sábado, agosto 02, 2008

LAS HELADAS FLORES DE LA MELANCOLÍA...



*Foto de Florencia Soler Abbate. florencia_soler_77@hotmail.com




CARAS CHATAS*




En Europa leí "Cometas en el cielo", de Khaled Hosseini. La historia transcurre en Afganistán, y entre muchas cosas se ve al pueblo de los hassaras como un pueblo de sirvientes. Son los caras chatas, su fisonomía advirtiendo sin necesidad de presentación que sus ocupaciones serán las más bajas. Servir las mesas, limpiar lo que reste de los banquetes de los otros.
En el libro, el protagonista vuelve a Afganistán luego de mucho tiempo, para encontrar a su ciudad convertida en cementerio, en paredes derruídas, en los escombros que dejaron la ocupación soviética y la furia de los talibanes. Él recuerda una Kabul con olor de cordero asado, con aromas especiados, con risas, con niños jugando felices en las colinas. Un hombre le dice que, sin embargo, esa ciudad feliz que recuerda y añora solamente existió para él; para él que tenía un padre poderoso y vivía en una casa
señorial. Le hace notar que ahora ve al país como un extranjero, pero que verdaderamente siempre fue un extranjero. La clase acomodada es extranjera en su patria, ve un segmento, vive y siente una pequeña porción de la realidad.
Y en Europa sentí, cada vez que hablaba con acento sudamericano, que probablemente la gente instantáneamente me ubicase del lado de la servidumbre. En Europa los latinoamericanos son quienes sirven las mesas y limpian lo que resta de los banquetes de otros. Y era una sensación incómoda y vergonzosa.
Al volver a la Argentina, en Santa Fe, vi hoy a un niño de cara chata llevando, o más bien arrastrando, un palo más grande que él repleto de juguetes inflables que vendía en la calle. No es un hassara, es un niño americano con sangre aborigen. Moreno, bajito, de cara chata. Lleva en el rostro la señal de la servidumbre y del oficio modesto.
Me sentí hoy, en Santa Fe, tan extranjera como el afgano que regresó a su tierra arrasada. Como el afgano que dirá "si, soy afgano, pero cuidado, mirenmé bien que no soy hassara". Mi propio rostro no porta las señales del oprobio, no me coloca en la otra casta. Mirenmé bien, por favor, si no
parezco latinoamericana.
En Europa tuve una sensación incómoda y vergonzosa.



*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com







LAS HELADAS FLORES DE LA MELANCOLÍA...






Deshojando*




Ella estaba totalmente enamorada pero en la actitud de Julio notaba unos pequeños detalles que la hacían sospechar que no era correspondida. Por su forma de ser necesitaba estar segura de los sentimientos de él y temía una nueva desilusión.

Julio era encantador, educado, sensible, atento y fiel. Le había pedido en matrimonio y estaba a punto de comprar una casa donde irían a vivir después de la boda. Sin embargo necesitaba tener la seguridad de que estaba enamorada de ella por lo que decidió que la madre naturaleza se lo diría deshojando una flor. Las flores nunca engañan.

Debo reconocer que sus conocimientos de botánica eran un tanto limitados y en lugar de probar con una margarita, flor pitonisa del amor, decidió hacerlo con la primera que encontrara. Se puso muy contenta cuando descubrió un trébol de cuatro hojas. Recordaba perfectamente que traía suerte. La tomó y comenzó a deshojarla. Me quiere, no me quiere, me quiere…




*de Joan Mateu joan@cimat.es









Mi propia vida*




Quien soy
Cuando estoy sola
Sin mi trabajo
Sin mis amigos
Sin las preocupaciones
De mi hijo adolescente.

Cual es el enigma
De vivir mi propia vida

Quisiera circunscribirla
En un espacio estable
En un llano arquitectónico
En un recipiente inalterable
En un sobre lacrado
Y certificado
Ante escribano publico

Pero no puedo
Ella la Vida se licua
Por una hendija casi invisible
Y fluye, no se somete
Ante mis deseos, mis temores
Mis amores.

Como el sudor de las manos
Transparentes de mi hijito
Llenas de ternura
Y sus deditos abiertos a la aventura
Solo ella sabe y dirige
Mi propia vida.


