martes, mayo 22, 2012

ABRIR EL SILENCIO HASTA ARRANCARLE PIELES COMO VOCES INNUMERABLES...


*Dibujo: Ray Respall Rojas.




SOLO FANTASMAS*


Casa sin puerta,
creación suspendida
por la soledad.


No habrá niños,
ni juguetes ni risas
ni malabares.


Solo fantasmas
sorteando aberturas
y mil objetos.


Si dan las fuerzas
tapiaremos las puertas
sin explicación..


*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar






ABRIR EL SILENCIO HASTA ARRANCARLE PIELES COMO VOCES INNUMERABLES...





 NOSOTROS LOS NIÑOS*



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
           
           
Nosotros, los niños de los pueblos de entonces no podíamos pensar en potreros, como se les dijo en la ciudad alguna vez cuando en esos baldíos se jugaban los famosos picados que daban jugadores –no a un representante sino a los clubes de barrio- .
            Para nosotros la palabra “potrero” connotaba otra cosa, y no lo metafórico que usamos las zonas urbanas. Nosotros no pensábamos en los baldíos para jugar esos partiditos de hacha y tiza, porque todo el pueblo era baldío, y los lugares sobraban aunque eligiéramos la cortada de don Ángel Pichichello, mayormente, o el ex club Olimpia, frente a la carnicería de don Benicio Ardiles, o también la antigua cancha de Huracán Foot Ball Club. Un lugar donde las ovejas de don Atilio Valvazón, el canchero, no dejaba crecer el pasto. Minga de cortadora de césped, o en todo caso estaba formada por veinte bobas y lanudas ovejitas, que de pura tracción a sangre dejaban ese pastito listo  para que la redonda saltara delante de nuestra propia alegría, de nuestro propio alborozo. Hoy resulta imposible, inútil tal vez, pensar cuántos metros o kilómetros corríamos detrás  de una pelota de trapo, de goma o eventualmente de cuero. Cuantas veces la vimos picar delante nuestro o la  pateamos con todo gusto, con todo placer, y en lo posible con toda la fuerza de nuestra respectiva edad.
            Cuando nos reunimos ahora, ya adultos, y recordamos aquellas modestas glorias  a las que adherimos deportivamente, nos sentimos alegres, muy alegres en principio, pero no sin una pizca de nostalgia, la que se abona cuando son media docena de memorias que compiten en fijar aquello tan lábil como puede ser una anécdota que se compartió, pero soporta la ceniza de cincuenta años o más sobre el amoroso rescoldo. De todos modos algunas cosas habrán de permanecer, como permanecen las piedras a la orilla de los caminos que son de suyo solitarios y polvorientos, sólo cruzados por los pasitos breves de los cuises y del hurón que esconde su largo cuerpo oscuro en esos hinojales altos, en esas espadañas y en esas cortaderas que con los juncos, festonean las orillas de los cañadones, esos espejos grandes de agua que sin embargo han empezado a escasear por decisión del hombre que quiere aprovechar al máximo la fertilidad de los terrenos con sus sembrados uniformes, los que cubren todo aquel espacio que Echeverría llamaba “el desierto”, y tal vez fue el primero que lo nombró de esa forma, que le quiso dar carnadura literaria, pero eso es una historia que ya se quedó en los manuales polvorientos, en los márgenes de una patria soñada en otro tiempo.
            Pero este espacio, este campo fue el que sudaron mis mayores y a ellos, cuando lo recordaban se les iluminaban los ojos, aunque nunca les hubiera dejado algo más que sacrificios, o sudor o mala sangre. Pero así, en especial los muy mayores amaban ese trigo amarillo que ondeaba  orondo bajo el viento.
            A Justito Pezzino  hace cincuenta años que no veo, pero él me llama desde Buenos Aires todos los domingos y conversamos. Su memoria es tan feroz e implacable como la de Roberto Escudero.
            Y recordamos cosas.
            Hace poco le tocó el turno a los carnavales de entonces, con sus guerrillas de baldazos mujeres contra varones. Allí nos mezclábamos con nuestros baldecitos en aquellas siestas que no volverán.
            Y al anochecer el corso, las carrozas, los disfraces. Por las noches, el baile que  podía albergar algunos disfrazados, los pomos tirando agua perfumada, las serpentinas, el papel picado que se juntaba con palas al otro día,  tanta era la cantidad que se arrojaba en ese tiempo de ilusiones que se mezcló en ese resto de fiesta pasada.
            Y la familia Sánchez, con sus disfraces originales –un burro con su jinete, un cocodrilo con la lengua y una luz en la boca-, las carrozas que fabricaba el Pato Jeremías y que inevitablemente era acreedor al primer premio.
            A veces pienso que aquel tiempo se fue cuando las últimas notas de la orquesta iban ganando el amanecer y se escondían en los rosales que el rocío perlaba la luz de aquella luna que esa noche admiró una pareja de jovencitos enamorados.






