martes, mayo 01, 2012
LA LÍNEA INFINITA...
*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu
DE VIAJE*
Miro mis cosas
diciendo adiós.
Quisiera diluirlas
en cuencas enormes
hasta que solo quede
la esencia que fue.
Tienen historia
por su llegada,
por su mensaje,
si las deshecho
muere una parte de mí
por vaguedades, quizá,
por lo que no explica
ni la mejor palabra
ni el recuerdo guardado
que no quiero compartir.
Voy aprendiendo
a despedirme,
a tomar distancia,
a decir adiós.
Sé que me escuchan,
que se resignan
y guardan mis secretos
en el arcón.
*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar
LA LÍNEA INFINITA...
Como lágrimas en la lluvia*
Vine a gritar y me pobló el silencio.
Del son, sólo fantasmas nuestras voces.
Pues todas las palabras:
las que un día cantamos,
aquellas que callamos,
las que nunca debimos haber dicho,
también las que escuchamos,
pensamos inventamos escribimos,
las que en algún otoño nos dañaron
y las que despertaron un lánguido suspiro,
las que pintaron una sonrisa en nuestros labios
y las que no dejaron ningún poso en nuestro espíritu;
y aun éstas que ahora escribo,
éstas que acaso estás leyendo,
también se perderán en los pliegues del tiempo.
Sólo seremos ecos,
provisionales ecos rebotando
hacia un sol extinguido.
De Por si mañana no amanece
*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com/
LA LÍNEA INFINITA*
Pocas personas pueden darse el gusto de decir que conocieron un Buscador de Tesoros: Mi tío era un miembro de esa rara especie. El día que cumplió diez años, levantó buena parte del piso de la casa de mi abuela porque se empeñó en que su hogar escondía un cofre lleno de monedas de oro.
- Si lo encuentro, mamá me dará un beso - decía mientras cavaba cada vez más hondo, con la ayuda de los hermanos, que se dejaban convencer por su espíritu aventurero.
No un beso, sino una paliza, fue la recompensa. Esa fecha marcó el fin de su crecimiento. No culpo a la golpiza, a no ser por las heridas que le dejó en el alma. Aunque lentamente, hasta el momento se había ido agrandando año tras año, dando cierta esperanza a las hermanas que lo medían marcando con trozos de carbón la puerta de la cocina, pero desde aquel día no se alzó un centímetro más, allí está aún la última raya, señalando el fin de su infancia.
La línea del tren pasaba a cincuenta metros de la casa, los hijos de mi abuela, y en especial Carlos, el mayor de los varones, eran conocidos como “niños del tren”. Dos veces por día temblaba suavemente el piso donde jugaban y se escuchaba el ritmo del ferrocarril de pasajeros, que continuaba su marcha más allá del manglar y la montaña, rumbo al mar. La noche era el momento que aprovechaban los vagones de carga para ejecutar sus compases, en rítmica sinfonía que no acababa hasta que la oscuridad cedía su turno al alba.
- Un día me montaré en el tren. Puede parecer que se acaba donde termina la vista, pero yo sé que la línea no tiene fin, sigue siempre, más allá, termina en un país y sigue en otro… Llegaré al mar, haré un barco y viviré en él, hasta encontrar el tesoro. Ahora sé por qué no lo encontré: en el sueño me dijeron “está en tu casa”. Mi casa será el mar, porque voy a ser pescador - afirmaba mientras se quedaba mirando las enormes moles de hierro, cargadas de rostros ajenos...
Ya había salido un año antes con el hermano mayor, esgrimiendo el torpe trazado de un mapa, en busca de los tres árboles que su sueño de turno le había marcado como sitio del enterramiento. Después de horas de búsqueda los habían encontrado. La noche los había sorprendido cavando en la base de la montaña. Incapaces de saber qué rumbo tomar, se recostaron a uno de los troncos y al amparo de sus ramas encontraron el sueño. En esa ocasión fue tanto el susto que olvidaron el castigo. La falta de reprimendas le soltó la lengua para hablar por primera de su visitante nocturno.
Un ilustre aparecido se le manifestaba cada noche para revelarle el sitio donde estaba enterrado el tesoro que quería legarle, pero siempre algo interrumpía la confesión. Se trataba de un famoso pirata, cuyo nombre había prometido callar. Había sido asaltado por sus propios marineros.
