miércoles, noviembre 18, 2009
¿VENDRÁS A BUSCARME EN BARCO DE PAPEL O EN NUBE ROSADA?
-ILUSTRACIÓN DE RAY RESPALL.
POLLITOS EN EL ESPACIO*
A José Luis Fariñas
Presentíamos que se traía algo entre manos, pero nunca pensamos que fuera a hacer realidad lo de los pollitos capaces de crecer en el espacio, cada vez que hablaba del tema reíamos, pensando que era una broma de mal gusto. Ni siquiera nos enteramos cuándo ni cómo coló los huevos en la nave. Solo sabemos lo que nos iba enviando diariamente en sus informes.
No solo consiguió que los pollitos crecieran en ambiente de ingravidez y pudieran sobrevivir sin oxígeno, alimentándose apenas de una gota de sopa primordial, como llamaba a aquel cóctel de vitaminas y aminoácidos, sino que con las sucesivas generaciones, fueron creciendo sin plumas, acortando las patas hasta quedar en protuberancias romas, disminuyendo la talla de las cabezas hasta hacerlas casi indiferenciables del cuello… Crecían listos para entrar en el microondas, apenas hasta la talla de una codorniz. Ellos mismos se alineaban para ser seleccionados, él tecleaba sus números en la pizarra electrónica y los pollitos iban, mansos, saltando sobre sus muñones hasta el horno, de donde salían dorados, tiernos y apetitosos, comestibles hasta el último huesecillo.
Fue un logro innegable: mejoraría la dieta de los cosmonautas, aligeraría las cargas de alimentos, pues con llevar algunos ejemplares era suficiente para crear una pequeña colonia. Él mismo llegó a tener más en la nave de los que era capaz de usar en su alimentación y los recicló como jugo primordial, logrando especies que ya nacían con la piel dorada y crujiente.
El primer síntoma de locura lo notamos cuando nos dijo que se sentía observado por los pollitos, o que al despertar había visto a uno frente a la computadora central, mirando la pantalla, pues era obvio que con la reducción de cabeza los había dejado virtualmente ciegos…
Lamentablemente, no supimos más de él, de su experimento o de su nave, ni siquiera tenemos modo de probar a nuestros superiores que el proyecto puede ser viable, porque solo nos quedan sus mensajes, que pueden ser tomados por los delirios de un demente.
Nos preguntamos qué habrá sido de él: era un buen colega… algo loco, pero lleno de ideas y del optimismo suficiente para llevarlas adelante.
…………………
Pollito 990514 miró una vez más los controles a través de sus sensores, ubicados en toda su piel dorada, capaz de soportar desde temperaturas extremas bajo cero hasta el calor del contacto con una estrella. Pollito 870417 confirmó que la enorme criatura de otra especie había sido totalmente reducida a jugo primordial, lo cual les daba una amplia reserva. Pollito 630523 comprobó que habían sido destruidos los localizadores…
Al tener la ventaja de poder sobrevivir en las condiciones en que fueron creados, no importaba cuán largo fuera el viaje: tenían el universo entero para explorar y conquistar. Lo importante era irse abasteciendo periódicamente de jugo primordial para no tener que sacrificar demasiados compañeros. Las mejoras introducidas al programa de vuelo les garantizaban saltos al hiperespacio, y más adelante utilizarían los agujeros gusano para trasladarse con más facilidad.
Embargados de emoción, unieron sus mentes y dieron la orden de despegue. La nave partió, rumbo a las estrellas.
*de Marié Rojas.
*Dibujo: Ray Respall.
¿VENDRÁS A BUSCARME EN BARCO DE PAPEL O EN NUBE ROSADA?
*
¿Vendrás a buscarme
en barco de papel
o en nube rosada?
Tal vez me separes
de mi ensueño nocturno
con prepotente gesto.
No puedo imaginarte
aunque a veces llorando
reclamo tu presencia,
tu rostro está vedado
por designio del Supremo
que te ordena y te oculta.
Quisiera te anunciaras
con la flor negra del rito
tiempo antes, sin apuro
*de EMILSE ZORZUT. zurmy@yahoo.com.ar
LA ESTACION*
Salí al aire frío de las calles, abandonando la oscuridad del almacén. Alguien que no reconocí me despidió con un extraño ademán. Recordé confusamente que debía tomar un tren.
Pocos días antes me había sido enviada una carta en la que se me recomendaba un viaje. Adjunto venía un billete de ferrocarril, que ahora descansaba sobre la mesilla de la solitaria habitación en la que cada noche me entrego a los despóticos juegos del sueño. No me tomé siquiera la elemental molestia de averiguar quién era el remitente de tan curioso envío, ni busqué en una guía cualquiera el lugar de destino. Pero ¿Quién hubiese vacilado ante un reto semejante? ¿Quién se hubiese resistido a ese instinto que siempre nos lanza hacia lo inesperado con tanta decisión como desprecio ante los posibles peligros? Conjeturé que sólo la cobardía hubiera podido impedir que recogiese el guante que el destino había tenido a bien lanzar contra mi rostro. Y nunca fui cobarde.
