viernes, junio 21, 2013

HUBO UNA VEZ UN PAÍS LARGO COMO UN SUEÑO...



TRENES*
 
 
 
A mi padre, maquinista de la línea Sur (Ferrocarril Roca)
 
 
 
 
Hubo una vez un país
 
largo
 
largo como un sueño
 
absurdo de absurdidades
 
sin caminos y sin tiempos
 
Hubo en el país
 
los trenes
 
traqueteando sinsentidos
 
con un rumbo dislocado
 
fuera de su propio rumbo
 
 
 
 
Cómo entender que los rieles
señalaran siempre afuera
Cómo aceptar traqueteos
renegando de la tierra
 
 
 
Los trenes se fueron yendo
 
siempre buscando ese río
 
tan plata como la muerte
 
tan ancho como el olvido
 
Hubo entonces una ausencia
 
de pueblos por los andenes
 
que fueron muriendo pueblos
 
cuando se fueron los trenes
 
 
 
Cómo crecer si los rieles
señalaron siempre afuera
Cómo sentirnos la patria
si negábamos la tierra
 
 
 
Y este país que hubo habido
 
se fue muriendo de trenes
 
Hoy andamos estaciones
 
de fantasmas y de duendes
 
que extrañan un traqueteo
 
de pueblo por los andenes
 
 
 
*De María Silvia Paschetta. mariasilviapaschetta@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 CUANDO PASABA EL TREN... (Y TAMBIÉN EL TRANVÍA...) *
 
 
 
