*Obra de Virginia
Rivera.
Título: “Las
amigas”. 180 x 80 cm.
Acrílico sobre madera
Miguel y Clara*
*Por Victoria
Mora. mvictoriamora@yahoo.com.ar
Hoy volví a
pensar en Clara. Parece increíble, un hombre grande y no me la puedo sacar de
la cabeza, a pesar de como terminó nuestra historia. Quizás sea el momento de
reconocer que es el gran amor de mi vida. Si cierro los ojos puedo verla,
linda, hermosa como cuando la conocí. Entré a la oficina ese día como
cualquiera otro, la vi y me enamoré. Estaba escribiendo a máquina, concentrada,
inclinada sobre la mesa, primero la vi de perfil, me acerqué, cuando la tuve
enfrente supe que caería rendido a sus pies. Unos ojos grandes negros,
profundos me miraban con desconcierto. La saludé, intentando entablar una
conversación que no fue, solo me devolvió unos monosílabos sueltos. Ese día no
me respondió, pero de a poco con toda mi paciencia fui logrando que me hablara.
Un día se me ocurrió llevarle un regalo, un perfume, me di cuenta, que aunque
no quería demostrarlo, el regalo le había gustado. Así di el primer paso.
Haciendo un
trabajo de hormiga llegó un momento en que conversábamos de todo: nuestra
historia, nuestra infancia, nuestras ideas, por supuesto no coincidíamos en
muchas cosas pero era un placer hablar con ella, y además me di cuenta que a
ella le gustaba hablar conmigo.
-Hola Clara
¿como estás hoy? Te extrañé anoche- me animé un día
-No me digas
esas cosas, por favor- siempre tan tímida
-Bueno es lo
que siento, no se puede evitar-insistí
-Hablemos de
otra cosa ¿si?-
Entonces
empezábamos a debatir: historia, literatura, política, nunca rechazaba mi
conversación ni mi compañía.
Un día conocí a
su familia. Fuimos en el auto hasta su pueblo, un pequeño pueblo perdido en la
provincia de Bs As. Hicimos prácticamente todo el trayecto en silencio, pensé
que quizás fueran los nervios de que conociera a su familia ¡siempre tan
preocupada Clara! Yo intentaba todo el tiempo que fuera feliz, a veces lo
lograba, a veces no. Clara era un ser luminoso que me había cambiado la vida. La
amaba con toda el alma y si bien a veces me respondía como yo esperaba, a veces
era distante, como el día del viaje. Le saqué conversación sin éxito en varias
oportunidades, no hubo caso. No sé porque estaba tan nerviosa, sus padres nos
recibieron con los brazos abiertos increíblemente hospitalarios. La primera
visita fue un poco rara porque no nos conocíamos pero después fue fluyendo, el
padre hacia unos asados espectaculares, la pasábamos genial. Sin embargo, Clara
siempre con esa mirada sombría, debí sospechar que a pesar de mis esfuerzos lo
nuestro no iba a funcionar.
Miguel sabía
que Clara iba a ser liberada en cualquier momento. Lo intuía, quedaban pocos
detenidos, la confirmación se la dio Gutiérrez
-Che, se te va
la mina- por un segundo a Miguel se le paró el corazón
-¿La
trasladan?-ambos sabían que traslado era sinónimo de vuelo de la muerte
- ¡Que cara! No
boludo, no te asustes, la liberan -Miguel respiró, quiso saber
-¿Sabes que
día?
-No, pero te lo
averiguo, te va a salir caro, eh
- Dale boludo,
me debes más de una, averiguame ¿si?
