*Obra de Ray
Respall Rojas.
La Habana.
Cuba.
El Oasis de Siwa
(532 AC) *
Cuenta Herodoto
con impaciencia de siglos,
que en las
arenas de Siwa mora un fantasma
es un espectro
con muchos rostros y puñales,
un enigma de
guerreros y aullidos de viento.
A lo lejos
Cambises observa el Valle del Nilo,
su ejército ha
partido desde el Oasis de Jarga.
Amón en piedra
o piel debe reclinar la cabeza,
ante el
conquistador del Gran Mar de Arena.
El oráculo
recibe por igual a helenos y persas,
pero solo el
antiguo egipcio es su casero fiel,
allí se
encuentra el Trono de las Dos Tierras,
que reconocerá
a Alejandro dueño del mundo.
El castigo se
cobra sobre ejércitos vencedores
gritos sobre el
desierto libio y la edad del sol
El dios sobre
una barcaza de oro cabeceante,
los sacerdotes
que condenan la vida de miles.
Y el formidable
Quibli, con hambre de siglos,
arranca
nervios, armas y temibles pertrechos.
Lo real ahora
coincide con el viejo simulacro,
de un ejercito
perdido en el mito y el tiempo.
¡Ah! Espléndido
Almasy. ¡Padre de la arena!
Nadie aparte de
tus huellas estuvo tan cerca;
el susurro de
viejos djinns te señalo el lugar,
y en un sueño
olvidaste la geografía del sol.
Y dijo César
Vallejo, en un crepúsculo ciego,
que la vida
esta en el espejo, este es de arena
y que nosotros
somos el débil perfil original,
del desierto el
inverso, la hoja seca,
los muertos...
*De Jorge E.
Lacuadra.  jorgelacuadra@hotmail.com
Córdoba,
Argentina.
-Poesía del
libro "Distancias Oceánicas" publicado recientemente por Editorial
Luna de Marzo.
SOLO UN
REFLEJO*
Al principio
era sólo eso, un reflejo. A muy poca distancia la luz reflejaba una pequeña
superficie lustrosa y quieta como un espejo, y a un palmo o poco más lejos, el
campo visual se difuminaba y se obscurecía, como si el mundo se hubiera
reducido a eso. Le parecía estar mirando su entorno por un agujero, un
ventanuco que no le permitía agrandar su zona de visión clara. Se sorprendió
elucubrando pensamientos, que no iban más lejos que eso. Tratar de comprender
lo que estaba viendo. Pensó que si pudiera arrimarse más al ventanuco, podría
divisar un ángulo más ancho, más abierto. Pero no pudo, nada se movía de él,
ningún miembro le obedecía.
Se concentró
reuniendo sus escasas fuerzas en centrar el foco de su visión en lo que formaba
por ahora aquel pequeño mundo, casi pegado a su cara, al nivel del suelo. 
Reflejaba también con visos de piedra húmeda, algunos adoquines del empedrado,
los lomos brillantes, las comisuras obscuras, y a un costado el muro chato del
cordón de la cuneta. Vio avanzar una hormiga desde un extremo borroso, y muy
lentamente vino avanzando por el borde del charco que llenaba parte de su
reducido paisaje. La hormiga se movía como titubeando, y se detuvo detrás de un
pequeño objeto blancuzco, hinchado y deforme. Consiguió forzar su campo de
nitidez, y despaciosamente identificó aquello tan deteriorado y que ahora
ocultaba a la hormiga. Descubrió casi con alegría, que era la colilla, el
“pucho” de un cigarrillo, que se iba mojando en la orilla del pequeño lago, aunque
creyó ver una muy tenue voluta de humo, como si al apagarse finalmente,
presenciaba de tan cerca el expirar de aquella brasa,  ya inexistente.
Logró distinguir algo mejor, y entendió que el espejo no era de agua, sino de
una sustancia aceitosa, algo viscosa. Más allá de la hormiga vio posarse alguna
mosca, donde no veía muy claro; se movían, y levantaban cortos vuelos y volvían
a posarse, tozudamente en el mismo lugar.  Ningún color, sólo tonos
obscuros, claros o brillosos.
Debe haber sido
de noche porque los reflejos seguramente provenían del alumbrado que debía
haber en la calle. No había tráfico, ni se escuchaban pasos, ni sonido alguno.
No sentía ni el viento en su piel, ni siquiera su piel. Silencio. Ni su
respiración, ni sus propios latidos; pero no sentía dolor, ni molestias, ni
siquiera angustia. Todo transcurría calmo y sin fatiga.
Algunas
imágenes confusas fueron aleteando en su interior, y pasó mucho de aquel raro
transcurrir del tiempo, antes de hilvanar confusas imágenes, y luego se fueron
formando por tramos, en trozos, incoherentes episodios.
Una de las
ideas más claras que se le formaron en aquella caverna obscura y silenciosa,
fue recordar su nombre, advertir que tenía uno, y luego que era una identidad
humana, con cuerpo y alma. Luego los trozos se fueron armando de a poco, y por
momentos todo se convertía en un torbellino vertiginoso, y la angustia
aumentaba a medida que aumentaba su comprensión. Se encontró caminando en la
vereda, esta misma tarde, y quizás en esta misma vereda. Una pequeña multitud
iba y venía. Era plena tarde y avanzaba absorto, con su ataché bajo el brazo
izquierdo… Apenas se fijó en los tres adolescentes que venían en su contra y
pensó que irían a abordarlo, pero los muchachos sólo quedaron al costado, como
indiferentes. Ahora recordaba lo que le llamó la atención, llevaban pequeños
bultos en las manos. Sabía que algunos de ellos vivían en las calles, dormían
en los subtes o en las plazas, y muchas veces suplían un plato de comida, y
hasta su orfandad, con unas bocanadas del penetrante aroma del pegamento barato
que llevaban en bolsitas de plástico.
