sábado, junio 15, 2013

PRIMERO HAY QUE INVENTAR EL LABERINTO. DESPUÉS VENDRÁN LOS HILOS...




*Obra de Virginia Rivera. galadecolores@hotmail.com
-Título: “Spa 5 estrellas”  120 x 100 cm. Óleo sobre tela.
 
 
 
 
 
 
 
Sobreviviente*
 
 
 
La casa más fea de la calle,
un grano negro en el pecho de una virgen.
 
Un gato es azul,
su ojo izquierdo
se asemeja a un gran salón de muertos
donde a alguno se le olvidó apagar la luz
 
Él gruñe a la muerte como mi padre
conozco el bramido del trueno,
y el quejido de la madera
cuando se contorsiona entre los dedos del fuego
 
Hay un aburrimiento masivo
en una legión de sillas huérfanas
que contemplan la insolencia de la noche
cuando no llega,
cuando su presencia pasa inadvertida
frente a la parafernalia de los reyes
 
Ni un llamador de ángeles
puede bajar del cielo
alas de estrellas,
ni un cuerno de caza
puede hablar de una jungla
detrás de esas paredes
 
Un aplauso extranjero
como una carcajada metida dentro de una caja
como el chasquido de los esqueletos
al pedir por agua,
es el zumbido que da vueltas en mis oídos
 
Hay un dándelion
uno solo
que sobrevive a la tragedia
Su cuerpo es un junco flotando
al rumbo que exige el viento
 
"Donde no hay ventanas
no entra el aire
ni la ceniza, ni tampoco el polvo.
Donde no hay ventanas,
no hay afuera".
 
Mientras pienso en esa frase
siento una gota helada
recorriendo mi espalda
como una ampolla cargada de dolor.
 
 
*De Marcela Lokdos. lokdos1@yahoo.com.ar
 
 
 
 
 
 
 
PRIMERO HAY QUE INVENTAR EL LABERINTO. DESPUÉS VENDRÁN LOS HILOS…
 
 
 
 
Ángel de bruma*
 
Vestido como en el mundo
ya no se me ven las alas
Rafael Alberti
 
Yo he visto los reflejos que la niebla
esparce en las cunetas y en el cielo;
fui testigo del fuego y de la escarcha;
vi la rebelión del alba en los tejados,
las danzas de los gatos, la partida
de esas nómadas aves que no vuelven,
el verde resplandor del horizonte
perdido entre montañas y jilgueros.

Yo vi caer la nieve sobre la tarde agonizante;
también anochecer en las orillas
de un arroyo que fluye hacia el olvido,
y el fleco de la lluvia en la distancia.

Pero los delirantes dioses me cegaron
por no acatar la fe de los horarios.

Fantasma de mí mismo, vago
por los interminables pasillos
de una realidad que no es la mía.

Sobrevivo
en este invierno largo
contra viento y arena sobrevivo
sin dios ni arma ni salvoconducto.

Sobrevivo
letra a letra, incoloro
epitafio, paredes desconchadas,
alas ensangrentadas, vertederos
de palabras antiguas, sobrevivo,
superviviente apenas, sobrevivo
como la sombra leve de un naufragio.

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
FORMAS DE NUBES*
 
 
 
Mirando al cielo mientras paseaba por la playa vio una serie de nubes que se amontonaba en el horizonte. Al observarlas con atención le pareció que una de ellas tenía la forma de un bebé acabado de nacer. Las siguió mirando hasta que le pareció distinguir al bebé mientras era amamantado por una señora que le recordaba a su madre. Aquel perfil anguloso y el moño eran inconfundibles.
Un golpe de aire acercó una formación de cúmulos que parecían un edificio conocido: ¡el colegio donde estudió!. Inmediatamente le pareció que en otra veía a Luisa, aquella novia tal alta y espigada con la que probó el amor por vez primera. En la siguiente nube, casi en la línea del horizonte, distinguió a Matilde con dos niños, sus hijos.
Ya no pudo parar y fue leyendo en el cielo la historia de su vida escrita por las nubes. A la vista de todo ello pensó: ¡cuanta razón tenía su madre al decir que era un cielo!.
 