Así, poco después de las cinco de la tarde, tras una corta pero intensa siesta, me puse mi único traje (que apenas había utilizado una vez) metí en una maleta adquirida dos días antes mis escasas pertenencias y partí hacia la estación, dejándome azotar por las continuas ráfagas de un viento helado que hería inclemente las esquinas, los árboles, y el tránsito fugaz de los peatones que surcaban con rapidez las avenidas.
A causa de la menuda e impertinente lluvia que había comenzado a desgranarse sobre la ciudad, me vi obligado a tomar un taxi. Muy pronto, el automóvil se detuvo frente a un moderno edificio de dos plantas, ante el que otros autos vomitaban su carga humana, partiendo raudos en busca de otros
pasajeros, de otras historias.
Antes de entrar en la estación, me detuve un instante, con la viva sensación de haber pasado algo por alto, de no haber prestado la debida atención a algún ínfimo detalle, de ésos que luego resultan ser
trascendentales, pero, no siendo capaz de concretar en que pudiera consistir ese olvido, me encogí de hombros y penetré en el edificio entre una muchedumbre de rostros desconocidos y bonitas muchachas uniformadas y empleados siempre dispuestos a la oportuna indicación, al breve diálogo.
Ya en el interior, me sentí invadido por un reconfortante calorcillo, más agradable, si cabe, teniendo en cuenta el frío que la llovizna había traído consigo allá afuera. Al fondo, al otro lado de las
ventanillas ante las que el gentío formaba largas colas esperando su turno, pude ver una gran sala en la que multitud de personas charlaban, gesticulando. Un poderoso rumor se extendía a lo largo de toda la nave. Era la suma de las conversaciones de los presuntos viajeros, el eco de las despedidas, de las tópicas recomendaciones y las frases cariñosas. A la izquierda, un enorme mural representaba el mapa del país, cruzado por innumerables líneas rojas, como tantas otras arterias surcando el espacio, entrecruzándose, uniéndose, mezclándose y formando un complejo entramado que llegaba hasta los más recónditos rincones de la patria. Al lado, un cartel electrónico indicaba las próximas entradas y salidas, el horario previsto y el número del andén correspondiente. De cuando en cuando, se oía por los altavoces repartidos por todo el recinto una muy bien modulada voz femenina, anunciando la inminente partida de algún tren. Podían verse entonces algunas personas corriendo en todas direcciones, abalanzándose hacia las escaleras mecánicas que llevaban a los andenes. Otros paseaban con impaciencia frente a las ventanillas, lanzando insistentes miradas al electrónico, y escuchando con desmesurada atención cada uno de los mensajes que los altavoces vertían sobre el aire cálido de la sala espaciosa.
No dejó de llamar mi atención la aparente ausencia de escaleras ascendentes, ya que había, en efecto, un piso superior, que se veía a través de grandes cristales, y en el cual podían distinguirse varios grupos de personas, saboreando sus bebidas y riendo despreocupadamente. Otros, por el contrario, contemplaban con aire apesadumbrado el piso en el que yo me encontraba y callaban; sólo callaban ignorantes de las alegres risas que brotaban a su alrededor. (¿Habré de decir que en este lugar toda risa es forzada; toda alegría, aparente?) Enajenándome a esas tristes miradas, supuse que habría alguna escalera en el interior de la cafetería, pero esto aún no me preocupaba, puesto que mi intención no era subir a aquella atalaya acristalada, sino tomar un tren.
Sí, subir a ese vagón que el destino había puesto en mi camino y que ya no podía tardar mucho en hacer su entrada. Volví a consultar la lista de horarios sin hallar referencia alguna al tren que debía tomar, al itinerario que muy pronto había de emprender. Caminando con tranquilidad, me aproximé a uno de los numerosos bancos que ocupaban el centro de la enorme nave y me senté en él, situándome frente al letrero en el que, de un momento a otro, surgirían las mágicas palabras anunciando la llegada de mi tren, anunciando el comienzo de algo quizá maravilloso y excitante.
A mi lado, una mujer gorda dormitaba apaciblemente, y un poco más allá, un anciano miraba como hipnotizado, con expresión de ciego incapaz de admitir la ceguera, hacia el gigantesco mural. Niños ruidosos correteaban entre los bancos, pero, no sé por qué, en sus juegos se adivinaba como una falta: No denotaban la natural alegría que suelen atesorar la mayoría de los niños. Me dio la impresión de que ni siquiera estaban jugando sus propios juegos, sino cumpliendo un ritual insoportable y absurdo. No eran risas infantiles lo que llenaba el ámbito, no eran reales; y además, en sus rostros podía percibirse
un deje de rutina y melancolía, como si tales carreras, tales saltos y gritos, no hiciesen sino aburrirles y fastidiarles. (¡Cómo no lo vi entonces! ¡Cómo no salí corriendo de aquel lugar, de este lugar en el que
ahora estoy sentado y escribiendo estas agónicas frases que se han venido repitiendo una y otra vez en mi atormentada mente!)
