*Obra de Ray
Respall Rojas.
La Habana.
Cuba.
El Oasis de Siwa
(532 AC) *
Cuenta Herodoto
con impaciencia de siglos,
que en las
arenas de Siwa mora un fantasma
es un espectro
con muchos rostros y puñales,
un enigma de
guerreros y aullidos de viento.
A lo lejos
Cambises observa el Valle del Nilo,
su ejército ha
partido desde el Oasis de Jarga.
Amón en piedra
o piel debe reclinar la cabeza,
ante el
conquistador del Gran Mar de Arena.
El oráculo
recibe por igual a helenos y persas,
pero solo el
antiguo egipcio es su casero fiel,
allí se
encuentra el Trono de las Dos Tierras,
que reconocerá
a Alejandro dueño del mundo.
El castigo se
cobra sobre ejércitos vencedores
gritos sobre el
desierto libio y la edad del sol
El dios sobre
una barcaza de oro cabeceante,
los sacerdotes
que condenan la vida de miles.
Y el formidable
Quibli, con hambre de siglos,
arranca
nervios, armas y temibles pertrechos.
Lo real ahora
coincide con el viejo simulacro,
de un ejercito
perdido en el mito y el tiempo.
¡Ah! Espléndido
Almasy. ¡Padre de la arena!
Nadie aparte de
tus huellas estuvo tan cerca;
el susurro de
viejos djinns te señalo el lugar,
y en un sueño
olvidaste la geografía del sol.
Y dijo César
Vallejo, en un crepúsculo ciego,
que la vida
esta en el espejo, este es de arena
y que nosotros
somos el débil perfil original,
del desierto el
inverso, la hoja seca,
los muertos...
*De Jorge E.
Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com
Córdoba,
Argentina.
-Poesía del
libro "Distancias Oceánicas" publicado recientemente por Editorial
Luna de Marzo.
SOLO UN
REFLEJO*
Al principio
era sólo eso, un reflejo. A muy poca distancia la luz reflejaba una pequeña
superficie lustrosa y quieta como un espejo, y a un palmo o poco más lejos, el
campo visual se difuminaba y se obscurecía, como si el mundo se hubiera
reducido a eso. Le parecía estar mirando su entorno por un agujero, un
ventanuco que no le permitía agrandar su zona de visión clara. Se sorprendió
elucubrando pensamientos, que no iban más lejos que eso. Tratar de comprender
lo que estaba viendo. Pensó que si pudiera arrimarse más al ventanuco, podría
divisar un ángulo más ancho, más abierto. Pero no pudo, nada se movía de él,
ningún miembro le obedecía.
Se concentró
reuniendo sus escasas fuerzas en centrar el foco de su visión en lo que formaba
por ahora aquel pequeño mundo, casi pegado a su cara, al nivel del suelo.
Reflejaba también con visos de piedra húmeda, algunos adoquines del empedrado,
los lomos brillantes, las comisuras obscuras, y a un costado el muro chato del
cordón de la cuneta. Vio avanzar una hormiga desde un extremo borroso, y muy
lentamente vino avanzando por el borde del charco que llenaba parte de su
reducido paisaje. La hormiga se movía como titubeando, y se detuvo detrás de un
pequeño objeto blancuzco, hinchado y deforme. Consiguió forzar su campo de
nitidez, y despaciosamente identificó aquello tan deteriorado y que ahora
ocultaba a la hormiga. Descubrió casi con alegría, que era la colilla, el
“pucho” de un cigarrillo, que se iba mojando en la orilla del pequeño lago, aunque
creyó ver una muy tenue voluta de humo, como si al apagarse finalmente,
presenciaba de tan cerca el expirar de aquella brasa, ya inexistente.
Logró distinguir algo mejor, y entendió que el espejo no era de agua, sino de
una sustancia aceitosa, algo viscosa. Más allá de la hormiga vio posarse alguna
mosca, donde no veía muy claro; se movían, y levantaban cortos vuelos y volvían
a posarse, tozudamente en el mismo lugar. Ningún color, sólo tonos
obscuros, claros o brillosos.
Debe haber sido
de noche porque los reflejos seguramente provenían del alumbrado que debía
haber en la calle. No había tráfico, ni se escuchaban pasos, ni sonido alguno.
No sentía ni el viento en su piel, ni siquiera su piel. Silencio. Ni su
respiración, ni sus propios latidos; pero no sentía dolor, ni molestias, ni
siquiera angustia. Todo transcurría calmo y sin fatiga.
Algunas
imágenes confusas fueron aleteando en su interior, y pasó mucho de aquel raro
transcurrir del tiempo, antes de hilvanar confusas imágenes, y luego se fueron
formando por tramos, en trozos, incoherentes episodios.