 
*De Joan Mateu. joan@cimat.es
 
 
 
 
 
 
 
 
Soberbia del Mal-Decir*
 
 
 
*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
 
 
No soy nada.
Nunca seré nada.
No puedo querer ser nada.
Fernando Pessoa
 
 
Hölderlin advertía el peligro de que el lenguaje no hable para revelar lo original, sino que lo hablemos para ser extranjeros respecto del origen. No importa qué entendía Hölderlin sobre ese origen, pero no hay más origen que el caos y a ese origen se remite lo literario. Tal vez el caos no sea el origen del universo, pero sí reside, encerrado en él, como un final o como una posibilidad subterránea.
El caos- más que la muerte- es la marca de lo humano.
El lenguaje-caos-literatura es la valentía de expresar un mundo de fin de mundo.
Heidegger habla de un origen que es la salida al encuentro de lo que viene, de modo que todo lo que viene tiene su venida en el momento de la unidad de lo que ha sido. ¿Hay alguna unidad absolutamente paradojal más enorme y más constante que el caos, o si se prefiere, de la desmesura?
¿Vamos a relacionar el caos con la muerte? ¿O simplemente con el Mal-Decir?
El manejo de ese caos es la gran soberbia de la literatura. Se ha pretendido imaginar que la soberbia es el gran pecado humano, y en ese pecado (vamos a llamar pecado a todo lo que produce una culpa común que el hombre nunca termina de entender, pero que es tortura constante) lo importante no es saber sino desear saber. Desde la razón triunfante y desde la razón humillada, la consecuencia es la misma: la angustia y la negación del pensamiento. El límite siempre es intolerable cuando se desea lo ilimitado. Se desea (lo ilimitado) saber inventando un lenguaje para clarificar y clasificar y dar unidad, pero mucho más, desdeñando claridad, clasificación y unidad sino conociendo los precipicios lingüísticos y aceptándolos con supremo desprecio: ya que no es posible clarificar el mundo (o saber) se inventa un lenguaje como mundo paralelo. Y con ese lenguaje un poeta como Dante por ejemplo intenta crear el ultramundo y realizar el Juicio Final como un Cristo triunfante, a personajes históricos, como un Dios decíamos, más que como un demiurgo, considerar, por ejemplo, que es posible compadecer a Francesca da Rímini aunque se la coloque en el Infierno, o poder viajar al Paraíso, y juzgar a Ulises por su insensato o temerario viaje, no menos insensato o temerario que la propia obra de Dante desde el punto de vista de su religión.
Y también desde esa soberbia, Fernando Pessoa se niega a ser individuo, es múltiple y sus heterónimos son mucho más que un juego. No hay síntesis de ningún yo, salvo la melancolía y la pérdida de algo misterioso. Aunque diga (Caeiro-Pessoa), refiriéndose a la mano leve y caliente de la brisa, que sea cualquiera la forma de sentirla, así es, porque así lo siento, que eso es sentirlo. Ese algo misterioso es algo irreal o real, tanto da, no existen esas categorías para el Mal-Decir literario. Breton lo había aclarado perfectamente: “lo admirable de lo fantástico es que no es fantástico, es real”.
 
 
-Fragmento del capítulo "Soberbia del Mal-Decir" del  ensayo de Liliana Díaz Mindurry "La maldición de la literatura".
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
La extranjera lee las instrucciones, crea cartografías inesperadas, imágenes que se sacuden de cenizas y muestran la intimidad de las luces o el lado de las sombras.
 
Primero hay que inventar el laberinto.
Surgen restos que buscan el cielo ventana de Magritte o del verano, señales, rastros, se abren en capas como un interminable juego de muñecas rusas.
 
Después vendrán los hilos.
Voces, hilos que cuentan poemas, se amuchedumbran para convencer a la extranjera de la lengua que se deje tocar los costados huidizos.
 