*


Abrir el silencio hasta arrancarle pieles como voces innumerables.


 *De Cristina Villanueva. cristinavillanueva.villanueva@gmail.com






       
LA PRINCESA CELESTE*


Cuando algún Vocero de los Descontentos le hizo saber al Creador que los Hombres se aburrían en su Largo Viaje, el Anciano Supremo, sin perder su sempiterna calma y sin soltar siquiera por un momento los controles del Gran Tren, se limitó a decir: "Pero Yo ya he dado la Imaginación a mis Creaturas.
Que la utilicen, pues, e inventen sus propias Distracciones". Enterados los Hombres de la venia divina, se pusieron entonces manos a la obra y se lanzaron con gran entusiasmo a buscar las formas más eficaces de Entretenimiento. De un día para el otro, florecieron cien, tal vez doscientos proyectos de la más variada índole, todos en busca de la ansiada aprobación general. Uno a uno, sin embargo, fueron rápidamente descartados, hundidos por el dictamen que les reprochó de manera inapelable su excesiva
modestia. "Tenemos que hacer algo majestuoso", argumentaban los más exigentes, "algo que perdure por toda la Eternidad como una Creación Inolvidable, algo que perviva en las Conciencias de las Futuras Especies, un Hito que señale nuestra existencia durante el Largo Viaje, la Marca que permanecerá incólume hasta el Día del Remoto Fin".
La grandeza inconmensurable de semejante propósito dejó sin aliento a la mayoría y durante un tiempo provocó entre los Hombres una aplastante insatisfacción general. Cundió entre ellos la angustia de pensar que no podrían vencer el desafío y que, por lo tanto, seguirían aburriéndose por los siglos de los siglos.
 Hasta que los Precursores, en un momento de única e irrepetible inspiración, tuvieron la Idea, la increíble Idea que habría de alterar todo el Orden establecido del Mundo.
La propuesta fue recibida al principio con cierto escepticismo. Sin embargo, hasta los más dubitativos concluyeron finalmente plegándose a ella. De modo que, al cabo de un corto plazo, todos los Hombres del Gran Tren estuvieron aportando algo de sí para concretar la Obra, desviviéndose por el Nuevo Ideal.  Ninguno sabía demasiado bien de qué se trataba, qué era aquello que estaban contribuyendo a construir, pero lo hicieron con una entrega conmovedora.
Ciento cuatro mil trescientos veintisiete vagones contiguos fueron devastados uno tras otro hasta que llegaron a unificarse y pasaron a constituir un solo y kilométrico recinto, que fue sometido a laboriosos
quehaceres de restauración y embellecimiento. Recibió los beneficios de una renovada iluminación que abarcaba desde los zócalos hasta la arcada de los techos, y se lo dotó de una abundante cantidad de máquinas de fabricar viento. Las paredes laterales fueron recubiertas con paneles erizados de pequeñas lucecitas cuya única función consistía en prenderse y apagarse sin cesar. El piso fue reconstruido con mosaicos hexagonales imbricados a la perfección, tan bien pulidos que en conjunto semejaban un espejo gigantesco.
Se instalaron sillas, bancos y mesas por doquier, y un incalculable número de gabinetes compactos adornados con botones, perillas y palancas tuvo también su lugar.
Cuando las obras llegaron a su fin, el resultado fue descomunal: se había creado un universo dentro del Universo.
La noche prevista para la inauguración, millones de Hombres se congregaron en el acto con gran expectativa. La Ansiedad de toda una Especie Natural estaba allí, materializada en esos seres prendidos de las grandes arañas, sentados a horcajadas sobre los hombros de los más altos, en los audaces que
se encaramaban a precarias torres de sillas apiladas, en esos minúsculos grupos de exaltados que intentaban infructuosamente forzar las máquinas. La atención general estaba concentrada en lo que habría de suceder allá lejos, sobre el escenario, detrás del inmenso telón de color anaranjado brillante,
tan inmenso que servía de horizonte, porque ya el verdadero se había perdido, oculto para siempre a causa de las remodelaciones. Muchos no comprendían qué podía haber allí que fuera tan importante como para retrasar la iniciación de los Juegos, pero la impavidez de las máquinas apagadas instaba a la resignación.