Una de las
ideas más claras que se le formaron en aquella caverna obscura y silenciosa,
fue recordar su nombre, advertir que tenía uno, y luego que era una identidad
humana, con cuerpo y alma. Luego los trozos se fueron armando de a poco, y por
momentos todo se convertía en un torbellino vertiginoso, y la angustia
aumentaba a medida que aumentaba su comprensión. Se encontró caminando en la
vereda, esta misma tarde, y quizás en esta misma vereda. Una pequeña multitud
iba y venía. Era plena tarde y avanzaba absorto, con su ataché bajo el brazo
izquierdo… Apenas se fijó en los tres adolescentes que venían en su contra y
pensó que irían a abordarlo, pero los muchachos sólo quedaron al costado, como
indiferentes. Ahora recordaba lo que le llamó la atención, llevaban pequeños
bultos en las manos. Sabía que algunos de ellos vivían en las calles, dormían
en los subtes o en las plazas, y muchas veces suplían un plato de comida, y
hasta su orfandad, con unas bocanadas del penetrante aroma del pegamento barato
que llevaban en bolsitas de plástico.
Drogados,
podían ignorar toda carencia, incluso de afectos, y se tornaban predadores
urbanos implacables, y con toda crueldad cometían crímenes indolentemente, como
si desconocieran el valor de la vida y no les importara la integridad de las
personas, ni siquiera la de ellos mismos. Eso lo puede ordenar ahora en este no
tiempo tan curioso; en aquel momento siguió unos metros y entró a su
oficina, donde una placa de bronce platil mostraba su nombre; “Rogelio Namara,
Ing. Civil; Agente inmobiliario”
A veces su
estudio era un refugio, donde hallaba sosiego en su trabajo y pasaba largas
horas, donde absorto, perdía la conciencia del tiempo; sentía que él mismo era
en esos momentos su mejor compañía. Si se demoraba demasiado, Pamela, su mujer
lo llamaba, recordándole que debía volver a casa. Era una ceremonia que los dos
celebraban sin fastidio alguno, porque había una mutua y extraña comprensión
entre ellos.
Esta noche,
antes que Pamela le recordara la hora, él pudo llamarla a ella, diciéndole que
no se preocupara, que ya salía para casa.- En la vereda, mientras cerraba el
ingreso, se percató que era más tarde de lo imaginado, que el silencio y la
soledad habían ganado la calle.
Al comenzar a
caminar, le pareció volver a ver aquellos jovencitos de mala traza, entre las
sombras, pero antes de que pudiera cerciorarse lo habían cercado y le
tironeaban el maletín; mientras uno de ellos le exigía el dinero, otro lo
golpeaba en la cabeza con algo pesado y contundente. Cayó al suelo aferrándose
inconsciente a sus preciados documentos con sus comisiones de la jornada, y
desmayándose sintió que se salía con la suya y no podrían con él, y también
sintió un trueno como un rayo que le pegaba en el pecho y un fuego quemante le
inflamó las entrañas. Todo se nubló en un instante, y lo último que distinguió
fueron los pasos apresurados con que los chicos se fugaban.
Ahora lo veía
todo con una claridad y calma pasmosa. Los menores no llevaban sólo las bolsitas
de pegamento, también portaban un arma letal, que usaron contra él sin dudarlo.
En la violencia urbana que se estaba viviendo en estos tiempos, una vida no
valía gran cosa, era evidente, y ahora estaba allí, caído sin poder moverse, y
sería parte de estadísticas nefastas, que en las altas esferas preferían
negarse; y por ahora la sociedad polemizada entre castigar o comprender a sus
infestadas legiones de jóvenes, abandonados, sin educación, sin medios, y sin
esperanzas. Es cierto, la sociedad se sentía culpable, y entretanto miles de
semejantes eran inmolados en este “dejar hacer”, esta apatía, esta indolencia.
Por primera vez
se planteo que podía estar muriéndose. Que ese charco no era ni agua ni aceite;
sino su propia sangre, sobre la que descansaba. Que su atisbo de conciencia no
era más que una transición con que la vida le permitía hacer un acto de
conciencia, como en su niñez escuchaba de los mayores, y en su vieja parroquia
donde había asistido de niño a aquellas clases de catecismo.
Si fuera así
había que avisarle a Pamela, llamarla, mostrarle donde estaba, que supiera qué
le estaba pasando. Si pudiera verla, hablarle, decirle de un tirón tantas cosas
que hubiera querido decirle y que postergaba una u otra vez. Y si no le
quedaba más aliento, al menos decirle-“Te amo…, siempre te he amado,
perdóname…” Al menos eso.
Pero aquel
pequeño paisaje, formado por débiles reflejos nocturnos, se iba apagando. Llegó
el momento en que quedó a oscuras, a solas, dentro de aquella caverna infinita,
que tenía como última morada. Se sintió como un pez solitario en las
profundidades obscuras del océano más profundo.
Sólo pudo
plantearse una pregunta:
-¿Y ahora…?
-Celso H.
Agretti.
Avellaneda,
Sta.Fe; 07 dic. 2010
CAMBIO DE
DOLORES*
Desde su más
tierna edad, su vida se llenó de sinsabores. Amigos abusones en el colegio,
amores desgraciados, malos profesores, experiencias laborales nefastas…Todos
estos desengaños le llevaron a una tristeza casi crónica. Tenía el alma
dolorida de tanto sufrir y curarla le salía carísimo en psicólogos. Es por
todos sabido que la curación de los "dolores del alma" no los cubre
el seguro médico.
Decidió hacer
caso a las recomendaciones del Dr. Plumkier, el último psiquiatra que le
atendía, y emprendió un viaje por África con el fin de distraerse, porque el
dolor de su alma era tan intenso que debía alejarse de su rutina habitual.