Sonó la campanilla. De inmediato, oyóse la dulce y acariciante voz de mujer, recitando la aprendida lección de entradas y salidas. Escuché con atención, sólo para comprobar que tampoco era éste el tren que esperaba. Volví a mirar el billete, para prevenir cualquier posible error por mi parte. Tomar un
tren equivocado solía acarrear, según había oído decir, tremendas molestias e incontables transbordos posteriores, e incluso existía un rumor que aseguraba que, en caso de confusión, se hacía prácticamente imposible regresar a la estación de origen, descartando así toda probabilidad de emprender algún día el viaje proyectado, dada la gran complejidad de la red ferroviaria. (En algún momento, en el pasado, tuve la sensación de haber tomado un tren erróneo, pero eso ahora no es más que un vago recuerdo y las
certezas no existen) Sin embargo, no es menos cierto que si procedemos con atención es en verdad difícil equivocarse, debido en gran medida a la asombrosa exactitud de las informaciones proporcionadas por los altavoces y por el cartel de horarios.
La mujer gorda respingó, miró en todas direcciones, se incorporó de un salto, se frotó los ojos con el dorso de la mano y leyó frenéticamente las ocho líneas electrónicas que resplandecían frente a ella. Después respiró con fuerza y volvió a sentarse, tal vez algo desalentada. Fue entonces cuando se percató de mi presencia. Me contempló con curiosidad durante un segundo. Luego preguntó sin protocolo alguno:
- ¿Ha salido ya el tren hacia D.?
- No puedo estar seguro - contesté con amabilidad - Lo único que puedo asegurar que no lo ha hecho desde que estoy aquí - no dije nada más, tratando de rehuir el diálogo. Pero ella, ya más despierta, ensanchó un punto su sonrisa y dijo:
- Entonces ¿Llegó usted hace poco?
Iba a responderle con una escueta afirmación, demostrativa de mi escasa predisposición a entablar una conversación intranscendente, cuando me vi bruscamente interrumpido por el anciano que, con gran descortesía, increpó a la mujer:
- ¡Estás loca! - Gritó. Después se dirigió a mí en otro tono - Se lo he repetido cientos de veces. Su tren partió hace mucho. Pero ella se empeña en seguir esperando, aun cuando sabe de sobra que soy yo quien está en lo cierto - se volvió de nuevo hacia ella y con voz chillona agregó: - Nunca volverá ese tren ¡Nunca!
- Calla, viejo idiota - dijo ella entre sollozos - Tratas de confundirme.
Este amable caballero acaba de decir que aún no ha pasado. Yo sé que llegará y me marcharé en él, mientras tú te quedas ahí sentado, refunfuñando y soñando con un destino que jamás estuvo a tu alcance. A mí me queda la esperanza. A ti, nada más que la resignación o la locura.
- Yo nada espero. Eso es cierto - aceptó él con un tono más calmado - Hace tiempo que comprendí mi derrota. Pero tu esperanza ha de transformarse, ya lo verás, en una larga espera baldía, en sufrimiento y agonía, pues no quedan trenes que tu puedas coger, no hay destino que te reclame, ni andén
que pueda llevarte hacia la luz.
- ¡Cállate! - Gritó la mujer en dirección al viejo. Luego, mirándome con los ojos arrasados en lágrimas, dijo: - Es insoportable. Siempre está gritando lo mismo. Siempre ahí sentado, malhumorado e insultante, como si su único fin fuese destrozar mis esperanzas. Siempre descargando sobre mí su odio de
viejo egoísta, su desesperación de hombre abandonado. Pero no vaya a pensar que puedo huir de sus reconvenciones. No importa dónde vaya, allí está él para seguir machacándome. No deja de perseguirme, todo el santo día, de acá para allá. No sé si tendré fuerzas para seguir esperando mucho más.
Algo en las palabras de la mujer, en la actitud del anciano, hizo que, por un momento, me sintiera descolocado, como viviendo una situación irreal, un sueño absurdo del que no había escapatoria. Tratando de serenarme un poco, de superar con rapidez la confusión, miré al anciano a los ojos y, sin acritud, le espeté:
- ¿No le avergüenza tratar así a la señora? ¿Acaso carece del menor escrúpulo? ¿Es insensible al dolor que le causa con sus palabras?
Tras unos segundos de silencio, bajó los ojos, incapaz de soportar la hostilidad que se reflejaba en los míos. En voz baja, respondió:
- Tú también lo serás, cuando llegues a mi edad. Si hubieses estado aquí tanto tiempo como yo, quizá fueses más cruel - su tono fue subiendo poco a poco - ¿Qué derecho tienes tú a reprocharme nada? Te queda una larga vida, y se nota que no te falta ilusión. Tu tren llegará muy pronto y te marcharás,
como tantos otros, sin recordar nunca más esta escena, ni a ninguno de nosotros. No, muchacho, no tienes ningún derecho a juzgarme ¿Con qué propósito, pues, te inmiscuyes en asuntos que son completamente ajenos a ti?
