domingo, julio 27, 2014

ESTACIÓN SAN SEBASTIÁN

 
 
-Foto: Último tren por San Sebastián. 1977.
 
 
 
 
 
 
 
 
SAN SEBASTIÁN*
 
 
 
Allá en el fondo Donosti. Allá en el fondo la Donosti que no debe ser invocada porque una vez que se la invoca aparece, y cuando aparece ya se sabe, es tirar de la soguita y no hay caso, el hilito de memoria viene con todo lo que está comprimido y de pronto se despliega y todo está intacto y vívido. Es Donosti y son los abuelos, y el monte y los caseríos, y la niñez con árboles de manzana y las cinco hermanas que cuatro se fueron de monjas y una no, y es el colegio y la monja Imelda puro rencor reconcentrado pobre vieja que ya habrá muerto. Es la Donosti que vocea como en sueños a esta estación que se llama San Sebastián, extemporánea y tan ajena en la pampa sudamericana.
Ya al ver en el recorrido el nombre de la estación San Sebastián, se le recortó en rojo y se dijo que no, que esta es otra San Sebastián tan lejos tan inconmensurablemente lejos de la baska Donosti de edificios delicados y puentes ornamentados. Sabe, ella, que esta San Sebastián argentina no es ni puede parecerse a la Donosti euskera, y sabe por haberlo sufrido que los viajes deben ser hacia adelante, porque el que mira hacia atrás se transforma en sal, en estatua, en lágrima y dolor visceral.
Pero este tren va a hacer parada en San Sebastián, y el no pensar es difícil y el no sentir es imposible. Detrás de las ventanillas se suceden los campos llanos y el pasto mientras se superpone una capa delgada de helechos, de coníferas, de ovejitas blancas con cencerro. Será una niebla quizás la que nubla la vista y hace aparecer montes redondeados, casas blancas con tejados rojos, olor a mar allá donde los barcos se enfrentan con sus hombres al Cantábrico.
Euskadi que ya no es, Euskadi de la niñez que tan ligada está a la muerte, como eso de que la meta y la largada suelen converger en las pistas circulares.
Miedo, ahora. Miedo del tren que es como la luna y las monedas, como la lluvia y la tristeza, imágenes que devienen en metáforas tan exactas que se confunden. El tren y el viaje hacia la muerte, fin de viaje, la vida que traqueteando se precipita en la nada final. Y ahora que el tren llegará a San Sebastián se cierra el círculo sobre la infancia. Miedo. Miedo a desear que de una vez acaben los trabajos y las agitaciones, se pare el péndulo y la San Sebastián ésta sea la Donosti aquella. Miedo a querer estar en la muerte mientras el tren se precipita sobre los rieles negros.
Vuelven los parques y las estatuas, vuelve la nieve derritiéndose en las botas y vuelven los temporales y las galernas que devoraban barcos allá donde el mar es océano poderoso. Vuelven aquellos trenes que, se lo debe decir a si misma, no son éste tren.
Anochece.
Ya casi llega. Las penumbras permiten que el paisaje se levante como un libro troquelado, abetos y robles suplantan los eucaliptus, iglesias de piedra, ríos estrechos con puentes de pretiles gastados y sombras de peregrinos con sus maquillas, esos báculos de andar por el monte. Ya ni hace falta mirar por la ventanilla, si todo está más adentro de la superficie de los ojos, si ya es todo una yuxtaposición de bailes con vestido blanco y cintas verdes y rojas, el gato Holofernes cayendo de la terraza, los jacintos en las macetas, y el desgarro del puerto desapareciendo en el horizonte, tan pequeño, tan pequeño, en la nefasta jornada de la partida.
Ya no hay planos, todo está allí comprimido y necesario, compacto. Un todo en el que la violencia de la partida, el amor de los abuelos, el olor a los lápices de madera, la voz de la radio BBC durante la segunda guerra, las amigas y, también, todo lo malo, son una madeja indistinguible que le está haciendo estallar el pecho.
No le importa morir aquí, hoy, esta noche. En este momento se ha alineado la vía hacia Donosti, y con lágrimas advierte que el tren se detiene.
Baja del vagón sin sentir el suelo bajo los pies. Sabe que la recibirá el mar y el monte, que la querida silueta del abuelo la esperará en el andén. Con ojos fijos mira su propia muerte.
El hijo y el nieto la esperan. Desciende la abuela con un rostro extraña, casi como si no hubiese nadie detrás de esa máscara rígida para responder a la llamada. La llaman. Al hijo le ha temblado un poco la voz.
La abuela vacila levemente, advierte al nieto, ve al hijo ya canoso. Retorna, sonríe, vuelve a entrar en sí. Sale de Donosti, camina hacia ellos por San Sebastián. Ha de vivir un poco más.
 