Para Edu Coiro.-


*de Azul. azulaki@hotmail.com









Vida y destino*



*Martín Caparrós
01.08.2008



Hace unos días terminé de leer una de las grandes novelas del siglo XIX. Pero hay libros de los que no se puede decir “terminé de leerlo”, y probablemente ésa sea la prueba de su grandeza: aunque la haya terminado sigo, de diferentes modos, queriendo, sin querer, leyendo esa novela.

Vasili Grossman fue, durante un tiempo, algo así como un héroe de la Unión Soviética. Había nacido en 1905 y en Berdichev, Ucrania, en una familia judía acomodada; la revolución lo entusiasmó desde el principio y decidió estudiar ingeniería porque, en esos días, el camarada Lenin decía que el comunismo era el poder soviético más la electricidad. Pero empezó a escribir desde muy joven y, a sus 30, publicó sus primeros cuentos; en 1936, mientras el camarada Stalin mataba a millones de comunistas con sus purgas, Grossman fue aceptado en la oficialísima Unión de Escritores, con todos sus privilegios, y abandonó la ingeniería.

Al año siguiente su esposa Olga fue detenida por “no haber denunciado las actividades antisoviéticas” de su primer marido, el poeta Boris Guber. Desesperado, Grossman mandó una carta al jefe del servicio secreto, pidiendo su liberación: “Todo lo que poseo –mi educación, mi éxito como escritor, el alto privilegio de compartir mis pensamientos y mis sentimientos con los lectores soviéticos– se lo debo al gobierno soviético”. Para su propia sorpresa, su mujer fue liberada unos meses más tarde.

En 1941, la alianza entre Stalin y Hitler se rompió y los alemanes invadieron Rusia. Grossman fue exceptuado del servicio militar, pero pidió ir al frente como corresponsal: sus crónicas de guerra, publicadas en el diario del ejército soviético, Estrella Roja, lo hicieron popular y respetado.

Grossman acompañó a las tropas rusas que liberaron el campo de Treblinka y fue uno de los primeros en escribir sobre el holocausto nazi. Buscaba, entre otras cosas, rastros de su madre, deportada y gaseada; sus artículos sirvieron como pruebas en los juicios de Nüremberg. Cuando la guerra terminó, su vida era, dentro de lo posible, desahogada; hay distintas versiones sobre por qué decidió tirar todo por la borda. Quizás haya sido la decantación de lo que había visto y vivido en la Gran Guerra o, más probablemente, la ola de antisemitismo lanzada entonces por el Kremlin. Lo cierto es que, en algún momento, Grossman empezó a escribir una novela que contaría esos años y que pensó llamar, sin el menor pudor, Vida y destino.

Cuando la terminó, en 1960, Grosmann la mandó, como debía, al comité de censura. No tenía grandes expectativas pero era el único modo de llegar, eventualmente, a publicarla. La censura no sólo la vetó; poco después su departamento fue asaltado por un comando KGB que se llevó todas las copias e incluso, por si acaso, los carbónicos y las cintas de la máquina de escribir. Un jefe del Politburó, Mikhail Suslov, le dijo que su novela no se publicaría en trescientos años: “¿Por qué tendríamos que agregar su libro a las bombas atómicas que nuestros enemigos preparan contra nosotros? ¿Por qué tendríamos que iniciar una discusión sobre la necesidad de la Unión Soviética?”. En esos días todavía había gente que creía en la literatura.

Vasili Grossman se murió en 1964, a sus 58, marginado, humillado, de un cáncer de estómago. Quince años más tarde, un amigo consiguió sacar a Suiza un borrador de la novela, y al tiempo se publicó en inglés y francés; la traducción española apareció el año pasado. Vida y destino es, insisto, una de las grandes novelas del siglo XIX.

Digo: una novela de cuando las novelas creían que podían –que debían– contar el mundo sin pudor, sin ninguna modestia. Algunos la comparan con Guerra y paz: yo estoy de acuerdo. Vida y destino es un fresco espeluznante de los desastres de la guerra y de la vida bajo el poder de un Estado total: los días en el frente de Stalingrado donde cada cual sigue su pequeño camino personal bajo las bombas, las agachadas de los funcionarios que obedecen por miedo o por codicia, la carta estremecedora de una vieja judía a punto de viajar al exterminio, las noches en un gulag soviético y en un campo alemán, las muertes heroicas, las muertes tontas, las muertes olvidadas, las traiciones, las peleas de un científico ruso con sus colegas y con su conciencia, las matanzas de campesinos durante la colectivización de la agricultura, los amores y desamores donde también tercia la mano del Estado, las semejanzas entre el sistema nazi y el soviético, las reflexiones sobre la sucesión de Lenin por Stalin, la caída de un comunista detenido y torturado sin saber por qué, los grandes odios, las pequeñas miserias, contadas con un aliento extraordinario, sin miedo de la desmesura.