Acabas de llegar y ya crees saberlo todo - su voz adquirió un tonillo irónico - pero no tienes la menor idea... Está bien, quédate ahí con esa chiflada. Así aprenderás. Yo me voy a otro lado.
Presa de una gran excitación, fingida al menos en parte, sacó de debajo del asiento unas muletas y se alejó con dificultad hacia otro banco próximo, desde el que también podía ver el luminoso. De nuevo esa sensación de irrealidad me fue subiendo por dentro, mezclada con un poco de frío, procedente de los andenes. En el exterior estaba anocheciendo y el viento castigaba con dureza las copas de los árboles y también a los pocos viandantes que circulaban a esa hora por las calles. Dentro se notaban, de
cuando en cuando, pequeñas bocanadas de aire fresco que hacían bajar, lenta pero inevitablemente, la temperatura. Anochecía y mi tren no llegaba, y una sorda preocupación se iba abriendo paso en mi interior.
La mujer gorda, que había cesado en sus sollozos y secado las lágrimas, se apretó un poco contra mí, musitando en mi oído:
- Tal vez el tren que estamos esperando va a llegar pronto.
Por algún motivo que entonces no supe precisar, esas palabras me produjeron una intensa desazón, pero el calor de su cuerpo a mi lado, y el suave aroma que de él se desprendía, consiguieron adormecerme.
En el sueño, vi miles de trenes entrecruzándose, entrando, saliendo, cambiando de vía.
Vi trenes lanzados a toda velocidad, galopando por extensas llanuras desiertas; vi trenes que descendían interminablemente, máquinas que arrastraban un número infinito de vagones vacíos y silenciosos; vi vagones repletos de gente y detenidos en medio de la vía, abandonados a su suerte entre los páramos. También pude ver, al fondo, allá en lo más profundo de mi sueño, un trenecito muy pequeño, antiguo, uno de esos que hace tiempo cayeron en desuso, algo desvaído por el paso de los años, aparentemente fuera de servicio. Pero una suave dulzura emanaba de sus gastadas maderas, de sus oxidados remaches, de sus cansadas ruedas. Y supe que ése era mi tren y que no debía perderlo. Y entonces recordé que estaba soñando; desperté sobresaltado, con la vista fija en el cartel, releyendo con precipitación cada una de sus líneas, sólo para comprobar con desaliento que mi tren seguía sin haber llegado a la estación.
Sentí un frío intenso. La mujer había desaparecido. En su lugar, aunque algo más alejado, estaba el anciano, contemplándome con curiosidad. Aturdido aún por el violento despertar, pregunté:
- ¿Qué ha sido de ella? ¿Llegó por fin su tren?
- De ningún modo - respondió él, sonriendo con amargura - Ese tren ya pasó y nunca regresan - hizo una breve pausa - Yo traté de avisarla cuando sucedió, pero se burló de mí, me insultó y desoyó mis consejos. No sé dónde habrá ido ahora. Lo más probable es que esté en la cafetería, tratando de subir al piso de arriba. Por la noche, cuando llega el frío, todo el mundo trata de resguardarse.
Algo se debatía en mis entrañas, como una inconcebible certeza de estar viviendo una situación que desafiaba toda razón. La increíble sospecha que se había ido asentando en mi mente desde el momento en que llegué, comenzaba a tomar forma; las palabras del viejo delineaban los contornos precisos de la pesadilla:
- Se dice que allá arriba no hace frío y que la gente es más amable, y la vida, más confortable. Pero nadie sabe cómo subir. A mí ha dejado de importarme. Apenas sería capaz de subir dos peldaños - al decir esto, remangó sus pantalones, dejando al descubierto dos piernecillas algo deformes y, sin duda, enfermas -Es por la humedad que viene cada noche desde los andenes y quizá también por las caminatas.
- ¿Caminatas? - Pregunté. Cada nueva revelación me iba arrastrando más y más hacia las desoladas regiones del pánico.
- Sí. Es preciso caminar mucho, para combatir el entumecimiento. De lo contrario, se corre el peligro de morir congelado. No ponga esa cara. Yo sé que todos se burlan de mis consejos, pero hágame caso: camine, camine todo lo que pueda. Todas las mañanas, los empleados tienen que retirar los cuerpos congelados de quienes no tomaron las debidas precauciones. Lo hacen con sigilo, fingiendo que nada ocurre, pero yo llevo demasiado tiempo en este lugar y nada se me escapa.
- ¿Sugiere usted que hay personas que pasan aquí la noche? - Dije. Algo en mi interior se resistía a creer en lo que estaba oyendo. No era posible.
