*Obra de Walkala.
Luis Alfredo Duarte Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in memoriam
Cuando la vida
insiste poco a poco en vencernos*
Cuando la vida
insiste poco a poco en vencernos
y en nuestra
piel desnuda clava sus negras uñas.
Cuando la pena
encharca la noche interminable
y el tic-tac
insufrible va llagando las almas
sin conceder la
gracia de un sueño navegable.
Cuando los días
nacen cubiertos de ceniza
y el húmedo
rocío es tan sólo un pretexto
para hundir sus
cuchillos en la quietud marchita.
Cuando la zarpa
horrible del crudo desencanto
implacable se
cierra en torno a la garganta.
Cuando todo
converge hacia un vórtice ciego
y en el aire
viciado sólo quedan palabras
que una voz
clandestina pronunció en otro tiempo...
Entonces,
cuando nada, cuando el otoño apenas;
entonces,
cuando nadie, ni siquiera la sombra,
cuando sólo el
olvido, cuando ni alba ni lluvia
ni música en el
aire ni brisa, ni el reflejo
de un minuto
precioso anclado en el recuerdo...
Entonces,
cuando Nada, a veces hay un pájaro
cantando por
nosotros; una flor que dispara
la risa de sus
pétalos, una breve fragancia,
un rumor de
pisadas, como un salvoconducto.
De Por
si mañana no amanece
A VECES HAY UN PÁJARO CANTANDO POR NOSOTROS…
El lenguaje de
las mariposas*
Dice que
todavía no está lista para andar, medio ebria, medio loca entre los astros,
aunque ya ha tenido sus visiones y ha enterrado el miedo en un puñado de polvo.
Recuerda que
hasta hace poco tiempo la reconocían como la mujer desnuda en la playa, y
antes, como la muchacha de los caballos, y más atrás como la niña que tocaba el
piano. Ahora soy el oráculo de la boca cerrada, dice.
Yo recordaré
siempre sus promesas: lo haremos juntas; yo te acompaño; voy a volver a
caminar.
Por momentos
sus gestos y sus palabras se van lejos, nos desamparan. Emigran los recuerdos
con sus alas cargadas de semillas y nos quedamos mirando a través de la ventana
mientras la soledad del mundo pasa por la calle en silla de ruedas.
Dice que toda
la vida emplumó uno a uno sus pájaros y lo que dice comienza a rodar lentamente
en el centro de la habitación, confundida de invocaciones. Todo se va
arremolinando, todo va hacia adentro. Las paredes tiemblan. Algo gira y gira,
sale a veces del centro, se estrella contra el pecho y vuelve al eje del
huracán. Todo está hermosamente dado vuelta, todo nos hace pensar que nosotras
somos los astros y entre medio de las dos da vuelta la memoria medio ebria,
medio loca.
No termino de
ordenar mi vida, dice, mientras toma con las dos manos su trozo de tiempo y se
lo lleva a la boca. No lo puede tragar.
La salud es más
avara de lo que se cree cuando se trata de sanar.
Un estado imposible.
La salud camina
por su cuerpo como una mariposa sin alas hasta que un viento diminuto sale por
su boca y la mariposa vuela hasta los pies de la cama, se hace gigante, mueve
la cola, ladra en el lenguaje de las mariposas y se echa a dormir.
Que la noche
caiga, una vez más. No me importa, dice. La miro mucho. Pienso que eso está
bien. Que sólo es otra noche cayéndose. Y yo sé que voy a escribirlo como si
ese fuera el principal favor que pudiera hacer por ella.
La cola de la
mariposa cuelga desde la cama y por allí sube un aire dorado que le ilumina el
rostro y los ojos se le abren como dos flores furiosas por vivir.
La salud está
llena de fosforescencias.
Quisiera darle
mis dedos para que escriba, que me dé sus brazos para que descanse. Quisiera
darle mis piernas para que se vaya, que me dé las suyas.
Más recuerdos
llegan con sus alas llenas de semillas a esa habitación que por momentos toma
el aspecto de un hospital, pero también de un templo, pero también de un barco,
pero también de un pájaro.
Sostener un
cuerpo se convierte en una experiencia situada en el límite, la piel, un
elemento transparente, estrecho, con frecuencia azulino.
El aire se
impregna, no de dulzura sino de un analgésico olor a Colubiazol que alivia las
llagas. Inmediatamente después nace la promesa del tequila acá, o entre los
astros. Prometámoslo, dice. En cuanto termine de decir lo que me quema la boca.
La enfermedad
no es la marca de un dolencia divina, susurra entre hilos medicamentosos. Ya
que todas las cosas están en nosotros, y nosotros en todas las cosas, lo que me
quede por decir será divulgado en el lado iluminado de las estrellas. No diré
ahora lo que no quiero. Sabrán todos que no estoy obligada a decir lo que no
quiero. Y lo que no quiero es parte de lo que no puedo. Todos los que andan
sobre sus dos piernas y tragan saliva en vez de Colubiazol, tampoco hacen más
de lo que pueden. Que no se sientan más sanos que yo. Que no se crean que van
más lejos que yo, porque también tienen sus llagas y sus sillas de ruedas.
Dice esto.
Y lo dice en el
lenguaje de las mariposas.
Luego cierra
los ojos porque necesita regular la luz. Un pequeño arcoíris nace de una punta
a la otra de la habitación, del templo, del navío, del pájaro. La mariposa
mueve la cola entre dormida.
Curiosamente,
una hemorragia dulce comienza a fluirme de la nariz y pierdo mi estructura de
no convaleciente, y empieza a actuar una lógica impensada que une a la salud y
la enfermedad. Buscamos algodones, taponamos fosas nasales, reímos, miramos las
enormes gotas de sangre sobre la blusa blanca. La estratagema da resultado.
Púrpuramente
descendemos a lo que llamamos el ungüento dorado de las canciones. Dejamos que
ellas digan sus llagas mientras la sombra de Dios va y viene por la habitación,
pergeñando su plan maestro. La mariposa lo sigue caminando sobre sus cuatro
alas que nacieron en medio del alboroto por alguna delicada razón.