Alguien, micrófono en mano, comenzó a hablar a la concurrencia. Su voz, multiplicada hasta el infinito por centenares de parlantes, llegó hasta los mismísimos confines del Salón. Con gran pompa y disimulando a duras penas su entusiasmo, el maestro de ceremonias anunció que había llegado el momento de dar inicio al Espectáculo. La multitud, al escucharlo, aulló de furor y la unánime exclamación motivó la rotura de numerosos cristales. A nadie le importó demasiado.
-Hombres del Gran Tren -dijo-. Abrid bien vuestros ojos. Lo que vais a presenciar aquí marcará el inicio de una Nueva Fase en el Largo Viaje.
Dicho esto, todas las luces se apagaron de golpe. Apenas un sólo reflector sobrevivió al oscurecimiento general, débil como una pavesa postrera, derramando su mortecina luz blanca de luna artificial sobre el telón anaranjado y brillante que ahora no parecía brillante ni anaranjado. En medio de un silencio casi espacial, el telón se fue descorriendo con suavidad hacia uno y otro lado, y dejó al descubierto unas extrañas construcciones de formas indistinguibles. Hubo unos segundos de respiración contenida, de músculos en tensión, de ojos clavados en el escenario. Luego se oyó un estruendo fenomenal, tan intenso que incluso el Gran Tren pareció por un instante desviarse de su Ruta. Era música, una música potente y
cristalina como jamás antes se había escuchado, una cascada sonora que dejaba caer el fino polvillo de su mágica y delicada esencia en todos y cada uno de los rincones del Salón, una melodía universal que deleitaba con su inmaterial pureza a una sorprendida y fascinada audiencia, mientras las paredes y el techo del escenario se abrían como una flor mecánica, tornándolo aún más gigantesco.
 La música se fatigó en un crescendo apasionado y el acorde final coincidió con un fogonazo extraordinario que asustó a quienes estaban en las posiciones más cercanas e hizo retroceder unos cuantos metros al enjambre de Hombres maravillados, lo cual provocó aplastamientos y algunas escenas de histeria que por suerte no pasaron a mayores.
Cuando los últimos efectos de la ceguera momentánea se esfumaron, los Hombres se atrevieron a reabrir los ojos y pudieron comprobar que un portentoso grupo de Dragones había aparecido sobre el escenario, colmándolo con sus extensas colas de vidrio, sus magníficas alas luminosas, sus ásperos lomos dorados y sus enormes cabezotas color plata, entrecruzando armónicamente en el aire sus impresionantes carcajadas de fuego: primero el de la izquierda, luego el de la otra punta, luego los dos del medio, los
cuatro a la vez y vuelta a empezar.
La música volvió a desgranarse, generosa, por todo el Salón. Entre fogonazos y acordes, la multitud contemplaba el Espectáculo con la boca entreabierta, en ejercicio de un atávico gesto de asombro. "¿Es que aún puede haber algo más majestuoso que esto?", se preguntaban algunos, oscilando entre la
incredulidad y una intuitiva certeza en sentido afirmativo.
Minutos después, tuvieron su respuesta. Los relámpagos multicolores que atravesaban el escenario de lado a lado cesaron de pronto y los sones de la melodía universal se acallaron por segunda vez. El Salón se sumió de un momento a otro en una nueva penumbra silenciosa. En el frente, las siluetas inmóviles -y ahora fantasmales- de los Dragones dormidos parecieron ahogarse en la oscuridad. Fuera del escenario, los Hombres permanecían en estado de éxtasis. No había siquiera un tibio murmullo, un leve rumor. Algo, un hechizo inexplicable, una magia que congelaba el Tiempo, se cernía sobre Hombres y Dragones para mantenerlos estrechados a través de un imaginario y fantástico lazo de deslumbramiento y temor, de amor y terror.
Y entonces, desde el fondo de las sombras y el silencio, surgió Ella.
Hubo un ruido ronco y desgarrador, tan potente como la música que había acabado segundos antes. De inmediato, una pálida luz azulina nació en el escenario, luego otra, y ambas se proyectaron con un suave resplandor hacia el gentío. El aire mismo se volvió azul. Los Hombres advirtieron que esas dos luces tenues que iluminaban el universo como dos farolitos provenían de sus ojos, los ojos de Ella, los ojos tristes y tiernos de la Princesa de los Dragones de Fuego. Que no tenía alas. Que además era celeste (más que la mañana, más que la noche), que era tan pero tan grande que, además de sus ojos, sólo su larga cola y sus patas de animal mitológico estaban a la vista. El resto de su inmenso cuerpo mecánico permanecía enterrado en el fondo del escenario, como una sombra más.