Drogados,
podían ignorar toda carencia, incluso de afectos, y se tornaban predadores
urbanos implacables, y con toda crueldad cometían crímenes indolentemente, como
si desconocieran el valor de la vida y no les importara la integridad de las
personas, ni siquiera la de ellos mismos. Eso lo puede ordenar ahora en este no
tiempo tan curioso; en aquel  momento siguió unos metros y entró a su
oficina, donde una placa de bronce platil mostraba su nombre; “Rogelio Namara,
Ing. Civil; Agente inmobiliario”
A veces su
estudio era un refugio, donde hallaba sosiego en su trabajo y pasaba largas
horas, donde absorto, perdía la conciencia del tiempo; sentía que él mismo era
en esos momentos su mejor compañía. Si se demoraba demasiado, Pamela, su mujer
lo llamaba, recordándole que debía volver a casa. Era una ceremonia que los dos
celebraban sin fastidio alguno, porque había una mutua y extraña comprensión
entre ellos.
Esta noche,
antes que Pamela le recordara la hora, él pudo llamarla a ella, diciéndole que
no se preocupara, que ya salía para casa.- En la vereda, mientras cerraba el
ingreso, se percató que era más tarde de lo imaginado, que el silencio y la
soledad habían ganado la calle.
Al comenzar a
caminar, le pareció volver a ver aquellos jovencitos de mala traza, entre las
sombras, pero antes de que pudiera cerciorarse lo habían cercado y le
tironeaban el maletín; mientras uno de ellos le exigía el dinero, otro lo
golpeaba en la cabeza con algo pesado y contundente. Cayó al suelo aferrándose
inconsciente a sus preciados documentos con sus comisiones de la jornada, y
desmayándose sintió que se salía con la suya y no podrían con él, y también
sintió un trueno como un rayo que le pegaba en el pecho y un fuego quemante le
inflamó las entrañas. Todo se nubló en un instante, y lo último que distinguió
fueron los pasos apresurados con que los chicos se fugaban.
Ahora lo veía
todo con una claridad y calma pasmosa. Los menores no llevaban sólo las bolsitas
de pegamento, también portaban un arma letal, que usaron contra él sin dudarlo.
En la violencia urbana que se estaba viviendo en estos tiempos, una vida no
valía gran cosa, era evidente, y ahora estaba allí, caído sin poder moverse, y
sería parte de estadísticas nefastas, que en las altas esferas preferían
negarse; y por ahora la sociedad polemizada entre castigar o comprender a sus
infestadas legiones de jóvenes, abandonados, sin educación, sin medios, y sin
esperanzas. Es cierto, la sociedad se sentía culpable, y entretanto miles de
semejantes eran inmolados en este “dejar hacer”, esta apatía, esta indolencia.
Por primera vez
se planteo que podía estar muriéndose. Que ese charco no era ni agua ni aceite;
sino su propia sangre, sobre la que descansaba. Que su atisbo de conciencia no
era más que una transición con que la vida le permitía hacer un acto de
conciencia, como en su niñez escuchaba de los mayores, y en su vieja parroquia
donde había asistido de niño a aquellas clases de catecismo.
Si fuera así
había que avisarle a Pamela, llamarla, mostrarle donde estaba, que supiera qué
le estaba pasando. Si pudiera verla, hablarle, decirle de un tirón tantas cosas
que hubiera querido decirle y que  postergaba una u otra vez. Y si no le
quedaba más aliento, al menos decirle-“Te amo…, siempre te he amado,
perdóname…” Al menos eso.
Pero aquel
pequeño paisaje, formado por débiles reflejos nocturnos, se iba apagando. Llegó
el momento en que quedó a oscuras, a solas, dentro de aquella caverna infinita,
que tenía como última morada. Se sintió como un pez solitario en las
profundidades obscuras del océano más profundo.
Sólo pudo
plantearse una pregunta:
-¿Y ahora…?
-Celso H.
Agretti.
Avellaneda,
Sta.Fe; 07 dic. 2010
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CAMBIO DE
  DOLORES* 
Desde su más
  tierna edad, su vida se llenó de sinsabores. Amigos abusones en el colegio,
  amores desgraciados, malos profesores, experiencias laborales nefastas…Todos
  estos desengaños le llevaron a una tristeza casi crónica. Tenía el alma
  dolorida de tanto sufrir y curarla le salía carísimo en psicólogos. Es por
  todos sabido que la curación de los "dolores del alma" no los cubre
  el seguro médico. 
Decidió hacer
  caso a las recomendaciones del Dr. Plumkier, el último psiquiatra que le
  atendía, y emprendió un viaje por África con el fin de distraerse, porque el
  dolor de su alma era tan intenso que debía alejarse de su rutina habitual. 
Hizo una
  tournée por los países centroafricanos y remontó el río Congo en un barco.
  Este viaje le permitió conocer a los pigmeos con los que se quedó a vivir
  durante una larga temporada. En este tiempo entabló relaciones serias con una
  aborigen y después de enamorarse locamente decidió casarse con ella. 
A su regreso,
  casado con la pigmea, se divertía comentando que nunca una cosa tan pequeña
  le había dado un amor tan grande. Fue muy feliz cuando visitó al psiquiatra y
  le comentó que iba a prescindir de sus servicios porque ya estaba curado. Le
  dijo, de pasada, que también era importante el ahorro, porque el tratamiento
  de los dolores de espalda, sí que entraba en la Seguridad Social. 
*De Joan Mateu. joan@cimat.es 
SABIDURÍA* 
Edipo se
  acercó a la Esfinge. 
La Esfinge
  era hermosa y distante. 
Simétrico
  rostro de mujer, bellísimo busto, grácil cuerpo sedente de animal de presa.
  Patas delanteras extendidas, laxas; patas traseras prontas al salto. Siempre
  vigilante, siempre en quietud. Ni dormida ni en movimiento, su calma era la
  de quien demuestra soberanía controlando el músculo y el erizarse de los
  cabellos. 