 
*Por Alfredo Armando Aguirre. choloar47@rocketmail.com
 
 
Aunque nos quede la duda, si después de haber estado formulando comunicaciones referidas al tema al que también en esta comunicación nos referiremos, durante mas de tres décadas y media, no resulta ello redundante; nos sentimos motivados a seguir predicando al respecto, habida cuenta que vienen asomando a la vida nuevas generaciones que no vivenciaron lo que nosotros.
Así como recientemente hemos descubierto que en la lengua sánscrita, no sólo existen el singular y el plural, sino también el dual. Así, se nos ocurre que una cosa es el pasado que uno vivió y otra el pasado que uno no vivió y del que ya no existen las personas que vivieron ese pasado. Tal vez podríamos incluir una surte de categoría intermedia, para categorizar aquellos que uno conoció, pero ya no están, que conocieron lo que uno no vivió y que ellos sí o se lo contaron los que lo vivieron.
Todo esto viene a colación, en el caso de lo que consideramos uno de los problemas estructurales de la Argentina cual viene siendo el referido a los ferrocarriles.
En el año 2012 que pasó, se cumplió medio siglo, de la publicación del documento, que constituiría el argumento racional para destruir el sistema de transportes que la Argentina se había dado a partir de 1857, fecha de comienzo del funcionamiento del ferrocarril en la Argentina. Si bien uno no puede estar anoticiado de todo lo que se publica, al menos nosotros no nos enteramos que hayan habido manifestaciones al menos escritas, sobre los efectos desestructuradores de la aplicación de lo que se conoce como "Plan Larkin".
Para las nuevas generaciones -que son en especial las destinatarias de esta comunicación- ese Plan, así denominado por el general norteamericano que lideró su confección, fue el esquema director de la desarticulación del sistema ferroviario argentino y de su complemento la navegación de cabotaje fluvio - marítimo, con el deliberado propósito de permitir la aceleración exponencial del complejo caminero- automotriz, que ya había iniciado su tarea desestructuradora a partir de la ley 11658 de Vialidad de 1932.
Lo paradojal y lo contradictorio de este proceso-una suerte de parábola de las desventuras argentinas- es que tanto la ley de 1932, como el plan de 1962,habían sido precedidas por una ley de 1907, que imaginada para beneficiar a las empresas ferroviarias de capital extranjero, terminaría sobre todo a partir de la crisis mundial de 1929, por capitalizar al transporte automotor que seria quien lo desplazaría traumáticamente, sin que mediaran intentos serios de compatibilización, si es que ello hubiera sido posible.
En una de las tantas comunicaciones que sobre el tema hemos formulado, aludíamos al ferrocarril como un componente de la cultura argentina. Va de suyo que ello incluía a las actividades políticas y a las económicas Lo ferroviario  era tan significativo en el pasado argentino que se interpenetraba con todas las actividades de las que formaba parte inescindible. Y esta interpenetración, en nuestra opinión, es la que impide análisis de lo perpetrado al sistema ferroviario y de ultima al acontecer argentino, atento quedan al descubierto, actitudes o bien contradictorias o bien contraproducentes. Podría decirse que resulta "políticamente incorrecto" dejar en evidencia que algunos que pasan por héroes pasen a categoría villanos y viceversa. Más de uno se nos ha enojado cuando señalamos ese tipo de comportamientos, que contradicen creencias ya afianzadas por prédicas interesadas. En ese sentido los mentores e implementadores del "Plan Larkin" (que llegaron a influir en la década del 90 cuando Menem - Cavallo-Kogan, llevaron ese plan hasta sus últimas instancias),se preocuparon para que no se difunda tu tarea predatoria. Pero seriamos injustos si circunscribiéramos a esos grupos toda la responsabilidad. Hubo mucha complicidad, por defender lo indefendible como por acompañar acrítica o ingenuamente campañas que eran funcionales a la minimización del ferrocarril, del tranvía y del cabotaje marítimo fluvial. Las universidades están incluidas en esos acompañamientos.
Pero claro está, devino una acumulación de situaciones que a pesar de las ventajas intrínsecas del complejo ferro-tranviario y de cabotaje, el país se cubrió de rutas pavimentadas y el automotor en sus múltiples aplicaciones devino en un factor, que fue considerado como síntoma de modernidad, no importando los costos múltiples, como el despilfarro de combustible, el impacto ambiental, la descapitalización y que los accidentes que causan tiene un costo estimado, por los empresarios del seguro de alrededor de 1,75 % del Producto Bruto Interno, con lo que se cuantifican los siete mil muertos promedios en accidentes de transito y una mayor cantidad de heridos. Dicho sea de paso esa luctuosa secuela, incrementa el costo de los seguros.
Y a pesar de esos datos, que no es de extrañar sean poco divulgados, se da amplia difusión a planes para construir mas autopistas (como el plan prohijado por Laura) y que tiene cabida en la Legislatura Nacional.
En fecha relativamente reciente la autora argentina Roxana Kreimer, publicó un libro "La tiranía del automóvil”, basado en la novela "Crush" de 1985. Ese meduloso trabajo(que obviamente no tiene la difusión que merece) cala hondo en las motivaciones que han llevado a la variante consumista del automóvil particular, que viene siendo la base desde la cual las personas concretas han sumado su cuota de responsabilidad en esta pandemia argentina, que también se ha dado, en países donde la industria automotriz norteamericana y sus correspondientes europeas, expandieron sus mercados acompañadas de la industria de construcciones viales, complemento imprescindible para perpetrar ese problema estructural argentino y continental.
En pocas palabras, para que el complejo caminero automotriz impusiera su mercado hubo que destruir el sistema de transporte preexistente o reducirlo a su mínima expresión Claro esta que ello se hizo con las premisas de un combustible artificialmente barato,
 previo a la crisis petrolera de 1973, y previo al comienzo de toma de consciencia  de la variable ambiental que comenzara a insinuarse a partir de la Conferencia de Medio Ambiente de Estocolmo de 1972.
Y notemos que esta conferencia es posterior a 1962 y obviamente a 1932 (que dicho sea de paso fue el ultimo año que los ferrocarriles de capital inglés en la Argentina, dieron dividendos a sus accionistas). Es decir que a las nuevas generaciones todo esto suena muy extraño, cuando no desconocido, merced al ocultamiento interesado, de lo que descalifican posturas como las que aquí se traslucen, motejándolas de "nostalgiosas", o propias de quienes ya en la ancianidad, creen que todo tiempo pasado fue mejor.
Y justamente para aventar esas descalificaciones, y ponderar el perjuicio ya ocasionado y las posibilidades de reversión futuras, se hace necesario consignar que los cánones técnicos indican la superioridad de la eficiencia del transporte por agua y del por vía férrea en relación al automóvil. Y esto se hace más ostensible con la desaparición y carencia de combustibles fósiles ya instalada en el planeta.
Y a esa eficiencia energética, cabe agregar un ingrediente pocas veces mencionado: El transporte en cuanto actividad que implica desplazamiento físico de personas, mercaderías y correspondencia es una actividad deficitaria, que solo se justifica por el resto de las actividades que valga la redundancia "transporta" y son esas actividades las que deben enjugar o acarrear el costo del transporte que no se autofinancia. Una vez más eso se hace más evidente ante la carencia de carburante e induce a la búsqueda de alternativas. Ello lleva también a cuestionar la viabilidad del transporte particular. La cotidianidad demuestra que el transporte colectivo debe ser subsidiado. Y debe recordarse que existe la alternativa del transporte público considerado como una prestación directa gubernamental. Cabe aquí la polémica interminable sobre si los servicios públicos deben ser prestados directamente por el Estado o deben ser concesionados al sector privado. La experiencia muestra ventajas y desventajas para ambos. Pareciera que los controles del Estado a sus propias actividades o a las actividades concesionadas son muy vulnerables. El ferrocarril administrado por el Estado o por concesionarios privados, ha sido objeto de objeciones. Aunque lo que falla no es el medio de transporte sino las actividades de fiscalización, evaluación y monitoreo, que por estos tiempos viene evidenciando ser una suerte de "talón de Aquiles" de la organización gubernamental, en todo el planeta.
Como utilizamos en nuestra exposición, la recursividad (ya persuadidos que el orden de los factores no altera el producto y que en la parte esta anidado el todo), queremos consignar que no emitimos este mensaje, aunque no podemos descartar que lo recepten, aquellos que están en la materia. Creemos que el "hablando entre convencidos",  a veces encapsula  las comunicaciones y de lo que aquí se aspira es  concientizar a las nuevas camadas que no vivieron lo que nosotros vivimos en su fase terminal y que recibieron mensajes interesados, generados por los "intereses creados" por el complejo automotor-camino pavimentado.
Nuestra comunicación si bien hace énfasis en lo retrospectivo, no soslaya lo prospectivo. Es más, de ese pasado, extraemos el material para postular la reconstrucción de la matriz de lo transportes argentinos, con obvias proyecciones a la matriz energética y de las comunicaciones. Una matriz que pivotee sobre el ferrocarril, el tranvía, la navegación interna, el empleo de la tecnología dirigibles (LTA) y la complementación de la tracción a sangre animal y humana, todo ello facilitado con los desarrollos tecnológicos, posibilitadores de alternativas otrora impensadas.
No nos olvidamos del ferrocarril (y de la navegación interna) en cuanto ingrediente de la cultura argentina. En este punto se percibe como mas impactante el componente ferrocarril quedando relegado el componente del cabotaje marítimo fluvial y casi invisibilizado lo que fue considerado en su momento casi como un apéndice del ferrocarril: nos estamos refiriendo al telégrafo.
Alguna vez leímos, en un libro acerca de los conceptos de "encrático" y de "acrático". Esos conceptos de los sociólogos belgas Michaud y Marc, aludían que una cosa, son las percepciones de los acontecimientos desde el poder (encráticas) y otras cuando son percibidos desde fuera del poder (acráticos). Entendemos que en materia antropológica o etnológica esta distinción, aunque algo gruesa nos resulta muy fecunda, ya que en palabras llanas una cosa es la visión que tienen los que "están arriba",a veces coyunturalmente y otra la percepción de los "que están abajo". Mas allá de las distintas alternativas interpretativas o teóricas, y de que esto sea aplicable a todo el quehacer humano, lo que nosotros percibimos de nuestras vivencias de lo que nos contaron y de lo que estudiamos, es que en materia ferroviaria las cosas se vivieron muy diferente según se estuviera "arriba" o en el "llano". No es de sorprender que lo que se genere desde "los arribas", es decir desde los aparatos formales desde donde se asignan los valores autoritativamente, se tomen decisiones, que aplicadas a la cotidianidad de "los de abajo", sean resignificadas o como alguien dijo "fagocitadas".
Esto no significa que mas de una vez, hubiesen posturas contraproducentes, aunque se podría argumentar que las mismas fueron protagonizadas por esas personalidades que perteneciendo a "los de abajo" pero queriendo ,a veces a cualquier precio, estar lo mas cerca posible de "los de arriba", fueron cómplices de la desestructuración del sistema de transportes argentinos.
 
