer, talabartero, oficinista, vendedor, viajera, cocinera, mar…
Y no se puede atrapar.
 
 
 
 
V
 
 
Aquí, nuevamente, en este incierto mundo. ¿Qué hacemos o debemos hacer en él? Notoria pregunta que no sabemos deshilvanar ni hilvanar la respuesta. Sabemos, no con mayor certeza, que estamos vivos. Que no somos la vida, que pertenecemos a ella. Y obramos al revés. Obramos como dadores de vida. Como que la vida nos pertenece, incluida la del otro.
En estos ciclos, toda la literatura se debate. No importa la altura de quien escriba. Los ciclos aparecen. Ante ellos, nos quedamos ateridos, sin capacidad de respuesta.
Creíamos que habíamos aprendido ciertas lecciones dolorosas de la historia. Pero no. Insistimos en el equívoco. Creíamos que Hitler fue una pesadilla, una mala escritura de la historia, entonces Bosnia, entonces los procesos militares en A.L., entonces África y miles muertos en guerras étnicas, entonces Hiroshima, entonces Nagasaky. Y todo lo que no nombro.
Sin embargo, aquí estamos, escribiendo. Y escribiendo poesía. Como reducto último de un gesto humano. Atreviéndonos a tocar, a acariciar lo vedado para muchos y muchas veces vedado para quien escribe y que, de tanto abrir la puerta para ir a jugar, puede hacerlo.
En eso consiste la tarea. La reiterada y constante tarea. Como profetas anunciamos lo humano, lo bello, el dolor, los estados de felicidad, lo acontecido. Y, a veces, nos pesa. Nos aleja del mundo porque no sabemos cómo decirlo, cómo expresarlo, cómo compartirlo.
Entonces, escribimos.
 
 
 
 
VI
 
 
Ayer fue uno de esos días en que todo se desmorona. El agobio demuele ciertas convicciones y apenas se pueden sostener en el débil hilo de conciencia que permanece.
Y uno se dice convincente: no escribiré más; no pensaré más desde otro lugar sino en aquel donde lo hacen todos. Y sabe que esta mintiendo porque, en ese simple acto, afirma lo que piensa y hace, profundizándolos.
Ayer fue. Hoy estoy hilvanando frases, lustrando palabras, leyendo lo que otros mundos de conciencia escriben.
La tarea se transforma porque uno esta haciéndolo.
(3/3/11)
 
 
 
 
VII
 
 
Un árbol comenzó a crecer en el patio de casa. De gran porte, por supuesto. Más, el patio no puede contenerlo, abrazarlo.
El árbol, por arte de mis manos, quedó atrapado en una gran maceta. Y ahí esta, pese a su cautiverio, ofreciendo flores en su follaje y echando a rodar semillas en largas vainas. Similares al útero que supo contenerlo.
Soy, sin desearlo, su carcelero.
Y el árbol me habló.
Soy de una vieja estirpe, dijo. Habito estas tierras desde siempre. Podría contar muchas historias pero me quedan, nada más, los sueños que me habitan.
Y, luego, calló.
“Los sueños que me habitan”, me dije. Limitado o no en mi andar, los sueños son los que persisten y convocan.
Tal vez, los humanos, no seamos más que eso: una argamasa de sueños a realizar. Y, cuando nos quedamos sin ellos, toda nuestra existencia carece de sentido.
 
(13/03/11)
 
 
 
 
VIII
 
Mandatos. ¿Cuántos de ellos están sobornando nuestra existencia? ¿Cuántos de ellos, porque son “sagrados”, no nos permiten ser felices?
Desde niño escuche aquí, allá y acullá: “quieres tener algo… quieres ser algo… hay que sacrificarse”.
Toda la vida es un sacrificio. Una pesada cruz que debemos soportar estoicamente. Primero el deber, después el placer. Y dale que va. Hacemos lo que hacemos, a presión. El hacer, así, es una pesadumbre que nos hace abrumados y dolidos por lo que hacemos. Consolidan ese mandato fábulas como la de la cigarra y la hormiga.
Todo aquel que cante, dance, escriba, contemple o esté alegre con su hacer es mirado, por entorno, como sospechoso.
Ocurre, simplemente, que está subvirtiendo la orden del mandato.
 