Hizo una
tournée por los países centroafricanos y remontó el río Congo en un barco.
Este viaje le permitió conocer a los pigmeos con los que se quedó a vivir
durante una larga temporada. En este tiempo entabló relaciones serias con una
aborigen y después de enamorarse locamente decidió casarse con ella.
A su regreso,
casado con la pigmea, se divertía comentando que nunca una cosa tan pequeña
le había dado un amor tan grande. Fue muy feliz cuando visitó al psiquiatra y
le comentó que iba a prescindir de sus servicios porque ya estaba curado. Le
dijo, de pasada, que también era importante el ahorro, porque el tratamiento
de los dolores de espalda, sí que entraba en la Seguridad Social.
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
SABIDURÍA*
Edipo se
acercó a la Esfinge.
La Esfinge
era hermosa y distante.
Simétrico
rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa.
Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre
vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la
de quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los
cabellos.
Frágil
solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí
lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la
admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante
atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos.
La Esfinge
proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que
condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte.
Edipo lo
sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma
definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si
fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria.
Los ojos de
la Esfinge eran espejos de cristal de roca.
Edipo recibió
el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la
belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó
invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la
desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la
criatura.
Este
inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía
ser producto de su seguridad.
Y la Esfinge
ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría.
La Esfinge,
inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su
ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose
estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un
oscuro
despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar
admiración, ocultaba el vacío del centro.
La Esfinge
nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción
pero negada para el acto generoso de crear.
Su majestad
no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos.
Estaba
condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría
su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría
cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección.
La belleza
exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir
modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el
velo que cubre su desnudez.
Edipo, que
viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien
siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo,
engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible.
Antes de que
la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto.
Se alegraba,
quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del
monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser
fabuloso.
Pensó que
sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo
satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña
dignidad.
Otro instante
se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era
necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio.
Con voz de
Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó
las palabras que serían su derrota.
No era el
enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo
halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de
palabras.
Y se alejó
luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la
Acrópolis. Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir
por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar
ingenuamente en la sabiduría de las estatuas".
Lo olvidó
luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la
memoria.
El valor de
las metáforas*
Ella le pedía
la luna, él le traía poemas, pétalos de jazmín, un espejo donde ella vería
esa luz plateada y hasta un cheesecake redondo y blanco. Ella golpeaba su
zapatos contra el suelo gritando, no quiero otra cosa, dame la luna
de verdad.
Una extraña
escalera sin final frente a la ventana del dormitorio de la mujer
que no amaba las metáforas le permitió verlo subir, subir, subir al
infinito y perderse.
Cuando ya no
lo vio, lloró lágrimas de cielo porque había empezado a creer en el
valor de las metáforas.
*De Cristina Villanueva.
cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
Meditaciones
matinales*
*Textos de Oscar
A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
I
Aupados en el
tiempo ensayamos una y otra danza, nunca definitiva, para dejar nuestra
impronta en él. Los logros no son más que infinitamente pequeños, como
saltitos, como la lluvia con sapitos y se evanescen, se esfuman.
La inmensidad
que nos contiene, a su vez, nos abruma. Viene a mí la imagen de Pascal, la de
los dos infinitos y de la frágil caña que nace desde ellos. Frágil caña,
insiste. Consciente pleno de su finitud entre lo macro y lo micro, el humano
se debate, se intenta, como el eterno Sísifo. Una y otra vez y otra vez.
En medio de
esa desesperación existencial, ensaya bocetos y los eleva a su enésima
potencia y, en variados casos, los dogmatiza. Desea dejar una señal de su
paso.
Todo el
universo conocido y desconocido se encargará, y no como deber, de triturar
todo. Es la misma dinámica que lo hace sustentable y, a la vez, demoledor.
Son las dos
caras del universo. Se puede también decir: aspectos, modalidades, formas de
ser. Se puede, además, mencionarlos como creación-destrucción, dialéctica,
lucha de opuestos o de contrarios.
Esto esta
dicho, desde hace milenios, por seres de diversas culturas y latitudes del
mundo conocido. El hecho de estar dicho y de haber sido percibido por
algunos, no significa que se tenga totalmente asumido como humanidad o como
individuo humano.
II
Lejana, la
palabra me mira, se sonríe y espera. Ocurre que toda la espesura que derrama
el vértigo y ciertos acontecimientos de la vida, no dejan percibirla. Más,
ella esta. Lo sé porque siento su latir, su espera de la madurez, su no
reproche. Sentir esto no es inusual para los que estamos prestando atención a
su estar.
También, es
cierto, la necesaria quietud para que su sonido nos habite. Quietud para
degustar la palabra.
El vértigo
nos agota. Nos hace querer todo aquí y ahora.
Estoy
contemplando el patio de nuestra casa. El verde, de distintos matices, lo
cubrió. Digo “lo cubrió” porque, al venir a vivir en ella sólo persistían dos
o tres plantas. De césped, nada. Alguien de la familia dijo: te comprás unos
metros de césped y lo cubrís. En un día tenés césped.
Nada dije.