 
*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
No quiero cantar*
 
 
 
No quiero cantar y se me hacen sangre las palabras
y brotan obstinadas como una vena abierta
encharcando el silencio de la tarde que espera
un tren, una odisea o el fragor de mis gritos.
 
No quiero cantar pero mis voces no se apagan
y siguen derramando susurros delirantes
hacia el cielo indiferente del crepúsculo.
 
Mas en las estaciones abandonadas no hay certezas;
tan sólo ausencias
                                    oquedades
                                                      recuerdos de miradas
vagos gestos de adiós como una llaga en la memoria
un vértigo de trenes perdiéndose en la noche...
 
Sólo la estación desierta
                           una voz aletargada entre mis labios
                                  y el eco atroz que no puede escucharse.
 
 
 
*Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
-De Destierro
-Sergio Borao Llop, publicó “El alba sin espejos” por el sello eBooks Literatúrame!
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Estación San Sebastián*
 
 
 
Querido hijo:
 
He recibido la carta donde me sugieres que vaya a vivir con ustedes. Tienes razón, ya no es bueno que viva solo en esta casa donde me crié, desde donde mi madre,  apretando sus labios en un rezo,  me veía correr para subir al tren y luego saltar al vacío.
 
¿Qué hubiera hecho yo sin los trenes?
Cuando las piernas me lo permiten, me acerco a ver ese camino de hierro que se pierde,  más allá del horizonte… en el cielo.
Entonces,  miraba las vías de otro modo.  Apretaba fuerte las estampitas entre los dedos y subía y bajaba del tren,  cuando estaba en movimiento,  sin ninguna dificultad.
Eran años difíciles. Los turistas venían desde  Buenos Aires y viajaban en plan de baños a Carhué. Por lo que se sabía, allí había las aguas termales más curativas de  Argentina. Entonces,  la gente era compasiva. Al verme descalzo, con poca ropa,  me daban monedas, comida,  golosinas y yo volvía a casa feliz y le prometía a mi madre que cuando fuera mayor, le compraría un sombrero y la llevaría a las termas,  para que se cure del reuma.
Mi madre acariciaba mi cabeza y me miraba con ternura y yo me sentía más hombre que nunca.
-Tienes que aprender mucho sobre el ferrocarril, así cuando se los cuentes, los turistas te pagarán la información -  insistía mi maestra. A la señorita le pareció muy buena la idea de que practicara la lectura y me prestó,  de la biblioteca escolar,  una revista con la historia del tren. Apenas había aprendido a leer  y por eso me costaba bastante hilvanar las palabras y el sentido de las frases. Me hacía pasar al frente y me obligaba a practicar en voz alta, hasta que conseguí hacerlo de corrido y  luego memorizar lo escrito:
 
“En la línea de rieles, San Sebastián,  es la última estación en haber sido levantada,  desde Puente Alsina,  por la firma constructora Hume Hnos. Esta firma,  edificaba las estaciones del FC Midland. Al llegar el tendido a San Sebastián, la sociedad constructora,  quedó en bancarrota como resultado de largas disputas, por intereses, con la Compañía General Buenos Aires. En ese momento (mediados de 1908) el Ferrocarril del Sud y el Ferrocarril del Oeste,  absorbieron al Midland y continuaron la construcción, reemplazando a la Hume por la Clarke, Bradbury y Co., lo que le da a las estaciones de aquí a Carhué, un diseño arquitectónico totalmente distinto, similar a las estaciones del Ferrocarril Sarmiento”
 
De pie,  en el centro del vagón, cada vez con mayor seguridad,  recitaba lo aprendido. Luego pasaba mi cajita de cartón por todos los asientos y la gente depositaba sus colaboraciones. Los clientes me respetaban y las ganancias eran mayores. Dejé de vender las estampitas y  compré,  a mi mamá y a la maestra,  un bonito adorno para colgar de la pared.
 