24/03/11
 
 
 
 
 
IX
 
 
Ante la zozobra buscamos un madero donde asirnos. Ese madero, flotando en la inmensidad, es irrefutable porque nos sostiene. Si varios son los que empiezan a sostenerse, le damos mayor poder, construyendo todo un sistema de ideas que, a la sazón, termina siendo un dogma. Y, como sabemos, todo dogma se fundamenta a sí mismo.
Observando el lienzo de la humanidad, percibimos que no hubo y no hay sólo un madero. Y desde cada uno de ellos adjetivamos a los demás, a los que no están sujetos a nuestro madero sino a otro. Y viceversa. Y el madero es sólo un madero al que le brindamos corporeidad desde nosotros mismos para apagar la zozobra que nos habita.
Si pudiéramos entender que no hay absolutos únicos, invencibles, eternos, podríamos empezar a entendernos y a com–prender al otro, al  que piensa, actúa y cree distinto.
 
Abril 2011
 
 
 
 
X
 
 
Necesitamos del poder. Nos hacemos adictos a él; desde él, usándolo como una lente, miramos y decidimos sobre el mundo, sino todo, al menos del que nos circunda.
Poder y Control van de la mano. Se acompañan mutuamente o se produce una simbiosis con diversas consecuencias, dependiendo del nivel en que actúe: individual, familiar, grupal, social, mundial.
Ese poder siempre esta asociado a propuestas, ideales, mandatos a los que la gente adhiere, confiriendo la determinación y el hacer a una persona o a un grupo de personas. Llámese autocracia, dictaduras, etc. Lo cierto es que su abuso es aberrativo, tanto para el que lo detenta y como sobre quién lo ejerce.
 
 
 
 
XI
 
 
Sentado aquí, ante el portal de esta mañana de otoño; esta mañana que va levando sus banderas de luz para ser cruzadas por vuelos de pájaros, hierbas, voces, motores, andantes, ladridos…
Una vez más me pregunto ¿Qué sostiene a mi barca ósea que navega esta mar de sueños? Es en este momento cuando aparecen, entre las velas de la barca, los agarramanos  y sus claridades:
Mi primera pedaleada, sin caerme, en ese pueblo.
Las conversaciones, desde niño, con mi abuelo Homobono y las que tuve, caminando las sierras de Río Ceballos, con mi abuela Elvira juntando menta peperina.
La barra de chicos con idas a la matinée, correrías en bicicleta, picados de fútbol.
Las amistades que fueron eslabonándose con el paso de los años. Y que perduran.
La buena gente y su inteligencia que supo y saben dar luz a mis oscuridades.
Las flores de los árboles que apacientan la mirada y, luego, las dejan caer lloviznalmente en colores.
Esa llamada telefónica, en ese momento apropiado.
Leer un buen libro para mi gusto.
La sonrisa de cualquier niño.
Una hermosa mujer que pasa.
Tu amor, con los altibajos de la vida, que aún perdura.
Mi barca sigue navegando en esta mar sin fin y de gratuidad que es la vida; persiste pese a los peros, lo que me hace decir, citando al poeta: “amanece, que no es poco”…
 
 
 
 
 
XII
 
 
Estoy en una sala de espera. El sol empieza a anunciar la luz con más nitidez. El día, por estas tierras, empieza con frío ya que el otoño va dejando su paso al invierno.
Uno intenta moverse de otro modo y bajo el sol. Son los necesarios ciclos que nos atraviesan y sostienen. En ellos, momentos de celebrar y momentos de agradecer.
En esta sala entran, pasan, esperan otros seres. Todos con alguna dolencia o los propios achaques que los años, al sumarse, se hacen sentir.
El dolor es una presencia silenciosa. Inentendible sino lo rozo con mi cuerpo. El dolor es una experiencia única e individual que, cuando nos abruma, no sabemos cómo diluirlo. Y el otro, pese a su afinidad, no puede más que acompañar.
 