Cuando escribas
todo esto, dice, no te olvides de decir que la mariposa que duerme a los pies
de mi cama se llama Odín y que no es un perro ni un dios ni una mariposa. Es un
lenguaje inventado para vos.
Carta de amor*
Querida Ana, ¿o
debería decirte querida yo? Fíjate, estoy sentada debajo de la palmera enana,
escribiéndote esta carta de amor.
Puedo contarte
que mis días saltan de encanto en encanto. Recordarás el prado de duraznillos
silvestres que se ve, únicamente, desde este lugar mágico. Sé que los recuerdas
de memoria. Se podría decir que los hemos contado, uno a uno, viéndolos
florecer.
¿Recuerdas el
monte de talas que rodea la casa por el lado sur? Hemos trepado tanto a esos
árboles. Pareciera que formáramos parte de la copa y que nuestros pies, les
habrán de quedar marcados para siempre en la corteza.
Aquí la vida es
bella. Por la mañana correteo a la vera de la laguna. Cuando me ven llegar, los
patos levantan vuelo y las ranas se ocultan detrás de las totoras. Mamá sigue
regañándome por venir con barro en los zapatos y abuela continúa defendiéndome,
mientras prepara mi tazón de leche con tortitas recién horneadas.
¿Recuerdas el
mosquitero de la cama de matrimonio? Cuando puedo juego a la novia y después,
tienen que volver a colgarlo para que no nos molesten los mosquitos. ¡Menudo
lío de tules encima de la manta de hilo!...si no fuera por abuela no me
salvaría, tú sabes, de la penitencia: no debo…cien veces, no debo…escrito en el
cuaderno de castigo.
Antes de dormir
me ubico, como siempre, a leer recostada sobre los almohadones que tienen ése
olorcito de los jazmines naturales, que abuela coloca entre las sábanas y
dentro del baúl de ropa blanca.
Creo que te
encantaría volver aquí. Nuestro retrato de bebé sigue colgado en la sala de los
libros ¿qué habrá sido del vestidito celeste que teníamos puesto? Mamá dice que
lo heredó a la prima que nació último.
Mañana
regresamos a casa, las clases comienzan. No puedo omitir la explicación de por
qué, mi misiva, es una carta de amor. Bien, te lo diré: La he escrito,
sencillamente, porque es verdad que te quiero, a pesar de las arrugas y de los
golpes que llevas a la espalda. Estoy orgullosa: has sorteado al infortunio con
ventaja y también me enorgullezco porque siempre se te ha visto serena, aún, en
medio de las lágrimas más amargas. Sé que siempre pensaste que la felicidad no
es solamente algarabía y buenos momentos. La felicidad es ese conjunto de
experiencias, que hacen que la vida resulte plena. Es el jugarse por lo que uno
ama y…si es por eso, lo has hecho correctamente y has sabido hacerte cargo de
las consecuencias, para mal o para bien y del modo como lo hacen, las personas
que lo son de verdad: con valentía y a cara descubierta. Has podido volar bajo
y has sabido elevarte en el momento preciso.
Bien, dejaré de
alabanzas, faltaría que ahora te crezca la soberbia. A tu edad nada, que no sea
maravilloso, debe ocupar espacios.
Mientras los
primos me buscan, vuelvo a ocultarme en el recodo que sólo nosotras conocemos
pero, antes, te enviaré mis palabras con las palomas mensajeras que atraviesan
los tiempos. Haré que las depositen en tus manos como si, en sus palmas,
florecieran los jazmines, que brotan perfumados sobre la almohada de abuela.
Ana
República
Argentina - Villa Gesell
ERRANTES*
Trizada. Como
castillo en las arenas del recuerdo.
Huye la tarde
clara por la ventana abierta del cansancio.
Ya ha partido
el Hombre.
Se ha llevado
la precaria sombra de sus huesos.
Se ha llevado
mi primer latido, la llave de oro y mi valija.
La bendición
del pan y la rosa sangrante
Mi resolana y
la frescura del sombrero de paja.
Con él se ha
ido el silbido de un tango que se aleja
Se ha llevado
mis zapatos de cristal.
Se ha llevado,
Ay, se ha llevado mis anillos de agua.
Nadie ha
llegado todavía.
Nadie des cubre
la máscara de hierro.
Los perros
ladran al eclipse solar.
Los cerezos
revientan, lujuriosos, sus brotes.
Los errantes
miran los errantes pasos de una luna coral.
Se acerca un
barco. Un barco de papel y el tango “Sur”
Y yo, sin mis
zapatos de cristal, sin mis anillos.
Ay. Sin mis
anillos de agua.
NOGXA *
La conversación
fue derivando.
Kalman actuaba
como un informal divulgador científico:
"Se esta
trabajando para crear una máquina que permita pesar el pasado".
(...)
A Miguel le
surgían preguntas:
¿Hablás de
pesar la materialidad tangible de los objetos que son puro pasado?
-Si, pero no
sólo de objetos.
¿Una forma de
balanza?
-Si, de algún
modo es una imagen pertinente...
Miguel ofreció
su casa a probar "ese" aparato que supone dará medidas en kilogramos.
Imagina una
experiencia extraña, recorrer ambiente por ambiente e ir pesando todo aquel
objeto o mueble cuya utilidad no fuese algo “presente” para el sujeto.
Objetos cuya
presencia en una casa solo pueda atribuirse a la nostalgia, a un puro apego
desligado del valor de uso.
Miguel se
permite volar con una pregunta más que osada:
¿Y como medir
la presencia de lo pasado en el cuerpo psíquico de una persona?
-Con NOGXA.
- ¿?
-Digamos que
permitirá dar materialidad a lo emocional -y por que no- darle un peso
tangible.
-El futuro nos
brindara maneras de estudiar la carga de los traumas en el cuerpo y, lo más
importante... comenzar a aprender sobre la fuerza de la resiliencia en la vida
humana.