Venimos mencionando fechas; 1857, 1907, 1929,1932, 1962, 1972, 1973, los noventa.
Desde abordajes mas cercanos a lo antropológico y a lo folclórico, los tiempos tienen una significación distinta a los de la Economía, la Sociología o la Ciencia Política.
Así, cabe señalar que estamos casi  a un siglo del momento de esplendor de los ferrocarriles, no solo en Argentina, sino en el planeta. En poco tiempo habría de producirse con el estallido de la Primera Guerra Mundial, lo que constituiría un punto de inflexión en el acontecer planetario, y que se "llevaría puestos" entre otras cosas a la hegemonía ferroviaria, así como al desarrollo alcanzado por la navegación interna. Pareciera (insistimos pareciera) que estos procesos se dieron en la Argentina en forma exacerbada.
Si bien los ferrocarriles comenzaron a funcionar en Argentina en 1857, seria a partir de la federalización de la ciudad de Buenos Aires, que habría producirse el crecimiento exponencial de las vías férreas. Treparon  desde los 2.500 kilómetros a los 33.000 kilómetros en 1913. Si bien la red alcanzó los 45.000 kilómetros hacia 1944, muchas de las líneas construidas a partir de 1914, ya estaban planeadas para esa fecha, llegándose incluso a no construirse algunas sobre todo a partir de 1934.
Imaginemos en términos generacionales o de vidas cotidianas, que implicaba el paso del tren cotidianamente a partir de 1857. Consignemos que prácticamente hasta la década del treinta, el ferrocarril, allí donde no había acceso a barcos, tenía un monopolio de hecho. Casi todas las personas y casi todas las mercaderías se transportaban por tren.
A titulo que anécdota personal, reveladora de esas situaciones, relatamos lo siguiente: Nuestro abuelo materno (fallecido en 1992) nos contó una vez que  él, casi niño, había sido "postillón" en las diligencias que tenían llegada y salida en el puerto de La Paz, en la provincia de Entre Ríos. Confesamos que pensamos al oír ese relato (nuestro abuelo había nacido en 1906) que se trataba de un gran "bolazo"(fábula). Más resulta que en 2004, hicimos una visita a esa ciudad que mencionamos, y allí descubrimos que el ferrocarril recién había llegado allí en 1938...
Hemos tenido la oportunidad de escuchar de gente que ya no está entre nosotros, acerca de como incidía en sus vidas cotidianas, el funcionamiento del ferrocarril. Coincidía con lo que nosotros habíamos vivenciado cuando niños y aun adolescentes. En esa adolescencia se pudo en marcha el Plan Larkin, aunque de esa época recordamos la gran huelga ferroviaria, de 1961, que luego comprenderíamos que se trataba de una reacción a dichos designios. Con la perspectiva del tiempo esa huelga forma parte de las acciones contraproducentes que a la postre facilitaron la desarticulación del sistema. Lo mismo acontecería cuando en 1991, algunos gremios del sector, reivindicaban esa huelga, mientras Menem hacia suyo el espíritu del Larkin, con su "Ramal que para, ramal que se cierra", asesorado por instrumentadores anteriores del plan, como Ovidio Zabala y Jorge Kogan.
En esos tiempos cercanos a 1962, la euforia de la industria automotriz, para la que el Larkin era funcional, insumía el entusiasmo y el ahorro de muchísimas familias argentinas. No se colegia que los puestos de trabajo que generaban las montadoras (que llegaron a ser 23), eran de menor volumen que los puestos de trabajo que comenzaban a destruirse con un costo humano, que nadie se ha tomado el trabajo de ponderar y que tipifica, a nuestro juicio el carácter de "crimen de lesa humanidad".
Nos hemos preguntado muchas veces, ante la opinión ostensible en sentido de lo negativo que fue "el sacar los trenes",los porqués de esa pasividad generalizada (con las excepciones casi minoritarias provenientes de los gremios ferroviarios).En los comienzos de esta comunicación algo hemos insinuado y procuramos no ser ofensivos aunque no disimulamos las actitudes equivocas y contradictorias que coadyuvaron a lo que Juan Carlos Cena califica como "ferrocidio".
Tal vez la gente creyó que como los trenes pasaban, desde las épocas de hasta sus tatarabuelos, el sistema había pasado a ser como una suerte de componente de la naturaleza, como las plantas y los pájaros que se renuevan incesantemente. Podrá padecer candoroso o ingenuo lo que expresamos pero esa es la impresión que nos fue quedando. Por demás de tomaba como algo fatal la desaparición de los servicios y eso se mezclaba confusamente con el progreso que implicaban los caminos pavimentados, los camiones, los ómnibus y los coches particulares, y las camionetas...
El ferrocarril se redujo a su mínima expresión (y no hablemos del sistema de cabotaje). Así el esquema de organización del territorio, establecido hacia 1914, habría de experimentar a partir de 1962,un proceso de destrucción, a nuestro juicio de carácter estructural. Esa desestructuración fruto de políticas públicas (acciones afirmativas como les laman ahora) fue perpetrada por gobiernos constitucionales, pseudoconstitucionales y de facto. Las actitudes en contrario en esas instancias fueron neutralizadas por la corriente principal.
Ínterin, el panorama planetario cambió a partir de 1973 y  pronto comenzó a hablarse del "redescubrimiento del ferrocarril".Por lo que hemos mencionado, el ferrocarril argentino llegó en estado de desarticulación al siglo XXI.
Hablar del presente seria de un proselitismo del que renegamos, atento nos repugnan tanto los oficialismos sistemáticos como las oposiciones sistemáticas.
Sí, queremos expresar que lo prospectivo en el ferrocarril como componente de las matrices de transporte y energética, debe ponderar lo precedente. A pesar de todo, la desarticulación no ha sido total, restan vestigios que bien pueden ser pródromos del futuro.
Sean pues estas consideraciones una suerte de botella al mar a las jóvenes generaciones a las que se ha "vendido" una versión nostálgica de los tiempos cuando pasaba el tren. De cuando pasaban los tranvías. De cuando los barcos llegaban con su carga de emociones a los puertos del litoral marítimo y fluvial. Que las bellas artes se hallan hecho eco de esas vivencias emotivas es una prueba del la impronta cultural de lo que aquí esbozamos con todas las limitaciones inherentes a lo monográfico. Muchas veces esa variante estética ha sido usada de modo que se la considere "una trampa de la nostalgia".Lo acontecido con los trenes, con los tranvías y los barcos (y quizás con los hidroaviones), es parte de un ominoso pasado que debe revertirse, sin que haya impunidad, aunque sea post mortem, para los artífices de tanto desaguisado.
 
(Salvador do Sul, Río Grande do Sul, Brasil, 19 de de junio de 2013)
 
 
 
 
 
 
 
EL VIEJO TREN*
 
 
 
Por estas mismas vías
pasaba el viejo tren.
 
Desde las brumosas factorías
los obreros lo saludaban
 
como a una aparición de lo lejano
con los sueños y los ojos.
 
Por estas mismas vías,
atravesando barriadas
 
somnolientas y alambradas,
pasaba el viejo tren
 
echando densas bocanadas
contra el cielo
 
como un duende
que va rasgando el silencio
 
con un eco dolido
de trombón y clarinete.
 
Por estas mismas vías,
poco antes del amanecer,
 
pasó como una estrella
repentina,
 
pañuelo de gasa al cuello,
ancho sombrero
 
y barbilla siempre levantada,
la bella Chick Lorimer,
 
con una pequeña maleta,
un perfume, un libro,
 
y como una exhalación
de lo innombrable.
 
Por estas mismas vías
pasaba el viejo tren.
 
 
*De Eduardo Dalter. eduardodalter@yahoo.com.ar
Brooklyn, N.Y.; junio de 1998.
 