 
 
 
 
XIII
 
 
El mundo que fue apenas si se reconoce. Si no fuera por los memoriosos o los que graficaron momentos, todo sería deglutido y vuelto a aparecer de otra manera. Como una gran masa que nunca termina de leudarse.
También cabe mencionar los objetos que figuran mojones de esos momentos; a veces, la mayoría de las veces, sin saber quién lo hizo. Entonces, decimos, pertenece a la dinastía Tang; a la época carolíngea, al reinado de los mayas …
“Somos gratamente los otros” dijo Borges. No la suma de ellos sino lo compuesto por todos ellos y que conforman un ethos, una conciencia de conjunto.
Más, esa gran masa o ese “caldo”, como lo nombra Teilhard, esta siempre en movimiento, o es la eternidad móvil de Platón. Esa gran masa es interpretada, también, como la supervivencia del más apto, del más fuerte. Darwin.
 
Con este último criterio podemos asumir como normal y moral ciertas aberraciones humanas como los genocidios, aduciendo al criterio del más apto. Y confundimos así, interesadamente, la fuerza (física o tecnológica) con lo moralmente bueno.
 
Caminamos en el filo del abismo. Esa delgada línea en la cual debemos reconocer lo correcto de lo incorrecto.
 
El “nunca más” es un anhelo. Un Oj-Alá no ocurra. Un deseo.
 
El vicio del poder, el de perpetuarse en él, por adicción, es una tentación permanente. Y una vez afirmado, el poder, se elucubrará cualquier argumento para sentar sus reales y justificar sus acciones.
 
Octubre/09
 
 
 
 
 
XIV
 
DIVAGACIONES
 
 
El derrumbe se produce por una lenta erosión, imperceptible, que roe los materiales, sea el que fuere, y los disuelve. Se llama, también, fatiga de los mismos. Es decir: todo cambia, unos a un tiempo y otros a otro. Y ya no somos los mismos.
 
¿Tendremos la capacidad de ver, de mirar, de percibir y de formularnos el mundo desde otro lugar? Y si ese lugar no existe ¿Debemos generarlo, crearlo?
 
¿Cómo?
 
¿Alguien tiene la fórmula?
 
Nadie. Menos ahora que toda respuesta viene envasada; es como una góndola de supermercado: te sirves solo, lees las instrucciones y lo consumes. Y el que lo hizo tampoco sabe, sólo repite.
 
Entonces, deambulamos como zombies.
 
Esto no es casual. Es provocado. Esto, ya lo sabemos.
 
Sin embargo hay señales. No son prodigiosas. Son sólo señales.
 
Una mirada; un guiño de ojo en la calle, un saludo… son chispazos de una conciencia dormida.
 
Son reflejos dormidos.
 
Pero, entre ellos, aparecen esas lucecitas de conciencia devolviéndonos, con ternura y firmeza, los rasgos más profundos de lo humano. Y no son discursos políticos.
 
Todo cambia. Para el dormido, todo debe permanecer como tal. Si percibe el cambio, reacciona o se derrumba.
 
Si reacciona, al estar dormido, reacciona con indebida violencia; como cualquier animal acorralado.
 
Si se derrumba, es su propio suicidio.
 
¿Quién puede afirmar: estoy despierto?
 
Darse cuenta es ya un modo de desperezarse aunque no esté en la pradera clara de la vigilia; es vislumbrarla, desearla.
 
Todo cambia. Los sistemas, las estructuras, los estados, los límites, los continentes. Es un fluir constante. Y eso duele. Duele hasta lo profundo de cualquier existencia inquieta; duele porque hay pérdidas de todo tipo. La erosión es inevitable. El dormido desea un sueño sin cambios. Sin pérdidas. Y por eso queda atribulado, como extraviado, cuando algo o alguien se mueve de su entorno, desaparece.
 
Sobre el dolor, el gozo. Cuando se plenifica esa idea, se goza del cambio porque uno lo vive; es parte de él. Es nadar en la cresta de la ola, no en su contra sino dejarse en ella.
 
Así, uno se convierte en causa y no en efecto. Uno es causante del cambio; mejor dicho, de ciertos cambios.
 
Aquellos, unos pocos, muy poquitos, que manejan los sutiles hilos de los destinos del mundo, también se ofuscan cuando ocurre un cambio; deja de estar en su dominio y bajo su dominio.
 