VICKY*
La mujer teñida
de rubio fumaba casi con desgano, recostada contra el caño del cartel indicador
de calles. Todo en ella resultaba llamativo: su pose vagamente desafiante, sus
nalgas prominentes, su cabello largo recogido en una cola, su minifalda roja de
lycra. Sin embargo, cuando el señor Silvestre
la vio, calle
de por medio, ese lunes por la noche al regresar del trabajo, el único
pensamiento que atinó a formularse fue un mudo lamento por el modo escandaloso
en que se visten ciertas mujeres hoy en día. Nada más. Luego, subió hasta su
departamento del primer piso y, apenas encendió el televisor para ver el
noticiero, la olvidó por completo.
Sólo cuando la
vio por tercera noche consecutiva parada en el mismo lugar, cayó en la cuenta
de que aquella mujer no estaba ahí para esperar ningún ómnibus. Se sintió un
poco tonto por no haberlo advertido antes, sobre todo porque la señora de
García ya se lo había anticipado el sábado anterior en la verdulería,
anunciándole con enfático dramatismo que el barrio ya no era el lugar tranquilo
y familiar de años atrás, que las costumbres se estaban degenerando, que ahora
las esquinas estaban plagadas de mujerzuelas descaradas cuya presencia ofendía
la moral de los vecinos decentes como ellos, que...
Esa tercera
noche, apenas entró a su departamento, un inexplicable pero irreprimible
impulso llevó al señor Silvestre hasta la ventana de su dormitorio. Sin
encender ninguna luz, subió la persiana unos centímetros, descorrió un poco la
cortina y, amparado en las sombras de su escondite, se puso a observar a la
mujer parada en la vereda de enfrente. Tenía puesto un top negro ajustado que
resaltaba la redondez contundente de sus senos y unas calzas color crema que la
luz de sodio suspendida sobre su cabeza tornaba aún más brillosas. En su flanco
derecho descansaba una carterita fucsia cuya delgada correa le cruzaba el torso
en diagonal. El señor Silvestre la estuvo mirando durante un par de minutos, en
cuyo transcurso la mujer no hizo otra cosa que permanecer apoyada en el caño
azul, desviando cada tanto la vista en una y otra dirección, acomodándose el
cabello a intervalos regulares. De pronto, lo asaltó la sensación de estar cometiendo
un acto imperdonable, y una súbita vergüenza lo obligó a interrumpir su
contemplación. Decidido a retomar su rutina, se alejó avergonzado de la
ventana, encendió el televisor y se sentó a mirar el noticiero.
Desde entonces,
y prácticamente sin excepción, cada vez que el señor Silvestre volvía a su casa
después del trabajo -a las ocho y cuarto de la noche, minutos más, minutos
menos- veía a la mujer teñida de rubio apostada allí, justo enfrente de su
edificio, como un elemento más del paisaje. El señor Silvestre, no obstante, se
preocupaba por esquivarla casi pudorosamente. Apenas distinguía desde lejos su
silueta insinuante clavada en la esquina, cruzaba la calle por mitad de cuadra
y continuaba su aséptico recorrido por la vereda opuesta, casi sin mirarla. Se
sentía seguro haciéndolo, como si mediante ese calculado distanciamiento físico
cumpliera con una estricta regla sanitaria que era indispensable no violar. A
lo sumo, una vez en el palier, se permitía atisbar fugazmente la figura de la
mujer a través del vidrio mientras cerraba la puerta; apenas eso. Sin embargo,
después remontaba la escalera hasta el primer piso, entraba a su departamento,
dejaba el portafolios sobre la mesa del comedor, iba hasta la ventana de su
dormitorio a oscuras y dedicaba unos minutos a la tarea de quedarse mirándola.
El señor
Silvestre no sabía bien a qué atribuir esa actitud que él mismo calificaba de
malsana. A veces pensaba que lo movía el interés detectivesco de ver si podía
reconocer a algún vecino entre los hombres que se acercaran a la mujer (estaba
seguro de que, en este sentido, la señora de García envidiaba rabiosamente la
privilegiada ubicación de su departamento). Otras veces pensaba que lo movía la
curiosidad meramente intelectual de conocer cómo funcionaba ese mundo tan ajeno
a él, poblado de sórdidas transacciones concretadas en voz baja junto a la
ventanilla de un automóvil. Sea como
fuere, sus
observaciones clandestinas solían sumirlo en cierto grado de insatisfacción, ya
que no era mucho lo que ocurría ante sus ojos. Más allá de algunos autos que
frenaban y arrancaban después de un inaudible cruce de palabras, más allá de
las miradas hambrientas de algunos transeúntes que volteaban la cabeza atraídos
por las caderas ampulosas de la mujer, más allá de los piropos obscenos
emanados de alguna camioneta, lo cierto era que nunca había presenciado ningún
suceso digno de destacar y, quizás sin ser plenamente consciente de ello
(porque no sabía bien qué era lo que esperaba ver), tanta inacción lo hacía
sentirse levemente decepcionado.
Tan
desmoralizante ausencia de emociones se prolongó durante las primeras tres
semanas, hasta que una noche de abril, volviendo a casa, el señor Silvestre se
encontró con la desagradable novedad de que la Municipalidad estaba realizando unos
arreglos en el pavimento, lo cual le impedía cruzar por el lugar habitual.
Luego de un rápido análisis de la situación, comprobó que no tendría más
remedio que seguir caminando hasta la esquina donde estaba parada la mujer
teñida de rubio. Resignado, se puso en movimiento y, al cabo de unos segundos
que se le antojaron terribles, pasó a medio metro de ella. Fue entonces cuando
escuchó su voz por primera vez. "¿Querés que hagamos algo, mi amor?",
le disparó ella a quemarropa, con una modulación insinuante que rezumaba
lujuria profesional. Fue casi una violación.
Súbitamente
ruborizado, sin terminar de creer lo que acababan de preguntarle -o el hecho de
que se lo hubiesen preguntado a él- el señor Silvestre apresuró su marcha y
cruzó la calle casi sin prestar atención al tráfico. Cuando entró a su
departamento estaba transpirando. Esa noche no se atrevió a espiarla, como si
temiera que la mujer tuviese la capacidad de afectarlo aún a la distancia.