Aquel día,  lo recuerdo bien, viajaba una señora,  sentada  junto a una de las ventanillas. El vagón estaba completo pero el lugar, al lado de ella,  vacío, sin ocupar. El viento movía su cabellera,  que era  del mismo color del  sol cuando cae. Un vestido con motitas verdes y sus anteojos ovalados,  de ancha armadura blanca. Encendió un cigarrillo, a la vez que escuchaba mis palabras con atención.
Por su aire distinguido,  no tuve dudas,  venía de la gran ciudad.  Sobresalía entre nosotros, la gente del pueblo  pero también, era diferente a los otros viajeros que la miraban fumar casi con desprecio.
El caso es que ella estaba en el tren cuando yo lo abordé y me puse a recitar, mi memorización de rutina.  Me preguntaba qué hacía esa dama viajando en este tren,  indiferente a los susurros y chismes de los pasajeros que no le quitaban la vista de encima. También yo la observaba mientras me escuchaba,   sus hermosas uñas pintadas y su bolso adornado, de resplandecientes moños dorados.
No recuerdo de  otra persona que no fuera de mi familia o mi maestra,  que me haya sonreído, con tanta amabilidad,  al momento de pasar mi cajita y tan generosa pues,  tampoco  recuerdo, haber recibido tamaña cantidad de dinero por el mismo trabajo.
Ese día  como pocos,  salté del tren, exultante por la recaudación.
Nunca volví a verla pero mi madre,  se ruborizó cuando se la mencioné y me dijo que era de las mujeres que venían a trabajar,  en un lugar de lucecitas rojas, detrás de la estación  La Rica, unos kilómetros más adelante.
Cuando terminé la primaria ya estaba hecho al ferrocarril y pude conseguir un empleo como mozo de carga. La muchedumbre se arremolinaba en el andén y yo debía correr de un lado al otro para cumplir con mi tarea.
Los años me hicieron guardabarreras  y jamás me aburrí  de ver pasar las formaciones, de esperar que llegaran  y de despedirlas al  partir.
 
Ahora que el calendario de mi vida consume sus últimas hojas, mi querido, mi buen hijo, no me pidas que abandone los trenes.
Ha pasado la vida. Aunque el tren ya no regrese, sigo sentándome en el viejo banco, debajo del alero de la estación,  a esperar  el pitido que anuncia su llegada.  El servicio se ha suspendido desde hace  años y yo,  he aprendido que la soledad,  es una estela de humo en el recuerdo, restos de una memoria  de papel que el tiempo ha borrado,  un desierto sin norte, olas de arena en un mar seco, un extenso camino de hierro que marcha paralelo, desde mi niñez a la muerte.
 
Tuyo, tu padre.
 
 
 
*De Ana María Broglio. anamariabroglio@gmail.com
República Argentina
 
 
 
 
 
 
 
 
Luces extrañas*
 
 
¿Qué es lo que hace
que una vida funcione y avance?
 
Fabián Casas
 
 
 
posiblemente no exista un camino cierto
que me conduzca hacia la imagen soñada
de lo que debería ser y no ser mi paso
callado fugaz y sin marca por esta roca azul
que gira fría en el infinito
 
pero sin vacilar tomo la ruta solitaria
atrás he dejado el humo geométrico de una ciudad
atrás también quedan las ventanas iluminadas
como cruces de fuego con pequeños epitafios
atrás sí bien atrás aúlla el lobo metálico del tren
de nuestra historia interrumpida
 
y avanzo con el gesto de los trapecistas
observo la línea latente con el corazón como un satélite
que hace subir la marea de mi condena
estiro mis brazos hacia el volante para lograr equilibrio
entonces la velocidad se lleva los recuerdos
y son migas de pan que arrojo a los pájaros del pasado
que amenazan con su vuelo de luto
 