Observé el patio. Había retazos, islitas de césped, variado por cierto, en
los bordes. Y lo empecé a trabajar, a ayudar. Me da placer observar, en el
día a día, el crecimiento de las hierbas y sus hermanas mayores. Disfruto
ver, descubrir el ritmo o, si gusta más, la cadencia de las plantas y de las
hierbas. En dos años, el patio cambió.
El vértigo
nos agota. No enriquece. Exige. Y habla de cambios que sólo aturden. Tritura
todo. Tritura nuestra propia identidad. Nuestro entorno. Son cambios que sólo
profundizan el grado de dominio y explotación del otro. Cambios que sólo
tienen en cuenta el consumo de tecnología. Una frase que resume la idea: “Si
no tenés internet no existís”.
El sosiego
necesario para percibir el sonido, la presencia de la palabra, de esa palabra
que se revela en lo cotidiano.
Uno no puede
dejar de ver que esto del alto consumo tiene y tendrá su impronta en la
sociedad. De hecho hoy se toma como patrón, para valorar un país, sus niveles
de consumo. Y no importa qué consume. Lo importante es que consuma.
En el patio
hay dos casales de tacuaritas. Ellas se ubican en huecos que encuentran y
acondicionan para anidar. En invierno están menos activas pero, cuando el sol
aprieta, habitan el patio con sus trinos. Y nos cubren la mañana.
Vértigo y
consumo van de la mano. Es por la competencia del mercado y el estar al día.
El árbol de
la vida –ginko biloba- abrió, hace un par de meses, sus frescos dedos verdes.
Ha crecido, unos centímetros, su estatura.
El mundo,
para los que tienen el real mango de la sartén, es un gran mercado. En todo y
de todo se puede hacer negocio. No importa qué o cuál pero siempre logran
crear o modificar leyes para hacer legal sus actividades. No interesa el
medio ambiente, contexto o cultura: importa el negocio.
El
aceleramiento de las partículas produce su desintegración. El vértigo, el ya,
produce lo mismo en el individuo y su contexto. Entre otras consecuencias,
produce anomia. Es decir, no reconocimiento de sí mismo.
III
Cito de
memoria.
-
¿Qué esta haciendo el Juan Vilche? ¿Durmiendo?
-
No. Aprendiendo música.
Es un texto
de Atahualpa Yupanqui en el que narra un diálogo de dos paisanos en ciertas
serranías. Juan estaba tendido a la orilla del arroyo.
Lo leí hace
ya un tiempo y vuelve a mí como agua mansa y cristalina que aclara el día.
También un reportaje a Don Sixto Palavecino, ese violinista excepcional, que
aprendió música imitando, cuando niño, con su violín de lata el canto de los
pájaros en el monte santiagueño.
De una u otra
manera es fundirse con los elementos. Es dejarse llevar por el sonido que
emiten. Es hacerse, uno mismo, sonido. La música nace sola, sin forzar nada.
Sin la exigencia de lo perentorio, de lo ya. Es estar ahí. Se dirá que es el
subconsciente. Tal vez. Pero son despertares profundos, arcanos, de la
conciencia de cada cual. Y se hacen arte.
IV
POESIA
Poesía. Toda
definición, oscurece. Todo intento de aclarar conceptos es hacer un borrador
más. En otras palabras: es querer retener el agua con las manos.
Gelman dice:
“¡Ah, quién pudiera agarrarte de la cola!” Siempre se escurre. Siempre
vuelve, más allá de lo expresado por Bécquer: “Poesía eres tú”.
Cuando
ingreso en estas breves reflexiones se presenta lo ya dicho por los taoístas:
“Todo lo que digas sobre el Tao no es el Tao”.
Sin embargo
seguimos intentado, seguimos buscando las palabras, raspándolas,
ahuecándolas, amasándolas, nombrándolas, embarazándolas. Y escribimos una y
otra vez. Y volvemos a hacerlo. Lo hacemos desde una forma, lo hacemos desde
otra forma. Cada lugar, cada momento, cada cultura, cada humano, lo intenta o
la desdeña. Pero todos sabemos que esta.
***
Sí sabemos
que ella nos permite expresar ciertos estados, ya sean individuales o
sociales, que no sólo quedan en lo enunciativo sino en la denuncia
–entendiendo a esta como aquel espacio necesario de libertad- de la situación
existencial del hombre en su conjunto.
El poeta no
se reduce a su estado de ánimo inmediato, sino que esta hablando de algo que
trasciende su individualidad y con lo que muchos se identifican. Estamos
hablando de la percepción que se tiene del mundo, lo que éste sugiere,
de lo que de él se puede decir y el modo en que se lo dice. Forma y lenguaje
van de la mano.
***
El mundo y cada
uno de nosotros, cambia. Es dinámico. Cuando quede estático, si alguna vez
ocurriera u ocurriese, es la muerte.
Por eso
debemos aprehender que las formas y el lenguaje también están en el mundo,
que no son Ideas platónicas, sino aquello con lo que nos manifestamos. Son,
ambas, creaciones humanas. Y los humanos nunca nos bañamos dos veces en el
mismo río: ya sea por el río en sí o por cada uno de nosotros.
***
La poesía es
de este mundo. Se anida en el corazón mismo del hombre. Desde él se dispara.