Nada era verdad. Pronto despertaría en mi habitación, entre mis libros. Todo habría sido un sueño, desayunaría, me asearía y saldría hacia el trabajo, como cada mañana...
- Muchos días y muchas noches - respondió él con cierto desaliento - Hace años que espero, obstinado, la llegada de ese tren en el que ya no creo.
Pero no conozco otro camino.
- Sin embargo, yo no puedo esperar. Debo...
- Nadie puede, en realidad. Pero no me haga demasiado caso. No desespere. No es imposible que su tren llegue, en efecto, esta misma noche. En muchos casos sucede así. Permanezca atento a los altavoces. Trate de no dormirse.
Sea amable con los funcionarios, y ellos le corresponderán gestionando con rapidez los trámites de su partida. Pero, ante todo, deseche la prisa, reprima la ansiedad. Nada sucede antes de tiempo.
- Pero es que debería regresar antes del lunes...
- ¿Regresar? ¿Cómo ha de regresar?
- Tengo que acudir al trabajo, o seré despedido. Son muy estrictos.
- ¡Vamos! ¡No sea hipócrita! Usted conoce perfectamente su situación. Sabe de sobra que no hay sitio al que regresar. ¿Acaso no lleva en su maleta todo aquello que considera imprescindible? ¿No arrojó la llave de su casa en una sucia alcantarilla? ¡Pues claro que lo hizo! Igual que lo hicimos todos,
sabedores de que no hay regreso. Porque regresar equivale a fracasar ¿Y quién tiene el valor de reconocer el fracaso, de admitir el error? Antes la muerte, antes el sufrimiento más horroroso, que la confesión de la derrota.
¿No es, en rigor, la más completa verdad cuanto estoy diciendo? ¿Sería capaz de negarlo, de negármelo a mí?
Me sentí derrotado, desenmascarado. Con algo de vergüenza, admití:
- Sí... Es cierto. Eso es exactamente lo que hice... Pero en el fondo, yo esperaba regresar... ¿Cómo hubiese tenido, de lo contrario, el valor de partir? Es verdad. Sabía que el regreso no es posible, pero todo hombre necesita algo a lo que aferrarse, una referencia, un punto de apoyo para superar la terrible realidad... De modo que no me resta sino la espera. La espera que, según sus palabras, puede llegar a ser insoportable. Mas... siempre puedo bajar al andén y tomar el primer tren que llegue, aunque no sea el indicado...
- ¡De ningún modo! No hay dos trenes que puedan conducirle al mismo lugar.
Hay que atenerse al billete. Es imposible sospechar siquiera dónde podría terminar quien hubiese tomado un tren equivocado. Además, sepa que si baja al andén es muy posible que no pueda volver a subir, del mismo modo que resulta prácticamente imposible acceder desde aquí al piso de arriba.
Pensé en un número ilimitado de pisos, desconocidos entre sí. Un infinito edificio de incontables pisos desde cada uno de los cuales no fuese posible ver sino el superior y el inferior. Y en cada una de esas plantas, hombres idénticos a nosotros, hablando con nuestras palabras, compartiendo
nuestros pensamientos, hasta los más íntimos; siendo, en suma, perfectas imitaciones nuestras (o lo que es peor: nosotros imitándoles, siendo meras caricaturas, marionetas cuyos hilos...) Preferí no pensar más, escuchar en todo caso al anciano, que seguía hablando, pero la idea infernal de la multiplicación infinita de los pisos me había conmocionado de tal modo, que ya no me sentía con ánimos para seguir oyéndole. Sólo una voz interior que me repetía una y otra vez la completa imposibilidad de tan absurdo
pensamiento: No puede haber más que tres plantas, tres únicos niveles. Pero mi mente dudaba, y acaso...
La mujer gorda se aproximaba a nosotros, con la sombra de una aguda decepción oscureciendo su rostro. Sin una palabra, tomó asiento a mi lado y recostó su cabeza en mi hombro, disponiéndose, sin duda, a dormir un rato.
Yo, sin esperanza, hice lo mismo, pero mis oídos permanecieron atentos a los altavoces, mis ojos se abrían de cuando en cuando, vigilantes incansables del cartel electrónico. Esa noche no vino mi tren. Tampoco las siguientes.
El tiempo ha ido desgranándose y mi tren no ha llegado. Hay momentos de desesperación en los que pienso que no es imposible que haya descuidado la vigilancia durante unos minutos, quizá los necesarios para que ese tren hiciese, raudo, su entrada, reclamándome y partiendo sin respuesta, vacío de mí, corriendo inútilmente por una vía muerta.
Como todos he intentado en vano el ascenso al piso superior. Como todos, he pensado en bajar a los andenes y tomar un tren cualquiera, para terminar de una vez por todas con esta exasperante espera, pero siempre me fallan las fuerzas, y permanezco aquí, sentado en este viejo banco, con los ojos
cansados de tanto mirar en la misma dirección, con el corazón atormentado y apagándose.