Frágil
  solidez de quien no puede darse ni al reposo ni a la furia. Pero desde aquí
  lo vemos; no vio esto Edipo en la mujer animal. Le fue dado el temor y la
  admiración frente a lo terrible. Y le fue dada, también, la paralizante
  atracción que halla su sujeto en quien ha de destruirnos. 
La Esfinge
  proferiría su enigma, su pregunta afilada, certera, aguda; su pregunta que
  condenaría la falta de entendimiento con la ganada muerte. 
Edipo lo
  sabía. Había realizado su jornada para el lívido momento en que el enigma
  definiese su suerte. Y ahora aguardaba. Por un instante miró el cielo por si
  fuese última visión, dibujó con ternura la silueta de un árbol en su memoria. 
Los ojos de
  la Esfinge eran espejos de cristal de roca. 
Edipo recibió
  el peso del temor a la propia ignorancia, le tembló el pecho frente a la
  belleza exacta de ese ser maravilloso de contornos perfectos. La imaginó
  invulnerable, casi aceptó como inevitable y lógica, acaso necesaria, la
  desaparición de su contingente persona frente a la evidente solidez de la
  criatura. 
Este
  inabarcable ser semejaba conocer los secretos del universo. Su calma merecía
  ser producto de su seguridad. 
Y la Esfinge
  ejerció la veladura del silencio para mentir sabiduría. 
La Esfinge,
  inmóvil como los dioses frente a la agitación de los hombres, ocultó su
  ignorancia con la lejanía de una máscara hueca, la arrogancia de una pose
  estatuaria. Su silencio no era otra cosa que un 
oscuro
  despojo, un muro que protegía la nada. Mostraba sólo lo pasible de causar
  admiración, ocultaba el vacío del centro. 
La Esfinge
  nada sabía, nada comprendía, y era, como nosotros, hábil para la destrucción
  pero negada para el acto generoso de crear. 
Su majestad
  no le permitía dudas o inaceptables cuestionamientos. 
Estaba
  condenada a las sentencias y a la brevedad. Si no hablaba, no se advertiría
  su carencia. No mostraría la cera en la grieta del mármol, no permitiría
  cercanías que pudieran propiciar el hallazgo de la imperfección. 
La belleza
  exacta no se arriesga a mostrar el perfil opuesto, curvar el cuello, producir
  modificaciones en la obra conclusa. La ignorancia no es capaz de quitarse el
  velo que cubre su desnudez. 
Edipo, que
  viendo a la Esfinge veía los ropajes del hierático desprecio; Edipo, quien
  siendo un hombre se sentía ínfimo frente a un oráculo certero; Edipo,
  engañado por la Esfinge, la creyó sabia e infalible. 
Antes de que
  la desmesurada voz declamase el acertijo, se daba ya por muerto. 
Se alegraba,
  quizás, de su cercana desaparición. Engañado por la aparente esfericidad del
  monstruo, deseó que su persona imperfecta no manchase la pureza del ser
  fabuloso. 
Pensó que
  sería un honor alimentar al prodigio. Se resignó a su destino, acaso lo
  satisfizo que el hilo de su vida fuese cortado por un adversario de tamaña
  dignidad. 
Otro instante
  se demoró la Esfinge en plantear el acertijo. Sabía que la teatralidad le era
  necesaria para no desmoronarse. La ejercía con impecable oficio. 
Con voz de
  Sibila, de Oráculo, con voz de Ídolo de bronce y pedrería la Esfinge desplegó
  las palabras que serían su derrota. 
No era el
  enigma un cofre inviolable. Edipo halló la llave. Con íntima desazón Edipo
  halló la llave. Con alivio también, pero con desazón Edipo desató el nudo de
  palabras. 
Y se alejó
  luego de contemplar cómo se despeñaba la Esfinge desde lo alto de la
  Acrópolis. Pensó "no he de despeñarme yo por una falla, no he de morir
  por orgullo ni ceder a la tentación de la soberbia, y no he de confiar
  ingenuamente en la sabiduría de las estatuas". 
Lo olvidó
  luego, como a todos los alumbramientos que nos proponemos tallar en la
  memoria. 
El valor de
  las metáforas* 
Ella le pedía
  la luna, él le traía poemas, pétalos de jazmín, un espejo donde ella vería
  esa luz plateada y hasta un cheesecake redondo y blanco. Ella golpeaba su
  zapatos contra el suelo gritando, no quiero otra cosa, dame la luna
  de verdad. 
Una extraña
  escalera sin final frente a la ventana del dormitorio  de la mujer
  que no amaba las metáforas le permitió verlo subir, subir, subir al
  infinito  y perderse. 
Cuando ya no
  lo vio, lloró lágrimas de cielo porque había empezado a  creer en el
  valor de las metáforas. 
*De Cristina Villanueva.
  cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
   
Meditaciones
  matinales* 
*Textos de Oscar
  A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar 
I 
Aupados en el
  tiempo ensayamos una y otra danza, nunca definitiva, para dejar nuestra
  impronta en él. Los logros no son más que infinitamente pequeños, como
  saltitos, como la lluvia con sapitos y se evanescen, se esfuman. 
La inmensidad
  que nos contiene, a su vez, nos abruma. Viene a mí la imagen de Pascal, la de
  los dos infinitos y de la frágil caña que nace desde ellos. Frágil caña,
  insiste. Consciente pleno de su finitud entre lo macro y lo micro, el humano
  se debate, se intenta, como el eterno Sísifo. Una y otra vez y otra vez. 
En medio de
  esa desesperación existencial, ensaya bocetos y los eleva a su enésima
  potencia y, en variados casos, los dogmatiza. Desea dejar una señal de su
  paso. 
Todo el
  universo conocido y desconocido se encargará, y no como deber, de triturar
  todo. Es la misma dinámica que lo hace sustentable y, a la vez, demoledor. 