Se sumerge en el barro. Está en los campanarios. Sube a las nubes. Se
entierra en el estiércol. Emerge, saludable, desde cualquier esquina. Grita
en las manifestaciones. Se acurruca en los tugurios. Se acoda en los
umbrales. Se hamaca en los sueños.
Muerta mil
veces por los burócratas de todo tipo, renace briosa desde algún lugar no
sospechado. Y crece. Se hace topo, pájaro, caballo, niña, obrero, alquimista,
pescador, mujer, talabartero, oficinista, vendedor, viajera, cocinera, mar…
Y no se puede
atrapar.
V
Aquí,
nuevamente, en este incierto mundo. ¿Qué hacemos o debemos hacer en él?
Notoria pregunta que no sabemos deshilvanar ni hilvanar la respuesta.
Sabemos, no con mayor certeza, que estamos vivos. Que no somos la vida, que
pertenecemos a ella. Y obramos al revés. Obramos como dadores de vida. Como
que la vida nos pertenece, incluida la del otro.
En estos
ciclos, toda la literatura se debate. No importa la altura de quien escriba.
Los ciclos aparecen. Ante ellos, nos quedamos ateridos, sin capacidad de
respuesta.
Creíamos que
habíamos aprendido ciertas lecciones dolorosas de la historia. Pero no.
Insistimos en el equívoco. Creíamos que Hitler fue una pesadilla, una mala
escritura de la historia, entonces Bosnia, entonces los procesos militares en
A.L., entonces África y miles muertos en guerras étnicas, entonces Hiroshima,
entonces Nagasaky. Y todo lo que no nombro.
Sin embargo,
aquí estamos, escribiendo. Y escribiendo poesía. Como reducto último de un gesto
humano. Atreviéndonos a tocar, a acariciar lo vedado para muchos y muchas
veces vedado para quien escribe y que, de tanto abrir la puerta para ir a
jugar, puede hacerlo.
En eso
consiste la tarea. La reiterada y constante tarea. Como profetas anunciamos
lo humano, lo bello, el dolor, los estados de felicidad, lo acontecido. Y, a
veces, nos pesa. Nos aleja del mundo porque no sabemos cómo decirlo, cómo
expresarlo, cómo compartirlo.
Entonces,
escribimos.
VI
Ayer fue uno
de esos días en que todo se desmorona. El agobio demuele ciertas convicciones
y apenas se pueden sostener en el débil hilo de conciencia que permanece.
Y uno se dice
convincente: no escribiré más; no pensaré más desde otro lugar sino en aquel
donde lo hacen todos. Y sabe que esta mintiendo porque, en ese simple acto,
afirma lo que piensa y hace, profundizándolos.
Ayer fue. Hoy
estoy hilvanando frases, lustrando palabras, leyendo lo que otros mundos de
conciencia escriben.
La tarea se
transforma porque uno esta haciéndolo.
(3/3/11)
VII
Un árbol
comenzó a crecer en el patio de casa. De gran porte, por supuesto. Más, el
patio no puede contenerlo, abrazarlo.
El árbol, por
arte de mis manos, quedó atrapado en una gran maceta. Y ahí esta, pese a su
cautiverio, ofreciendo flores en su follaje y echando a rodar semillas en
largas vainas. Similares al útero que supo contenerlo.
Soy, sin
desearlo, su carcelero.
Y el árbol me
habló.
Soy de una
vieja estirpe, dijo. Habito estas tierras desde siempre. Podría contar muchas
historias pero me quedan, nada más, los sueños que me habitan.
Y, luego,
calló.
“Los sueños
que me habitan”, me dije. Limitado o no en mi andar, los sueños son los que
persisten y convocan.
Tal vez, los
humanos, no seamos más que eso: una argamasa de sueños a realizar. Y, cuando
nos quedamos sin ellos, toda nuestra existencia carece de sentido.
(13/03/11)
VIII
Mandatos.
¿Cuántos de ellos están sobornando nuestra existencia? ¿Cuántos de ellos,
porque son “sagrados”, no nos permiten ser felices?
Desde niño
escuche aquí, allá y acullá: “quieres tener algo… quieres ser algo… hay que
sacrificarse”.
Toda la vida
es un sacrificio. Una pesada cruz que debemos soportar estoicamente. Primero
el deber, después el placer. Y dale que va. Hacemos lo que hacemos, a
presión. El hacer, así, es una pesadumbre que nos hace abrumados y dolidos
por lo que hacemos. Consolidan ese mandato fábulas como la de la cigarra y la
hormiga.
Todo aquel
que cante, dance, escriba, contemple o esté alegre con su hacer es mirado,
por entorno, como sospechoso.
Ocurre,
simplemente, que está subvirtiendo la orden del mandato.
24/03/11
IX
Ante la
zozobra buscamos un madero donde asirnos. Ese madero, flotando en la
inmensidad, es irrefutable porque nos sostiene. Si varios son los que
empiezan a sostenerse, le damos mayor poder, construyendo todo un sistema de
ideas que, a la sazón, termina siendo un dogma. Y, como sabemos, todo dogma
se fundamenta a sí mismo.