Menos aún se animó a pensar que era la primera vez en más de treinta años que
una mujer le decía "mi amor".
El sábado
siguiente, a la salida del supermercado, el señor Silvestre se encontró con la
señora de García, quien, muy indignada, lo puso al tanto del terrible incidente
que había coprotagonizado días atrás con la mujer de la esquina. Según explicó
con lujo de detalles, el jueves a la noche había tomado la resolución de
acercarse a ella en representación de la gente decente del barrio para
exponerle sus quejas, repudiar su presencia en el lugar y, en nombre de la
moral y las buenas costumbres, conminarla a retirarse. Sin embargo, la mujer
teñida de rubio, lejos de aceptar dócilmente los términos de semejante
petitorio, había tenido el desparpajo de responderle que no la molestara, que
ella estaba trabajando. La señora de García, azorada, había hecho un comentario
sarcástico sobre los respectivos conceptos de trabajo que ambas tenían, y la
mujer había incurrido en la osadía de reírsele en la cara, tras lo cual la
había cubierto de improperios, utilizando un lenguaje procaz, plagado de
términos descomedidos cuyo cabal significado la señora de García desconocía
pero que, según suponía dado el contexto semántico en que habían sido
pronunciados, estaban impregnados de indecorosas alusiones sexuales. Quizás a
raíz de lo ocurrido la noche anterior, el señor Silvestre fue sincero al
manifestar su solidaridad con la vecina damnificada. Sin embargo, al mismo
tiempo, una minúscula parte de él se alegró ante la evidencia de que la señora
de García hubiese encontrado al fin la horma de su zapato.
El lunes
siguiente, superada la impresión del traumático episodio, el señor Silvestre se
animó a retomar su rutina de observaciones nocturnas. Más aún -y aunque no fue
consciente de ello hasta un par de semanas después-, a partir de entonces
empezó a prolongar cada vez más sus estadías junto a la ventana, como un vicio
que se va adquiriendo de modo imperceptible.
Una noche, una
lluvia torrencial tomó por sorpresa al señor Silvestre en su trayecto de
regreso. Luego de bajarse del colectivo, corrió una cuadra azotado por el
aguacero y comprobó con fastidio que, tal como solía suceder en ocasiones como
esa, su calle se había inundado de vereda a vereda, por lo que resultaba
imposible cruzar sin tener que hundirse en el agua hasta la altura de las
rodillas. Hecho sopa, decidió que lo más prudente era refugiarse bajo el toldo
metálico de la pinturería que quedaba a mitad de cuadra y aguardar que la
lluvia amainara, de manera que caminó hacia allí con premura, tan concentrado
en la tarea de esquivar charcos y baldosas flojas, que sólo cuando llegó y alzó
la mirada advirtió, horrorizado, que la mujer teñida de rubio había tenido la
misma idea que él. Superado a duras
penas el
sobresalto inicial, evaluó con urgencia la posibilidad de largarse a cruzar y
no tuvo dudas: cualquier alternativa le parecía preferible a tener que
compartir un refugio con esa mujer, aunque ello significara tener que
sumergirse en aquel río urbano y arruinar la mitad de su ropa. Dio unos pasos
hacia adelante, hasta llegar al cordón de la vereda y, justo cuando estaba a
punto de internarse en el agua, sintió que una mano lo retenía tomándolo del
brazo. "¡No, no cruces por ahí, que del otro lado hay un cable
suelto!", lo urgió la voz temida. El señor Silvestre giró su cabeza hacia
la mujer teñida de rubio y la miró durante un segundo con expresión de absoluto
desconcierto. "¿Ah, sí?", balbuceó estúpidamente, y volvió sobre sus
pasos hasta quedar de nuevo a salvo de la lluvia. Se mantuvo callado un
momento, sin saber qué hacer. "Gracias", dijo, de pronto, con una voz
tan débil que no supo si la mujer lo había escuchado o no. Después, clavó la
vista hacia el frente, como si jamás antes en su vida hubiese visto llover.
Sólo después de permanecer un buen rato amarrado a ese incómodo mutismo se
animó a
mirarla
furtivamente: la mujer fumaba con expresión neutra, perdida en insondables
pensamientos, tratando infructuosamente de protegerse del frío, arrebujada en
su campera de jean empapada. Fue una visión efímera -una mujer sola temblando
en una noche de lluvia, no más que eso (después de todo, no la había mirado más
que de reojo)- pero el señor Silvestre sintió que descubría en ella un costado
inimaginado, como si -paradójicamente- hasta entonces jamás hubiese pensado que
ese ser que lo desvelaba era, antes que nada, una mujer. Su cadena de
sensaciones se hizo trizas cuando un taxi se detuvo en forma imprevista justo
frente a la pinturería, levantando una ola considerable que salpicó sus
pantalones y acabó con todos sus pensamientos abstractos. La puerta trasera del
auto se abrió y de ella emergió la cabeza de una mujer morocha que gritó
"Dale, Vicky, subí". La mujer teñida de rubio aceptó la invitación de
inmediato y el auto arrancó, dejando al señor Silvestre solo, mojado y envuelto
en el eco dulzón del nombre revelado.
Un par de
semanas más tarde, mientras se dirigía hacia el trabajo, el señor Silvestre
escuchó en el colectivo una conversación plagada de alusiones obscenas entre
dos hombres que viajaban sentados a sus espaldas. Así fue como, sin querer, se
enteró de que en los avisos clasificados de los diarios existía un rubro hasta
entonces impensado para él. La novedad le causó un notable asombro, tanto que a
la hora del almuerzo, llevado por la curiosidad, le dedicó una atención especial
a esa sección del diario que él jamás leía. Comprobó conmocionado que el rubro
en cuestión contenía muchos más avisos de los que él hubiera podido imaginar.
Los revisó con una mueca de pudor y sorpresa crecientes, hasta que se topó
entre los últimos con uno en el que una tal Vicky prometía "inolvidables
placeres para hombres muy exigentes" y daba luego un número de teléfono
celular. Apenas terminó de leerlo, se formuló la pregunta obvia. Pensó en las
carteritas que solían componer el atuendo habitual de Vicky -una fucsia y otra
negra- y constató que un celular cabía perfectamente en ellas. Como un
relámpago pecaminoso, se le cruzó por la mente la inconveniente idea de llamar
y sacarse la duda.