«voy hacia un encuentro» me digo y la voz
retumba en la oscura cabina del auto
para que unas palabras regresen sin orden a mis oídos
que repiten «todos deseamos que nos olviden
para así nacer de nuevo»
 
es por eso posiblemente que no me asombre
al ver las luces extrañas que vendrán a buscarme
es por eso que me dejaré llevar a otro planeta
donde seguro mis pasos irán tras tu ciudad tu ventana
tu epitafio para comprobar si has resuelto
nacer conmigo otra vez
 
 
 
*De HERNÁN SCHILLAGI. herschillagi@gmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Estación San Sebastián*
 
 
(Sobre la memoria, que reivindica los momentos en la distancia,
y sobre la posibilidad recurrente de una inversión en el tiempo)
 
 
 
Del pueblo solo queda un caserío exiguo, calles de fresco lodazal que acceden hasta la estación. He dejado el auto en una calle lateral, de esas que miran hacia un infinito sin árboles donde solo residen el horizonte y las nubes. Me reciben los perros, los guardianes incondicionales, como en todo lugar donde los edificios son bajos y se unen con los componentes básicos de la tierra. El único elemento del otro lado del endeble alambrado es la estación misma, San Sebastián. Yo tenía la curiosidad y toda la intención de acercarme al viejo andén y tomar algunas fotos. La fachada de chapa se conserva muy bien y me sorprende que esté habitada, una familia del lugar se ha afincado aquí a cambio de conservar lo edilicio y mantener a raya la naturaleza. Algunas gallinas, un par de cabras y tres perros componen la fauna doméstica. Un poco más alejado un pequeño edificio sanitario y leña, mucha leña y en una pared colgada una sierra de mano y unas sogas viejas, que dan cuenta de la obtención del combustible primario.
Parado en ese andén, hoy, quince de septiembre de 2014 al mediodía, observo, hacia Carhué la nada misma, no hay ni vías, solo pasto seco y el tendido de los viejos postes de un telégrafo prehistórico. La vía principal no existe, es la orientación típica de estas estaciones y mi brújula interna la que me indica la dirección de los perdidos puntos cardinales. Hacia Puente Alsina, unos galpones grandes de chapa gris, bien conservados, depósitos de vialidad quizás, y otros dos más chicos, un poco más alejadas también un par de viviendas de los empleados del Midland, estas si, aunque de piedra, ya hace mucho tiempo abandonadas, el moho verdinegro toma por asalto las viejas paredes. Al fondo antes de desaparecer de la vista, el tanque de agua, como un vagón alzado en el aire por una mano invisible hacia el cielo gris y más alejado aún la silueta de un pájaro delgado y extraño, el caño hidrante que hoy solo convoca al camión de la municipalidad.
Miro hacia la estación, que ya ni el nombre conserva, le han quitado las tablas o paneles donde estaba la denominación y observo que no hay nada que se parezca a una boletería, quizás estaba en alguna estancia o división interna. La estación cerró en septiembre de 1977, un día once de ese hermoso mes recorrió el tren de pasajeros estas poblaciones por última vez. Un día de septiembre cincuenta estaciones como esta, cuyos nombre de poco van muriendo, pasaron administrativamente al olvido, y Carhué, la orgullosa Carhué, punta de riel de un pasado turístico y esplendoroso, quedó a la deriva, un barco despojado, una ciudad que hacia el sur solo mostraría paramos desolados, cubiertos por la sal del desbordado Lago Epecuén. Nunca más oiría el trepidar de la maquinaria pesada de un tren, nunca más el vibrar de los durmientes de quebracho y el baile minúsculo de sus temblorosos clavos de hierro.
Pido permiso al actual habitante, padre de familia y este me permite el paso al interior de la estación, cruzo un umbral hollado por miles de pies antes que los míos. Observo la carencia de algún reloj como es común o lo dicta la memoria de otras estaciones entrevistas. Si hay, en un rincón de polvo y hojas secas, una balanza para pesaje de encomiendas, no de plataforma, sino de esas otras con pesos deslizables, ni tan vieja ni tan nueva. Un banco contra la pared solitaria y enfrente una ventanilla de boletería con enrejado marrón, semejante a un pequeño confesionario surgido entre las sombras. Olor a madera, a capas de pintura gris, a sellos postales, a monedas antiguas de bronce. Sobre el antepecho de la ventanilla, me aguarda un pequeño boleto amarillento con número de serie 18362, lo tomo entre mis dedos, dice en letras pequeñísimas: Servicio coche Motor - Ferrocarril Midland y en destacadas pone San Sebastián a Puente Alsina, clase única y el suculento precio de $ 0.40 de moneda nacional. Sonrío solo para mí y el corazón se me encabrita de pura nostalgia.