Miles de trenes han partido y ninguno era el que yo esperaba. La mujer y el anciano, simples sombras en mi memoria, desaparecieron hace tiempo. Tal vez llegó su tren; tal vez hayan muerto sin haber llegado a tomarlo, anónimos figurantes en una siniestra farsa que se nos va llevando sin concedernos una
segunda oportunidad.
Pero también los demás han ido diluyéndose hasta dejar vacía la estación.
Los niños y sus fingidos juegos son ahora pasto del olvido y hasta los mendigos que solían estacionarse en la entrada han abandonado su antigua costumbre y han emigrado a otros lugares donde quizá haga menos frío, donde quizá haya limosnas.
La cafetería fue cerrada, y con ella se perdió mi última esperanza de ascender al piso de arriba, que ya ni siquiera puedo ver, y que tampoco me importa, si es que alguna vez me importó. Este nivel se ha quedado desierto por completo, a excepción de uno de los empleados, que permanece ahí, parapetado tras la rejilla y el cristal, que no habla ni responde a mis preguntas, que parece condenado a la eternidad sin fondo de las ventanillas.
Y la voz. La voz interminable, intolerable, anunciando trenes para nadie, melódicas burlas del destino, incongruentes frases sin destinatario. Es como si toda la estación estuviese aún abierta sólo por mí, únicamente para que yo pueda tomar mi tren y alejarme hacia otra quimera respirable. Y a veces
aun creo que acaso sea posible, como si todo este tiempo no hubiese transcurrido, como si aún se pudiesen construir nuevas ciudades, edificar otras realidades menos lamentables, calles habitables, nítidas, parques de sol, fuentes de esperanza sincera y real, monasterios...
Y sin embargo, sé que todo es mentira, ¿por qué no confesarlo de una vez? Sé que mi tren no ha de pasar, que mi espera ha de ser forzosamente estéril.
Pienso que un viento frío, una de estas noches, apagará para siempre mis esperanzas, congelándome, y así el ciclo se habrá completado y la estación perderá definitivamente su razón de ser y desaparecerá, como todo lo que un día hubo en ella. Porque ese tren que espero es algo que nunca existió, una sórdida invención de mi cansado corazón urbano; porque fui yo mismo quien envió aquella carta, buscando un pretexto para escapar a la insufrible rutina de las tardes sin nadie y sin nada en el monótono horizonte de la casa vacía. Hay otras estaciones desiertas, otros hombres iguales a mí, igualmente abandonados por la suerte, idénticamente solos, esperando a un tren que saben no ha de llegar, aguardando sin fe un destino que no existe, sabiendo con implacable certeza que todo es inútil, que ya nada va a ocurrir...
Pero he aquí que la campanilla suena de nuevo, y aunque conozco de antemano la inutilidad de mi acción, escucho atento, y lo que oigo me llena de desconcierto y de alegría, porque esta vez, desafiando todas las leyes de la razón, es mi tren el que está entrando con poderosa lentitud en la estación abandonada. El letrero luminoso así lo atestigua, y acaso también la leve sonrisa que me ha parecido sorprender en el pétreo semblante del empleado.
Asombrado aún, con las piernas temblando de emoción, cojo mi maleta y corro hacia la escalera descendente para hundirme en las profundidades del andén, sabiendo ahora que hay, en efecto, una escalera que sube y sube hasta perderse en el infinito, sabiendo que es esta misma escalera por la que voy bajando hacia el andén desierto. Pero eso ha dejado de importar, y corro sin descanso hacia ese tren que viene a buscarme exclusivamente a mí, corro incansable hacia ese destino que viene a reclamarme.
*de Sergio Borao Llop. sergiobllop@yahoo.es
Calvario*
El dolor es como lava hirviente.
Sobre mi carne cae, lentamente.
¿Por qué tuve yo que ser la presa?
¿Por qué todo este daño y esta herida?
¿Qué culpa estoy pagando que no es mía?
¿Qué pecado maldito que yo no he cometido?
¿Y por qué mi verdugo sonríe? Yo no puedo.
¿O es que acaso no sabe lo que ha hecho?
Como si yo jamás lo hubiera conocido,
el dolor viene a mí repetido y perverso
relamiendo su boca tentadora,
como gozando por haberme herido.
Pero no puedo odiarlo.
Y yo no haría sino abrazarlo ahora…
*de Celina Vautier. celka@arnet.com.ar
Condenado a vivir*
El argentino, condenado a prisión perpetua en EE.UU, desde noviembre del año 1999 es acusado de asesinar a un vendedor de computadoras en la ciudad de Houston. .
Norberto Salas, desde muy temprana edad, tuvo conductas sociales , individuales e intelectuales muy diferentes a la de sus pares. Fue tratado por distintos Psicólogos que determinaron que era un niño con serios trastornos psicológicos y que debía ser tratado por profesionales.