-Porque sos vos
y porque la piba se portó como los dioses, desde que la trajeron a la oficina
no paró de laburar, está bien que hacen cualquier cosa con tal de no volver a
los calabozos, pero ella se portó mejor que cualquiera, le escribió a máquina
trabajos a medio mundo y nunca la oí quejarse de nada, y mirá que cuando llegó
la pasó mal, después recapacitó, se dio cuenta como son las cosas, menos mal
que la metieron en el programa de recuperación enseguida, sino vos te quedabas
sin novia, ¡pobrecito Miguel se iba a quedar solito! -lo cargó Gutiérrez
- Calláte
imbécil, no me cargues y conseguime la fecha
- ¡No te
calentes! es un chiste
El centro
clandestino se estaba desmantelando, ya casi no quedaban prisioneros. A Miguel
le costaba pensar que iba a ser de su vida. Hacia dos años que había decidido
directamente vivir ahí. No tenía sentido alquilar afuera, todo lo que
necesitaba estaba adentro, y desde que conoció a Clara, ya no salió más que
para hacer trabajos que le indicaran, o comprar alguna cosa para él o para
ella. Se puso feliz cuando Clara pudo visitar a sus padres, así él iba a
conocerlos.
La segunda vez
que fueron, era año nuevo, cuando terminaron de cenar, ayudó a la mamá de Clara
a levantar la mesa, y ahí se animó, le confesó que estaba enamorado de su hija.
Notó que la mujer se sorprendía pero entendió que la situación era compleja. No
le importaba. La historia la escribía él.
Tenía todo
planeado, cuando esto se terminara con el dinero que había ahorrado iba a
alquilar un departamento y se iba a casar con Clara, quizás hasta tener hijos.
No estaba seguro si ella iba a poder, pero lo intentarían. Fantaseaba a menudo
con eso, un sinfín de imágenes cotidianas en las que él y Clara comían
juntos, hacían las compras, se amaban, ella con panza, los dos con un bebé,
juntos y felices. Finalmente supo el día exacto en que Clara iba a salir,
consiguió ser quien la lleve a su casa, después de todo él había sido su
responsable durante dos años. Lo preparó todo muy bien, la casa lista,
amueblada, hasta le compró ropa, la ropa que imaginó que a ella iba a gustarle.
Ese día compró flores. Después de subirla esposada al auto salieron del predio.
Anduvieron como media hora, ella atrás en silencio, él mirándola por el espejo retrovisor,
sonriéndole. Ella esporádicamente insinuaba una sonrisa tenue, hasta que él
rompió el silencio
-¿Te gustan las
flores? Son para vos
-¿Vamos a ver a
mis viejos?
-No a un lugar
mejor
Clara no
preguntó más nada. Miguel paró el auto enfrente a su nueva casa, antes de
bajarla, le sacó las esposas
-Estás libre-
Entonces Clara se sorprendió, sonrió, un poco descreída quizás, pero sonrió
feliz, por primera vez, como nunca la había visto
-¿Me puedo ir?
¿Me voy a mi casa con mis viejos?
-No, Clara,
acá, esta es tu nueva casa, conmigo ¿ves? ¿Te gusta?-y otra vez la sombra en el
rostro de Clara, oscureciéndola completamente
Miguel no
entendía, era una casa preciosa ¿no lo amaba acaso?
-Si- dijo ella
tímidamente- es preciosa
Entraron,
Miguel le preguntó si necesitaba algo, Clara le dijo que lo que más había
extrañado en esos últimos dos años era darse una ducha con agua bien caliente y
los churros con dulce de leche, le pidió por favor si podía ir a comprarle una
docena mientras ella se bañaba.
Miguel salió
sonriente caminando a la panadería del barrio, cuando volvió quince minutos
después, se encontró una casa vacía.
Cuando llegó a
la casa de los padres de Clara ya no quedaba nadie.
Clara salió del
país con su familia, en España los esperaba su hermana. Allí treinta años
después logró ver a Miguel entre rejas.
LA REALIDAD NO ES TAN SIMPLE COMO PARECE…
EL HOMBRE DEL
VALS *
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
Imprevistamente, el hombre que
ocupa la mesa que da al ventanal se ha puesto a silbar la melodía dulzona de un
vals de Strauss, confiriéndole al jueves una fisonomía singular, rayana en lo
grotesco. Mientras el silbido recorre el salón con apacible fluidez,
disolviendo la habitual monotonía de las tardes en el antiguo café, el
solitario autor de esta ruptura permanece absorto, mirando la calle a través de
los cristales manchados, sin advertir que los otros parroquianos se han
confabulado tácitamente para crear un silencio profundo y burlón que ponga aún
más en evidencia su insólita conducta.