Los Hombres se inmovilizaron en callada y unánime admiración. Sólo reaccionaron cuando Ella parpadeó. La Princesa parpadeó con un movimiento cadencioso, delicado y, con ese desplazamiento sumamente leve de sus ojos (tanto que pareció providencial), levantó una suave onda de un viento pacífico y azul que se propagó hacia los Hombres.
Cuando la brisa terminó de atravesar todo el Salón y quedó al fin desmayada en los rincones, estalló una violenta revolución de color, sonido y movimiento. Cual si fuese una serpiente fulgurante, el sistema lumínico fue adquiriendo vida a ritmo vertiginoso y la música, y las máquinas, y las luciérnagas de artificio, y los artefactos mecánicos comenzaron a funcionar de un modo enloquecido. Los Hombres, sacados abruptamente de su encantamiento, demoraron unos minutos antes de comprender que el parpadeo de la Princesa era el encargado de poner en marcha todo el sistema de Juegos del Kilométrico Salón. El Espectáculo había terminado.
"Hemos presenciado Algo Extraordinario", sentenció alguien. "Hemos presenciado Lo Máximo", lo corrigió otro con premura.
Aquella primera noche, no obstante, los Hombres no lograron concentrarse en el vaivén de las fichas, ni en el trajinar de las máquinas. Todavía perduraba en sus corazones palpitantes la impresión ocasionada por aquello que acababan de presenciar. Jugaban, sí, pero en el fondo sólo pensaban en los Dragones y, especialmente, en su Princesa.
Sin que nadie supiera nunca muy bien por qué, la llamaron Eliana y, desde el primer momento, la veneraron hasta la idolatría.
El éxito de la Idea se hizo palpable de inmediato. Nadie quería permanecer al margen de semejante alarde de imaginación, arte y sentido estético, de manera que, en esos primeros tiempos, el Gran Salón de Diversiones se cubría todas las noches de Hombres que se amontonaban sin preocuparse por la
incomodidad, ansiosos por asistir al Espectáculo una vez más, pugnando por emocionarse con la Música Universal y enceguecer ante la llamarada unánime.
Luego, cuando todo terminaba, jugaban hasta hartarse. Fueron épocas de Gran Alegría en el Gran Tren.
Pero los Hombres eran seres que se aburrían fácilmente.
Disipados los embriagantes efectos de la novedad, no tardaron demasiado en olvidarse por completo de lo que alguna vez habían sentido, desdeñaron sin escrúpulos el esplendor que tanto habían admirado y llegó un momento en que el fastuoso proceso de iniciación terminó por hastiar a la mayoría. Muy a su
pesar, los Precursores debieron reconocer la inutilidad de su esfuerzo; en el fondo, a los Hombres sólo les interesaba la Diversión. Fue necesario, por consiguiente, inventar un mecanismo que independizara los Juegos para que ningún obstáculo los distrajera de su desamorado obnubilamiento. De modo
que, al cabo de un tiempo, sólo un puñado de nostálgicos sentimentales seguía congregándose frente al escenario para emocionarse con Eliana y sus Dragones, mientras el resto de los Hombres, envueltos en un vértigo ciego y arrebatador, se enfrascaba en un delirio de fichas, naipes y ruletas.
Pero la decadencia del Espectáculo no terminó allí, pues los Hombres, cada vez más limitados a su ansia jugadora, comenzaron también a burlarse de estas minorías melancólicas e incluso a amenazarlas; entonces los primeros acabaron por desaparecer, empeñados quizás en pasar inadvertidos por
vergüenza o por temor. Todo daba igual. Los sones se sucedían entre sí, la sombra seguía a la luz, los Dragones bramaban y reían fuego, aparecía Eliana, parpadeaba, levantaba el suave viento azul que ya no acariciaba a nadie y todo recomenzaba inútilmente.
Una noche, el dispositivo se trabó para siempre en el mismo momento en que el telón anaranjado y brillante comenzaba a abrirse en dos ante la indiferencia más absoluta. Nadie se preocupó por repararlo. Los Precursores evitaron asumir la responsabilidad de buscar la solución al desperfecto y
más de uno llegó al extremo de negar enfática y descaradamente su participación en un Acontecimiento que, tiempo atrás, lo había cubierto de Gloria. A nadie le importó demasiado. Tal como el mismísimo Creador pudo comprobar desde los controles, los Hombres estaban aburridamente enfrascados en Otras Cosas.
Tan ocupados estaban que ni siquiera oían el mecánico ruido que provocaban sus cuerpos al moverse.