Hijo de un Oficial Retirado de las Fuerzas Armadas Argentinas, descendiente de terratenientes bonaerenses y de una señora, única hija de inmigrantes españoles, residentes en la Provincia de La Pampa, criada en una Escuela de monjas de Buenos Aires, maestra, que nunca ejerció la docencia, ya que a los dieciocho años se casó con el militar. De por sí tímida, reservados, sin parientes, ni amigos , estos eran los padres de Norberto Salas
Siempre hubo malentendidos entre los esposos, hecho que los mantenía alejados durante largas temporadas.
La madre de Norberto Salas, depresiva. era muy agresiva con el niño, el cual siempre se sintió mal y triste en su entorno familiar y social.
En el año 1985, cuando Norberto Salas tenía 7 años, nació su hermano, al que llamaron Juan. Recuerda el profundo odio que sintió con su llegada al hogar y las grandes diferencias de trato que recibían ambos por parte de sus progenitores.
En su adolescencia, Norberto comenzó a interesarse por la etapa del Gobierno Militar, de esos años con Golpe de Estado compuesta por civiles , militares y apoyados por clérigos.
Se empieza a relacionar con jóvenes hijos de desaparecidos. Entra en una búsqueda que él mismo no comprende, pero algo por dentro lo impulsa. Recorre diversas instituciones, indagando más y más sobre su entorno familiar. A partir de allí, comienza a dudar de su verdadera identidad .
Decide un día hablar con su padre, quien le confiesa que es hijo de personas secuestradas y desaparecidas de esa época oscura de la historia argentina, realidad que también conoce su madre.
Norberto Salas ante la verdad, sufre un shock, reacciona agresivamente, debe ser internado en una Clínica psiquiátrica. Luego de un prolongado tratamiento retorna a su casa bajo cuidados y controles estrictos.
Intentó en varias oportunidades hablar con su madre. Ella se negó.
La señora del militar, tenía enfrentamientos diarios con su marido ; siempre relacionados con esa historia oculta .
Una tarde de domingo, sus padres discutían acaloradamente, él escuchó. A partir de ese instante, les exige toda la verdad, conocía que sus padres verdaderos fueron secuestrados por el Ejército Militar, su mismo padre se lo había dicho.
El Teniente, en ese año, cumplía sus servicios, en una ciudad próxima a la Capital Federal.
En una requisa, realizada a estudiantes universitarios en la ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires, son secuestrados e ingresados al Regimiento.
El Teniente Salas está al frente de esa acción militar.
Entre los jóvenes secuestrados se encuentra Graciela. Torturas psíquicas y físicas, encierros, recibían de los militares .
Es Graciela, secuestrada y desaparecida, su compañero Luis, fue acribillado a balazos, en las calles de la misma ciudad, en agosto del año 1976.
Al Teniente en cuestión, le otorgan la vigilancia de la joven Graciela, que según los jefes militares, es poseedora de información muy valiosa. Es torturada en varias oportunidades.
Sus ojos y los del teniente se funden en un punto imaginario de reencuentro de otros ayeres .
Ráfagas de ametralladoras, gritos de dolor y desgarro, puertas pesadas que se cierran, siniestro crujir de mortajas . Su espíritu horrorizado clama por escapar de esa terrible realidad, la eleva , la transporta a festejos navideños, salvas de honor en fiestas nacionales, fuegos artificiales, sonidos de ambulancias y bomberos de juguete.
En una tarde de lágrimas secas y sangre descolorida, su cuerpo flagelado es llevado ante el Teniente, quien lo observa atónito.
-No me pongas límites, dice en su balbuceo, Graciela.
Sus manos finas con dedos alargados hablan de vuelos.
Se cruzan sus miradas , ella cree ver a su amado. En el viaje de las almas se funden sus esencias en notas de Mozart, ejecutadas genialmente.
El la mira extasiado, no hay frivolidad cuando descubre que solo sus manos no están ultrajadas. No me limites, se repite. Te cuidaré, se dice.
Al amanecer, cuando la materia descubre la vida, una luz tenue se asoma por la ventana de vidrios negros. El cuerpo de Graciela, aniquilado en la espesura del horror, pide clemencia. Se unen en prolongado abrazo.- No me pongas límites, no me pongas límites -dice la joven,- permití que mis manos vuelen, me ayudan a soportar estos tormentos. Cuidalas.
Un teclado , partituras de Mozart, hacen que su espíritu, sus alas remonten buscando el infinito.
Sus almas se unen en enamoramiento. Quieren tener un hijo. El horror y el espanto los amalgama. Graciela queda embarazada.
Los Superiores del Militar, ante la realidad de los hechos, ofrecen al Teniente que le darían la baja si convence a la secuestrada que suministre toda la información que ella conoce. Ni el aislamiento, ni las torturas lograron que la joven confesara .
El Ejército le garantiza al Teniente que les otorgarán a ambos el salvoconducto para cruzar la frontera y la absoluta seguridad de que podrían radicarse en el país de América del Sur que ellos eligieran.