Aseguro la correa de mi cámara, la Kodak Instamatic es una fiel compañera de caminos y de rieles. Me doy vuelta para hacerle una pregunta al dueño de casa y descubro que he estado solo, ignoro cuanto tiempo ha pasado. El aire que ha ingresado por la puerta ha barrido el polvo y las hojas y el banco luce como si le hubieran aplicado una nueva capa de pintura marrón. Levanto la vista y localizo casi en las sombras un reloj que se me había pasado por alto, y también escucho su metálico corazón en movimiento. Salgo nuevamente o recuerdo haber salido una vez más, a la plataforma. Gente del pueblo se ha reunido en el andén, han llegado hasta el alambrado delimitador en Falcon Futura, en renoletas, en Rambler, en Renault 12, en cupés Chevys o Peugeot 504. Tomo algunas fotos de todos ellos y cambio el rollo, en el aire se siente algo así como una expectativa, un aire de ceremonia o despedida. Se acerca ahora, viniendo desde Puente Alsina una formación de coche motor bastante antigua, un gusano amarillo, rojo y azul que trepida ya cercano, lleva en su frente el número 2779, es un coche Ganz, le saco fotos, es un momento único. Me doy cuenta que todavía tengo el boleto entre mis dedos, pero algo ha cambiado, las letras grandes dicen: Puente Alsina a San Sebastián.
Abordamos el tren, a pesar de sus años de servicio las comodidades son más que buenas. Me arrellano en un asiento doble cubierto de cuerina marrón, he visto los del otro vagón, tal vez no pertenecientes a este coche motor, sino un arreglo de último momento y estos bancos eran de madera, como los de las plazas, también marrones. Partimos, y toda la cacofonía metálica del tren se armoniza y adopta una cadencia maravillosa y adormecedora al igual que las conversaciones de los pasajeros, todo se convierte en un murmullo continuo y conocido. Entreveo pasar las estaciones, mal recuerdo ahora algunos nombres: La Rica, Araujo, Dudignac, Corbett, Henderson, Casey, Saturno, son algunas, las demás las devorará el tiempo que es el depredador de la memoria. A las seis y cuarto de la tarde arribamos a Carhué partido de Adolfo Alsina.
Recuerdo Carhué como entre sombras de esa tarde a la salida de la estación. Un movimiento inusual me sorprende en la ciudad turística, innumerables coches circulan por calles prolijas y atiborradas de negocios, cuyos carteles multicolores comienzan a encenderse. Muchos de ellos son hoteles, hospedajes y pensiones: Hotel Azul, Hotel Americano, Hotel Las Familias, Hotel Horizonte, Hotel Plaza, el Hispano Argentino, también casas de regalos y fábricas de alfajores. Casa Bruni y sus electrodomésticos exhibiendo la nueva cocina marca Volcán. Me llama la atención un bellísimo coche estacionado como al descuido, un Pontiac Chieftain color arena que una delicia flamante para gente de buen respaldo económico y por las calles muchos otros: Pontiac Bonneville, Ford 1950, el año del Libertador, inverosímiles colectivos de chasis Chevrolet cubiertos de propaganda local, extraños Kaiser Manhattan, Chevrolet Bell Air, y hasta un exclusivo y aerodinámico sedan Studebaker.
La ciudad es pujante y cosmopolita, está en su apogeo, todo el mundo y sobre todo la sociedad de Buenos Aires se da cita aquí para disfrutar de los baños termales y su acción terapéutica, reconocida en todo el mundo. En la sede de la Sociedad Italiana proyectan “El Seductor”, un estreno, con Luis Sandrini, Elina Colomer y la cubana Blanquita Amaro, que justamente trata de un jefe de una estación pueblerina que se enamora de una bella mujer que viaja en un tren, todo el argumento se presta a equívocos y alegres miradas, los espectadores festejan el lenguaje de gestos del personaje. Más por gastar un par de horas que por las risas, acudo a la función y después ceno unas pastas en la Sociedad. Luego, cansado, con los ojos llenos de imágenes busco un hospedaje modesto y me duermo en un sueño de viajes y pasajeros que se convierten en estatuas de sal.
A las siete y media de la mañana ya estoy en la estación, el tren ha sido invertido de sentido en la mesa giratoria y ahora reanudaremos el viaje. Una multitud de personas despide el tren agitando las manos y algunos pañuelos al abandonar la plataforma de Carhué a las ocho y cinco minutos exactos. Recorremos las estaciones a la inversa, San Fermín, Coronel Freyre, Coraceros, Hortensia, Morea, Ortiz de Rosas, Baudrix, Indacochea, por nombrar las omitidas en el viaje de ida. En cada una un puñado de pobladores nos despide, ellos saben que ya es la última vez que verán el tren de pasajeros, hasta los perros nos acompañan en el lento paso por los gastados andenes. Al pasar por San Sebastián observo el boleto en mis manos y ahora me muestra la información correcta, el destino cierto: leo a la luz del mediodía: San Sebastián a Puente Alsina. Acomodo mi traje de franela gris, el cuello de mi camisa y la delgada corbata negra, me subo el pantalón bien alto y me relajo para el viaje hacia Buenos Aires.