Son las dos
  caras del universo. Se puede también decir: aspectos, modalidades, formas de
  ser. Se puede, además, mencionarlos como creación-destrucción, dialéctica,
  lucha de opuestos o de contrarios. 
Esto esta
  dicho, desde hace milenios, por seres de diversas culturas y latitudes del
  mundo conocido. El hecho de estar dicho y de haber sido percibido por
  algunos, no significa que se tenga totalmente asumido como humanidad o como
  individuo humano. 
II 
Lejana, la
  palabra me mira, se sonríe y espera. Ocurre que toda la espesura que derrama
  el vértigo y ciertos acontecimientos de la vida, no dejan percibirla. Más,
  ella esta. Lo sé porque siento su latir, su espera de la madurez, su no
  reproche. Sentir esto no es inusual para los que estamos prestando atención a
  su estar. 
También, es
  cierto, la necesaria quietud para que su sonido nos habite. Quietud para
  degustar la palabra. 
El vértigo
  nos agota. Nos hace querer todo aquí y ahora. 
Estoy
  contemplando el patio de nuestra casa. El verde, de distintos matices, lo
  cubrió. Digo “lo cubrió” porque, al venir a vivir en ella sólo persistían dos
  o tres plantas. De césped, nada. Alguien de la familia dijo: te comprás unos
  metros de césped y lo cubrís. En un día tenés césped. 
Nada dije.
  Observé el patio. Había retazos, islitas de césped, variado por cierto, en
  los bordes. Y lo empecé a trabajar, a ayudar. Me da placer observar, en el
  día a día, el crecimiento de las hierbas y sus hermanas mayores. Disfruto
  ver, descubrir el ritmo o, si gusta más, la cadencia de las plantas y de las
  hierbas. En dos años, el patio cambió. 
El vértigo
  nos agota. No enriquece. Exige. Y habla de cambios que sólo aturden. Tritura
  todo. Tritura nuestra propia identidad. Nuestro entorno. Son cambios que sólo
  profundizan el grado de dominio y explotación del otro. Cambios que sólo
  tienen en cuenta el consumo de tecnología. Una frase que resume la idea: “Si
  no tenés internet no existís”. 
El sosiego
  necesario para percibir el sonido, la presencia de la palabra, de esa palabra
  que se revela en lo cotidiano. 
Uno no puede
  dejar de ver que esto del alto consumo tiene y tendrá su impronta en la
  sociedad. De hecho hoy se toma como patrón, para valorar un país, sus niveles
  de consumo. Y no importa qué consume. Lo importante es que consuma. 
En el patio
  hay dos casales de tacuaritas. Ellas se ubican en huecos que encuentran y
  acondicionan para anidar. En invierno están menos activas pero, cuando el sol
  aprieta, habitan el patio con sus trinos. Y nos cubren la mañana. 
Vértigo y
  consumo van de la mano. Es por la competencia del mercado y el estar al día. 
El árbol de
  la vida –ginko biloba- abrió, hace un par de meses, sus frescos dedos verdes.
  Ha crecido, unos centímetros, su estatura. 
El mundo,
  para los que tienen el real mango de la sartén, es un gran mercado. En todo y
  de todo se puede hacer negocio. No importa qué o cuál pero siempre logran
  crear o modificar leyes para hacer legal sus actividades. No interesa el
  medio ambiente, contexto o cultura: importa el negocio. 
El
  aceleramiento de las partículas produce su desintegración. El vértigo, el ya,
  produce lo mismo en el individuo y su contexto. Entre otras consecuencias,
  produce anomia. Es decir, no reconocimiento de sí mismo. 
III 
Cito de
  memoria. 
-         
  ¿Qué esta haciendo el Juan Vilche? ¿Durmiendo? 
-         
  No. Aprendiendo música. 
Es un texto
  de Atahualpa Yupanqui en el que narra un diálogo de dos paisanos en ciertas
  serranías. Juan estaba tendido a la orilla del arroyo. 
Lo leí hace
  ya un tiempo y vuelve a mí como agua mansa y cristalina que aclara el día.
  También un reportaje a Don Sixto Palavecino, ese violinista excepcional, que
  aprendió música imitando, cuando niño, con su violín de lata el canto de los
  pájaros en el monte santiagueño. 
De una u otra
  manera es fundirse con los elementos. Es dejarse llevar por el sonido que
  emiten. Es hacerse, uno mismo, sonido. La música nace sola, sin forzar nada.
  Sin la exigencia de lo perentorio, de lo ya. Es estar ahí. Se dirá que es el
  subconsciente. Tal vez. Pero son despertares profundos, arcanos, de la
  conciencia de cada cual. Y se hacen arte. 
IV 
POESIA 
Poesía. Toda
  definición, oscurece. Todo intento de aclarar conceptos es hacer un borrador
  más. En otras palabras: es querer retener el agua con las manos. 
Gelman dice:
  “¡Ah, quién pudiera agarrarte de la cola!” Siempre se escurre. Siempre
  vuelve, más allá de lo expresado por Bécquer: “Poesía eres tú”. 
Cuando
  ingreso en estas breves reflexiones se presenta lo ya dicho por los taoístas:
  “Todo lo que digas sobre el Tao no es el Tao”. 
Sin embargo
  seguimos intentado, seguimos buscando las palabras, raspándolas,
  ahuecándolas, amasándolas, nombrándolas, embarazándolas. Y escribimos una y
  otra vez. Y volvemos a hacerlo. Lo hacemos desde una forma, lo hacemos desde
  otra forma. Cada lugar, cada momento, cada cultura, cada humano, lo intenta o
  la desdeña. Pero todos sabemos que esta. 
*** 
Sí sabemos
  que ella nos permite expresar ciertos estados, ya sean individuales o
  sociales, que no sólo quedan en lo enunciativo sino en la denuncia
  –entendiendo a esta como aquel espacio necesario de libertad- de la situación
  existencial del hombre en su conjunto. 