Observando el
lienzo de la humanidad, percibimos que no hubo y no hay sólo un madero. Y
desde cada uno de ellos adjetivamos a los demás, a los que no están sujetos a
nuestro madero sino a otro. Y viceversa. Y el madero es sólo un madero al que
le brindamos corporeidad desde nosotros mismos para apagar la zozobra que nos
habita.
Si pudiéramos
entender que no hay absolutos únicos, invencibles, eternos, podríamos empezar
a entendernos y a com–prender al otro, al que piensa, actúa y cree
distinto.
Abril 2011
X
Necesitamos
del poder. Nos hacemos adictos a él; desde él, usándolo como una lente,
miramos y decidimos sobre el mundo, sino todo, al menos del que nos circunda.
Poder y
Control van de la mano. Se acompañan mutuamente o se produce una simbiosis
con diversas consecuencias, dependiendo del nivel en que actúe: individual,
familiar, grupal, social, mundial.
Ese poder
siempre esta asociado a propuestas, ideales, mandatos a los que la gente
adhiere, confiriendo la determinación y el hacer a una persona o a un grupo
de personas. Llámese autocracia, dictaduras, etc. Lo cierto es que su abuso
es aberrativo, tanto para el que lo detenta y como sobre quién lo ejerce.
XI
Sentado aquí,
ante el portal de esta mañana de otoño; esta mañana que va levando sus
banderas de luz para ser cruzadas por vuelos de pájaros, hierbas, voces,
motores, andantes, ladridos…
Una vez más
me pregunto ¿Qué sostiene a mi barca ósea que navega esta mar de sueños? Es
en este momento cuando aparecen, entre las velas de la barca, los agarramanos
y sus claridades:
Mi primera
pedaleada, sin caerme, en ese pueblo.
Las
conversaciones, desde niño, con mi abuelo Homobono y las que tuve, caminando
las sierras de Río Ceballos, con mi abuela Elvira juntando menta peperina.
La barra de
chicos con idas a la matinée, correrías en bicicleta, picados de fútbol.
Las amistades
que fueron eslabonándose con el paso de los años. Y que perduran.
La buena
gente y su inteligencia que supo y saben dar luz a mis oscuridades.
Las flores de
los árboles que apacientan la mirada y, luego, las dejan caer lloviznalmente
en colores.
Esa llamada
telefónica, en ese momento apropiado.
Leer un buen
libro para mi gusto.
La sonrisa de
cualquier niño.
Una hermosa
mujer que pasa.
Tu amor, con
los altibajos de la vida, que aún perdura.
Mi barca
sigue navegando en esta mar sin fin y de gratuidad que es la vida; persiste
pese a los peros, lo que me hace decir, citando al poeta: “amanece, que no es
poco”…
XII
Estoy en una
sala de espera. El sol empieza a anunciar la luz con más nitidez. El día, por
estas tierras, empieza con frío ya que el otoño va dejando su paso al
invierno.
Uno intenta
moverse de otro modo y bajo el sol. Son los necesarios ciclos que nos atraviesan
y sostienen. En ellos, momentos de celebrar y momentos de agradecer.
En esta sala
entran, pasan, esperan otros seres. Todos con alguna dolencia o los propios
achaques que los años, al sumarse, se hacen sentir.
El dolor es
una presencia silenciosa. Inentendible sino lo rozo con mi cuerpo. El dolor
es una experiencia única e individual que, cuando nos abruma, no sabemos cómo
diluirlo. Y el otro, pese a su afinidad, no puede más que acompañar.
XIII
El mundo que
fue apenas si se reconoce. Si no fuera por los memoriosos o los que
graficaron momentos, todo sería deglutido y vuelto a aparecer de otra manera.
Como una gran masa que nunca termina de leudarse.
También cabe
mencionar los objetos que figuran mojones de esos momentos; a veces, la
mayoría de las veces, sin saber quién lo hizo. Entonces, decimos, pertenece a
la dinastía Tang; a la época carolíngea, al reinado de los mayas …
“Somos
gratamente los otros” dijo Borges. No la suma de ellos sino lo compuesto por
todos ellos y que conforman un ethos, una conciencia de conjunto.
Más, esa gran
masa o ese “caldo”, como lo nombra Teilhard, esta siempre en movimiento, o es
la eternidad móvil de Platón. Esa gran masa es interpretada, también, como la
supervivencia del más apto, del más fuerte. Darwin.
Con este
último criterio podemos asumir como normal y moral ciertas aberraciones
humanas como los genocidios, aduciendo al criterio del más apto. Y
confundimos así, interesadamente, la fuerza (física o tecnológica) con lo
moralmente bueno.
Caminamos en
el filo del abismo. Esa delgada línea en la cual debemos reconocer lo
correcto de lo incorrecto.
El “nunca
más” es un anhelo. Un Oj-Alá no ocurra. Un deseo.
El vicio del
poder, el de perpetuarse en él, por adicción, es una tentación permanente. Y
una vez afirmado, el poder, se elucubrará cualquier argumento para sentar sus
reales y justificar sus acciones.
Octubre/09
XIV
DIVAGACIONES
El derrumbe
se produce por una lenta erosión, imperceptible, que roe los materiales, sea
el que fuere, y los disuelve. Se llama, también, fatiga de los mismos. Es
decir: todo cambia, unos a un tiempo y otros a otro. Y ya no somos los
mismos.