- Trataron que les dijera dónde estaba el cofre, pero él prefirió la muerte. Lo enterraron donde ahora pasa la línea del ferrocarril. La noche anterior me dio el mapa, pero era falso. Después me dijo la verdad, quería probar si era lo bastante hombre para ir a buscarlo. ¡Y se lo demostré!
- Con tal que no te dé por levantar los rieles – se quejaba el padre -, mira que se forma un descarrilamiento, viene la justicia y nos lleva presos.
- Eso te lo prometo, jamás haré daño al tren.
Hubo más escapadas, más búsquedas y excavaciones, pero cumplió su promesa de no alterar la línea infinita. Logró viajar en tren hasta el mar, tuvo su barco y fue pescador. Murió creyendo en sus visiones.
Acaso su suerte estuvo en no encontrarlo. Perdida la ilusión que le había dado motivos para vivir, se hubiera marchitado la llama que ardía en su interior... Aunque si alguien me preguntara, respondería que Carlos siempre tuvo un enorme tesoro que llevó consigo a donde quiera que iba: un alma tan vasta, tan llena de sueños, que no hubiera tenido cabida en cuerpo alguno que no fuera el suyo, hecho para soportar las mayores cargas.
*De Marié Rojas Tamayo.
(Del libro De príncipes y princesas, editorial El Far, Mallorca)
A 9 años
De la devastación de la ciudad de Santa Fe
La inundación comenzó en la madrugada del 29 de abril de 2003 cuando el río Salado salió de cauce e ingresó por una brecha no clausurada en la defensa del cordón oeste.
-Por la memoria van estos textos de Oscar A.Agú. Elsa Hufschmid y Eduardo Russo.
RETROSPECTIVA*
*Por Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
El 2003 ya corrió su mitad de camino. Y digo corrió porque no transcurre sino que alucina su velocidad.
En poco tiempo hemos vivido tres años en uno. Golpeados, macerados por l´agua, hemos perdido todo y hemos encontrado de todo. No sólo fuera de cada uno de nosotros sino y además en cada uno de nosotros.
La bravura de l´agua se llevó lo inimaginable. Barrió con las despensas, las bitácoras, los baúles, las cajoneras y las pequeñeces. En horas se hizo agua, se diluyó la enorme e inmensa tarea de años.
Y nos dimos cuenta de la exacta dimensión de las cosas y de nuestra relación con ellas.
Y no quedan palabras.
FURIA DEL NACIMIENTO*
*Por Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
¿Dónde se oculta el sol en ésta ciudad?
Quizás en el leve silencio de unos ojos ansiosos
Quizás esté oculto en la corta sombra de una mano
Quizás en todos los quizás que se nos puedan ocurrir.
Pero sí está oculto en los largos y hondos silencio del mundo arrasado,
vacío de todos los quizás que no fueron.
Los rostros deambulan en el turbulento mundo de las sombras
acunadas en la agua.
La agua que ahogó todos los quizás, todos los augurios, todos los/ esfuerzos.
Nos dejó desnudos en la ribera,
a la deriva camalotal,
en bancos súbitos de arena en medio del río,
en su viejo lecho al que le escuchó su llamado.
La turbulencia nos acusa en la desnudez y sólo brilla ella, sólo
/ella...
Estamos arracimados en la turba del río sin comprender
que él nos cruzó en medio de cada uno de nosotros;
tenemos el rostro del río y cuando nos miramos, unos a otros,
vemos nuestro propio rostro demudado.
Profunda metamorfosis cuya acción violenta,
inadecuada, absurda, loca... aún no comprendemos
la dimensión de nuestro nuevo cuerpo.
Quizás nunca lo haremos,
quizás surjan nuevos quizás,
con la misma fuerza de río, con la misma presencia.
Me voy durmiendo papel,
me voy alejando del sonido de las cosas arrasadas
voy buscando el sol en ciertas manos
en ciertos gestos
en ciertos pasos
que anuncian un poco de luz para hacer habitable el mundo,
hacerlo creíble:
los jóvenes, los voluntarios, los docentes,
las madres parturientas en los centros de evacuados,
en las historias nacientes.
Nada está dicho, nada ha terminado.
Está por comenzar el tiempo para muchos.
Será otro tiempo, otro sol, otra ciudad, otro mundo.
Primera crónica*
¿Qué nos ha pasado?