El viaje se hace torpe, traqueteante, las horas, los pensamientos y las estaciones se suceden lentamente, como un libro que se recorre despacio, hoja por hoja, con la yema de los dedos. Converso un momento con el guarda uniformado mientras me pica el boleto y me comenta que la formación es un coche motor Birmingham Gardner y que todos los asientos ahora son de madera, es más, casi toda la estructura de este vagón en que viajamos, por ejemplo, es categóricamente, de madera. Consulto mi Guía Peuser 1948 de Horarios del Ferrocarril Midland y voy apuntando mentalmente las estaciones que quedan atrás: Ingeniero Williams, Plomer, Km 38, Rafael Castillo, José Ingenieros, La Salada, La Noria, Villa Caraza ya ingresando al partido de Lanús. El tiempo está a nuestro favor, hemos hecho el recorrido con ventaja, los pasajeros descubren una algarabía contenida que comienza a explotar con el final del viaje. Son las tres y cuarto de la tarde y la formación llega a Puente Alsina.
Desciendo en la plataforma y me asombra la complejidad de estación mayor, acostumbrado a las humildes paradas de provincia. En vías secundarias veo la locomotora más extraña que rodara por rieles argentinos, una inmensa Sentinel Cammell de calderas revestidas de acero, un tren blindado, una bestia que devora ingentes cantidades de carbón y más agua aún. Recorro las dependencias y doy con la puerta que da al frente, desde allí veo las obras ya casi terminadas sobre el Riachuelo, del puente Uriburu con su estilo neoclásico, la estación tomaría el nombre de los sucesivos puentes que como este, fueron construidos desde la Avenida Saénz para salvar el brazo de agua hacia el sur, hacia donde entreveo los caserones del barrio Pompeya. En la rotonda cercana, tres líneas de tranvías se disputan el gentío hacia Constitución, Plaza Once o La Paternal, las líneas 9, 8 y 55 respectivamente. Para los que no gustan de lo motorizado, diversos carruajes te acercan hasta los barrios aledaños. Saco algunas fotos de la fabulosa arquitectura del puente y guardo mi pequeña cámara Agfa Billy Clack. Extraigo el reloj con su leontina de delicados eslabones del bolsillo de mi chaleco gris, de paso me acomodo el traje cruzado a rayas también de gris y mi sombrero de fieltro de ala ancha en la vidriera de un café. Un canillita pasa a las voces que se han iniciado los conflictos en el Chaco, la situación entre Bolivia y Paraguay no tiene otra solución que el uso de las armas, la guerra es inminente. Lo mismo sucede entre los hermanos peruanos y Colombia. El continente tiene varios frentes de batalla y el hombre solo siente el deseo de forjar países modernos.
Pernocto en un hospedaje de Valentín Alsina y escuchando en la radio los conflictos del norte me duermo. Temprano me levanta el traqueteo de los tranvías y salgo hacia la cortada Membrillar, son las siete de la mañana. Debo partir, el tren que me espera en la estación es un pequeño monstruo negro, una Kerr Stuart de cabina abierta. Solo dos vagones componen el convoy más un pequeño furgón de cola o Brake Van inglés, suficiente material rodante para el viaje hasta San Sebastián. Entre bufidos y chorros de vapor de agua como un animal de pesadilla parte el tren, nos restan unas siete horas de viaje. En Fiorito y en la Noria abordan operarios e ingenieros de la empresa constructora Hume Hnos, nos apretujamos un poco entre herramientas y vaivenes, mal agarrados a los fierros y los bancos de madera, aunque el tren se deslice tranquilo y rápido sobre los rieles nuevos. Vemos el campo ya amanecido y en sus labores, el sol nos persigue y en algunas estaciones los niños que marchan hacia las escuelas nos saludan con los ojos grandes y las sonrisas de la inocencia.
A las diez de la mañana llegamos a San Sebastián. La estación nueva, toda de chapones relucientes, hay quien dice que en algún futuro será de material, no es vano soñar con el futuro de los Ferrocarriles Argentinos, debería ser más que una utopía. Descienden los operarios de la constructora y todo se llena de voces y metálica melopea de clavijas y herramientas. Hoy es 15 de junio de 1909, en dirección a Carhué no hay vías todavía, cientos de durmientes nuevos de quebracho aguardan que las manos enguantadas los acarreen a sus sepulturas definitivas, quizás por un siglo o más, la carcoma y la fatiga dictaran sus años de tierra y sueño. A un costado una pirámide de rieles, buen acero británico calentándose al sol. San Sebastián esta febril e inquieta, inmensa de movimientos y vitalidad. Acomodo los operarios para una placa fotográfica y los inmortalizo para la posteridad. Aquí crecerá un pueblo, al amparo de estas venas de sangre de este tiempo de industria y avances industriales. Me siento en el banco de la plataforma y sueño, me adormezco, mi sombrero cubre mis ojos y escucho el grito eterno del tren.
 