El poeta no
  se reduce a su estado de ánimo inmediato, sino que esta hablando de algo que
  trasciende su individualidad y con lo que muchos se identifican. Estamos
  hablando de la percepción que se tiene del mundo, lo que éste  sugiere,
  de lo que de él se puede decir y el modo en que se lo dice. Forma y lenguaje
  van de la mano. 
*** 
El mundo y cada
  uno de nosotros, cambia. Es dinámico. Cuando quede estático, si alguna vez
  ocurriera u ocurriese, es la muerte. 
Por eso
  debemos aprehender que las formas y el lenguaje también están en el mundo,
  que no son Ideas platónicas, sino aquello con lo que nos manifestamos. Son,
  ambas, creaciones humanas. Y los humanos nunca nos bañamos dos veces en el
  mismo río: ya sea por el río en sí o por cada uno de nosotros. 
*** 
La poesía es
  de este mundo. Se anida en el corazón mismo del hombre. Desde él se dispara.
  Se sumerge en el barro. Está en los campanarios. Sube a las nubes. Se
  entierra en el estiércol. Emerge, saludable, desde cualquier esquina. Grita
  en las manifestaciones. Se acurruca en los tugurios. Se acoda en los
  umbrales. Se hamaca en los sueños. 
Muerta mil
  veces por los burócratas de todo tipo, renace briosa desde algún lugar no
  sospechado. Y crece. Se hace topo, pájaro, caballo, niña, obrero, alquimista,
  pescador, mujer, talabartero, oficinista, vendedor, viajera, cocinera, mar… 
Y no se puede
  atrapar. 
V 
Aquí,
  nuevamente, en este incierto mundo. ¿Qué hacemos o debemos hacer en él?
  Notoria pregunta que no sabemos deshilvanar ni hilvanar la respuesta.
  Sabemos, no con mayor certeza, que estamos vivos. Que no somos la vida, que
  pertenecemos a ella. Y obramos al revés. Obramos como dadores de vida. Como
  que la vida nos pertenece, incluida la del otro. 
En estos
  ciclos, toda la literatura se debate. No importa la altura de quien escriba.
  Los ciclos aparecen. Ante ellos, nos quedamos ateridos, sin capacidad de
  respuesta. 
Creíamos que
  habíamos aprendido ciertas lecciones dolorosas de la historia. Pero no.
  Insistimos en el equívoco. Creíamos que Hitler fue una pesadilla, una mala
  escritura de la historia, entonces Bosnia, entonces los procesos militares en
  A.L., entonces África y miles muertos en guerras étnicas, entonces Hiroshima,
  entonces Nagasaky. Y todo lo que no nombro. 
Sin embargo,
  aquí estamos, escribiendo. Y escribiendo poesía. Como reducto último de un gesto
  humano. Atreviéndonos a tocar, a acariciar lo vedado para muchos y muchas
  veces vedado para quien escribe y que, de tanto abrir la puerta para ir a
  jugar, puede hacerlo. 
En eso
  consiste la tarea. La reiterada y constante tarea. Como profetas anunciamos
  lo humano, lo bello, el dolor, los estados de felicidad, lo acontecido. Y, a
  veces, nos pesa. Nos aleja del mundo porque no sabemos cómo decirlo, cómo
  expresarlo, cómo compartirlo. 
Entonces,
  escribimos. 
VI 
Ayer fue uno
  de esos días en que todo se desmorona. El agobio demuele ciertas convicciones
  y apenas se pueden sostener en el débil hilo de conciencia que permanece. 
Y uno se dice
  convincente: no escribiré más; no pensaré más desde otro lugar sino en aquel
  donde lo hacen todos. Y sabe que esta mintiendo porque, en ese simple acto,
  afirma lo que piensa y hace, profundizándolos. 
Ayer fue. Hoy
  estoy hilvanando frases, lustrando palabras, leyendo lo que otros mundos de
  conciencia escriben. 
La tarea se
  transforma porque uno esta haciéndolo.  
(3/3/11) 
VII 
Un árbol
  comenzó a crecer en el patio de casa. De gran porte, por supuesto. Más, el
  patio no puede contenerlo, abrazarlo. 
El árbol, por
  arte de mis manos, quedó atrapado en una gran maceta. Y ahí esta, pese a su
  cautiverio, ofreciendo flores en su follaje y echando a rodar semillas en
  largas vainas. Similares al útero que supo contenerlo. 
Soy, sin
  desearlo, su carcelero. 
Y el árbol me
  habló. 
Soy de una
  vieja estirpe, dijo. Habito estas tierras desde siempre. Podría contar muchas
  historias pero me quedan, nada más, los sueños que me habitan. 
Y, luego,
  calló. 
“Los sueños
  que me habitan”, me dije. Limitado o no en mi andar, los sueños son los que
  persisten y convocan. 
Tal vez, los
  humanos, no seamos más que eso: una argamasa de sueños a realizar. Y, cuando
  nos quedamos sin ellos, toda nuestra existencia carece de sentido.  
(13/03/11) 
VIII 
Mandatos.
  ¿Cuántos de ellos están sobornando nuestra existencia? ¿Cuántos de ellos,
  porque son “sagrados”, no nos permiten ser felices? 
Desde niño
  escuche aquí, allá y acullá: “quieres tener algo… quieres ser algo… hay que
  sacrificarse”. 
Toda la vida
  es un sacrificio. Una pesada cruz que debemos soportar estoicamente. Primero
  el deber, después el placer. Y dale que va. Hacemos lo que hacemos, a
  presión. El hacer, así, es una pesadumbre que nos hace abrumados y dolidos
  por lo que hacemos. Consolidan ese mandato fábulas como la de la cigarra y la
  hormiga. 