Al cabo de unos minutos, el concierto llega a su término y el acorde final deja latente en el aire una tenue sensación de ausencia. Con absoluta naturalidad, el hombre bebe un último trago de café, deja un billete sobre la mesa y se pone de pie. Ensimismado, con aire de estar resolviendo íntimas y complejas ecuaciones, camina callado unos metros, esquiva tres sillas mal ubicadas y detiene su marcha frente al viejo del mostrador. "La realidad no es tan simple como parece", afirma de pronto, con filosófica contundencia, sin hablarle a nadie en particular. Poco le importa la expresión distraída del viejo, poco le importan las sonrisas cáusticas de aquellos que lo escuchan, divertidos, a sus espaldas. Habitante único de un mundo que parece terminar en los bordes mismos de su mente, se limita a disertar para sí mismo, como si los otros no existieran. "En el mundo viven cinco mil millones de personas", sigue diciendo, con voz serena y firme. "¿Por qué no pensar que en este mismo momento una de esas personas acaba de silbar el mismo vals que yo silbé? Tal vez esté escrito desde siempre que los dos hagamos las mismas cosas al mismo tiempo, minuto tras minuto, segundo tras segundo. Pero él y yo vivimos a kilómetros de distancia y nunca podremos comprobar si nuestras sospechas son fundadas".
El viejo lo mira ahora con una atención piadosa; el resto ya no logra disimular la risa. Ajeno por completo a las reacciones que provocan sus palabras, el hombre del vals se acomoda el saco con un suave movimiento de hombros, da unos pasos cansados hacia la puerta y se deja devorar por la calle, por la alienada agitación de una ciudad incapaz de entenderlo.
Los otros, los que se quedan, comentan el episodio y se ríen sonoramente del loco. Amparados en una lógica arbitraria que jamás atinarán a cuestionar, no pueden siquiera imaginar que, en este mismo momento y en un lugar muy remoto, otra gente se ríe de un loco con las mismas carcajadas mordaces e ignorantes.
Al cabo de unos minutos, el concierto llega a su término y el acorde final deja latente en el aire una tenue sensación de ausencia. Con absoluta naturalidad, el hombre bebe un último trago de café, deja un billete sobre la mesa y se pone de pie. Ensimismado, con aire de estar resolviendo íntimas y complejas ecuaciones, camina callado unos metros, esquiva tres sillas mal ubicadas y detiene su marcha frente al viejo del mostrador. "La realidad no es tan simple como parece", afirma de pronto, con filosófica contundencia, sin hablarle a nadie en particular. Poco le importa la expresión distraída del viejo, poco le importan las sonrisas cáusticas de aquellos que lo escuchan, divertidos, a sus espaldas. Habitante único de un mundo que parece terminar en los bordes mismos de su mente, se limita a disertar para sí mismo, como si los otros no existieran. "En el mundo viven cinco mil millones de personas", sigue diciendo, con voz serena y firme. "¿Por qué no pensar que en este mismo momento una de esas personas acaba de silbar el mismo vals que yo silbé? Tal vez esté escrito desde siempre que los dos hagamos las mismas cosas al mismo tiempo, minuto tras minuto, segundo tras segundo. Pero él y yo vivimos a kilómetros de distancia y nunca podremos comprobar si nuestras sospechas son fundadas".
El viejo lo mira ahora con una atención piadosa; el resto ya no logra disimular la risa. Ajeno por completo a las reacciones que provocan sus palabras, el hombre del vals se acomoda el saco con un suave movimiento de hombros, da unos pasos cansados hacia la puerta y se deja devorar por la calle, por la alienada agitación de una ciudad incapaz de entenderlo.
Los otros, los que se quedan, comentan el episodio y se ríen sonoramente del loco. Amparados en una lógica arbitraria que jamás atinarán a cuestionar, no pueden siquiera imaginar que, en este mismo momento y en un lugar muy remoto, otra gente se ríe de un loco con las mismas carcajadas mordaces e ignorantes.