La desechó de
inmediato. Abandonó el diario diciéndose que era una locura y continuó abocado
a asuntos del trabajo. Sin embargo, la cuestión siguió dando vueltas en su
cabeza durante el resto del día. Para refrenar tan perturbadora tentación,
pensó en la infinita cadena de consecuencias a que su llamado podía dar lugar.
Imaginó y repasó todas las alternativas, desde hipotéticos diálogos hasta las
derivaciones más extremas e insólitas. La mayoría de esas posibilidades lo
intimidaba. Básicamente, lo aterraba que la mujer teñida de rubio -en caso de
que fuera ella la del aviso- lograra identificarlo y que al día siguiente le
dijera algo comprometedor, poniéndolo en evidencia delante de todo el barrio.
Preocupado por el carácter obsesivo que estaba adquiriendo el tema, se juró a
sí mismo cortar el problema de raíz: no llamaría. Esa noche, no obstante,
después de espiar a Vicky, un indescifrable impulso lo condujo a hacerlo.
Consumido por sus propias contradicciones, marcó el número con una febril
alienación, sintiéndose un poseso. "Hola", lo atendió una voz sensual
y sumamente joven.
"¿Con
quién hablo?", preguntó él, impersonal. "¿Con quién querés
hablar?", llegó defensiva, desde el otro lado, la voz de la mujer.
"Con Vicky", dijo él, controlando a duras penas el temblequeo de su
voz. "Soy yo. ¿Te conozco?". "No, no", se apresuró a
aclarar él, sin saber si era cierto, y se quedó cortado, sin saber qué agregar.
"¿Qué andás necesitando, mi cielo?", lo ayudó la voz de ella. En
medio de su embarazo, el señor Silvestre fue consciente de que era inviable
preguntarle a esa desconocida lo que realmente quería saber, pero tampoco sabía
cuáles eran las palabras adecuadas para acceder a otro tipo de diálogo. Estuvo
a punto de cortar pero una frase salvadora lo sacó del embrollo que él mismo se
había construido.
"El
precio", dijo un poco cortante y, acto seguido, recibió avergonzado el
menú completo de servicios y sus respectivas retribuciones. Tragó saliva, hizo
un esfuerzo inmenso para que su voz no delatara el nerviosismo que lo colmaba,
se excusó diciendo "bueno, en otro momento te llamo" y colgó con
brusquedad. Quizás como inconsciente castigo, recordó que desde los celulares
se puede rastrear llamados, y se le heló la sangre temiendo que, en adelante,
la mujer se dedicara, con perversa fruición, a acosarlo sistemáticamente. Sólo
el lentísimo paso de los minutos siguientes y una ducha tibia lograron calmar
sus nervios.
El sábado
siguiente volvió a encontrarse en la verdulería con la señora de García.
Semejante coincidencia hizo nacer en él ciertas especulaciones levemente
paranoicas. Absurdamente, supuso que su vecina estaba al tanto de sus
contemplaciones secretas y deseaba desenmascararlo. El señor Silvestre no
estaba en condiciones de precisar si sus sospechas eran fundadas o si sólo
ocurría que su vecina lo consideraba un adalid de su cruzada moralista.
Lo cierto era
que, cada vez que se cruzaban, la señora de García aprovechaba la oportunidad
para arremeter a gusto contra la mujer teñida de rubio, dedicándole venenosas
diatribas. Esa vez no fue la excepción y la señora de García se puso a
despotricar contra el pésimo ejemplo que la presencia de esa viciosa
representaba para los niños del barrio que, con toda inocencia -como ya lo
había constatado alarmada en uno de sus propios nietos-, se veían incitados a
formularle incómodas preguntas a sus mayores.
Después,
deploró que la policía no hubiera hecho nada a pesar de la vibrante denuncia
que ella en persona había radicado días atrás en la seccional.
Culminó
contando entusiasmada que había empezado a levantar firmas para presionar a las
autoridades y lograr así, al fin, que se llevaran a la mujer de la esquina de
una vez por todas, para poder restaurar en el barrio la paz perdida. Acto
seguido, la mujer extrajo una carpeta y una birome de su bolsa de compras, e
instó al señor Silvestre a sumarse a la iniciativa. El señor Silvestre se
limitó a asentir en todo, un poco por cortesía, y otro poco por miedo a que una
intervención demasiado amplia de su parte en la conversación le infundiera a su
vecina nuevos bríos para continuar su discurso abrumador.
Aún así, cuando
finalmente logró desembarazarse de ella, se sintió ligeramente irritado y no
supo explicarse por qué.
Los propósitos
de la señora de García parecieron cumplirse en el transcurso de la semana
posterior. El señor Silvestre no vio a Vicky en la esquina ni el martes, ni el
miércoles ni el jueves. A la cuarta noche, esa ausencia persistente e inédita
que parecía exceder los márgenes de lo casual hizo nacer en él una vaga sensación
de contrariedad. Le llevó un buen rato llegar a sospechar que la causa de su
malestar estaba en la posibilidad concreta de no volver a verla. Le llevó
varias horas más terminar de aceptar que la sospecha era cierta: él no quería
que Vicky se fuera. Recordó que había consentido en firmar la nota de la señora
de García y el ardor de la traición le recorrió el pecho. Se preguntó enojado
consigo mismo por qué siempre aceptaba todas las cosas pasivamente, sin
rebelarse, y no encontró respuestas razonables. Sólo una humillante sensación
de pusilanimidad.
Paradójicamente,
la ausencia de Vicky agudizó su adicción. Durante los días siguientes, la mujer
teñida de rubio adquirió en su pensamiento una hegemonía despótica. El señor
Silvestre ya no se limitaba a sus -ahora infructuosos- espionajes nocturnos. A
menudo se descubría pensando en ella también por la mañana y por la tarde.