Escribir poesía, esa manera de ganarle espacio a lo indecible,  a la muerte sin letra de lo mudo. Esa manera de hacerse, de dejar un testimonio de lo que nos tocó vivir, para los que vendrán. Esa manera de tocar al dolor y a la injusticia  para que tengan, al menos, el consuelo-testigo de lo humano.
 
 
*De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
EL MUSTANG EN LLAMAS*
 
 
 
*De Celso H Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
 
 
A ocho mil quinientos pies, el colorido avión volaba nivelado, en un cielo límpido, profundo y sereno. Una tenue estela de humo azulino, se iba dibujando detrás de él. La transparente carlinga, enteriza, en forma de gota, reflejaba un destello de luz dorada. Adentro, Jhon Fargus, agonizaba, aferrado al timón, caído contra el tablero de control, inconsciente, mientras la asfixia de “la muerte dulce”, lo acunaba para que durmiera para siempre.
Una pérdida de aceite había iniciado el incipiente incendio, mientras una fuga imperceptible del escape, iba llenando la cabina hermética del letal monóxido de carbono.
Como una vieja película color sepia, su vida se tornó visible en un torbellino de imágenes. Hacía ya tanto tiempo, y sin embargo le parecía que ayer nomás, volaba en misiones de guerra sobre Vietnam. Volaba con su nuevo “Mustang P51H”, el último caza de motor a pistón, El “Cadillac de los cielos” motorizado ahora con un motor Merlín Mk de la Packard de 2200 HP, y hélice de cuatro anchas palas, de casi cuatro metros. A veinte mil pies, sobrevolaba los arrozales buscando columnas o movimientos del Vietcong, a ochocientos kilómetros por hora; lanzándose en picada hasta nivelar al ras del suelo, batiendo la frondosa selva, con sus seis ametralladoras de doce coma siete. Se sentía poderoso e imbatible, inalcanzable, casi un dios, sobre aquellos seres pequeños, de míseras aldeas, que desde el aire se le hacían hormigas. Otras veces volaba con su escuadrón, rociando a baja altura con poderosos defoliantes químicos, grandes extensiones de selva; que por generaciones quedarían yertas, para hacer visibles las escurridizas marchas, de los estoicos: “Hijos del gran Kemer rojo”, que se amparaban bajo la tupida techumbre verde, en penosas caravanas, cargando a hombros, provisiones y pertrechos.
Pero lo más vívido, lo que marcó su vida para siempre, eran aquellos bombardeos incendiarios. Bombas prendidas bajo las alas, como tanques aerodinámicos, llenos del cóctel diabólico: gel sódico con gasolina, conocido como “napalm”; que desprendían, y al chocar el suelo, regaban quemantes llamaradas, que se desparramaban ardiéndolo todo. Si el enemigo estaba mimetizado en una aldea de campesinos, a veces bastaba sospecharlo;  se las soltaba aliviando el vuelo, sobre el poblado y quienes estuvieran adentro: Kemer o campesinos. Campesinos, grandes o pequeños, familias enteras, arrasados por las llamas quemantes. Ardían indistintamente como antorchas, junto a sus chozas, bajo la horrible peste del fuego. Lejos, ya elevándose, veían correr, escapando del incendio, pequeñas figuras humanas, que sucumbían indefensas, como trágicas marionetas envueltas en llamas,  retorciéndose en el suelo, en una dantesca danza horripilante; castigados por el solo hecho fortuito e impotente, de sobrevivir en un país desolado y maldito. Le parecía escuchar sus gritos inocentes y desgarrantes.
Misión tras misión, varias en la jornada.
Cumplían órdenes, e inconcientes de su arbitrio, solían  agregarle, por si fuera poco; su propia cuota de odio y de  desprecio…