Entonces, se agazapan y esperan. El río del tiempo nos erosiona a todos, sin excepción. Sus seguidores, hablo de los agazapados, toman esa posta del cambio, la desacralizan para vulgarizarla y aparecen remeras estampadas con el rostro de los “demonios” de sus antepasados convertidos, hoy, en dioses de la multitudes. Bisness and bisness
 
Y el control sigue.
 
Abril/2010
 
 
Opacados por el exceso de consumo, damos barquinazos en la existencia propia.
 
 
 
 
XV
 
 
Habitantes de la casa del tiempo. Sumidos en esa fragilidad, todo cambio, cualquiera que ocurra, nos desestabiliza, nos impacta, nos impacienta. El “orden establecido” de pronto cae. Todo, en esa circunstancia, es caos. Uno de los impulsos, no sé si el primero, es eliminar la causa del caos.
Llevemos esto a todos los aspectos de la hechura humana: desde su ámbito hogareño, sus pequeños hábitos y rutinas, hasta las construcciones sociales y todo lo que ello implica. Nos fundamos sobre ello. Cualquiera que ose tocarlo, se convierte en la imagen del rinoceronte, tan bien lograda por Thomas Merton. Cuida de su territorio, tiene una visión muy reducida y todo aquello nuevo que se entrometa, lo atropella.
¿Cuántas veces he sido o soy rinoceronte? Porque aducimos a una idea así desde cierta estructura de ideas, sólo vemos la paja en el ojo ajeno. ¿Qué queda de mí, tanto en la pregunta como en la respuesta?
Solemos cristalizarnos a menudo. Y los cristales se rompen, se quiebran porque ofrecen resistencia. Al arremeter al intruso, con toda nuestra furia a bordo, nos quebramos, dolidamente nos quebramos. Y quedamos exhaustos.
Peleamos o resistimos a nuevas formas de hacer y de expresión. Siempre, lo anterior a esto, fue mejor. También nos ocurre a la inversa: todo lo nuevo es, necesariamente mejor, que lo anterior. Luego de un tiempo, si estamos atentos y despiertos, descubrimos que hubo y hay cosas ya dichas hace tiempo. Dichas y hechas en otro tiempo con otras tecnologías, pero que tienen la misma necesidad de respuesta a los grandes interrogantes movilizadores del ser humano.
Hubo otros, en la gran casa del tiempo, que hicieron posible este hoy.
 
 
 
 
 
XVI
 
 
Recuerdo mi llegada, luego de varios años, a mi pueblo natal. Fui recorriendo los lugares que mi memoria guardaba. Fue una desazón muy grande. Los bretes estaban roídos, faltaban eucaliptos en la vera del camino a la escuela; ésta última, también cansada por los años y ciertos descuidos edilicios, me ofreció una pobre imagen a comparación del que retenía: ya no era escuela primaria, era un jardín de infantes. Mi casa paterna, si bien estable y cuidada, escondía mis memorias en algún intersticio desconocido por sus habitantes actuales. La estación de trenes, llena de voces, cargas, saludos y vapores de locomotoras estaba casi inerte, sólo de paso para los peatones que viven de uno y otro lado del pueblo. Además de ello, yo, el nacido ahí, era un desconocido para todos o casi todos. Me hizo bien, en un aspecto: se rompió el cristal como noción fija, las imágenes de mi niñez fue en un tiempo dado, irrecuperable, sólo vivo en mi memoria. El pueblo, hoy, es otro.
 
 
 
 
 
 
 
LOS ÁNGELES Y LOS PUENTES*
 
Hay ángeles que, a su manera, son ingenieros. Rozan a la gente con sus alas y, con ese suave toque celestial, la incitan a levantar puentes.
Entonces, esperanza sobre esperanza, la gente se pone manos a la obra y, con más entusiasmo que habilidad, se lanza de lleno a construirlos. Y aunque los puentes resultan casi siempre frágiles y efímeros, las personas caminan sobre ellos, se encuentran, pueden amarse, son felices y se ríen desde lo alto mientras miran, con cierto alienado desdén, a los seres aparentemente tan seguros y tranquilos que permanecen abajo, atados al suelo.
Pero existen también ángeles perezosos que odian la ingeniería e inoculan a la gente su propio recelo hacia este tipo de construcciones.
Entonces, la gente se queda quieta, segura y tranquila, se acurruca en sus miedos y mezquindades, permanece en tierra sin ganas de levantar puentes, y al mirar cada tanto para arriba se pregunta, con envidiosa indignación, qué es lo que hacen esos seres aparentemente tan felices suspendidos en el aire.
 