Todo aquel
  que cante, dance, escriba, contemple o esté alegre con su hacer es mirado,
  por entorno, como sospechoso. 
Ocurre,
  simplemente, que está subvirtiendo la orden del mandato. 
24/03/11 
IX 
Ante la
  zozobra buscamos un madero donde asirnos. Ese madero, flotando en la
  inmensidad, es irrefutable porque nos sostiene. Si varios son los que
  empiezan a sostenerse, le damos mayor poder, construyendo todo un sistema de
  ideas que, a la sazón, termina siendo un dogma. Y, como sabemos, todo dogma
  se fundamenta a sí mismo. 
Observando el
  lienzo de la humanidad, percibimos que no hubo y no hay sólo un madero. Y
  desde cada uno de ellos adjetivamos a los demás, a los que no están sujetos a
  nuestro madero sino a otro. Y viceversa. Y el madero es sólo un madero al que
  le brindamos corporeidad desde nosotros mismos para apagar la zozobra que nos
  habita. 
Si pudiéramos
  entender que no hay absolutos únicos, invencibles, eternos, podríamos empezar
  a entendernos y a com–prender al otro, al  que piensa, actúa y cree
  distinto. 
Abril 2011 
X 
Necesitamos
  del poder. Nos hacemos adictos a él; desde él, usándolo como una lente,
  miramos y decidimos sobre el mundo, sino todo, al menos del que nos circunda. 
Poder y
  Control van de la mano. Se acompañan mutuamente o se produce una simbiosis
  con diversas consecuencias, dependiendo del nivel en que actúe: individual,
  familiar, grupal, social, mundial. 
Ese poder
  siempre esta asociado a propuestas, ideales, mandatos a los que la gente
  adhiere, confiriendo la determinación y el hacer a una persona o a un grupo
  de personas. Llámese autocracia, dictaduras, etc. Lo cierto es que su abuso
  es aberrativo, tanto para el que lo detenta y como sobre quién lo ejerce. 
XI 
Sentado aquí,
  ante el portal de esta mañana de otoño; esta mañana que va levando sus
  banderas de luz para ser cruzadas por vuelos de pájaros, hierbas, voces,
  motores, andantes, ladridos… 
Una vez más
  me pregunto ¿Qué sostiene a mi barca ósea que navega esta mar de sueños? Es
  en este momento cuando aparecen, entre las velas de la barca, los agarramanos
   y sus claridades: 
Mi primera
  pedaleada, sin caerme, en ese pueblo. 
Las
  conversaciones, desde niño, con mi abuelo Homobono y las que tuve, caminando
  las sierras de Río Ceballos, con mi abuela Elvira juntando menta peperina. 
La barra de
  chicos con idas a la matinée, correrías en bicicleta, picados de fútbol. 
Las amistades
  que fueron eslabonándose con el paso de los años. Y que perduran. 
La buena
  gente y su inteligencia que supo y saben dar luz a mis oscuridades. 
Las flores de
  los árboles que apacientan la mirada y, luego, las dejan caer lloviznalmente
  en colores. 
Esa llamada
  telefónica, en ese momento apropiado. 
Leer un buen
  libro para mi gusto. 
La sonrisa de
  cualquier niño. 
Una hermosa
  mujer que pasa. 
Tu amor, con
  los altibajos de la vida, que aún perdura. 
Mi barca
  sigue navegando en esta mar sin fin y de gratuidad que es la vida; persiste
  pese a los peros, lo que me hace decir, citando al poeta: “amanece, que no es
  poco”… 
XII 
Estoy en una
  sala de espera. El sol empieza a anunciar la luz con más nitidez. El día, por
  estas tierras, empieza con frío ya que el otoño va dejando su paso al
  invierno. 
Uno intenta
  moverse de otro modo y bajo el sol. Son los necesarios ciclos que nos atraviesan
  y sostienen. En ellos, momentos de celebrar y momentos de agradecer. 
En esta sala
  entran, pasan, esperan otros seres. Todos con alguna dolencia o los propios
  achaques que los años, al sumarse, se hacen sentir. 
El dolor es
  una presencia silenciosa. Inentendible sino lo rozo con mi cuerpo. El dolor
  es una experiencia única e individual que, cuando nos abruma, no sabemos cómo
  diluirlo. Y el otro, pese a su afinidad, no puede más que acompañar. 
XIII 
El mundo que
  fue apenas si se reconoce. Si no fuera por los memoriosos o los que
  graficaron momentos, todo sería deglutido y vuelto a aparecer de otra manera.
  Como una gran masa que nunca termina de leudarse. 
También cabe
  mencionar los objetos que figuran mojones de esos momentos; a veces, la
  mayoría de las veces, sin saber quién lo hizo. Entonces, decimos, pertenece a
  la dinastía Tang; a la época carolíngea, al reinado de los mayas … 
“Somos
  gratamente los otros” dijo Borges. No la suma de ellos sino lo compuesto por
  todos ellos y que conforman un ethos, una conciencia de conjunto. 
Más, esa gran
  masa o ese “caldo”, como lo nombra Teilhard, esta siempre en movimiento, o es
  la eternidad móvil de Platón. Esa gran masa es interpretada, también, como la
  supervivencia del más apto, del más fuerte. Darwin. 
Con este
  último criterio podemos asumir como normal y moral ciertas aberraciones
  humanas como los genocidios, aduciendo al criterio del más apto. Y
  confundimos así, interesadamente, la fuerza (física o tecnológica) con lo
  moralmente bueno. 
Caminamos en
  el filo del abismo. Esa delgada línea en la cual debemos reconocer lo
  correcto de lo incorrecto. 
El “nunca
  más” es un anhelo. Un Oj-Alá no ocurra. Un deseo. 
El vicio del
  poder, el de perpetuarse en él, por adicción, es una tentación permanente. Y
  una vez afirmado, el poder, se elucubrará cualquier argumento para sentar sus
  reales y justificar sus acciones. 