 
 
 
 
 
 
El cielo entre durmientes*
 
 
 
*De Humberto Costantini
 
 
Ni un alma por la calle. Como si el sol de la siesta cayendo a pique y después derramándose por todos lados, hubiera empujado a bichos y gente a quién sabe qué escondidos refugios, adonde el sol no puede penetrar, pero ante los cuales se queda montando guardia, rabioso y vigilante como un perro en acecho.
Por la calle vamos Ernesto y yo. Hace cinco minutos, un silbido me arrancó de la sombra de la glicina y me mostró entre dos pilares de la balaustrada un rostro enrojecido y contento. No hubiera sido necesario que me dijera "¿salís?" con un grito breve y exacto como un pelotazo. Yo lo estaba esperando, o mejor dicho yo estaba esperando un pretexto cualquiera para dejar aquella modorra del patio adonde me llegaban ruidos lejanos e incitantes entreverados con el aleteo de algún mangangá.
Por eso no le contesté nada y en seguida estuve con él en la puerta. Se sabe que saldríamos a caminar. Ernesto es así y nuestros doce años no soportan otras tratativas que ese "¿salís?" liso y directo viniendo de un mechón caído sobre los ojos, de una transpirada camiseta amarilla y de unas ganas de hacer muchas cosas que le brillan en la mirada.
Un saludo "¿qué hacés?" y caminamos. El agua de la zanja, un agua barrosa, oscura, caliente, cubierta de protuberancias verdes como el lomo de un sapo, se agita por momentos a impulso de invisibles zambullidas o respira a través de unos globos lentos, pesados, que levantan nuevas ampollas en su pellejo y hacen un extraño ruido de glogloteo como si ya estuviera por soltar el hervor.
Caminamos. La tierra quema en los pies y es lindo sentir ese mordisco cariñoso, de cachorro, con que la tierra nos juguetea por las pantorrillas. Pero más lindo es no sentir nada de eso, sino esas ganas locas de meterse en la tarde como en una selva. ¿No es cierto, Ernesto?
Caminamos. Un aguacil grande y rojo viene a despedirnos, pasa zumbando a nuestro lado y siguiendo la línea de yuyos que bordea la zanja llega hasta el puente de la esquina y vuelve volando a toda máquina amagando un encontrón. —¡A que no lo agarrás!
Caminamos. Las cuadras del barrio quedan atrás. Los paraísos se cambian en plátanos y después otra vez en paraísos. Flechillas, lenguas de vaca, huevitos de gallo. Esta es otra zanja, no la nuestra. ¿Habrá ranones por aquí?
Caminamos. ¡Aquella montaña! ¡A saltarla! La sangre nos golpea en el pecho y en el rostro. La vida es una alegría retenida en los músculos y es ese olor a sol, a sudor y a piel caliente que viene de la ropa de Ernesto.
Caminamos. Ernesto sabe de muchas cosas. De trabajos, de aventuras, de casas abandonadas y de extraños nombres de calles. Mientras caminamos me habla. Me cuenta un disparate y yo me río. Me río como un loco. Me río tanto que Ernesto se contagia de mi propia risa y empieza a reírse él también. Le salen lágrimas de los ojos, se aprieta el costado, no puede parar. Yo lo miro y me da más risa todavía verlo reír. Caminamos tambaleantes, empujándonos, atorándonos de risa. La risa se nos atropella en la boca, nos crece incontenible por todos lados, nos acompaña por cuadras y cuadras esa risa sin por qué, como si una bandada de gorriones enloquecidos nos estuviera siguiendo.
La esquina. Otra cuadra. La risa. Ladridos detrás de un alambre. Otra cuadra. Magnolias, jardines, postes del teléfono. Otra cuadra. Las alpargatas de Ernesto levantando el polvo en las veredas. Otra cuadra. El cielo, la soledad de la siesta, el silbido de una urraca. Otra cuadra, otra cuadra...
Apoyo de pronto mi mano en el hombro de Ernesto y señalo el terraplén del ferrocarril. —¡A ver quién llega primero!
Salimos como balas. Una ametralladora de pasos y el crujido de los terrones resecos. Oigo el jadeo de Ernesto y apenas veo su camiseta amarilla pegada a mi costado. Me pongo enormemente contento cuando dejo de verla y cuando siento que el jadeo va quedando atrás. Apenas por un par de metros, pero llego primero arriba. Y desde arriba lo miro triunfante.
Ernesto tiene la cara negra de tierra y un sudor barroso le forma ríos en la nuca y la espalda. Yo debo estar igual porque en la manga que me pasé por la frente queda una gran mancha negra y húmeda.
A Ernesto se le ocurre caminar por la vía y vamos pisando los durmientes o haciendo equilibrio sobre los rieles. Lo más lindo son los puentes. Cuando allá abajo vemos la calle entre los durmientes deslizándose como un río. Algunos son muy altos y hay que pisar bien para no caerse. Yo camino despacio, aparentando indiferencia, pero sintiendo en todo momento un ligero vértigo que me obliga a clavar la vista en mis pies, a calcular cada pisada, hipnotizado por ese lomo de tierra que se mueve sin cesar debajo mío.
Ernesto, en cambio, se mueve con maravillosa soltura. Me habla, grita, se da vuelta, corre... Es imposible seguirlo. Anda por ese andamiaje de hierro, madera, viento y cielo como por el patio de su casa. No digo nada, pero pienso que estamos a mano con lo de la carrera.
Llegamos a un puente de poca altura y como viene un tren decidimos verlo pasar desde abajo. Descendemos la pequeña cuesta y nos ubicamos a un costado del puente. Oímos el bramido del tren que se acerca y luego un ruido infernal que hace trepidar toda la tablazón. Las vías parecen curvarse bajo las ruedas. Un pandemonio de vapor, chispas, truenos y aullidos que nos sacude hasta las entrañas. La verdad, sentimos un poco de miedo y deseamos que venga otro tren para reivindicarnos.
Las vías pasan a menos de tres metros sobre la calle. Con un buen salto es posible alcanzar los durmientes y colgarse de allí como de un pasamanos. La idea surge como una pedrada y casi de los dos a un tiempo. Quedarnos colgados cuando pase el tren.
La tarde es un desierto de sol y tierra enardecida.
El cascabeleo de algún lejano carro de lechero y el canto metálico de la cigarra no cortan el silencio, sino que lo hacen más denso aún, más expectante.
Esperamos el rumor que nos anuncie la llegada de un tren. Los minutos transcurren lentos en el calor sofocante del reparo que forman las paredes del puente. Se mastica un yuyo o se sube de vez en cuando a mirar el reverbero distante de las vías.
—A no soltarse, ¿eh?
—No, a no soltarse.
De pronto llega. Es apenas un murmullo perdido entre cien murmullos iguales, pero para nosotros imposible de confundir.
Con cierta parsimonia nos preparamos. Frotamos las manos en la tierra, ensayamos un salto, otro salto. Subimos a verlo, ya está cerca.
Tomamos posiciones.
—¡Cuando yo diga saltamos!
El silencio, avasallado ahora por aquel torrente que se agranda y se agranda. Nos miramos y miramos los durmientes allá arriba.
—A no solt...
—¡Ahora!
Me falla un salto. Al segundo estoy arriba balanceándome todavía por el impulso. Ernesto ya está allí, firmemente prendido. Me guiña el ojo. Quiere decir algo, pero no lo escucho porque un ruido ensordecedor me oculta sus palabras. —¿No quemará la locomotora?—. Ya viene. Allí está. Hierros, fuego , vapor y un ruido de pesadilla.
No sabemos cómo fue. Cuando queremos acordarnos los dos estamos a diez metros del puente, mirando cómo los últimos vagones se deslizan haciendo oscilar las vías.
La tarde se nos acuesta entera encima de los hombros. Nos acercamos al puente, cabizbajos, avergonzados.
—¡Vos te soltaste primero!
—¡Tenías una cara de miedo vos!
Otra vez el silencio. La sierra sinfín de la cigarra nos chista y se ríe de nosotros. Estamos agitados, desfigurados por el calor y la excitación pasada.
—Si vos te quedabas, yo me quedaba...
—Yo también, si vos te quedabas, yo me quedaba.
Nos tiramos al suelo para esperar otro tren. La tierra pegándose a la piel mojada. El reverbero de la calle o quizás las gruesas gotas de sudor que me empañan la vista. Ernesto hace garabatos con una ramita.
Y el tiempo que se desliza silencioso sobre las vías como un tren infinito formado por el latido de nuestros corazones.
La cigarra. Un gorrión con el pico entreabierto y las alas separadas. Los ladrillos del puente y allá a lo lejos una pared blanca que nos saluda como un pañuelo.
—Un, dos, tres... (antes de que cuente veinte aparece), cuatro, cinco...
Silencio. Las voces de la siesta.
Ahora sí. Es un tren este. El rumor lejano pero inconfundible. Nos ponemos de pie. Ninguno dice una palabra. El temor de soltarse y la decisión de permanecer hasta el fin. El contacto de la tierra caliente en las palmas de las manos.
—¡Cuando yo diga!
El ruido que crece segundo a segundo. Ernesto se agazapa para saltar. —¡Ahora!, digo, y salto con todas mis fuerzas.
El ennegrecido durmiente queda aprisionado entre mis manos. A un metro de mí, Ernesto se columpia en el suyo.
El ruido ensordecedor. La cara roja de Ernesto entre sus dos brazos en alto. Su camiseta amarilla y su pelo caído sobre la frente.
Terremoto de hierro, vapor y chispas. El ruido infernal. El puente que se hunde con el peso del tren. Un miedo espantoso. Pero estamos colgados todavía.
Me doy cuenta de que estoy gritando a todo lo que doy. Ernesto también grita y patalea y me mira gritando y pataleando como un loco.
El tren no termina nunca de pasar. Las ruedas a medio metro de las manos. Una montaña encima de mi cabeza. El calor, el ruido, Todavía no sé si voy a quedarme hasta que pase todo. Y grito para darme coraje y también porque es necesario gritar. Lo veo a Ernesto congestionado, enloquecido, con las venas del pescuezo hinchadas por los gritos y por el esfuerzo.
Gotas de sudor se me meten en la boca. –No doy más, me quedo hasta que se quede Ernesto. –No doy más, me quedo hasta que se quede Cacho..
¿Cuánto faltará todavía? La cara de Ernesto gesticulando y escupiendo sudor. Sus piernas tirándome patadas. ¿Cuánto faltará todavía? Grito y lo pateo para hacerlo bajar. ¿Cuándo faltará todavía? El ruido. La vibración del puente metiéndose hasta los tuétanos. ¿Cuánto faltará todavía? Los sesos a punto de estallar. Borrachera de ruido, calor, alaridos y miedo. ¿Cuánto faltará todavía?
 