¿Tendremos la
capacidad de ver, de mirar, de percibir y de formularnos el mundo desde otro
lugar? Y si ese lugar no existe ¿Debemos generarlo, crearlo?
¿Cómo?
¿Alguien
tiene la fórmula?
Nadie. Menos
ahora que toda respuesta viene envasada; es como una góndola de supermercado:
te sirves solo, lees las instrucciones y lo consumes. Y el que lo hizo
tampoco sabe, sólo repite.
Entonces,
deambulamos como zombies.
Esto no es
casual. Es provocado. Esto, ya lo sabemos.
Sin embargo
hay señales. No son prodigiosas. Son sólo señales.
Una mirada;
un guiño de ojo en la calle, un saludo… son chispazos de una conciencia
dormida.
Son reflejos
dormidos.
Pero, entre
ellos, aparecen esas lucecitas de conciencia devolviéndonos, con ternura y
firmeza, los rasgos más profundos de lo humano. Y no son discursos políticos.
Todo cambia.
Para el dormido, todo debe permanecer como tal. Si percibe el cambio,
reacciona o se derrumba.
Si reacciona,
al estar dormido, reacciona con indebida violencia; como cualquier animal
acorralado.
Si se
derrumba, es su propio suicidio.
¿Quién puede
afirmar: estoy despierto?
Darse cuenta
es ya un modo de desperezarse aunque no esté en la pradera clara de la
vigilia; es vislumbrarla, desearla.
Todo cambia.
Los sistemas, las estructuras, los estados, los límites, los continentes. Es
un fluir constante. Y eso duele. Duele hasta lo profundo de cualquier
existencia inquieta; duele porque hay pérdidas de todo tipo. La erosión es
inevitable. El dormido desea un sueño sin cambios. Sin pérdidas. Y por eso
queda atribulado, como extraviado, cuando algo o alguien se mueve de su
entorno, desaparece.
Sobre el
dolor, el gozo. Cuando se plenifica esa idea, se goza del cambio porque uno
lo vive; es parte de él. Es nadar en la cresta de la ola, no en su contra
sino dejarse en ella.
Así, uno se
convierte en causa y no en efecto. Uno es causante del cambio; mejor dicho,
de ciertos cambios.
Aquellos,
unos pocos, muy poquitos, que manejan los sutiles hilos de los destinos del
mundo, también se ofuscan cuando ocurre un cambio; deja de estar en su
dominio y bajo su dominio.
Entonces, se
agazapan y esperan. El río del tiempo nos erosiona a todos, sin excepción.
Sus seguidores, hablo de los agazapados, toman esa posta del cambio, la
desacralizan para vulgarizarla y aparecen remeras estampadas con el rostro de
los “demonios” de sus antepasados convertidos, hoy, en dioses de la
multitudes. Bisness and bisness
Y el control
sigue.
Abril/2010
Opacados por
el exceso de consumo, damos barquinazos en la existencia propia.
XV
Habitantes de
la casa del tiempo. Sumidos en esa fragilidad, todo cambio, cualquiera que
ocurra, nos desestabiliza, nos impacta, nos impacienta. El “orden
establecido” de pronto cae. Todo, en esa circunstancia, es caos. Uno de los
impulsos, no sé si el primero, es eliminar la causa del caos.
Llevemos esto
a todos los aspectos de la hechura humana: desde su ámbito hogareño, sus
pequeños hábitos y rutinas, hasta las construcciones sociales y todo lo que
ello implica. Nos fundamos sobre ello. Cualquiera que ose tocarlo, se
convierte en la imagen del rinoceronte, tan bien lograda por Thomas Merton.
Cuida de su territorio, tiene una visión muy reducida y todo aquello nuevo
que se entrometa, lo atropella.
¿Cuántas
veces he sido o soy rinoceronte? Porque aducimos a una idea así desde cierta
estructura de ideas, sólo vemos la paja en el ojo ajeno. ¿Qué queda de mí,
tanto en la pregunta como en la respuesta?
Solemos
cristalizarnos a menudo. Y los cristales se rompen, se quiebran porque
ofrecen resistencia. Al arremeter al intruso, con toda nuestra furia a bordo,
nos quebramos, dolidamente nos quebramos. Y quedamos exhaustos.
Peleamos o
resistimos a nuevas formas de hacer y de expresión. Siempre, lo anterior a
esto, fue mejor. También nos ocurre a la inversa: todo lo nuevo es,
necesariamente mejor, que lo anterior. Luego de un tiempo, si estamos atentos
y despiertos, descubrimos que hubo y hay cosas ya dichas hace tiempo. Dichas
y hechas en otro tiempo con otras tecnologías, pero que tienen la misma
necesidad de respuesta a los grandes interrogantes movilizadores del ser
humano.
Hubo otros,
en la gran casa del tiempo, que hicieron posible este hoy.