Y con un objetivo: se ve –se lee todo el tiempo– que Grossman escribió esta novela como quien prepara meticulosamente la bomba suicida, con la conciencia de que le costaría la vida o algo así pero que, de algún modo, le valdría la pena.

Una novela, digo, del siglo XIX: de cuando las novelas creían que debían y podían. Después, a principios del veinte, la vanguardia se cargó aquella forma ingenua, desmesurada de poner en escena “lo real” para cambiarlo, y buscó en la experimentación sobre sí misma su sentido. Hasta que, en los setentas, ochentas, esa idea chocó contra sus límites y no quedó ni lo uno ni lo otro: ni contar para cambiar el mundo ni para buscar nuevas maneras.

Me da envidia el camarada Grossman, que sabía para qué escribía. Ahora no sabemos: me parece que casi siempre no sabemos. Ya no sabemos dónde está el coraje de un texto, dónde su necesidad.

En general, creo, escribimos para escribir. Porque es interesante, simpático, satisfactorio incluso, porque no está mal ser escritor, porque se gana algo de plata y un poco de respeto, un par de viajes, la admiración de algunos. Por eso, supongo, escribimos cositas. Por eso, supongo, las librerías están llenas de libros que no dicen nada, que se olvidan en un par de meses, que dan exactamente igual. Me da envidia, mucha envidia Vasili Grossman, canceroso, olvidado, convencido quizá de que su esfuerzo había valido todas esas penas: que si tenía una vida debía hacerla un destino y que ese destino, extrañamente, era una novela.


*Fuente: Critica Digital.
http://www.criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=9137








“El bosque helado”*

(Cuentos de hadas)