ESE OTRO EXODO*
*De George
Reyes. george_reyes@email.com
El cristal de
tus pupilas
se ha de
astillar con la opacidad del mío
al golpe de mi
insistente mirada
Es que más allá
de este imparaíso
se diluye en tu
otredad una jornada
que estremece
hasta esta
empecinada sombra
y en el vagón
que viajo sacudiéndome las alas
me acompaña un
rumo de esperanza y de recuerdo
vistiendo cual
lucero de un titilar extralejano
en desmemoria
de que hay una
injusticia humana
que ha de
estallar en tu justiciera mano
-®George
Reyes, del libro El azul de la tarde (2013)
México, México. D.F.
Mirada que crece
en el silencio, descubre lo oculto, invita.*
Cada uno mira
desde su lugar, con lo vivido, lo leído, lo amado, el cine, el teatro,
los bares de infinitos cafés, hasta la maravilla de la torre de quesos
festejados por Calvino con sus sutiles entrecruzamientos de hierbas y cielos.
Uno mira desde su dolor, sus duelos, sus festejos, sus miserias y sus
lujos. Con todas las ciudades que conoció y algunas que no, y los
mares y las calladas montañas. Mira con su cuerpo. Con el silencio.
La piel abre
ojos, sentidos, íntimas claves a descifrar. Deletrea el cosmos.
Vacía para ver
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
Cuentos de la realidad
Dos “carajitos”
para la mesa dos*
“Nada queda ya
de tu casa natal... sólo telerañas que...”.
“Es cierto, la
vida es un tango pero hay que saberlo bailar, dijo con tono profético
Sebastián, desde su enrulada y negra cabellera, cruda envidia del pelado
“Garrafa”, que no le pierde la pista ni cuando se da vuelta para pedir otra
copa en el bar.
Una fijeza
hipnótica y la primera deducción que viene de esa imagen, es la sospecha que si
lo sorprendiera dormido, habría un trasplante menos que realizar, en la larga
colección que se anuda en la puerta de cualquier hospital, si es que existe más
de uno en condiciones de practicarlos. Casi como anuncio de ese tiempo de
inicios de milenio.
“¿Que le pasa a
tu casa natal?”, fue la tímida consulta que llegó del otro extremo de la mesa y
provenía de “Chiquito” Princes, que nunca llegaría a reyes, según sesudas
cavilaciones de Luis “Chapita”, formuladas después del Gancia con Fernet
y una sólida porción de mortadela que –para él- es “jamón del medio”.
“Que nos
tenemos que ir más rápido que corriendo”, amplió Sebastián y el tono oscuro de
su piel viró, levemente, al rojo. Una bronca que se avecina y nace -antes-, en
el medio del mar; en este caso su mar –de fondo-, llegaba del porrón de barro
de ginebra, una reliquia de otros tiempos y casi tan difícil de hallar, que la
gente de Sotheby’s ha tendido sus redes para la próxima subasta del 10 de
noviembre, porque la tradición es la tradición... piensan los ingleses.
“¿Y porque se
tienen que ir?”, deslizó “Chiquito, asomado al borde de la mesa.
“Para hablar
tenés que pararte”, hostilizó “Garrafa” - solo por los gases - en el
bautismo ceremonial que el grupo dispuso para él.
“Porque se
vencieron todos los plazos, se vencieron”, replicó Sebastián, con las fetas
ausentes de un sandwich, según el cómodo léxico que se cultiva en Don Orione,
frontera mediante con Claypole y Calzada, tierras de gente brava y dispuesta a
mudarse, cada vez que se vuelven maoístas y mueven los límites, pasándose de un
lugar a otro más cerca de “Perdón” - Presidente - que nunca.
“¿Y que van a
hacer?”, insistió pesadamente “Chiquito”, al parecer no tan bien informado como
el resto, silencioso y lúgubre, ante la perspectiva aceptada.
“Por ahora
mudarnos pero no se donde, hasta ahora, lo cierto es que se acabó el tiempo”,
farfulló “Seba”, con el desconcierto pintado en la cara.
Luego de una
pausa cargada de presagios, cada uno y como si el resto escuchara, estalló en
comentarios generando el caos nunca bien ponderado.