 
* * *
 
Algo dulce que nos acaricia los brazos. El tren que se aleja y el cielo azul a pedazos entre los durmientes.
El silencio que crece de la tierra. El silbido lejano de la locomotora.
Seguimos colgados y nos miramos sonriendo.
La tarde canta en la voz de las cigarras.
¿Te acordás Ernesto, cómo cantaba?
 
 
 
***
 
-Humberto Costantini (Buenos Aires, 1924 - Buenos Aires, 1987) fue poeta, narrador y dramaturgo.
 
Costantini ejerció a lo largo de su vida, junto a su casi secreta labor de investigador científico, los más diversos oficios: veterinario en pueblos de campaña, oficinista, corredor de comercio, ceramista, etc. Estas actividades le ayudaron a profundizar en el conocimiento y los matices que forman las capas medias de nuestra sociedad, con cuyos caracteres y lenguajes enriqueció su prosa.
Heredero del grupo de Boedo y de la preocupación social que lo definiera, Costantini participa y milita en las revistas literarias de izquierda de la década del 50 en las que se manifiesta de manera polémica contra el populismo y el pintoresquismo naturalista. Es por entonces cuando publica sus primeros cuentos, de temática realista y estilo expresionista. A lo largo de su obra, Costantini construye una personalidad literaria definida, la cual se vale de distintos elementos, como ser los símbolos y las alegorías, los monólogos interiores de sus personajes, la literatura fantástica, el realismo mágico, el costumbrismo y hasta la mitología clásica, para abordar la que fuera, en definitiva, su principal obsesión: la alienación del hombre en una sociedad hostil. Una de las características de su estilo es la de llevar a sus personajes a situaciones límite, exasperando la realidad en grotesco.
Costantini fue una influencia notable entre los jóvenes escritores de la década del 60.
De por aquí nomás (1958); Un señor alto, rubio, de bigotes (1963); Tres monólogos (1964); Cuestiones con la vida (1966); Una vieja historia de caminantes (1966) y De dioses, hombrecitos y policías (¿?) son algunas de sus obras más recordadas.
 
-De Cuentos completos 1945-1987, Ediciones RyR, Buenos Aires, 2010.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
La Homilía del Llanto.*
 
 
 
En el ojo
tiembla una lágrima,
se tensa la cara,
todo él quiere llorar
un mundo muerto;
que lo dejó solo,
de este lado de la vida.
Es agudo el dolor
que suelta la voz
apretada en la garganta.
Parece un quejido su llanto,
de cuerdas oxidadas
de rieles viejos
de tren de carga.
El sufrimiento
le rompe el pecho,
abre su jaula;
no tiene verbo
y se desarma,
como un antiguo artefacto
ya sin palabras.
 
 
*De Mauricio Escribano. mauricioescri@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
EL PUENTE DE LA VIA*
 
 
 
 
*De CELSO H. AGRETTI. celsoagr@trcnet. com.ar
 
 
 
Si no tuviéramos recuerdos,
no tendríamos conocimientos.
 
 
 