XVI
Recuerdo mi
llegada, luego de varios años, a mi pueblo natal. Fui recorriendo los lugares
que mi memoria guardaba. Fue una desazón muy grande. Los bretes estaban
roídos, faltaban eucaliptos en la vera del camino a la escuela; ésta última,
también cansada por los años y ciertos descuidos edilicios, me ofreció una
pobre imagen a comparación del que retenía: ya no era escuela primaria, era
un jardín de infantes. Mi casa paterna, si bien estable y cuidada, escondía
mis memorias en algún intersticio desconocido por sus habitantes actuales. La
estación de trenes, llena de voces, cargas, saludos y vapores de locomotoras
estaba casi inerte, sólo de paso para los peatones que viven de uno y otro
lado del pueblo. Además de ello, yo, el nacido ahí, era un desconocido para
todos o casi todos. Me hizo bien, en un aspecto: se rompió el cristal como
noción fija, las imágenes de mi niñez fue en un tiempo dado, irrecuperable,
sólo vivo en mi memoria. El pueblo, hoy, es otro.
LOS ÁNGELES Y
LOS PUENTES*
Hay ángeles que, a su manera,
son ingenieros. Rozan a la gente con sus alas y, con ese suave toque
celestial, la incitan a levantar puentes.
Entonces, esperanza sobre esperanza, la gente se pone manos a la obra y, con más entusiasmo que habilidad, se lanza de lleno a construirlos. Y aunque los puentes resultan casi siempre frágiles y efímeros, las personas caminan sobre ellos, se encuentran, pueden amarse, son felices y se ríen desde lo alto mientras miran, con cierto alienado desdén, a los seres aparentemente tan seguros y tranquilos que permanecen abajo, atados al suelo. Pero existen también ángeles perezosos que odian la ingeniería e inoculan a la gente su propio recelo hacia este tipo de construcciones. Entonces, la gente se queda quieta, segura y tranquila, se acurruca en sus miedos y mezquindades, permanece en tierra sin ganas de levantar puentes, y al mirar cada tanto para arriba se pregunta, con envidiosa indignación, qué es lo que hacen esos seres aparentemente tan felices suspendidos en el aire.
*De Alfredo Di Bernardo.
alfdibernardo@fibertel.com.ar
PEREGRINAJE*
Todos los
días son viajes
Y la casa
misma es viaje
BASHÓ
Vuelan los
días,
Por las
puertas abiertas
Viaja mi
casa.
El sol
saluda,
Llega en la
mañana,
Viaja a la
noche.
La vida rueda
Por la
pendiente suave
De
estaciones.
Fue primavera
Entre los
nenúfares
Que lleva el
río.
Es el
invierno
En el cabello
blanco
Mis sienes
blancas.
Viaja la vida
En las gotas
de lluvia
En el verano.
Somos
viajeros
Eternos en el
vuelo
Y sin ocaso.
Armamos rutas
Sin
horizontes fijos
Ni limitados.
Aventuramos
Búsquedas en
el tiempo
Que vuela
alto.
Hoy me
despido
Del viento y
la lluvia,
De mis
árboles.
A la mañana
Saludo con un
adiós
Sin un
retorno-
Pero volveré
Los caminos
que viajan
Al fin se
unen.
Sobre la
escarcha
Giro hacia el
este
Rumbo al
calor.
La
trayectoria
La elije el
Tao,
Yo la
recorro.
Cada estación
Me reserva
sus sueños
En su
destino.
Me acompañan
Los amores
que dejo
En el cerezo.
El río
viajero
Conduces los
misterios
Al infinito.
El amanecer
Nos dirá su
futuro
Con gran
cautela.
Viaja la ruta
Entre verde y
grises
De la
arboleda.
Mis manos
tienen
Los eternos
adioses
Del
caminante.
Soplo de
viento,
Eterno
peregrino
Busca su
nido.
Nos
encontramos
Tarde el
viento y yo
En la rivera.
No me
esperes,
Amor, voy
rumbo al río
A beber
sueños.
La barca está
Preparando su
viaje
Al amanecer.
La leve brisa
Perfumará tu
boca
Con mi
aliento.
Viaja mi
alma,
El paisaje
que nos une
Queda
contigo.
A la
distancia
Flechas de
arboledas
Marcan mi
ruta.
Nada es
quietud,
El universo
mueve
Sus
engranajes.
Se abren
puertas
A manantiales
níveos
Que limpian
miedos.
Dejo ensueños
Al borde del
camino
Y surgen
flores.
Nada estará
Donde lo dejé
ayer,
Se fue de
viaje.
Sólo tengo
hoy
Y será mi
escudo
En mi mañana.
Mis huella
dejo
Sobre arenas
lisas
Que moja el
mar.
Mi senda sin
fin
Planta flores
silvestres
Que me
saludan.
Me dicen
adiós
Los pájaros
que buscan
Hallar su
casa.
Le pido
perdón
Por no ver
sus flores
A los
cerezos.
Soy como
viento
Que empuja el
Tao
Por mi
sendero.
Siento
tristeza
Al ver girar
el tiempo
Hacia el
ayer.
Danzan sin
miedo
Las horas que
se lanzan
Hacia la
muerte.
Oprimo el hoy
Entre mis
manos tercas
Para que
viva.
Sólo mi
sombra
Será la
compañera
En mi
sendero.
El alto
bosque
Cederá a mi
paso
Con
bienvenidas.
Copio el
color
De cada
amanecer
En mis
pupilas.
Cuando
regrese
Ya se habrá
concluido
Mi
peregrinar.
*De Emilse
Zorzut. zorzutemilce@gmail.com
* * *
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