Abatido por la culpa, ansiaba comprobar que nada le había sucedido. Pero Vicky
no volvía y su desaparición le resultaba preocupante. Mal predispuesto como
estaba, diseñó mentalmente un ominoso repertorio de eventuales desgracias,
sustentado tanto en lo que escuchaba a diario en los noticieros como en las
amenazas de la señora de García. Se alarmó imaginando a Vicky detenida en una
seccional, internada después de una golpiza, estrangulada por algún loco
suelto, embarazada sin
desearlo por un
hombre anónimo al que jamás volvería a ver. No entendía qué le pasaba, no
entendía por qué una desconocida como esa provocaba semejante grieta en su reiteración
casi maniática de actos cotidianos. Hacía años que no lograba interesarse en
algo ajeno a su insulso carrusel de días solitarios. Era como un deshielo
vital, como si sus emociones largamente entumecidas se estuvieran desperezando.
Sólo para ver la nada, sólo para constatar un aluvión intolerable de días mal
vividos. Porque, ¿qué quedaba sin Vicky? Quedaba su propio encierro, el vacío
de sus horas, su cabeza gacha al caminar, la monotonía oficinesca, el peso de
su portafolios gastado, su vestimenta ajada y gris, su apego compulsivo a la
rutina, la estrechez asfixiante de su mundo y sus prejuicios, la falta absoluta
de calor humano en su vida.
Una noche de
fines de mayo, mientras miraba con desgano una película en el cable, el señor
Silvestre advirtió que había olvidado sacar la basura. Miró la hora, comprobó
que todavía faltaban unos minutos para que pasara el camión recolector y se
apresuró a cumplir con la tarea omitida. Cuando llegó al palier, la imagen que
apareció ante sus ojos a través del vidrio lo dejó paralizado: Vicky había
vuelto. Estaba en la esquina de siempre, hablando con un hombre de campera
negra que parecía haberse bajado de un automóvil que aguardaba sobre la
avenida, con el motor en marcha. Ganado por el alivio de saber que no le había
pasado nada, el señor Silvestre salió a la vereda y depositó su bolsa de
residuos en el canasto correspondiente. En ese momento, un agrio intercambio de
insultos proveniente de la vereda de enfrente le reveló que el presunto diálogo
entre Vicky y el desconocido era en realidad una discusión de creciente
intensidad. Inmóvil y espantado, el señor Silvestre vio cómo el hombre
estampaba una enérgica cachetada en el rostro de la mujer, haciéndola caer. El
hombre se agachó, le arrancó la carterita negra de las manos, la abrió, sacó
algo de su interior y se la arrojó a la cara. Luego subió al auto, que se
perdió por la avenida. El señor Silvestre permaneció quieto durante unos
segundos sin saber qué hacer. Finalmente, luego de comprobar que no había nadie
a quien recurrir, se animó a cruzar la calle. Con una indecible mezcla de temor
y pudor, se acercó a la mujer. "¿Se siente bien?", le preguntó, con
incorregible formalidad. Resoplando de furia, o de indignación, o de dolor,
ella lo miró a través de una niebla de lágrimas apenas contenidas y masculló un
"sí" que no podía convencer a nadie. Tenía la mejilla colorada y un
hilo de sangre le corría desde el labio inferior hasta el mentón. El golpe le
había desordenado los cabellos y ese detalle le confería a su imagen un aura
mayor de desamparo. Además, notó el señor Silvestre, era más joven de lo que él
siempre había pensado. Vicky se puso a juntar los objetos que habían quedado
diseminados a su alrededor y los guardó nuevamente en su carterita (el señor
Silvestre contabilizó algunas monedas, una cajita cuadrada, un lápiz labial,
pero no alcanzó a
divisar ningún
teléfono celular). Después, lentamente, como si todavía se sintiera algo
aturdida, se fue incorporando hasta ponerse de pie. Se pasó el dorso de la mano
por la boca y descubrió que todavía estaba sangrando. En medio de su confusión,
el señor Silvestre atinó a prestarle un pañuelo, que ella aplicó sobre el labio
herido mientras él permanecía a su lado, guardando prudente distancia. "Te
lo ensucié todo", le dijo un instante después al devolvérselo, observando
las manchas bermejas de sangre y de rouge plasmadas sobre la tela. "No
importa", dijo él, tomándolo con la punta de los dedos.
"Gracias", dijo Vicky, y el señor Silvestre quizás algo aturdido por
la infrecuente experiencia de sentir desde tan cerca el perfume de una mujer
(aunque fuese tan espantosamente barato) no pudo evitar que sus
ojos tristes
terminaran estrellados contra la ondulada silueta de sus pechos. La expresión
de Vicky al notarlo cambió súbitamente. Como si de golpe retomara conciencia de
un límite que por unos segundos se había borrado, se alisó los cabellos, se
acomodó el escote y preguntó, melosa: "¿Qué pasa? ¿Querés jugar un ratito
conmigo?". El señor Silvestre retrocedió espantado. Envuelto en una oleada
de rubor que surcaba sus mejillas, tropezó con las palabras tratando de
explicar que él de ninguna manera había intentado sacar provecho de la
situación, que su auxilio había sido meramente humanitario, que... "Pará,
¿por qué te ponés así?", inquirió Vicky, incrédula, y no encontró
respuesta. Una ráfaga feroz de remordimiento y vergüenza transportó al señor
Silvestre de vuelta hacia su departamento, encarcelado en una atadura de
infinitos miedos.
El día
siguiente le resultó asfixiante. La certeza horrenda de haber hecho el ridículo
mantuvo su ánimo ensombrecido a lo largo de toda la jornada. Mortificado por
haberse comportado de manera tan infantil, revivió el episodio docenas de
veces, detalle por detalle, ensayando estériles modificaciones mentales de
imposible aplicación retroactiva. No sabía bien qué tendría que haber dicho o
hecho, pero estaba seguro de que esa conducta deseable estaba muy lejos del
papelón que había perpetrado la noche anterior. Hasta la alegría culposa de
saber que seguiría viendo a Vicky resultaba insuficiente para rescatarlo,
quedaba aplastada por el terror de tener que enfrentar su mirada noche tras
noche -una mirada a la que él, neuróticamente, le adjudicaba una carga crítica
descomunal y devastadora, como si de allí en adelante la actividad central en
la vida de Vicky fuera a consistir en enjuiciarlo-.