 
I
 
 
El puente estaba a una docena de cuadras, no más, de dónde vivíamos cuándo éramos niños, pero a nosotros nos parecía que la distancia era enorrrme, y siempre tentaba con su sabor de aventura.-
Teníamos necesariamente que hacer un tramo caminando por las vías, después de andar las últimas tres o cuatro cuadras del pueblo hasta el paso a nivel donde ahora estoy parado; contemplando y recordando esas vivencias infantiles, que pasaron hace ya varias y largas décadas.-
Estoy justamente en el cruce de la vieja vía con el camino.- El que saliendo del pueblo va recto al norte, pasando por las chacras sembradas.- El lugar está en parte casi igual; los grandes eucaliptos viejos, enormes y retorcidos siguen allí adelante, al borde, a mi izquierda.-
Claro que están más viejos que entonces, y faltan algunos, tumbados poco a poco por los vientos de tantas tormentas y algunos talados sin mayor conciencia. También falta enfrente un gigantesco Ombú, pero allí ahora fue avanzando el borde urbano, por lo que lo que era campo, hoy son calles vestidas de casas.-
Incluso desde aquí vislumbro a través de los rugosos troncos y altos pastos la vieja casona donde entonces íbamos los domingos con Audino, mi hermano mayor, a escuchar los partidos del campeonato por la Radio, cosa que nosotros aún no teníamos, y allí vivían varios chicos de la edad de él, primos entre sí, que eran compañeros en el Colegio.-
Ellos no eran ni amigos míos, ni compañeros, y hasta les tenía algo de temor, o recelo. Incluso los mayores, que se sumaban al grupo, eran para mí extraños. Uno tenía largos bigotes como ya no se veían, de otra época, retorcidos y puntiagudos. En esos años tuvo un trágico final este hombre imponente. Una noche lluviosa murió de un tiro de revólver en la ladrillería que tenían cerca de la amplia casona; un peón ebrio, de turno en el horno, puso fin a su vida, parece que por problemas pasionales o tal vez sólo por el vino.
Otro era tullido y usaba muletas, y era muy apacible y amistoso y a él sí le agarré mucho cariño. Siempre tocaba las conexiones de los cables con la batería, cuando la radio chirriaba o enmudecía.
Yo trataba de tener claro en qué constituía el equipo y cuál era su magia. El receptor, que en sí era todo un mueble, los cables con sus bornes, la batería o acumulador, el molinillo de viento que proveía la recarga, y la antena aérea, de altas picanas como mástiles, con sus riendas y blancos aisladores y el oscilante hilo de cobre con su bajada. Toda una instalación. Y... , las estaciones estaban a gran distancia. Se escuchaban pocas y eran casi todas de Buenos Aires, pero todavía no eran muchas las casas que podían tener una.
Pero no era sólo la pasión del fútbol ni las tardes de radio, sino recorrer este camino y su entorno, salir de nuestro pequeño mundo, y alejarnos de las últimas casas del pueblo, cruzar la vía, y adentrarnos en lo que había más allá. Cruzar la vía era el comienzo de la aventura. Más allá era otra cosa, el camino era largo, infinito, y hablaba de otros lugares que conocíamos sí, pero que estaban cargados de encanto. Hasta ese pequeño tramo era un viaje, un verdadero viaje, donde pasaban tantas cosas lindas: las llamativas alas pintadas del pájaro que nos rozó volando, el otro que estaba cerquita en un arbusto del alambrado, o la liebre que descubríamos en su carrera por las puntas de las largas orejas que asomaban zigzagueando en los pastos, o de pronto, una perdiz que nos mató de susto al alzar vuelo casi debajo del pie.- ¡ PPPPRRRR rrrrrr ...!
O la forma de aquel Tala, con su copa ahuecada y tupida como una techumbre, o aquella rama perfecta para una honda, o el ulular del viento, la frescura de una sombra, el flamear de los pastos; o los vertiginosos y traviesos remolinos de verano, levantando polvo, pastos, y papeles que quedaban girando, y se descolgaban lentamente del cielo, revoloteando como desilusionados, mientras que del remolino no quedaba ni rastros...
 
 
 
 
II
 
 
O sea: contemplo lo que queda y me transporto en el tiempo; mientras piso los rieles enterrados, soñando. Pero si bien detrás de mí el pueblo se convirtió en ciudad y el pavimento llega precisamente hasta la vía, hacia el norte el camino sigue polvoriento; pero en la vía el tren no pasa desde hace muchos años, veinte al menos.
Aquí el polvo del camino le puso una capa ya permanente y cada vez más compacta, dura como una lápida, y triste como una mortaja. A un lado y otro del camino los rieles abandonados duermen entre el pasto que los ha ido tapando casi por completo, y por momentos se dejan entrever entre la fronda de la gramilla por el pálido brillo que reflejan del sol de la tarde en el dorso casi opaco, y más adelante se adivina la vía y la curva que aquí comienza, redondeada y suave, más por la memoria que por la evidencia.-
Antes, ese brillo nos cegaba cuando caminábamos contra el sol, ya que el tren al pasar una y otra vez los mantenía pulidos como espejos, y la gramilla y otros pastos se mantenían prolijamente fuera de la franja que formaba la vía con el ancho de los durmientes a flor de tierra. A cada lado del cruce, en la línea del alambrado, los guarda-ganados impedían que los caballos, vacunos u otros animales grandes, ingresaran a las vías por obvias razones de seguridad.
No eran profundos, pero a nosotros nos atraían y nos demorábamos en pasar pisando, una y otra vez sobre las rejas, como demostrando el valor que teníamos, especialmente cuando los domingos estábamos acompañados por los demás chicos, con los que solíamos ir a jugar. Hoy están tapados en tierra, o quizás ni estén allí, porque no se ven ni rastros, al menos a simple vista.
 
 
 
 
III
 
Hacia el este del paso a nivel, la Estación quedaba a unas veinte cuadras, y la vía terminaba de hacer la curva y seguía recta unas diez cuadras hasta otro paso a nivel; pero aquello estaba fuera de nuestro alcance, al menos en esa etapa. Aquí teníamos suficiente. Aquí mismo a la derecha están todavía los galpones de una fundición de hierro, y enfrente una ruidosa desmotadora de algodón, que nos tapaba en polvo y humo, además de un constante zumbido de sus extractores, ventiladores y ciclones, que nos arrullaba y nos despertaba, una u otra.-
Al costado de la vía, formaban montones los residuos de borra y metal fundido, entre los que encontrábamos enorme cantidad de municiones de hierro, más o menos redondeadas, especiales para tirar con las gomeras, que justamente por su peso y su redondez, aseguraban una trayectoria de verdaderas balas; hoy diría que hasta sumamente peligrosas… Ese montón de desecho tenía incontables buscadores de proyectiles, que nosotros almacenábamos para nuestras correrías.-
También era campo de pruebas, porque la tentación era ver como se tiraba con estos o con aquellos, y los blancos predilectos eran los aislantes de porcelana del telégrafo, que bordeaba la vía junto al alambrado. Algunos chicos de nuestra edad, o un poco mayores eran unos verdaderos inadaptados, capaces de cualquier maldad, por lo que eso, era una nadería.-
Eso, o matar inofensivas palomitas, horneros, cuises, etc., que hoy horrorizaría a cualquiera, aquella vez pasaba desapercibido. Aún no se hablaba de ecología ni de especies protegidas, y casi, casi, ni de amor a los animales; al menos, no con la conciencia conque hoy se está asumiendo, y menos a los niños, y menos que menos a esos niños...
 