*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar
-Texto incluido en "Las cosas como somos". Colección Bienes Culturales. ATE CDP Santa Fe - 2009








UNA CAPA DE IRREALIDAD CUBRE LOS OBJETOS*


Miro un escaparate. Los objetos parecen desnudarse, darme su verdadero rostro. Las fotografías enmarcadas, puñales de acero oxidado, que han esperado tanto para saborear el interior de un cuerpo; atravesar piel, venas, órganos cerrados, vísceras tan bien hechas. Cierro los ojos, para no ver los objetos transformándose, ni sentir mis órganos intentando respirar bajo la mirada de esa hoja cierta.
Huyo. Ahora son los objetos de la calle los que mudan, atenazándome. Se difuminan, mezclándose unos con otros, cambiando de forma. La farola se une a la pared, la pared al suelo, el suelo al muro. El suelo se pega a mis zapatos, parece chicle. Tiro y tiro para despegarlo de mis suelas, pero no puedo. Y me doy cuenta de que las paredes de la calle van entrando por los dedos de mis manos. Después el pelo, que se pega al muro como si este fuera cepillo que arrastrase la electricidad estática. Y no puedo hacer nada. Nada para evitarlo. El cemento tira de mí y me dejo llevar. Ahora la pared se acerca al suelo, presiona; pared, suelo, pared, suelo, presionan fuerte, aplastándome.
      


*De Eva María Medina Moreno. evamedina_moreno@yahoo.es







                                                                                                                                                                                                                  El SILENCIO POR SUPRESIÓN*

    
Cuando llegó del supermercado empezó por dejar las bolsas encima de la mesa, y enseguida buscó lo que necesitaba frío; haciendo equilibrio con las salchichas, un corte de cerdo y las bandejitas con pollo trozado, abrió la puerta de la heladera y no se encendió la luz. Pensó que se habría quemado la bombilla, pero en el freezer el hielo era agua dentro de las cubeteras, y las milanesas habían perdido su rigidez. Quizás había dejado de funcionar desde el día anterior, pero recién ahora lo notaba.
      Justo ahora, se dijo, pero siempre el día de hoy es el peor momento para que algo salga mal. Justo ahora, se dijo, justo ahora que hay que comprar la ropa de los chicos para el colegio, los útiles, los libros, y se acumulan los gastos de inscripciones y cuotas. Se recostó contra la mesada, justo ahora.
     Después de suspirar y peinarse con la mano el cabello, le tocó timbre a la vecina y le preguntó si tendría lugar para dejarle algunas cosas en su heladera. Puso todo en una bandeja y volvió. La vecina le objetó que estando los artículos descongelados no era bueno recongelarlos, que hay que consumirlos o tirarlos. Sucedió la argumentación; ella que no, que en un documental explicaron que no es malo volver a congelar los alimentos, que no, que para nada, y había la cosa de la ruptura de las paredes celulares que cambia la textura pero no hace que las cosas se echen a perder, y mientras tanto con la bandeja arriba de la mesada de la vecina, y las cosas tan a la vista, los envases abiertos, esa desprolijidad expuesta a extraños.
     Pero que no importa, de veras, en serio que dijeron que se pueden volver a congelar los alimentos descongelados, y la vecina que no se convencía y ella que se sintió absurda dando explicaciones, casi suplicando que le ponga las cosas de una vez por todas en el freezer, y se hubiese ido si no fuese porque mantenía la sonrisa y la paciencia porque necesitaba salvar la mercadería, más aún ahora que quién sabe cuánto iba a costar el arreglo de la heladera.
     Por fin volvió a su casa y se le endureció el estómago cuando pensó que debería decirle al marido que la heladera no funcionaba. Justamente la heladera, que era una de las cosas que habían perdido su existencia.
     Si lo que no se nombra desaparece, es como si no estuviese o jamás hubiese existido, entonces en su casa había una enorme cantidad de objetos fantasmas.
     Para que ocurriese la desaparición de la heladera había sido lo del hijo menor. Dos años atrás le regalaron un triciclo, y a causa del entusiasmo que le produjo el triciclo rojo, la misma mañana del cumpleaños no esperó a salir a la vereda, se subió a su triciclo y cuando intentó girar en la cocina, la rueda trasera chocó contra la puerta de la heladera y le dejó una dolorosa herida arañada con pintura roja sobre la pintura blanca.
     Desde entonces, hacía ya dos años, la heladera había pasado a formar parte de la casta de los innombrables.
     Una vez que hubo gritos motivados por algo, el lugar o el objeto involucrado quedaba anulado del registro de realidad de la familia. Era una norma jamás enunciada, pero los niños la acataban perfectamente con esa comprensión animal de los niños por los climas espesos, los rostros mudos y las expresiones de los cuerpos torturados. Habían comprendido perfectamente, los niños, que una vez borrado algo de lo visible y señalable, debían obedientemente enceguecer sus propios ojos a lo molesto, a lo acaso peligroso.
     La mujer se dijo que para comunicarle al marido que la heladera no funcionaba, debería nombrarla, decir la heladera no funciona, y ese nombrar la heladera la traería de vuelta a la realidad tangible, y otra vez quedaría expuesta la rayadura roja sobre la pintura blanca, y sería nuevamente el grito, quizás el golpe. Pensó en llamar al service sin decirle al marido, pero jamás lograría que la arreglasen antes de la cena cuando la necesidad de hielo para el vino con soda la dejase expuesta.
      Quizás pudiese llamar al service y guardar silencio, y el marido al abrir la heladera no hiciese comentarios, y la heladera siguiese en modo de fantasma, y el marido quizás se contentase con fruncir el ceño y mantener un silencio más espeso y no otra cosa. Quizás se pudiese sortear el mal trago, quién sabe.
     Y justo ahora, se dijo, justo ahora tiene que aparecer la heladera. El televisor no se nombra desde que la nena se levantó sigilosamente en la noche a ver el final de una novela, y el padre salió de la cama y arrancó el enchufe de la pared. El piletín está armado todavía en el patio, y los chicos lo usan, pero no se habla de él desde que salpicaron demasiado, el agua llegó a la calle y un inspector municipal les levantó una multa.
     La mujer recorrió la casa y faltaban tantas cosas. Tanto sinsabor había desdibujado, uno a uno, el respaldar de una cama, una de las bicicletas, la puerta del placard de los chicos, el piso del baño, un estante del pasillito. Y aquello también, y la azucarera, y tanto más.
     Miraba desde el recuerdo la casa, y veía su hogar cuando todavía no faltaba casi nada, y se podía hablar de la cortina, del colibrí en las flores azules, de la película en el cine y de aquellos amigos que, también, uno tras otro habían ido desapareciendo.
     Abrió la guía telefónica para buscar un service de heladeras y habló resignadamente. Recién mañana pasarán a hacer un presupuesto.
     Sentada con las manos sobre el regazo, la mujer anheló el día en que ella y sus hijos demuestren su absoluta, su inocultable incorrección frente al marido, y puedan desaparecer finalmente, escapando, por fin, de su mirada.