De noche empezaron las pesadillas, donde se veía a sí mismo envuelto en esas llamas que no se apagan, que se adhieren y te achicharran. Escuchaba los gritos, y llantos de niños, Una estatua de fuego, de toda una aldea ardiendo, mientras helicópteros Hughes verde oliva, vuelan a metros, revolviendo la tétrica humareda sobre las llamas; y él una y otra vez,  soltando más y más bombas malditas.
Despertaba sudoroso, asfixiado de terror.
Se fue enfermando de pánico; tenía alucinaciones, se veía él mismo en la  macabra escena, como si fuese una de aquellas víctimas, impotente, revolviéndose ardiendo; y espantado jadeaba rogando: no sucumbir jamás de esa espantosa manera.
Durante años el fuego le significó el martirio de todos los días con sus  noches.
El tiempo, y el regreso a su patria, fueron aquietándolo, y trató de vivir normalmente, buscando olvidar; de rehacer su vida más allá de aquel infierno. La sociedad los llenaba de gloria, tratándolos como héroes, aunque en su fuero interno, él  sabía cosas que iba esconder para siempre, cosas que opacaban aquel dudoso heroísmo y mordían su conciencia.
Optó por callar y llevar esos crímenes a la tumba.
Vivía de su pensión de guerra, y abrazó a este hobby de volar por volar, por amor al viento, al cielo. Era una pasión, una terapia en el fondo; y la concreción de un sueño perdurable, que comenzó siendo niño.
Se crió a la par del auge de la aviación, en la preguerra de los cuarenta; y los hermanos Wright, eran para él, un hito, un símbolo glorioso. Adoraba los modelos a escala que construían con sus compañeros, y no se perdían ferias aéreas, o exhibiciones; donde pudieran ver de cerca, las máquinas verdaderas. Él tenía además un tío, al que adoraba, vivía en Kentucky; dueño de un pequeño doble ala amarillo, biplaza. “El Barón Rojo” decía en la trompa, bajo un logo de una galera, un bastón, y una cadena enlazando el conjunto, pintado en Rojo y contorneado en negro. Con él venía frecuentemente a la granja de la familia en Arkansas, al oeste de Little Rock. Eran días de ensueño, verlo, tocarlo: y mostrárselo a sus amigos…, que venían en tropel, tragándose la envidia inocente de niños. Y montar detrás de su tío, en el fuselaje abierto, volando sobre los sembrados, las casas, los caminos; bordear el río sobre los desplayados del Mississippi; sentir la brisa que le revolvía el pelo, escuchar sólo el trepidar de ese motor radial, tan estridente, sonándole como música celestial, en sus oídos entusiastas. El paisaje se transformaba: el río, los campos, las personas; todo era pequeño y fácil, como al alcance de la mano. Desde allí el mundo era más comprensible; se le ocurría que era dueño de todo.
_Tío Brad, ¿Por qué lo llamas Barón Rojo, si este es amarillo, y además es un biplano, y el del barón era un triplano?,¿eh?_
El tío sonreía cómplice, mientras ambos empujaban el pequeño aparato cerca de la casa, y lo anclaban por debajo de las alas enteladas.
_¿Por qué? ¡Por qué sí, nada más!_ Y reía divertido.
Cuando Jhon tuvo edad suficiente, se anotó en la fuerza aérea. Fue un piloto avanzado, y  lo destinaron, junto con todo su escuadrón, a combatir en Vietnam. Eran los últimos tiempos de los motores convencionales, junto a los Advenger, y los Corsair de la Marina; apostados éstos en portaviones en el golfo de Tonkín en las cercanías de Da Nang, junto a los Panter, ya reactores. La era del jet estaba en plenitud, A los Mig 15 y 17 chinos, los combatían con los Sabre F86, F100, y más tarde llegaron los Gruman  y los Phantom. Este superaba Mach2, dos veces la velocidad del sonido.
Pero lo excelso, lo irrepetible, fue el Mustang; el imbatible.
Un día sería dueño de uno; aunque fuera una réplica deportiva.