Octubre/09 
XIV 
DIVAGACIONES 
El derrumbe
  se produce por una lenta erosión, imperceptible, que roe los materiales, sea
  el que fuere, y los disuelve. Se llama, también, fatiga de los mismos. Es
  decir: todo cambia, unos a un tiempo y otros a otro. Y ya no somos los
  mismos. 
¿Tendremos la
  capacidad de ver, de mirar, de percibir y de formularnos el mundo desde otro
  lugar? Y si ese lugar no existe ¿Debemos generarlo, crearlo? 
¿Cómo? 
¿Alguien
  tiene la fórmula? 
Nadie. Menos
  ahora que toda respuesta viene envasada; es como una góndola de supermercado:
  te sirves solo, lees las instrucciones y lo consumes. Y el que lo hizo
  tampoco sabe, sólo repite. 
Entonces,
  deambulamos como zombies. 
Esto no es
  casual. Es provocado. Esto, ya lo sabemos. 
Sin embargo
  hay señales. No son prodigiosas. Son sólo señales. 
Una mirada;
  un guiño de ojo en la calle, un saludo… son chispazos de una conciencia
  dormida. 
Son reflejos
  dormidos. 
Pero, entre
  ellos, aparecen esas lucecitas de conciencia devolviéndonos, con ternura y
  firmeza, los rasgos más profundos de lo humano. Y no son discursos políticos. 
Todo cambia.
  Para el dormido, todo debe permanecer como tal. Si percibe el cambio,
  reacciona o se derrumba. 
Si reacciona,
  al estar dormido, reacciona con indebida violencia; como cualquier animal
  acorralado. 
Si se
  derrumba, es su propio suicidio. 
¿Quién puede
  afirmar: estoy despierto? 
Darse cuenta
  es ya un modo de desperezarse aunque no esté en la pradera clara de la
  vigilia; es vislumbrarla, desearla. 
Todo cambia.
  Los sistemas, las estructuras, los estados, los límites, los continentes. Es
  un fluir constante. Y eso duele. Duele hasta lo profundo de cualquier
  existencia inquieta; duele porque hay pérdidas de todo tipo. La erosión es
  inevitable. El dormido desea un sueño sin cambios. Sin pérdidas. Y por eso
  queda atribulado, como extraviado, cuando algo o alguien se mueve de su
  entorno, desaparece. 
Sobre el
  dolor, el gozo. Cuando se plenifica esa idea, se goza del cambio porque uno
  lo vive; es parte de él. Es nadar en la cresta de la ola, no en su contra
  sino dejarse en ella. 
Así, uno se
  convierte en causa y no en efecto. Uno es causante del cambio; mejor dicho,
  de ciertos cambios. 
Aquellos,
  unos pocos, muy poquitos, que manejan los sutiles hilos de los destinos del
  mundo, también se ofuscan cuando ocurre un cambio; deja de estar en su
  dominio y bajo su dominio. 
Entonces, se
  agazapan y esperan. El río del tiempo nos erosiona a todos, sin excepción.
  Sus seguidores, hablo de los agazapados, toman esa posta del cambio, la
  desacralizan para vulgarizarla y aparecen remeras estampadas con el rostro de
  los “demonios” de sus antepasados convertidos, hoy, en dioses de la
  multitudes. Bisness and bisness 
Y el control
  sigue. 
Abril/2010 
Opacados por
  el exceso de consumo, damos barquinazos en la existencia propia. 
XV 
Habitantes de
  la casa del tiempo. Sumidos en esa fragilidad, todo cambio, cualquiera que
  ocurra, nos desestabiliza, nos impacta, nos impacienta. El “orden
  establecido” de pronto cae. Todo, en esa circunstancia, es caos. Uno de los
  impulsos, no sé si el primero, es eliminar la causa del caos. 
Llevemos esto
  a todos los aspectos de la hechura humana: desde su ámbito hogareño, sus
  pequeños hábitos y rutinas, hasta las construcciones sociales y todo lo que
  ello implica. Nos fundamos sobre ello. Cualquiera que ose tocarlo, se
  convierte en la imagen del rinoceronte, tan bien lograda por Thomas Merton.
  Cuida de su territorio, tiene una visión muy reducida y todo aquello nuevo
  que se entrometa, lo atropella. 
¿Cuántas
  veces he sido o soy rinoceronte? Porque aducimos a una idea así desde cierta
  estructura de ideas, sólo vemos la paja en el ojo ajeno. ¿Qué queda de mí,
  tanto en la pregunta como en la respuesta? 
Solemos
  cristalizarnos a menudo. Y los cristales se rompen, se quiebran porque
  ofrecen resistencia. Al arremeter al intruso, con toda nuestra furia a bordo,
  nos quebramos, dolidamente nos quebramos. Y quedamos exhaustos. 
Peleamos o
  resistimos a nuevas formas de hacer y de expresión. Siempre, lo anterior a
  esto, fue mejor. También nos ocurre a la inversa: todo lo nuevo es,
  necesariamente mejor, que lo anterior. Luego de un tiempo, si estamos atentos
  y despiertos, descubrimos que hubo y hay cosas ya dichas hace tiempo. Dichas
  y hechas en otro tiempo con otras tecnologías, pero que tienen la misma
  necesidad de respuesta a los grandes interrogantes movilizadores del ser
  humano. 
Hubo otros,
  en la gran casa del tiempo, que hicieron posible este hoy. 