 
 
 
IV
 
 
A una calle de la vía vivíamos nosotros, y ver pasar el tren era una diversión que no menguaba por más que lo hacíamos todos los días, mañana y tarde. El más interesante era el tren de carga. No tenía un horario, como el de pasajeros, pero pasaba después de media tarde y en el invierno, durante la temporada de la caña de azúcar, íbamos al borde a esperar su paso, y nos solían arrojar cañas enteras o trozos, y para nosotros eran trofeos tan valiosos, que volver con cierta carga nos llenaba de gloria.
Recuerdo las emociones de la espera. Ver al maquinista o al foguista esconder o balancear las cañas que nos arrojarían, tras elegirnos; porqué a veces éramos varios los chicos que esperábamos junto al alambrado. Era todo un juego, para ellos seguramente divertido, para nosotros, angustioso. Si el tren era largo siempre había más gente en los vagones o en las chatas, que hacían otro tanto.
Pero no era necesariamente pareja la cosecha, era más bien cosa del azar. Todos guardábamos una estratégica distancia uno de otro, asignándonos en el momento un territorio; y desde nuestra posición aguardábamos expectantes. Ver que se fijaban en uno y revoleaban el trofeo en nuestra dirección, y caía más o menos cerca, pero entre las matas de paja brava, y había que encontrarla, a veces disputándola fieramente con el chico vecino; y otras veces con la poca luz del ocaso, se terminaban perdiendo y proseguíamos la búsqueda al día siguiente. No era seguro que la caña nos esperara, quizás el ocasional vecino nos habría madrugado.
 
 
 
 
V
 
 
Justo enfrente, cruzando la vía, había una pequeña franja de monte. Un montecito. No tendría más de media cuadra de ancho, y una cuadra de largo. Pero tenía todos los tonos de verde, y bastaba para que a nosotros nos pareciera una selva virgen, inhóspita, y cuajada de peligros...
Aromos, chañares, espinacoronas, arbustos y enredaderas, tunas con sus tentadoras frutas, pero erizadas de púas, cardos con sus varas floridas, insectos que zumbaban, diversos pájaros que anidaban allí, y un sendero bastante sinuoso que lo atravesaba; en una punta una lagunita, donde solíamos sentarnos por horas, con mi hermanito menor, Reinaldo, y a veces algún vecinito, a la sombra de los algarrobos que la bordeaban y hacíamos que pescábamos tirando los "bogueritos" entre los juncos , mientras observábamos las ranas o los sapitos, y los caracoles y los rojos racimos de huevos pegados a las pajas sobre la línea del agua.
Nunca la he visto seca a la pequeña laguna, ni en tiempos de sequías, y eso que no era más que un charco. Hoy me parece increíble, pero entonces hasta contemplaba hipnotizado las larvas de los mosquitos que tras la lluvia pululaban en la superficie, y minúsculas arañas que tejían redes entre las ramitas de la orilla.
Llegar al montecito, entrar en él bastaba para convertirnos en legendarios exploradores, arrojados cazadores, o valientes e intrépidos personajes como el mismísimo Tarzán de los monos... Como tenía inventiva fabriqué una pequeña ballesta, con su travesa, su tensor, su gatillo; y con unas afiladas varillitas metálicas como flechas.
Eufórico, tras comprobar su funcionamiento y su eficacia, me fui al monte, a la jungla, en busca de aventuras... Buscaba una pequeña pieza de caza, quizás algo peligroso, algo que valiera un tiro de mi portentosa ballesta... Tras moverme con cautela , despacio y sin ruido, al acecho, por más que estuve quieto largo rato, no he visto nada que se moviera; a no ser una rana verde que saltó entre las ramas de un árbol bajo y no dudé, casi diría que fue sin querer, disparé la flecha-varilla y la rana quedó atravesada, ensartada entre las ramas.-
Me quedé duro.
Si le tenía repugnancia a las ranas y a los sapos, al menos vivos los veía sólo un instante y a cierta distancia; pero ahora tendría que arrimarme y recuperar la flecha, pese a todo no estaba dispuesto a perder una de mis valiosas varillas de metal con un filo tan trabajado, no; para nada. Así que formé de tripas corazón y lo hice, me sobrepuse al asco, tomé al pobre batracio muerto y le saqué la flecha, y allí terminó la cacería, y con el estómago revuelto volví a casa. Nunca volví a tirar ni al blanco con el artefacto, y no supe decir en casa, porque no probé bocado en la mesa, ese día al menos.-
 
 
 
 
VI
 
 
El puente de la vía me queda al oeste. Solíamos venir por varios motivos. Indudablemente tenía su magia. Uno era la pesca. Y de tanto en tanto sacábamos alguna pequeña tararira, tanto para dejarnos con ganas. Si bien bajo el puente siempre había agua, y era bastante honda, no era más que un zanjón, que provenía de una cañada de las cercanías y que solo traía agua cuando llovía, que a su vez volvía a formarse cañada más adelante en el bajo, antes del puente del camino, y así sucesivamente.
Una vez, estando en primer o segundo grado, un compañero, más grande y muy corajudo ya de pequeño, porqué después estando él siempre era el líder de nuestro grupo; me convenció que lo acompañara a la casa de uno de nuestros compañeritos de la escuela que vivía en la zona rural. De ida fuimos por el camino, pero de regreso dispuso que regresáramos cruzando el bajo, a campo traviesa.-
El asunto es que había llovido hacía poco y la cañada tenía agua y si bien corría bastante no parecía honda. Además era como una maraña cruzada de pequeños zanjones y se podían pasar pisando los islotes que formaban. Todo a pequeña escala. Pero a poco era más ancha de lo esperado y más correntosa. Los pequeños canales se hacían difíciles de sortear, y un par de veces caímos y trepamos. Además yo era más chico y se me hacía difícil.
El no hablaba de volver.
Era aguerrido.
Pero sentí realmente miedo y tuvimos momentos difíciles, hasta que finalmente pasamos lo peor, terminamos volviendo a casa, mojados y temblando. No sé a él, porque era muy corajudo, pero a mí no se me borró nunca el miedo que pasamos aquel día.
 
 
 
 
VII
 
 
Ir por la vía hacia el puente era de por sí un paseo.
Tratábamos de caminar haciendo equilibrio por los rieles y pisar sólo de tanto en tanto el suelo para mantenerse, ya que los durmientes hacían desparejo el piso, además llevaba una zanja de desagüe cada dos durmientes a un lado y a otro alternativamente. Por lo que caminar requería atención y un paso coordinado.
Aunque para nosotros era un juego.
A la izquierda había un viejo aserradero, con una playa llena de grandes troncos, o piezas de madera, que llegaba hasta el borde de la vía. A la derecha había una excavación profunda, de donde sacaban tierra arcillosa para la ladrillería. Esta era la misma que correspondía a la casona de los grandes eucaliptos. Era frecuente que aquí viniéramos a bañarnos en los días de calor, especialmente a la siesta.
Todos sentíamos temor a que llegara la gente de la ladrillería, aunque estaba la cava al borde de la vía y además no hacíamos ningún daño. Nos bañábamos desnudos, y sabiendo lo vulnerables que quedábamos, dejábamos la ropa muy a mano, aunque salir del agua no era fácil ya que era barrancoso y la arcilla de por sí resbalosa.
En una de esas, en lo mejor del baño refrescante, sentimos el galopar de caballos y un griterío que asustaba. Verlos y tenerlos encima fue todo uno. Cada cual salió como pudo manoteando la ropa y cruzando el alambrado, y por las dudas correr a más no poder...
Nos vestíamos mientras corríamos. Tampoco era para tanto. Ellos no habrían estado más que divirtiéndose, pero nadie se quedó a averiguarlo. Había un chico nuevo en el grupo. Siempre estaba muy bien vestido.
Cuando todos nos juntamos en el paso a nivel él aún estaba desnudo con las ropas en la mano, temblaba de miedo, además había dejado el sombrero al borde del agua, y decía llorando que no podía volver a la casa sin el preciado sombrero. ¿Volver a buscarlo?... - ¡Ni locos!,- y el grupo se disolvió mientras él aún no lograba vestirse...
Quedé con él, y él allí firme, temblando; encima yo lo había invitado...
- ¡Bueno, vamos! – dije en un arrebato cargado de súbito coraje…
Y nos volvimos los dos solos. ¡Además los ladrilleros no iban a estar allí esperándonos! La verdad es que no podíamos estar seguros si se habían ido, porque el borde de la cava tenía una zona de arbustos, que nos impedía ver hasta que la trasponíamos, y ahí ya estaríamos adentro...
Pero sí, media docena de chicos y no tan chicos, estaban con sus caballos aún allí. Nos quedamos un momento duros, luego usé mi salvoconducto, que esperaba me sirviera: Yo era conocido de ellos, al menos de algunos. Así que me animé y les mostré el sombrero en el suelo, y le dije que era de mi amigo, y que veníamos a buscarlo.
No hicieron gran cosa, así que alcé el sombrero, los saludé con el sombrero mismo, y rápidamente me volví alcanzando a mi compañero, que ya se me había adelantado bastante, y estaba en medio de la vía; y aliviado, me vine riendo porqué yo creía, que no teníamos que haber disparado de ese modo.-
Al fin me había portado como un pequeño y valiente quijote.
 