Ante la propuesta y luego de profundas conversaciones; Graciela resuelve salvar su vida y la del hijo que crece en su vientre.
Los jefes militares, luego de obtener la información no cumplen con lo pactado. No les otorgan la salida del país . Los separan.
El 8 de enero de 1978, ocurrió el parto.
El Teniente, padre del hijo que ha nacido, lleva a su casa al bebé. Su esposa lo recibe con gran alegría, está de acuerdo con la adopción de la criatura, ya que el matrimonio no podía tener hijos.
Norberto continuaba averiguando acerca de su identidad y seguía preguntándose .
-Él ¿ con seguridad, es mi padre ? -
Pasaba horas, días enteros, frente a los espejos. Buscaba parecidos en el rostro, en el físico, en el caminar. Hasta dejó crecer sus bigotes .
La incertidumbre aumentaba día a día, no lo podía creer. No lo quería creer.
- Entonces, Teresa no es mi madre- piensa-
No vio fotografías embarazada de él.
Recuerda los vestidos anchos, su caminar lento, cuando estaba en cinta de Juan
- Nunca tomé la teta -se dice- a mi madre verdadera no le permitieron tenerme a upa. Sus ojos ¿ serían como los míos ?
Mi hermano Juan ¿ es mi hermano?
En verdad, ellos solo se parecían en la altura y en las poses que tomaban al estar de pie.
Buscó , revisó álbumes de fotos, los rompió, desparramó por todas partes las mismas cortadas en dos, en cuatro, en diez pedazos.
Tomaba la bicicleta , salía y volvía. Hacía preguntas a su madre, a su padre , a Juan.
Prendía cigarrillos que no fumaba. Con ellos , quemaba almohadones abandonados, desparramados por todas partes. El olor del acetato quemado , le produjo asma. Buscó aire , trepó al árbol mas alto, desde allí se arrojó al vacío –tengo alas multicolores verdad- digan que sí, carajo.
Su mente atormentada solo le permitió huir. Correr, correr, cruzar avenidas anchas que lo llevara a algún lugar. Zigzaguear entre autos en carrera loca.¿ Quién gana ?
- ¿ Es cierta la fecha de nacimiento?
- ¿ Mi verdadera madre , me hubiera llamado Norberto?
Ensayó otros nombres y otros , frente al espejo, a solas con su atormentada cabeza y su pelo desordenado.
Corrió durante muchas horas. Volvió a su casa, hasta caer al piso de la habitación de sus padres, exhausto. El cansancio lo venció. A la mañana el sol le hizo abrir los ojos, era otro ser. Estaba decidido a abandonar todo, solo quería partir hacia algún sitio que lo alejara de este lugar.
Pudo hacer todos los trámites para salir del país, sus veintiún años , recién cumplidos, se lo permitían.
Su físico, su mente, soportaron el entorno hasta que llegó a EE.UU.
En la ciudad de Houston, buscó un hotel adonde alojarse. Acomodó las pocas cosas que llevó, entre ellas una foto de su padre cuando era joven y salió a caminar con rumbo desconocido.
Las luces de los carteles y los autos lo encandilaban. A cada paso su mente se turbaba más y más .
Ante un importante negocio de venta de computadoras, CD, DVD , se detuvo a escuchar música. La Sinfonía No.40 de Mozart lo atrapó, miró hacia su derecha, miró hacia la izquierda y entró al negocio muy decidido.
En cada paso que daba, Norberto Salas veía, olía, escuchaba.-Sus sentidos se agudizaban cada vez mas. La Sinfonía de Mozart la oía a todo volumen.
Ese negocio de venta de computadoras, en su brote sicótico, era el lugar adonde su madre genética le dio la vida, así lo sentía.
Escuchó llantos de bebés. Para él, las computadoras eran cunas. Entonces creyó oír la voz y los gemidos de su madre
La Sinfonía No 40 de Mozart sonaba cada vez mas fuerte, no lograba tapar el sonido de ráfagas de ametralladoras ni de puertas pesadas que se cerraban.
Se acercó al vendedor de computadoras, en su lugar vio a un médico partero, su delantal manchado en sangre. Creyó verlo escribir un Certificado de Nacimiento donde claramente aparecía su nombre” Norberto Salas”.
Sus ojos estaban fuera de las órbitas, estaba desconocido. La brutalidad se adueñaba de él por completo. Fue allí cuando le asestó un fuerte golpe con una computadora al empleado, que cayó pesadamente sobre el mostrador.
En fracciones de segundos, se escuchan sirenas de ambulancias y de carros policiales.
Al vendedor de computadoras, lo sacaron muerto.
Norberto Salas espera la prisión perpetua hasta hoy, en el Hospital Psiquiátrico, adonde lo trasladaron en primera instancia-
Cualquier ficción queda por debajo de la realidad.
*De TERESA DE JESUS SOLER. teresadejesussoler@gmail.com
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