*de Julio Pino Miyar. isla_59_1999@yahoo.com
30/7/008



Entre los grandes compendios de literatura y tradiciones folclóricas de los pueblos de Occidente, existe un libro, acaso único, publicado en Alemania hacia la primera mitad del siglo XIX por dos filólogos y germanófilos: “Cuentos de hadas de los hermanos Grimm”. Destacándose entre sus transcripciones literarias narraciones como "Hänsel y Gretel”, “La cenicienta”, “Juan sin miedo”…
El sostenido proyecto histórico, experimentado por las sociedades que integran Occidente, ha permitido establecer una relación de distanciamiento, esencialmente exegética, con respecto a los antiguos valores aportados por el folclore y la tradición en general. El papel en particular realizado por los artistas e intelectuales europeos con respecto a los vínculos siempre concomitantes de la creación y la tradición cultural, más la función pedagógica e investigativa ejercida por las universidades modernas, ha tendido progresivamente a reorganizar y resignificar socio culturalmente el antiguo material mitológico, que conforma el arcano pensamiento “prelógico”.
Lo curioso de estas leyendas es que son mitos sin religión, que se presentan ante el lector moderno como puras narraciones fantásticas. Obviamente, cuando leemos historias como “La cenicienta” y “La bella durmiente del bosque” no encontramos en ellas ninguna mención de peso que las implique de forma directa con un orden de pensamiento religioso ya sea pagano o cristiano. Se trata simplemente de historias de hadas, tal como prefirieron nombrarlas los hermanos Grimm. Aunque como tales tienen un origen esencialmente pagano. Las hadas de los bosques alemanes son las herederas de las sílfides, ninfas y ondinas que giraban en torno al viejo panteón de los dioses nórdicos, pero entremezcladas con otras tradiciones (celtas, griegas, latinas, eslavas, mediterráneas) en ocasiones más antiguas, en ocasiones más recientes.
Los personajes de las leyendas de los Grimm no se encuentran insertos en una red filogenética, construida mediante la relación parental que enlazaría a la mayoría de los personajes mitológicos para que integren una específica teogonía. Son sólo “viejos cuentos de invierno” que apartan por un breve espacio de tiempo a los oyentes de sus labores cotidianas. Pudieron quizás ser, en su origen más lejano, un desprendimiento de una arcana teogonía de la que sólo hoy nos quedan, dispersas entre la ceniza, unas cuantas brasas encendidas, crepitantes residuos de un gran fuego que en una edad muy remota abrazó la imaginación de los hombres.
La función ejercida sobre estas historias fabulosas por la sociedad y la cultura cristianas, fue la de pretender resignificar el sentido y la finalidad anecdótica de las mismas, condicionando para eso una interpretación muchas veces moral. La censura del siglo XIX se cebó en la obra de los Grimm, eliminando de los cuentos las implicaciones sexuales demasiado explícitas; limando lo excesivamente cruel o grotesco de algunos desenlaces. Los Grimm se defendieron, frente a estas acusaciones, alegando que su obra no era para niños; ellos estrictamente habían realizado la compilación literaria de un gran imaginario popular.
“La bella durmiente del bosque” es una de las leyendas que parecen guardar mejor su antiguo procedente religioso. Hay en ella, lo que podríamos llamar, la idea cristalizada de un contenido fundamental: el tema de la virginidad y la pureza situado lejos del impacto del tiempo, para convertirse en arconte de una realidad intocada; en sello inmaculado. Los cien años asignados a una virgen dormida en lo más profundo del bosque, sugieren un conocimiento vedado al común de los mortales y solamente rememorado por una mágica tradición.
El núcleo de esas narraciones extraordinarias configura la fibra puramente imaginativa, el subconsciente maravilloso, donde habita, en el oscuro “ground” de la casa encantada, el horrible gnomo. Pero, ¿son acaso ellas la consecuencia de un antiguo sueño racial? ¿Hijas de la fiebre y el delirio del hombre germano dormido en su sueño prehistórico? ¿Un sueño secular (como el de la virgen del cuento) del que sólo podemos encontrar las huellas “arqueológicas” en la gran compilación efectuada hace casi dos siglos por los hermanos Grimm?
Hay un momento, en el complejo devenir de la especie humana, en que el hombre, en vías de confirmar su identidad, se volvió sobre su pasado intentando indagar acerca de su más lejano origen. Al no recibir respuesta, pues las brumas que cubrían los tiempos inmemoriales de su nacimiento se resistían a revelar un contenido real e histórico, el hombre entonces mitificó su origen, llenándolo de leyendas. Ya que la condición humana no sólo posee una dimensión histórica, socio política, sino además antropológica, racial, prominentemente filogenética. El oficio de los poetas en las largas noches junto al fuego (oficio que Platón en su “República” juzgaba altamente pernicioso) alimentó así la imaginación secular de la especie.
El arcano sueño filogenético se funda principalmente en la grandeza de los padres, preámbulo a una heredad y a las tareas que ha de realizar el hijo sobre la tierra. En los mitos y leyendas estas relaciones, padres, hijos, hermanos aparecen siempre cristalizadas, ajenas completamente al fuego gregario y sociohistórico, como conceptos congelados, patrimonio exclusivo de una raza, una pulsión biológica, fundamentos prehistóricos del hombre, quien, sometido al impass del sueño, indaga, mediante la imaginación poética, en la pureza de las imágenes perdidas de su obscuro origen; la princesa y el príncipe encantados de la fiebre y el delirio.