Supuso, no sin
argumentos, que le resultaría tremendo tolerar semejante humillación. Por eso
se pasó todo el viaje de regreso diseñando estrategias para poder entrar en su
casa sin que ella lo viera. Cuando se bajó del colectivo, las había descartado
a todas, tal era el grado de desatino que las caracterizaba. Divisó a lo lejos
la esquina temida y comprobó que, efectivamente, la mujer teñida de rubio
estaba allí. Intentó caminar con la mayor naturalidad posible; sin embargo, le
pareció sentir que esa noche el portafolios pesaba mucho más. Resignado a
afrontar el silencioso oprobio, cruzó la calle por el lugar habitual y continuó
avanzando con esa inercia algo suicida de quien presume inminente un desastre y
quiere acelerar el final para detener la agonía. Tal como sucedía con
frecuencia, la figura de la señora de García asomaba vigilante en el umbral de
su casa. El señor Silvestre pasó frente a ella temiendo algún comentario
incriminatorio de su parte, pero nada de eso ocurrió. "¿Qué me cuenta?
Parece que volvió la fulana", dijo su vecina, acompañando su ponzoñosa
declaración con un ligero movimiento de la cabeza en dirección a la esquina.
Fue casi una violación.
El señor Silvestre
sintió unas profundas, inexplicables ganas de hacer a un lado sus buenos
modales e insultarla de pies a cabeza. Sin embargo, no lo hizo. Se mordió los
labios, improvisó una mueca ambigua a modo de saludo y siguió adelante sin
detenerse siquiera un instante. Caóticos fragmentos de imágenes y sonidos
acompañaban ahora su marcha: una boca sangrante, una campera empapada, un papel
infame firmado en una verdulería casi sin pensarlo, un departamento triste, una
voz sensual, un niño viejo y asustado negándose el derecho a confesarse que
sólo quería que le volvieran a decir "mi amor". Lo acompañaba también
el parloteo exasperante de la señora de García que, ajena por completo al
estado de ánimo que lo aquejaba en aquel momento, seguía caminando a su lado, infligiéndole,
como quien descarga una metralla, una interminable retahíla de frases
indignadas a las que él no podía ni quería prestar la más mínima atención.
"Hay que hacer algo urgente, ¿no le parece?", dijo la señora de
García cuando llegaron finalmente a la puerta del edificio. El señor Silvestre
no contestó. Sólo la miró como si una enorme distancia los separara, la
contempló desde el fondo de un hartazgo histórico que ya a duras penas podía
controlar. Una revelación feroz, rabiosa, surcó su alma cansada y le permitió
comprender lo que necesitaba. "Sí, hay que hacer algo urgente", se
dijo mentalmente a sí mismo. Entonces, en vez de abrir la puerta, dio media
vuelta, dejó a su vecina hablando sola y salió disparado hacia la calle.
Atravesó el asfalto con decisión, en busca de la mujer teñida de rubio que
-ahora podía comprobarlo- fumaba recostada en el caño azul y seguía sus
movimientos con una expresión de recelo y curiosidad al mismo tiempo. Se paró
frente a ella y la miró con firmeza.
"¿Qué tal,
Vicky?", le preguntó en voz exageradamente alta, mientras se dejaba
envolver por su perfume barato.
Después,
desentendiéndose de una vez y para siempre de los ojos azorados de la señora de
García clavados en su nuca, agregó, con incorregible formalidad: "¿Se siente
mejor hoy?".
-Texto incluido
en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa
Fe - 2009
Sin destino en
la ciudad*
Caminar sin
destino en la ciudad
es una forma de
recuperar estampas,
vacíos
antiguos, veladas ruinas.
La luz de una
vidriera nos dice quienes fuimos,
ajustamos el
paso a las baldosas
blanquinegras
que adornan las aceras,
todo retorna a
su vieja asimetría.
Caminar sin
destino entre las gentes,
bajo el ruido
que reina en la ciudad,
es una forma de
saber que estamos vivos.
A nuestro
alrededor los rostros deambulan,
en los gestos
hay un rastro de armonía,
puede sentirse
el calor entre las calles.
Pero alguna vez
todo calla de repente:
cesan las
conversaciones que nunca sucedieron,
se apaga el
brillo de los escaparates,
nadie ríe,
nadie celebra, nadie canta,
nadie grita
sobre el silencio del asfalto.
Y entonces uno
sabe que todo forma parte
del mismo sueño
que incesantemente se repite
(como una
siniestra tortura de los dioses)
sobre las
turbias almohadas de la noche.
-De Metropolicromía
El hombre que
creyó ser*
Caminaba el
hombre por las calles adoquinadas del viejo poblado con la lentitud que
el peso de los años exigía a los pasos. Cada mañana, cuando el sol se
acomodaba sobre el cielo y las aves saludaban con trinos de colores el
despertar imprescindible para que la vida transcurriera solemne, rutinaria,
creía ser la reencarnación de algún personaje de esos que bailotean,
marcando presencia, por las hojas amarillentas del libro que acumula
retazos de la historia del mundo.
Así fue que un
día dijo haber sido Zeus, en otro tiempo, y salió a juntar hojas de olivo
para hacerse una corona. Pero las hojas se secaban. No logró que alguien le
temiera y tampoco tuvo hijos para poder deglutir.
Entonces, dejó
a un costado de su casa la rama seca que creyó su cetro y cambió el personaje,
a la mañana siguiente.
Amaneció otro
día creyendo haber sido Atila, pero se dio cuenta que no era azote de nadie. No
tenía caballo y por donde pisaba seguía creciendo el pasto. Le faltó fuerza, le
faltó coraje, le sobró cobardía y entonces dijo:
-Mejor cambio,
me dedico a otra cosa. Este mundo está muy loco y ya nadie respeta a nadie. Se
murieron los códigos, se perforan los sueños, esto se está poniendo demasiado
extraño.