*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com







Una relación fria*


Cuando se trasladaron a vivir a aquel pueblo de la costa se hicieron una casa a su gusto. Su profesión de escritor le mantenía en ella muchas horas y quería estar cómodo. El hecho de que sus libros se vendían muy bien ayudó a dotar a la casa de todo tipo de adelantos y caprichos.

Siguiendo los deseos de su esposa construyeron al lado de la cocina una cámara frigorífica de dos metros cuadrados que les permitía almacenar alimentos y bebidas en cantidades suficientes como para ir a comprar muy espaciadamente.

Cuando su esposa murió, se negó a separarse de ella y después de hacer un entierro falso, la colocó en la cámara frigorífica sentada en un sillón.
Diariamente, vestido con gorotex y anorak iba a leerle los borradores del libro que escribía. Le hablaba y le comentaba sus cosas y de esta manera tenía la sensación de seguir viviendo aquel amor que se truncó inesperadamente.

Al cabo de los años empezó a sentir celos. Su mujer seguía en sus 35 años, con toda su plenitud y belleza y el había ido envejeciendo hasta alcanzar los 70. Esto le deprimía cada día más. Tuvo que hacer un curso de psicología para autoconvencerse de que su mujer le era fiel. Al fin y al cabo estaba
seguro de que no se veía con nadie más porque nunca salía. Con ello su fidelidad quedo más que demostrada y pudieron seguir con su relación.