Como apuntábamos, las narraciones de los Grimm fungen como una especie de testimonio mitológico de un antiguo y poderoso orden cultural (¿religioso?) del que sólo nos quedan ruinas psicológicas trasmutadas en inofensivas y hermosas leyendas infantiles. Lo que apreciaron muy bien los trágicos griegos, fue que todo mito (si partimos de su fundamento psicológico) se incuba en el entresijo de la familia humana, en la problemática que ésta encierra, primero, como orden natural y, segundo, como estructura social, lo supo relacionar Sigmund Freud con su teoría general del hombre y la cultura.
La misión que persiguiera el creador del psicoanálisis fue la de recapturar el mito, otorgándole un sentido y una función, para el hombre y las sociedades modernas. Para Freud, el mito presuponía la configuración de una esencia que, felizmente desentrañada, arrojaba nuevas luces acerca de la composición psicológica del individuo y su comportamiento. A partir de este punto de vista, el mito volvía a ser rehabilitado en tiempos de la Modernidad; concretamente, el psicoanálisis frente al mito cumplía una labor hermenéutica; ser un método lógico interpretativo.
Casi podríamos decir que con Freud asistimos a una contemporánea rehabilitación de la poética del mundo y, en particular, a una restauración sociocultural del poeta como agente generador de leyendas y propalador de mitos. Ciertamente, desde los lejanos tiempos en que Platón desterró a los poetas de su República ideal, no había tenido la poesía mayor justificación ni el mito mejor expositor.
La poética del mundo conduce a la aprehensión de su esencia, del mismo modo que la palabra mito, llevada a su acepción más radical, lo que indica es “palabra verdadera”. El poeta surrealista Andre Breton, para quien las historias de hadas de los Grimm tuvieron el valor consultor de una biblia, escribió con énfasis en sus manifiestos sobre la necesidad de devolver a la imaginación creadora la plenitud de sus derechos… frente a la crisis moderna de la Razón.
Habría que situarse en el seno de los problemas iniciales que dieron lugar al viejo debate sociocultural entre Mito y Razón, poesía o ciencia, pulsión biológica o historia para intentar dilucidar un enigma que atenaza a la cultura y sociedades contemporáneas. Freud, fiel a la tragedia clásica griega, situó el origen del mito en las vigorosas relaciones de amor, lucha y dominación que engendra, desde su origen, la familia humana. Es en ese mismo retablo (gens, cultura, sexualidad) donde los estudios del antropólogo norteamericano del siglo XIX, Lewis Henry Morgan devinieron en el preámbulo científico indispensable para la teoría del materialismo (dialéctico) histórico, elaborada por Marx y Engels. Hay un lugar absolutamente inédito del tiempo humano en que la organización familiar produjo por igual al mito y a la historia; la primera división social del trabajo y la base de la estructura psicológica del individuo.
La experiencia histórica se configura a partir del resultado del trabajo creador de cada individuo de la especie (conectado a una cadena socio reproductiva) y del rencuentro interactivo (político y cultural) establecido por medio del recíproco reconocimiento con el resto de los hombres. Por lo que el rencuentro del hijo con el padre debería producirse siempre como algo sostenido e histórico, de una manera diáfana e integradora… Pero no ocurre necesariamente así: sobre el suelo primitivo de la primera división del trabajo, que entraña por igual organización de la reproducción económica y sexual, aparece el poeta como el gran dislocado de las tareas productivas de la gens e inventor del mito, el cual sacude la fibra de la dolosa prevaricación del padre, entendido éste como principal ejecutor del poder en la primera organización sociocultural que conociera la historia.
De este modo, el hijo, que ha encarnado la figura original del poeta en esta obligada relación filogenética, mitifica su origen; lo plaga de leyendas. Ya no será, según él, el hijo del padre prevaricador, sino el vástago del rey encantado de las profecías. En el mundo del subconsciente y en la develación de los sueños propuesta por Freud, el padre aparece bajo la figura de un rey simbólico; como una imagen sagrada. Y hay aquí algo que parece penetrar la esencia psicológica del cristianismo: Jesús, el Cristo, encarna su misión a partir de la condición más radical de su existencia: ser el hijo de Dios, rey de los cielos y la tierra.
Jesús representa, en la acepción vernácula de su historia, la condición de un hijo espurio a quien se le revela, mediante la inmersión en el agua lustral (el bautismo por San Juan) su origen principesco. Es el esperado príncipe que anuncian las profecías, que llega a traer la consumación de un reino milenario fundado en una legislación moral. La saga medieval del rey Arturo de Camelot evidencia que esta historia encantada constantemente se repite, bajo diversas formas, para pueblos y culturas. El rey Arturo espera, convertido en un cuervo, el momento en que deberá volver a reinar en Inglaterra. El tema del hijo espurio tiene un gran antecedente bíblico en la historia del niño hebreo Moisés adoptado por la familia faraónica. Y curiosamente, la narración de “La cenicienta” contiene también los elementos de la vieja historia encantada, la hija espuria y maltratada devenida, gracias al oficio de un hada, en bellísima princesa.