 
*De Jorge Lacuadrajorgelacuadra@hotmail.com
– 26/07/14.-
 
 
 
 
 
 
 
 
 
Reencuentro*
 
 
 
Esta arriba del tren pero sabe que no va a ninguna parte, vagamente trata de calmar la soledad con el método que utilizaba su tío después de enviudar a los 85 años. Los domingos, se iba hasta la estación de tren y viajaba hasta el final del recorrido. Bajaba, buscaba una parrilla, pedía un sanguche de bondiola, un vaso de tinto. Pasaba un rato en el andén de la estación apoyado en su bastón. Probaba su buena vista ayudada con lentes para ver pasar mujeres, decirles piropos y -después de lograr un "gracias" o una sonrisa bien dada- subirse al próximo tren para volver a su casa antes del anochecer. "contra la soledad del domingo no hay como el viaje en tren" -recuerda con la voz presente de su tío.
 
Se levanta y se dirige al vagón comedor buscando una excusa para estirar las piernas, adelante va una mujer muy agraciada. Al entrar al vagón comedor casi se tropieza con un hombre que caminaba en sentido contrario sin verla.
El hombre observa que de las disculpas ellos pasan casi enseguida a un abrazo. "sos vos" se dicen, "pasaron 26 años".
Como único testigo Lamenta no tener mejor oído ni leer los labios.
Los reencontrados buscan una mesa , se sientan. El hombre que viaja sin destino los sigue quizá por curiosidad, quizá por darle un acontecimiento rescatable a su vida en este domingo. Encuentra una mesa, puede verlos pero no escuchar. Debe seguir lo que ocurra desde sus gestos.
 
Los bautiza para poder imaginarlos mejor: él se llama Esteban y ella tiene cara de Lucia.
 
Esteban tiene entre 55 y 60 años. Vive solo o con padres ancianos.
Lucía aparenta una década menos que él. No esta sola de hombre aunque la soledad es la sombra de sus pasos.
 