La gente suele
pensar por los otros y deduce, que escucha sobre lo que el mismo piensa y como
por su parte, el interpelado hace lo propio con el interlocutor, cada uno emite
su discurso y se va con la serena complacencia de suponer que él o los demás,
han escuchado.
De allí se
extrae la mejor versión de la Torre de Babel, en el tercer milenio, que se
puede disponer y está a la vuelta de la esquina y las mejores intenciones. Un
asco total.
Yon y yo
volvimos al bar “Macanas” que los fines de semana muta en bailable, para
rescatar a Sebastián. Lo hicimos a bordo del Alfa gris y, nos sentamos en mesas
separadas, para disfrutar del espectáculo; luego de una seña jugamos a la
discreción.
En ese lugar
era difícil saber que elegir y tomar, pese al aspecto de ramos generales que
ofrece a primera vista. Yon luego de pensarlo un segundo y en un gesto
quijotesco, presuntamente medieval, pidió grapa de uva, por supuesto una para
cada uno y musitó “nos vamos a tomar dos carajitos´”, me quedé mirándolo
absorto por la contaminación que avanza a gran velocidad y amenaza con destruir
el sistema neuronal, que ha quedado con vida. No obstante y como cuadra a un
caballero respetuoso, que soy, hice silencio interrogante, enarcando la ceja
izquierda.
“Se toma en el
norte de España y es bueno para el frío” anunció lacónico, en tanto anular e
índice indicaban que, además, llegarían dos cafés.
Mi curiosidad
progresó moderadamente, mientras aguardaba y el espacio me dio tiempo para
recorrer el local, repasar la razón de nuestra estancia en él y resignar, una
vez más, a la paciencia -pobrecita- que se requiere para entender el mundo
misional de Yon Eibar.
El lugar seguía
poblado de voces destempladas. El mozo, eso sí limpio en su librea blanca, dejó
su carga sobre la mesa, recelando de nuestras intenciones cuando advirtió que
Yon colocaba –atravesada- una cucharita sobre el pocillo, instalaba sobre ella
el mítico terrón de azucar y derramaba una generosa porción de la copa con
grapa, dentro del recipiente para culminar, encendiendo un fósforo - aparecido
de la nada -, e incendiar el pocillo.
“Cuando se
apague, el alcohol queda eliminado”, anunció el vasco en tono didáctico, casi
intimista. Era cierto. Concluida la exhibición pirómana, me aproximé –receloso-
al pocillo ante la alentadora mirada de Yon.
El sabor de la
infusión había cambiado radicalmente - con perdón de la palabra -, un fuerte
gusto a uva le otorgaba una atrayente dosis de misterio, aunque luego de dos
sorbos, uno dedujera que dos carajitos seguidos, eran casi un pasaporte a la
borrachera, sin alcohol.
Me quedé
saboreando y aprendiendo la forma de beberlo que, sin sugerencias, él estaba
mostrando. Convine en que cada día se aprende algo nuevo y devolví mi atención
a la mesa vecina, seguro que el vasco, en algún momento me explicaría porque
estábamos allí, en otra, siendo que conocíamos a los protagonistas, haciendo
las veces de espectadores de una escena de abrume cotidiano.
“¿Y se van
todos... no dejan a nadie afuera?”, algo ansioso, “Chiquito” consultaba al
morocho, desde lo profundo de la silla.
“Por el momento
no lo sé, pero si estamos todos en negro, me cago en la diferencia”, respondió
Sebastián amagando con la retirada. Los otros se diluyeron, como siempre, en
acotaciones inconducentes, más parecidas a un estado deliberativo rumbo al
naufragio.
Seguí con la
mirada, la mirada del vasco, sin descubrir indicios que me orientaran. No me
dejó alternativas y procedí sin anestesia.
“¿Quien se muda
y porque tanto barullo?”
La tonalidad
celeste de su mirada incluía perplejidad y una cierta piedad, parecida a la que
suelo hallar en la de la mujer dorada en ciertos momentos, “tu diario,
idiota,”, me dijo palmeando mi mano derecha, suspendida con el pocillo y
previsiblemente dispuesta a asumir la lluvia nunca púrpura, mostrando el final
que siempre llega, de una u otra manera, pese a mi asombro nunca tan
inoportuno, sobre todo cuando se intenta quedar.