Resulta llamativo que en las leyendas de los Grimm no es nunca el hijo primogénito el predestinado a la gran misión, sino el más joven (que ha quedado despojado socialmente de los vínculos consanguíneos) quien es siempre el más listo. O sea, no es para estos germanistas el hijo mayor, como heredero tradicional y secular del padre, a quien le está reservado la gran heredad. Hay mucho de juego, divertimento, paideuma, juicio suspicaz y, sobre todo, de visión democrática de los personajes y hechos, en esta maravillosa compilación de cuentos alemanes.
La rotura con los vínculos estrictamente filogenéticos supone una apertura universal de la existencia dirigida al contenido vital y la dimensión civil de la familia, entendida ahora como familia humana; como humanidad. Por amor a las leyes universales, el hijo pierde sus ligamentos genéticos que lo constreñían a una relación individual con una familia para entregarse a las implicaciones globales, sociohistóricas de su razón de ser, en las que busca consumar su propia ley; realizar su condición de hijo universal; ciudadano por derecho de una sociedad política y de un privilegiado orden democrático cultural.
Por eso es que el origen del hombre se encuentra localizado en la historia; el apriori donde se cumplen las complejas leyes del desarrollo. Es en la historia además donde se desvanece todo sueño racial, cualquier pretendida pureza, y el hombre se hace así hombre entre los hombres, devenido en el fruto dialéctico y deseado de su propia condición.
Freud pensaba que había una filogénisis individual y otra colectiva, que los traumas y las crisis experimentados por el individuo tienen su inmediato correlato en la historia, en la que se expresan de una forma más general esos mismos procesos, con relación a los cuales el individuo es como una caja de resonancias. Las lesiones que los procesos traumáticos ocasionan al consciente del sujeto tienen la tendencia de emborronar en él la memoria, creando fallas de omisión en el pensamiento. Mas el subconsciente existe, en el habitan contenidos no revelados de la historia personal del individuo y de la humanidad, aunque esto no debería conducirnos a su mitificación. Por el contrario, el subconsciente es como el taller de trabajo de “Maese Geppeto” (me refiero a la conocida obra del siglo XIX “Pinocho” del italiano Carlo Collodi) franco, fiel, abierto, bien iluminado. El subconsciente es como ese lugar de trabajo donde se produce la personalidad psicológica del individuo. Si pudiéramos tomar conciencia de cuanto de realidad habita en el llamado subconsciente, operaríamos, sin duda, a un nivel superior de la vida. El subconsciente no es un almacén donde se guardan enigmas, porque allí nada es falso. Ese “taller” es como un laboratorio que rige el constante proceso de creación que nos une a la vida en su acepción más plena, a la solidez de sus procesos materiales. Y una develación radical del subconsciente nos libraría de las pesadillas que padece el consciente.
Los cuentos de los hermanos Grimm aluden, bajo la forma ambigua de metáforas y alegorías, a verdades muy profundas de la existencia, a relaciones insospechadas de la cultura. Son por eso mágicos dones del inconsciente colectivo y atributos universales de la personalidad humana.
La leyenda de "Hänsel y Gretel” (la pareja de hermanitos que se extravía en el bosque umbrío, donde encuentran una casita hecha de almibarados dulces y quedan a merced de una bruja que los quiere gordos para su cena) nos puede ayudar a explicar una concreta relación de nuestra psicología con el “misterioso” subconsciente. Si el principio del placer guía nuestros pasos y nos extraviamos insensatos una noche en el bosque tenebroso, donde proliferan las mil y una pesadillas de nuestra menesterosa estructura psicológica, deberíamos entonces preguntarnos con serenidad, qué significado tienen en sí las prohibiciones, sobre todo cuando se nos aparecen como manifestaciones de una herencia colectiva, hecha de miedo y mitificaciones. O qué es lo que esencialmente hemos transgredido y hasta qué punto está en juego, o no, nuestra libertad individual al aceptar los límites que a nuestra psicología impone la tradición mitológica.
Por eso es que al mundo mítico de "Hänsel y Gretel” lo he denominado “el bosque helado”, porque es allí tristemente, si pretendemos absurdamente que posea consistencia, donde nunca nada se realiza, salvo los oscuros sueños y las obsesiones más falsas del pensamiento que cree caminar por él en pos de una extraña y legendaria quimera. Pero también allí para nosotros, los adultos, es donde el texto nos invita a una seria reflexión, mientras nos sentimos colmados al distraernos leyendo páginas de tanta capacidad de belleza. No sé hasta qué punto, vagabundeando por esos lejanos bosques de la infancia y la adolescencia, sólo quisiéramos ver salvada la verdad más íntima (“el verso más puro”) las heladas flores de la melancolía y el más antiguo sueño gregario y universal de nuestra especie.









*




Queridas amigas, apreciados amigos:


El domingo 3 de agosto del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música del compositor brasilero Alberto Nepomuceno. Las poesías que leeremos pertenecen a Beatriz Marín Aguilar (Colombia) y la música de fondo será de Takillakta (Andes).
¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!


REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo! Cordial saludo!



YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 44 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067




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