*de Joan Mateu. joan@cimat.es







Una vértebra*



*Por Juan Forn


Un paquebote cruza el océano rumbo a Buenos Aires en 1929. En él viajan la cantante Josephine Baker con uno de sus maridos y el arquitecto suizo Le Corbusier con una de sus amantes-mecenas. Furioso romance a bordo: la Baker siente que ha encontrado un espíritu afín de complicidad infantil. Le
Corbusier la ve como una clienta potencial y trata de convencerla para construirle un orfanato en el sur de Francia. Aunque estaba viajando a nuestro país con una magna tarea en mente (rediseñar urbanísticamente Buenos Aires, convertirla en un ejemplo para las grandes capitales del mundo), todo
Le Corbusier está en aquel camarote de transatlántico en 1929.
La Baker tenía 23 años y, aunque ya iba por su tercer matrimonio, no había empezado todavía a adoptar su legendaria docena de huérfanos. Le Corbusier le dio la idea, cuando le habló, en la cama de aquel camarote, de la luz y del sol, esos milagros gratuitos de vivir cerca del mar, y de una casa enorme y blanca que recibiera niños que no tenían nada y les diera eso: luz, calor, mar. Le Corbusier es famoso por la frase: "Una casa es una máquina que se habita". Pero yo creo que lo pinta mejor esta otra: "La casa ha de ser un estuche de la vida". Le Corbusier también es famoso por haber podido construir menos de la milésima parte de las cosas que proyectó (y que cambiaron la arquitectura del siglo veinte). Por supuesto, su proyecto de Buenos Aires nunca prosperó. También había fracasado cuatro años antes, en
1925, cuando propuso derribar la Orilla Derecha del Sena para transformar París. En otros países que lo desvelaron, como Brasil, la India y Japón, dejó edificios magníficos, pero lo único que dejó en nuestro país fue una casa, la Casa Curutchet en La Plata, que en realidad hizo Amancio Williams bajo la dirección a distancia del maestro desde París, y eso fue veinte años después, cuando Buenos Aires ya había olvidado por completo su visita de 1929.
En realidad, la casa que iba a hacer Le Corbusier era para Victoria Ocampo.
El amante de Victoria, Julián Martínez, le encargó un proyecto al suizo en aquella visita en 1929. Pero la Ocampo se cansó de Martínez y dejó a un lado los planos de la casa que su amante quería regalarle. Años después, a la Ocampo se le ocurrió que quería una casa Le Corbusier, así que rescató aquellos planos del ropero y se los dio a... Bustillo, para que hiciera la casa. Imaginen una casa Le Corbusier hecha por el arquitecto que hizo el Provincial de Mar del Plata, el Llao-Llao de Bariloche y el Banco Nación de Buenos Aires. A Le Corbusier no le gustó ni medio, ni la casa ni la Ocampo.
La casa le pareció ostentosa y vacua, y la dueña, también: como tantas de esas amantes-mecenas que yo creo que se llevaba a la cama no para conseguir encargos, sino para decidir si aceptaría hacerlos o no.
A mí me resulta mucho más significativa la relación enferma pero indestructible que tuvo con su mujer de toda la vida, Ivonne, un espíritu libre del Mediterráneo, intuitiva, desinhibida, sensual, tempestuosa,
borracha, mannequin fugaz en Montecarlo y confidente única de aquel suizo famoso por no franquearse nunca con nadie, ni en público ni en privado. Le Corbusier la llevaba a su lado a algunas cenas de negocios para que ella verbalizara a su manera salvaje lo que él, con su temperamento helvético, no
podía decir. Cuando se casaron le hizo un famoso dúplex de vidrio y le puso un bidet al lado de la cama; ella le tejió un gigantesco cubretetera de crochet; decía que le daba frío verlo descubierto, aunque se paseaba desnuda y con las cortinas abiertas por todo el departamento. Le Corbusier se pasó la vida aceptando encargos en cualquier parte del mundo para huir de ella, pero volvía siempre a la casa que le hizo en Cap Martin, en las afueras del pueblo donde ella había nacido. No existía para él otro lugar donde franquearse. Y, cuando ella murió, lo dejó vacío, desolado, irreconocible.
Le hizo una tumba en el cementerio marino de Cap Martin que está en la cima de una colina que mira al Mediterráneo. Es una tumba doble, con una lápida casi a ras del piso, en el rincón con mejor vista al mar del pequeño camposanto, y ahí decidió que descansarían también sus restos. Y aunque ahí murió, ocho años después (a los 78, nadando en el mar), antes de que lo enterraran fue despedido con un funeral de Estado en París. Se trasladó el cuerpo, las exequias fueron en el patio cuadrado del Louvre, al anochecer, veinte soldados escoltaron con antorchas el ataúd al ritmo de la marcha fúnebre de Beethoven, una comitiva procedente de la India vertió agua del Ganges sobre las cenizas, otra comitiva procedente del Brasil esparció tierra roja de Brasilia y una tercera comitiva de Japón dejó caer un puñado de hojas de cerezo de Kioto. Malraux, que coordinó los fastos, no quiso privarse de pronunciar unas últimas, bombásticas palabras: "Es hermoso que aquí estén presentes el Oriente y el Occidente, en unión fraternal entre el mundo físico y el mundo espiritual, el agua y la tierra y el fruto de ambos".
Recién entonces se cumplió el deseo de Le Corbusier: se cremaron sus restos (cuando hicieron lo mismo con Ivonne, una vértebra quedó mágicamente intacta del fuego; Le Corbusier la llevaba colgada de un cordón al cuello cuando lo encontraron muerto) y las cenizas fueron por fin a descansar al cementerio
de Cap Martin.
Arquitectos jóvenes y viejos de todo el mundo van en peregrinación hasta allá, a admirar cómo juega la estructura geométrica de la lápida con la sección áurea, pero yo prefiero lo que hizo John Berger, que fue seguir el trayecto que hizo Le Corbusier aquel último día que bajó de su casa al mar y se murió en el agua, tal como había soñado morir desde joven: nadando hacia el sol, de mañana, temprano. Dice Berger que desde la casa de Le Corbusier se sigue un sendero entre matorrales y una vía muerta hasta llegar a un café de madera y techo de chapa, una barraca, pero construida de acuerdo con sus consejos, porque el patrón era viejo amigo. En la pared de madera que da a la cala por donde se internó en el mar esa mañana, Le Corbusier había pintado su famoso emblema del hombre de seis pies de altura, el Modulor que mide toda su arquitectura. El sol y la sal y el rocío marino lo han ido blanqueando y afantasmando. A lo lejos se ve Montecarlo. Toda la línea costera exhorta a la riqueza, pero el Modulor puede mirar hacia otro lado, afortunadamente. Hacia abajo, a la cala donde rompen mansamente las olas, o a lo lejos, hacia el horizonte, donde en ese instante atardece. A un costado de la figura desvaída del Modulor quedó en la madera la huella de una mano en pintura. Todos van a Cap Martin a ver la tumba doble en el camposanto, pero yo creo con Berger que el verdadero monumento funerario de Le Corbusier es esa mano, que podría ser la de alguno de los huerfanitos de Josephine Baker, o la nuestra, o la del Hombre Nuevo.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/contratapa/13-191225-2012-04-06.html