 
 
 
VIII
 
 
Más adelante había sendas ladrillerías a ambos lados, y aún más adelante el puente. El puente era de hierro, y ladrillos, de cuando hicieron el ferrocarril. A veces veníamos a bañarnos, aunque yo siempre conseguí zafar porqué me daba miedo. Otras a pescar. O solamente a divertirnos. Pero el lugar era fascinante. El terraplén bajaba en un declive abrupto, con tortuosos caminitos que bajábamos a trompicones, entre tupidas matas y verdes plantas de ombúes nudosos.
A los costados había chacras sembradas.
Una siesta de domingo, muy calurosa, mientras el pueblo quieto y somnoliento, descansaba de los sudorosos días de la semana; nosotros, media docena de compañeros, llegábamos una vez más de excursión al puente. A lo lejos, un horizonte azulado y difuso, que el calor hacía reverberar, se veía como a través de un cristal ondulado y movedizo; mientras el silencio que nos envolvía contenía un mundo de pequeños zumbidos, chirridos y silbidos, propios del verano y de la hora, en que imperaban las chicharras y los pequeños insectos.
Nos sentíamos felices por estar allí; libres, aventureros, ansiosos…
Unos bajaron del terraplén antes del puente, y otros lo traspasamos, bajando al otro lado de la ancha y lagunosa poza, repartiéndonos así las orillas de pesca.
El más corajudo lideraba como siempre las acciones. Atento por encontrar en qué demostrar su liderazgo, además de tener una inclinación a vencer obstáculos o pequeños peligros.
Se le ocurrió venir a nuestra orilla, atravesando el estrecho pero profundo curso de agua que bajaba a la cañada; sosteniéndose sobre el alambrado, aunque faltaba algún poste, y los hilos sólo unidos por las varillas, se balanceaban peligrosamente a medida que avanzaba. Llegado a la mitad, el alambrado se volcó aún más, haciéndole casi tocar la espalda en el agua, lo que lo obligó a apoyarse pisando un trozo de tronco medio podrido, que flotaba junto a camalotes y deshechos, y la correntada empujaba, manteniéndolo contra lo que quedaba del inestable tendido…
El tronco, que era en parte hueco, se hundió en la punta que pisaba, y de la otra comenzaron a salir víboras en cantidad, tan asustadas como él, subiendo a los camalotes y palos, y otras nadaron zigzagueantes buscando la costa más cercana.
Gritamos o saltamos, y corrimos, no recuerdo bien. Sé que después nos organizamos y entre todos lo ayudamos a salir.
Era el precio que a veces le tocaba pagar.
 
 
 
 
IX
 
 
A veces cuando no tenía clases y en casa me permitían, llevaba a mi hermano menor a que me acompañara. Una mañana de sol pero con mucho viento, volvíamos a casa ya cerca del mediodía, embelesados con el ondular de las cañas y el silbido de las ramas, con los mechones de hojas flameando hacia el sur, por efectos del fuerte viento norte.
Un silbido me pareció más fuerte y me volví, justo a tiempo para ver casi encima nuestro, la tremenda mole de la locomotora del tren de pasajeros, que nos pitaba seguramente desde hacía rato, resoplando vapor y humo negro. Empujé a mi hermano violentamente a un costado, y yo alcancé a saltar al otro, y desde el suelo vimos pasar a un metro, semejante monstruo, con su diabólico movimiento de cigüeñales y de bielas, entre quejidos y bufidos de horrenda bestia metálica.- Sentados vimos como se alejaba el último vagón, en una humareda y pitidos anunciando como siempre, que estaba llegando una vez más.
No hablamos en todo el camino, y el susto no se nos iba por mucho tiempo. No podíamos creer de lo que nos habíamos salvado. De esto ni una palabra en casa, no sea que nos merme el permiso para volver otro día.
 
 
 
X
 
De todo esto me voy acordando mientras camino lentamente por la vía, o lo que queda de ella, mirando absorto el piso, los desagües borrados, los rieles semiocultos en el yuyo, los durmientes que sólo asoman alguna esquina de tanto en tanto, me paro antes de llegar al puente, me acuerdo de la excavación y me cuesta encontrar el lugar donde estaría; una irregularidad del terreno, con las barrancas borradas y cubierta de chañares, todo el terreno aledaño cubierto de ramas, en un verdadero abandono. Por aquí más o menos habrá sido, cuando el tren casi nos atropella.
Me siento un rato y sueño.
Cuando me incorporo veo semi-enterrada contra el borde de un durmiente, una bolita de vidrio de colores, un "bochón", como le decíamos entonces..., y no sé si en serio o en broma, me parece igual al que mi hermano siempre llevada, en el bolsillo de su pequeño "jardinero". - ¿Puede ser? ¡Claro que no! ¡A quién se le ocurre! - Encontrar una bolita así de aquel tiempo, así sin más...
Pero no sé, me quedo pensando en eso, y por las dudas, guardo muy bien el bochón colorido de vidrio, y me pregunto: - Pero; ¿Y ahora, habrá bolitas así?-
Un poco más y llego al puente.
Sigue estando, incluso tiene agua, pero no están los ombúes y un ramerío de espinas cubre los costados del terraplén.- Espinas y cardos y rameríos enmarañados, después de dos o más décadas de abandono.-
No es más que una ruina, nada que ver con aquello.
 
 
 
-CELSO H. AGRETTI.
Avellaneda. Santa Fe
19 /12 /02
-Del libro "Los días felices", edición del autor; 2005.
 
 
 
 
 
 
 
 
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