Fue cuando se
le ocurrió que mejor era ser santo y al no encontrar a nadie que se
hincara a su paso; o que se asustara con sus órdenes que sonaban
tragicómicas y al carecer de un espíritu gregario capaz de aglutinar
voluntades, de buenas a primeras cambió el rol asumido por unas horas y se
borró del santoral donde creyó estar ubicado. Fue bajando despacito hacia la
entraña de una tierra partida donde volvía a ser el hombre gris que fuera hasta
ese día de su revelación final.
Una vez allí,
acosado por una realidad que abofetea cuando menos te das cuenta, el tipo creyó
ser distintos entes en poco tiempo. Pero no fue ninguno.
No pudo ser
Napoleón, como pensara. Le faltaron batallas y teoría expansionista. También le
faltó un 18 de Brumario, lo que le impidió hacer un Golpe que descuajeringara
la historia. Cambió de rumbo, buscó por otro lado.
Se imaginó
siendo Apolo pero volvió a derrumbarse su sueño por no tener belleza. Tampoco
Cíclope, pues le sobraba un ojo. Ni qué hablar de ser Caronte, ya que no tenía
barca y por más intentos que hizo tampoco llegó a ser Cerbero por tener tan
solo una cabeza.
Tampoco
pudo ser filósofo como creyó que podría ser, porque no le interesó
el principio fundamental del universo y además le estaban sobrando mitos y no
tuvo forma de acceder a la escuela de Mileto. No la encontró en la guía.
Quiso ser
Anaxímenes, pero le faltó aire. El poco que había estaba contaminado.
Se sintió
Heráclito, pero estaba incompleto y le falló el juego de los opuestos que no
supo iniciar.
Trató de ser
Pitágoras, pero le faltaron números y cuando quiso ser Parménedis se le
mezclaron todos los seres creando un caos infernal en su pobre cabecita alucinante.
Entonces,
inició un viaje acercándose a un pasado más reciente creyendo que sería
más fácil encontrar un personaje donde poder alojarse. Intentó ser
Franco, por un rato, pero enseguida se dio cuenta que para eso, le haría
falta un Guernica. Además, si bien era un hombre gris con su cerebro
medio volado, mantenía pedacitos de alma enamorada. No podía así nomás, por
propia voluntad, dejar su esencia herrumbrándose en el margen de su vida.
Pensó que bien
podría ser un Jesús contemporáneo. Multiplicar los peces y los panes. Sanar a
los enfermos. Redimir a las putas, ayudarlas a ser mujeres aceptadas porque
ellas también tienen alma, como todos. Quiso ser transgresor. Quiso expulsar
los demonios que habitaban en él mismo, los que no le permitían ser lo que
quería sino parte de otra extraña vida que no aceptaba como suya. Como si
todo eso fuera poco impedimento, no encontró a Poncio Pilatos y vio una
imagen de Jesús ubicada muy lejos de donde el hijo de Dios, cuentan que
había nacido. Y vio manchones de sangre, sintió ruidos que parecían partirle
los tímpanos. Huyó de ahí, había alrededor demasiado espanto. Demasiado odio.
Demasiado escarnio. ¡Ya no quería ser judío!
La realidad,
sacudiéndolo por sus hombros, se encargó de demostrarle que no podría ser
Jesús de ningún modo. No había cerca leprosos, no encontró la Decápolis
así como tampoco pudo encontrar a un “demonio mudo” en este mundo donde los
demonios se reúnen en ágapes festivos. Y hablan en todos los idiomas, dan
órdenes y se reparten los pedazos de tierra y riquezas que generan los pobres.
Se convenció a
duras penas que ser Jesús no era para él, que además no soportaba los
genocidios y allá por donde el Cristo anduviera, eran moneda corriente.
Todo esto lo
descolocó mucho más y ante cada desorden el tipo huía buscando otra figura que
lo reemplazara. Apostaba a la elección por descarte.
Quiso ser
Hitler y le faltaron judíos, homosexuales, gitanos, negros y comunistas. Y le
seguía sobrando amor y eso resultaba excluyente.
Cuando trató de
ser pintor notó con tristeza que había perdido un color y que sin ese, su obra
quedaría incompleta. Arrojó su paleta de cartón y la ramita con la punta
deshilada que creyó era un pincel de trazo desparejo incapaz de filetear
bordes.
Una mañana,
cansado de tantas frustraciones, eligió ser astronauta y nuevamente fue
invadido por una terrible sensación de fracaso. Además, la luna estaba llena y
tuvo miedo de ahogarse en esa panza de hielo. Y tuvo miedo de quedar ensartado
en las puntas de las estrellas que cumplían el papel de custodios de la luna en
un cielo amorfo, oscurecido.
El hombre gris,
con el pelo alborotado y el alma en estado de transformación continua, quiso
sentirse rey pero tampoco lo logró pese a realizar ingentes esfuerzos. Para ser
rey, pensó, primero debía convertirse en parásito, esa es la ley y las leyes no
se rompen así nomás. Y no hay rey cuando se tiene alma como tenía el tipo. Y no
hay rey si sobra el sentimiento. Y no hay rey si se mantiene un poquito de
cordura y mucho menos hay rey si sobra el sentido más común de los comunes.
-¡Ya se quién
soy! Exclamó una mañana nublada ni bien abrió los ojos. ¡Yo soy Ícaro y
puedo volar, acariciaré el sol y besaré la luna! Llegaré tan alto como nunca,
seré grande, intocable. Seré un hombre sin sueños abortados.
Subió a la
parte más alta del techo de su casa; abrió sus brazos imaginando que eran alas
y comenzó a agitarlos.
El hombre gris
cayó al vacío de su propia existencia. Remontó un vuelo efímero para acabar su
proeza estampado contra el piso adoquinado del viejo poblado.
En el mismo
lugar donde naufragaran sus sueños de alas rotas carcomidas por la realidad más
descarnada, el hombre se despidió de la vida sin haber llegado a
saber quién fue realmente.
*
es en el bosque
donde se tocan
los verdes
y el corazón
se desarma
***
INVENTREN
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