*


A donde ira la voz de los que cantan
Cuando siento sus melodías

A donde irá mi voz
Cuando despierte desnuda
Entre tus abrazos.-


*De Azul. azulaki@hotmail.com





*

Inventren Próximas estaciones:

ORTIZ DE ROSAS.
-Por Ferrocarril Midland-

SANTIAGO GARBARINI.
-Por Ferrocarril Provincial-


-Colaboraciones a inventivasocial@yahoo.com.ar
http://inventren.blogspot.com/


-Editor Responsable del Inventren: Urbano Powell. urbanopowell@yahoo.com.ar
 http://urbamanias.blogspot.com/


Al salir de la Estación de empalme Ingeniero de Madrid, el Inventren sigue un doble recorrido por vías del ferrocarril Midland con destino a Puente Alsina, y por vías del ferrocarril provincial con destino a La Plata.


-las estaciones por venir en el ferrocarril Midland:


ARAUJO. BAUDRIX.  EMITA.  INDACOCHEA.  LA RICA.

SAN SEBASTIÁN.  J.J. ALMEYRA.  INGENIERO WILLIAMS.

GONZÁLEZ RISOS.  PARADA KM 79.  ENRIQUE FYNN.

PLOMER.   KM. 55.   ELÍAS ROMERO.

KM. 38. MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.

LIBERTAD.  MERLO GÓMEZ.   RAFAEL CASTILLO.

ISIDRO CASANOVA.  JUSTO VILLEGAS.  JOSÉ INGENIEROS.

MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.  ALDO BONZI. 

KM 12.  LA SALADA.  INGENIERO BUDGE.

 VILLA FIORITO. VILLA CARAZA.  VILLA DIAMANTE.  

PUENTE ALSINA.  INTERCAMBIO MIDLAND.



-las estaciones por venir en el ferrocarril  Provincial:


BLAS DURAÑONA.   LUCAS MONTEVERDE.   EMILIANO REYNOSO.

SALADILLO NORTE.   GOBERNADOR ORTIZ DE ROSAS.

JOSE RAMÓN SOJO.  ÁLVAREZ DE TOLEDO.    POLVAREDAS.

JUAN ATUCHA.   JUAN TRONCONI.    CARLOS BEGUERIE.

FUNKE.   LOS EUCALIPTOS.     FRANCISCO A. BERRA.

ESTACIÓN GOYENECHE.    GOBERNADOR UDAONDO.   LOMA VERDE.

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.   GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

GOBERNADOR OBLIGADO.   ESTACIÓN DOYHENARD.   ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA.

D. SÁEZ.    J. R. MORENO.     EMPALME ETCHEVERRY.

  ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  LISANDRO OLMOS.  INGENIERO VILLANUEVA.

ARANA. GOBERNADOR GARCIA.  LA PLATA.


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