XVI 
Recuerdo mi
  llegada, luego de varios años, a mi pueblo natal. Fui recorriendo los lugares
  que mi memoria guardaba. Fue una desazón muy grande. Los bretes estaban
  roídos, faltaban eucaliptos en la vera del camino a la escuela; ésta última,
  también cansada por los años y ciertos descuidos edilicios, me ofreció una
  pobre imagen a comparación del que retenía: ya no era escuela primaria, era
  un jardín de infantes. Mi casa paterna, si bien estable y cuidada, escondía
  mis memorias en algún intersticio desconocido por sus habitantes actuales. La
  estación de trenes, llena de voces, cargas, saludos y vapores de locomotoras
  estaba casi inerte, sólo de paso para los peatones que viven de uno y otro
  lado del pueblo. Además de ello, yo, el nacido ahí, era un desconocido para
  todos o casi todos. Me hizo bien, en un aspecto: se rompió el cristal como
  noción fija, las imágenes de mi niñez fue en un tiempo dado, irrecuperable,
  sólo vivo en mi memoria. El pueblo, hoy, es otro. 
LOS ÁNGELES Y
  LOS PUENTES* 
Hay ángeles que, a su manera,
  son ingenieros. Rozan a la gente con sus alas y, con ese suave toque
  celestial, la incitan a levantar puentes. 
Entonces, esperanza sobre esperanza, la gente se pone manos a la obra y, con más entusiasmo que habilidad, se lanza de lleno a construirlos. Y aunque los puentes resultan casi siempre frágiles y efímeros, las personas caminan sobre ellos, se encuentran, pueden amarse, son felices y se ríen desde lo alto mientras miran, con cierto alienado desdén, a los seres aparentemente tan seguros y tranquilos que permanecen abajo, atados al suelo. Pero existen también ángeles perezosos que odian la ingeniería e inoculan a la gente su propio recelo hacia este tipo de construcciones. Entonces, la gente se queda quieta, segura y tranquila, se acurruca en sus miedos y mezquindades, permanece en tierra sin ganas de levantar puentes, y al mirar cada tanto para arriba se pregunta, con envidiosa indignación, qué es lo que hacen esos seres aparentemente tan felices suspendidos en el aire. 
*De Alfredo Di Bernardo.
  alfdibernardo@fibertel.com.ar 
PEREGRINAJE* 
Todos los
  días son viajes 
Y la casa
  misma es viaje 
BASHÓ 
Vuelan los
  días, 
Por las
  puertas abiertas 
Viaja mi
  casa. 
El sol
  saluda, 
Llega en la
  mañana, 
Viaja a la
  noche. 
La vida rueda 
Por la
  pendiente suave 
De
  estaciones. 
Fue primavera 
Entre los
  nenúfares 
Que lleva el
  río. 
Es el
  invierno 
En el cabello
  blanco 
Mis sienes
  blancas. 
Viaja la vida 
En las gotas
  de lluvia 
En el verano. 
Somos
  viajeros 
Eternos en el
  vuelo 
Y sin ocaso. 
Armamos rutas 
Sin
  horizontes fijos 
Ni limitados. 
Aventuramos 
Búsquedas en
  el tiempo 
Que vuela
  alto. 
Hoy me
  despido 
Del viento y
  la lluvia, 
De mis
  árboles. 
A la mañana 
Saludo con un
  adiós 
Sin un
  retorno- 
Pero volveré 
Los caminos
  que viajan 
Al fin se
  unen. 
Sobre la
  escarcha 
Giro hacia el
  este 
Rumbo al
  calor. 
La
  trayectoria 
La elije el
  Tao, 
Yo la
  recorro. 
Cada estación 
Me reserva
  sus sueños 
En su
  destino. 
Me acompañan 
Los amores
  que dejo 
En el cerezo. 
El río
  viajero 
Conduces los
  misterios 
Al infinito. 
El amanecer 
Nos dirá su
  futuro 
Con gran
  cautela. 
Viaja la ruta 
Entre verde y
  grises 
De la
  arboleda. 
Mis manos
  tienen 
Los eternos
  adioses 
Del
  caminante. 
Soplo de
  viento, 
Eterno
  peregrino 
Busca su
  nido. 
Nos
  encontramos 
Tarde el
  viento y yo 
En la rivera. 
No me
  esperes, 
Amor, voy
  rumbo al río 
A beber
  sueños. 
La barca está 
Preparando su
  viaje 
Al amanecer. 
La leve brisa 
Perfumará tu
  boca 
Con mi
  aliento. 
Viaja mi
  alma, 
El paisaje
  que nos une 
Queda
  contigo. 
A la
  distancia 
Flechas de
  arboledas 
Marcan mi
  ruta. 
Nada es
  quietud, 
El universo
  mueve 
Sus
  engranajes. 
Se abren
  puertas 
A manantiales
  níveos 
Que limpian
  miedos. 
Dejo ensueños 
Al borde del
  camino 
Y surgen
  flores. 
Nada estará 
Donde lo dejé
  ayer, 
Se fue de
  viaje. 
Sólo tengo
  hoy 
Y será mi
  escudo 
En mi mañana. 
Mis huella
  dejo 
Sobre arenas
  lisas 
Que moja el
  mar. 
Mi senda sin
  fin 
Planta flores
  silvestres 
Que me
  saludan. 
Me dicen
  adiós 
Los pájaros
  que buscan 
Hallar su
  casa. 
Le pido
  perdón 
Por no ver
  sus flores 
A los
  cerezos. 
Soy como
  viento 
Que empuja el
  Tao 
Por mi
  sendero. 
Siento
  tristeza 
Al ver girar
  el tiempo 
Hacia el
  ayer. 
Danzan sin
  miedo 
Las horas que
  se lanzan 
Hacia la
  muerte. 
Oprimo el hoy 
Entre mis
  manos tercas 
Para que
  viva. 
Sólo mi
  sombra 
Será la
  compañera 
En mi
  sendero. 
El alto
  bosque 
Cederá a mi
  paso 
Con
  bienvenidas. 
Copio el
  color 
De cada
  amanecer 
En mis
  pupilas. 
Cuando
  regrese 
Ya se habrá
  concluido 
Mi
  peregrinar. 
*De Emilse
  Zorzut. zorzutemilce@gmail.com 
* * * 
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