 
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
PEREGRINAJE*
 
 
 
Todos los días son viajes
Y la casa misma es viaje
BASHÓ
 
 
 
 
Vuelan los días,
Por las puertas abiertas
Viaja mi casa.
 
 
El sol saluda,
Llega en la mañana,
Viaja a la noche.
 
 
 
La vida rueda
Por la pendiente suave
De estaciones.
 
 
Fue primavera
Entre los nenúfares
Que lleva el río.
 
 
 
 
Es el invierno
En el cabello blanco
Mis sienes blancas.
 
Viaja la vida
En las gotas de lluvia
En el verano.
 
 
 
Somos viajeros
Eternos en el vuelo
Y sin ocaso.
 
Armamos rutas
Sin horizontes fijos
Ni limitados.
 
 
 
Aventuramos
Búsquedas en el tiempo
Que vuela alto.
 
 
Hoy me despido
Del viento y la lluvia,
De mis árboles.
 
 
 
A la mañana
Saludo con un adiós
Sin un retorno-
 
Pero volveré
Los caminos que viajan
Al fin se unen.
 
 
 
Sobre la escarcha
Giro hacia el este
Rumbo al calor.
 
La trayectoria
La elije el Tao,
Yo la recorro.
 
 
 
Cada estación
Me reserva sus sueños
En su destino.
 
Me acompañan
Los amores que dejo
En el cerezo.
 
 
 
 
El río viajero
Conduces los misterios
Al infinito.
 
El amanecer
Nos dirá su futuro
Con gran cautela.
 
 
 
Viaja la ruta
Entre verde y grises
De la arboleda.
 
Mis manos tienen
Los eternos adioses
Del caminante.
 
 
 
Soplo de viento,
Eterno peregrino
Busca su nido.
 
Nos encontramos
Tarde el viento y yo
En la rivera.
 
 
 
 
No me esperes,
Amor, voy rumbo al río
A beber sueños.
 
La barca está
Preparando su viaje
Al amanecer.
 
 
 
La leve brisa
Perfumará tu boca
Con mi aliento.
 
Viaja mi alma,
El paisaje que nos une
Queda contigo.
 
 
 
A la distancia
Flechas de arboledas
Marcan mi ruta.
 
Nada es quietud,
El universo mueve
Sus engranajes.
 
 
 
Se abren puertas
A manantiales níveos
Que limpian miedos.
 
Dejo ensueños
Al borde del camino
Y surgen flores.
 
 
 
Nada estará
Donde lo dejé ayer,
Se fue de viaje.
 
Sólo tengo hoy
Y será mi escudo
En mi mañana.
 
 
 
Mis huella dejo
Sobre arenas lisas
Que moja el mar.
 
Mi senda sin fin
Planta flores silvestres
Que me saludan.
 
 
 
 
Me dicen adiós
Los pájaros que buscan
Hallar su casa.
 
Le pido perdón
Por no ver sus flores
A los cerezos.
 
 
 
Soy como viento
Que empuja el Tao
Por mi sendero.
 
Siento tristeza
Al ver girar el tiempo
Hacia el ayer.
 
 
 
Danzan sin miedo
Las horas que se lanzan
Hacia la muerte.
 
Oprimo el hoy
Entre mis manos tercas
Para que viva.
 
 
 
Sólo mi sombra
Será la compañera
En mi sendero.
 
El alto bosque
Cederá a mi paso
Con bienvenidas.
 
 
 
Copio el color
De cada amanecer
En mis pupilas.
 
Cuando regrese
Ya se habrá concluido
Mi peregrinar.
 
 
*De Emilse Zorzut. zorzutemilce@gmail.com
 
 
 
 
 
 
* * *
 
 
 
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