De vuelta, con un grupo de amigos, compraron un kit, versión accesible y se pusieron a trabajar, cada uno el tiempo que podía. Armarlo llevaría unas mil horas de tarea capacitada. Costó casi dos años terminarlo, inscribirlo, hacer pruebas en tierra, y todo lo que requirió, hasta que estuvo listo para el primer vuelo; pintado con franjas y colores deportivos. Bajo su larga nariz, llevaba ahora un motor lineal, diez veces menos potente que el de combate; y su hélice la mitad.
Ya no estaría artillado, no tendría que cargar blindajes, ni nada bélico, como bombas o tanques suplementarios. En origen, estos aviones llevaban el motor detrás del asiento del piloto, con eje de mando, y por el centro de la enorme hélice, asomaba un cañón calibre veinte. Requería entonces del compresor ventral de refrigeración. Ahora en realidad no necesitaba ese carenado en forma de buche; pero lo tenía para ser fiel al diseño,  añadiéndole al grácil fuselaje, ese aspecto tan elegante y dinámico.
Hicieron cortos vuelos bajos, con giros y contra giros, ascensos y descensos, despegues y aterrizajes. Todo de maravillas. Planeaba como una pluma, respondía raudo, rumoroso… Querían bautizarlo y aún no se habían puesto de acuerdo; entretanto hoy sacaron el aparto del hangar, colorido y reluciente, listo para  la prueba final, en mayor distancia y alta cota. Jhon Fargus no llevaba oxígeno, no lo necesitaba por esos breves momentos, en la mayor altura, antes de descender a mil pies.
El avión se movió en una turbulencia, Jhon, cayó de costado. Debió tocar llaves o palancas de control; ya que la cúpula de la cabina se abrió y  salió disparada en el viento. El aire helado fue vital para que volviera a respirar, tosiendo y vomitando; Un milagro y volvió la vida; y sus labios lívidos se tornaron cálidos. Cuando recobró el sentido, el avión se movía como en un fuerte oleaje, ladeándose a uno y otro lado, zigzagueante, Detrás vio la densa estela de humo negro, el motor tosió entrecortado, y en un estertor final, lanzó afuera grandes llamaradas flameantes.
Antes que el fuego alcanzara la cabina, con fuerzas surgidas de repente, por la adrenalina del pánico, precisamente al fuego. Saltó al espacio y presto abrió su paracaídas; mientras el avión, incendiado iniciaba largos giros en caída lenta. Una y otra vez lo alcanzó el remolino de la nube, cada vez más densa y más ancha. Saliendo del humo podía ver a su Mustang yendo al suelo en giros más pequeños, hasta que en un tirabuzón final, se estrelló con un trueno, surgiendo de él un gigantesco hongo anaranjado.
La onda expansiva lo envolvió repentinamente, enredándolo contra la tela y las cuerdas de su propio paracaídas.
Se debatió y luchó aterrado, más sin lograr librarse de esa nefasta trampa, que le tendía diabólicamente el destino, y fue tragado por la turbulencia de la estela dejada por el avión en llamas; conduciéndolo finalmente a chocar contra el fuego de los restos fundentes, contra el Mustang en llamas.
Su último pensamiento lo llevó a los arrozales de Vietnam, a las aldeas incendiadas, a aquellas pequeñas figuras humanas, envueltas en las llamas pegadizas del napalm…
 
 
FIN
 
 
NOTA; el motor Mk era de la Rolls Royce, al final de la  segunda guerra mundial, para  el  P51H, le
otorgó licencia  a la fabrica:  Packard  de EEUU.
 
-Celso H. Agretti.
Avellaneda, Santa Fe; 24 06 2009
 
 
 
 
 
 
 
*
 
 
verde
naranja azul, amarillo,
luna redonda,
viernes.
turtutú de trenes,
sirenas, bocinazo, vértebras
y alegría
de cama calentita en invierno.
La vereda
está llena
de sombras.
Y en el balcón, consternada
la señora espera
al camión de la basura atrasado.
Qué espanto.
Y la noche grita muda
y vomita
los horrores
que comés.
 
 
*De Paz Bongiovanni. pazbongio@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
* * *
 
 
 
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