INTERVALO
LÚCIDO*
*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
El hombre se detuvo con
brusquedad en el centro mismo de la masa hormigueante que corría por la larga
avenida, sobresaltado por la súbita revelación que acababa de herir su
conciencia. Primero con perplejidad, luego con horror, miró hacia uno y otro
lado, y el espectáculo escalofriante de la multitud que se desplazaba
raudamente a su alrededor lo estremeció.
Como una legión demencial de maratonistas, millones de figuras deshumanizadas avanzaban en idéntica dirección, con la vista clavada en un horizonte distante que nadie alcanzaba a divisar. "¿Para qué corremos, entonces?", atinó a preguntarse, asustado. "¿para qué corremos todos, si ni siquiera sabemos hacia dónde vamos?" Pero apenas un instante después, reanudó la carrera con redoblado ahínco. La humanidad se alejaba y él se estaba quedando vergonzosamente atrás.
Como una legión demencial de maratonistas, millones de figuras deshumanizadas avanzaban en idéntica dirección, con la vista clavada en un horizonte distante que nadie alcanzaba a divisar. "¿Para qué corremos, entonces?", atinó a preguntarse, asustado. "¿para qué corremos todos, si ni siquiera sabemos hacia dónde vamos?" Pero apenas un instante después, reanudó la carrera con redoblado ahínco. La humanidad se alejaba y él se estaba quedando vergonzosamente atrás.
No sé…*
No sé si alguna vez les ha
pasado a ustedes
que esa tristeza aciaga que
silencian los ecos
se abriga en la quietud
envolvente de un cielo
se esconde en el extraño
horizonte del tiempo
y estrella laberintos en el aire
de pájaros
No sé si alguna vez les ha
pasado a ustedes
ver cómo la indecencia se anima
a la nobleza
y la victoria mengua encorvada
en el agua
en el grito del árbol o en los
brazos del sueño
del sueño adormecido en las
manos del canto…
Pero a mí me ha pasado
que derroté el cansancio en los
ojos del viento
que bordé la coherencia con
ánimo de nube
que parí la ternura
que lamí la semilla
y el verbo fue un brevísimo
racimo de lluvia
Pero nos ha pasado
que inventamos la risa con dos
notas y el alba
que tejimos palabras en idioma
costero
que las luces de agosto
abrazaron los bordes
que el éxtasis del aire deliraba
nostalgias
y soleamos las manos
y el amor se hizo ángel
y el secreto paciencia
y la piel arboleda
y el abrazo desvelo
Pero a mí me ha pasado…
que nombrando su nombre con los
labios dormidos
que temblando la noche suturada
de acordes
el poeta hizo coplas
hizo copla y camino
hizo copla en silencio…
*De Ana
Lía Gattás. al_gz@yahoo.com.ar
-Mendoza, Argentina-
-Mendoza, Argentina-
CUATRO DRAGONES
Y UN DURAZNO*
Justo es decir
que el pintor de mi barrio tiene fama de varios colores y a cuál más amarillo.
Mi vecina muere de amor pero él la pinta al óleo.
Mi vecina, que
cría a sus cuatro dragones como cuatro gatos, tiene un sabor a durazno blanco
que perdura en el paladar de quien la muerde hasta muy entrada la madrugada.
Pero no sólo eso. También abre las ventanas cada día, incluso, los domingos y
apoya los codos en el alféizar, y se queda allí, largo rato, pensativa. Dicen,
algunos, que la han oído murmurar canciones en el lenguaje de los dragones, un
idioma tan azul que los gatos no entienden.
El pintor, que
vive enfrente, cuando no la ve acodada en la ventana, la imagina de mil
maneras. Con las manos en el agua haciendo espumas, desnuda bajo un sombrero de
ala ancha, inclinada sobre el borde de algún recuerdo, sostenida en un solo pie
como una bailarina rusa.
La imagina en
una especie de mundo, bajo una especie de cielo, caminando por una especie de
calles, en una especie de noche, rodeada de una especie de personas.