Se ríen mucho. De pronto Esteban ha recuperado la postura de un hombre joven.
Con su dedo índice recorre sus labios.
"llevo tu beso perenne en mis labios" quisiera decirle.
Ella le toma delicadamente la mano, la acerca a su boca y le besa ese dedo que transporta un hechizo compartido hace muchos años.
No, no fueron amantes. Despliegan un cariño que solo puede dar una bella amistad.
Hace frío, aun en este comedor donde hay vapores de café y tibiezas de cocina. Esperan el pedido tomados de la mano.
Cuando la moza llega a la mesa desprenden sus manos con incomodidad.
 
Después del café con leche aparecen ataduras y dolores en el relato de los rostros.
-26 años es mucho tiempo-.
 
Lucia le recuerda que “El lenguaje es una piel”, saca un libro de su cartera. Le lee largo rato a Esteban.
 
"La vida es un milagro" "Encontrarse vivos y mutuamente sensibles es aún más milagroso"
 
 
Con los celulares se muestran fotos. Se brindan expresiones de ternura.
-Son las fotos de los hijos. Intuye el observador que va ganando confianza en su rol.
 
 
El tren va a detenerse en una estación. Lucia y Esteban se levantan. El hombre sabe que se van de ese tren.
Hermoso día para refundar el mundo con sus propios pasos -deberían decirse.
El hombre se asoma por la ventanilla. Los ve irse tomados de la mano. Llevan una promesa de futuro.
Seguramente no les interesa ni el nombre de la estación, pero en el cartel se lee "San Sebastián".
 
 
 
*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
El viaje y el espejo*
 
 
 
Vienen pasos de luz, marcan un nuevo día.
Me digo: será hoy, hoy me decido.
Se inicia la danza de rumores y a su orden...
se alzan manos, cuerpos, lazos,
de rutina. Como sutil veneno, el vértigo
desenrosca instintos hasta ser fijación
de horas obsesivas. Me nace el grito.
Lo arrojo invertido, hacia adentro.
Partida, descentrada, me desprendo
del avance inexorable de mi tiempo
rechazo el escándalo de ritmos prefijados,
destruyo relojes de mecanismos perfectos
en un mundo ajeno al pulso de mi pulso.
(Desde un punto Omega
crearé bandadas que me presten
su aire y su donaire
para saber los cielos)
Crecen los pasos de luz.
Me fijan horarios y emociones,
salen a buscarme y no hallan
sino el grito metido en el silencio
exterior de mi cuerpo.
Parto hoy
Lleno una maleta de recuerdos,
me visto de aromas olvidados,
enfundo muebles y prejuicios…
Antes de echar llave me acuerdo del espejo,
nigromante sin piedad, me da la imagen real:
marca un rostro surcado de ansiedades
y en un juego de luz y sombras, en la frente
una cruz de ceniza me coloca. Es el signo
que deshace el viaje…
Al volverme, ingreso
bajo el mando de la luz,
al vértigo.
 
 
*De Miryam Colombotto de Seia. miryamseia@cablenet.com.ar
-De RAÍZ AL AIRE -1981-
 
 
 
***
 
INVENTREN
Próximas estaciones literarias:
  
SALADILLO NORTE.
-Por Ferrocarril Provincial-
 
 
J.J. ALMEYRA. 
-Por Ferrocarril Midland-
 
-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
 
 
Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el Inventren sigue un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland con destino a Puente Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con destino a La Plata.
 
-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:
 
 
INGENIERO WILLIAMS.
 
GONZÁLEZ RISOS.  PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.
 
PLOMER.   KM. 55.   ELÍAS ROMERO.
 
KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
 
LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.
 
ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.
 
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI.
 
KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.
 
VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.
 
PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.
 
 
 
-las estaciones por venir en el ferrocarril  Provincial:
 
 
 
GOBERNADOR ORTIZ DE ROZAS.
 
JOSE RAMÓN SOJO. 
 
ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.
 
JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.
 
FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.
 
ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.
 
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.
 
GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.
 
D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.
 
ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.
 
ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.
 
 
 
 
 
 
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
Para compartir escritos escribir a: inventivasocial@yahoo.com.ar
 




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