Ha llegado al
paroxismo de pensarla quitándose el reloj o colocándose los zapatos. Y eso no
viene de su fantasía desbocada, sino de la más objetiva observación, porque a
fuerza de pasar horas vigilando sus movimientos, la ha visto salir, presurosa,
de su casa, dando un paso tras otro, como quien camina sobre sus pies. Más aún,
ha visto que cada uno de sus pies iba dentro de los zapatos, con cierta vanidad
entre femenina y humana.
Pero en las
madrugadas de mayor desasosiego, cuando dormir es una pesadilla, y el insomnio
un tinte somnoliento, el pintor imagina el mentón del hombre que llega por las
noches a clavarle los dientes.
Para evitar lo
que presiente, se inventa molestias al por mayor que lo distraigan de mi
vecina. Piensa, por ejemplo, que el mar tiene fondo y que en el fondo del mar
duerme la luna. Aún más, piensa que el cielo se llena de peces y los navegantes
de tiempos remotos se extravían, porque los peces no se quedan quietos. Los
barcos pierden rumbo y naufragan u orbitan alrededor del agujero que dejó la
luna y todo se vuelve muy confuso.
Pero cuando
esto no resulta, el pintor piensa en muchas aguas que invaden muchas tierras, y
si esto tampoco lo distrae de la angustiosa sospecha de los colmillos hundidos
en la carne blanda y jugosa de mi vecina, el pintor busca sosiego amasando mil
y un colores imprudentes.
Sin embargo,
nada de lo que haga evita saber lo irremediable, porque cuando el hombre que
llega por las noches, muerde la carne blanda y jugosa de mi vecina, el barrio
se inunda con su pertinaz olor a durazno rasgado. Y no sirven las puertas
blindadas, ni las persianas bajas, ni la música a todo volumen, ni el vino
generoso, ni los colores restregados sobre los cuadros adyacentes. El aroma a
duraznos de mi vecina penetra por las paredes, por los silencios, por las más
remotas hendijas de la memoria.
Cuando el aire
alcanza su máximo dulzor, a todos en el barrio nos asfixia sentirnos tan solos,
tan tristes, tan ínfimos, tan faltos de sabor.
Se dice que el
pintor de mi barrio, ha dibujado los huesos de mi vecina, finos como mimbre.
Que ha trazado arqueos que se producen sólo por aquellos estremecimientos. Se
dice que la ha pintado en pedazos, y que ha colocado sus pequeños gajos de
durazno dentro de un frasco transparente. Y que tan reales resultan los
pedazos, que dan ganas de comerlos.
Mi vecina,
cuando no se deja comer como un durazno blanco, cuando no trabaja en la oficina
municipal y cuando no apoya los codos en la ventana, se dedica a cuidar de sus
cuatro dragones por los motivos siguientes: uno de ellos cree que es un gato
gigante que tiene miedo de los ratones pequeños. Otro pasa horas trepado a un
árbol y olvida la hora de comer, hablando solo, inventándose un nombre. Debajo
del mismo árbol, otro lee libros de hombres imposibles cuando no hace muñecos
de barro. Cosa que tiene prohibida porque es alérgico al fango. Pero el mayor
problema mi vecina lo tiene con su cuarto dragón porque es imaginario.
La historia del
pintor y mi vecina comenzó una tarde de abril, que pudo ser una tarde de
diciembre, porque esa tarde era tan profunda y transparente que se veía el
fondo. En el fondo de esa tarde, precisamente, mi vecina se detuvo sobre la
curvatura de un estruendo, y el pintor atinó a morir por un trazo de Egon
Schiele.
De allí en más,
lo que sabemos.
Techo
incorrecto. Todo blanco óseo cuando la luz es plena. La encina soltando su olor
a fruta fresca. Brotes de duraznos dibujándose a toda hora. Hojas que crecen a
diestra y siniestra.
Ninguna flor es
segura.
Ninguna mujer.
Nada sucede
mientras todo sucede.
Vibración que
tornasola.
Ningún color es
seguro.
Ningún
mordisco.
Ningún hombre.
Y a veces,
llueve.
* * *
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