El cielo se quedó llorando hasta no caber sus lágrimas. Tremendo lloro que aluvió terruños, sueños, casas, vidas, lumbres, albardones, silencios, muelles, barcazas, basurales, puentes, pobreza, riqueza, bienestar, analfabetos, marginales, sabios, ladrones, poetas, acosadores, rameras, niños perdidos, cerdos, caballos, árboles, horizontes . . .
El cielo se anegó a sí mismo hasta el hartazgo y largó su vómito, largo en mañanas, en vísperas, en las horas de ángelus, en la vuelta de los siriríes, en el ladrido lobuno de los perros perdidos, en los vuelos largos y asombrados de los pájaros, en las alturas de los hormigueros que no pudieron ganar la altura . . . y el vómito de la agua cubrió lo nunca cubierto en la memoria.
Y éramos espectros deambulando en las calles sórdidas y dormidas por la agua. Extendiendo las manos tocábamos la agua, vómito de cielo harto, y ya éramos visceralmente río.
Deambulando en la noche, las sombras de la gente gemía. Gemía de dolor, de locura, de furia. Venían caminando hacia el poco alto desde el bajo por las aguas empecinadamente negras. Y llegaban ateridos, con sus niños en brazos, sin habla, llorando lo nunca llorado; llegaban con sus pocas ropas, sus puños cerrados, sus ojos idos. Llegaban sin saber dónde. Sólo llegaban donde la altura era una pobre y cierta protección a la desazón. Y uno allí, tendiendo manos, diciendo aquí estamos sin saber, por cierto, dónde. Confundidos, caminábamos la noche sin entender aún . . .
Caminábamos en busca de una lumbre, de un espacio, de un rostro. Caminábamos como si la nada se nos hubiera caído sobre cada hueso llevándonos hasta el límite. Hasta el límite de la cordura, de las emociones, de la piel misma. Estábamos sin palabras. Estamos sin palabras . . .
¿Qué nos ha pasado? ¿Dónde está mi barrio? ¿Dónde los sueños? ¿Dónde la sombra del árbol? ¿Dónde mis seres amados? ¿Dónde la foto de los abuelos? ¿Dónde el mate que me regaló papá? ¿Dónde todos los esfuerzos de una vida? ¿Dónde la plaza? ¿Dónde el jardín del patio? ¿¡Dónde!?
Segunda crónica*
Años buscando la orilla del río, el albardón propicio para la pesca y una mateada. Años arrimándonos en los tiempos libres o como tiempo de trabajo, según la ocasión de cada cual. Íbamos al río.
De pronto, sin bullicio de su parte, l’agua del río me trajo la orilla a la ventana de casa y el albardón fue la terraza o el techo, según la ocasión de cada cual. El río vino.
Nos inundó de espumas, de trastos viejos, de animales arrasados y putrefactos, de aceites y ácidos y llegada la noche, el silbo de las balaceras, los gritos de reconocimientos, de música loca, de helicópteros, de pestilencia y, sobre todo, la radio. Ella estaba acompañando la ansiedad. El tiempo ya no era libre, según la ocasión de cada cuál. El río se había instalado.
Habitantes sorpresas de su lecho no había respuestas. Algunos balbuceos, algunas mentiras que decíamos y tratábamos de creer para no ser arrastrados por la riada. Cada claridad, tenue y plomiza por esos días, reverdecía de pequeños brotes de esperanza que se apagaban lentamente con el día y se hundían en l’agua. Pero algo quedaba, algo de espera aún permanecía. Algo que nos permitió estar aún hoy.
Y al otro día dale que dale, de nuevo. Con nuevas y malas noticias. Que otro barrio, que el parque del sur, que avanzaba atropellando las calles del centro de la ciudad. Que todo era río. Que la laguna Setúbal y que el riacho Santa Fe y que el Salado... que todo era uno y la ciudad, y los amigos, y los de más aquí y los de más allá, todos con el mismo horizonte... y la espera, la dura espera para retornar a los viejos andariveles donde nos reconocíamos a diario.
Y al otro día nuevos brotes. Pequeños haces de luz que sosteníamos en las manos, en los sombreros, en los bolsillos para volver a sembrarlos cada mañana en esos largos días.
Tercera crónica*
Aquí estamos, protegidos de la intemperie severa incluido el invierno que se avecina, intentando sobrellevar nuestras vidas en estos predios de evacuados con gente de distintos lugares y de diversos barrios. Nos acomodaron y nos acomodamos como pudimos. Algunos tuvieron un poco más de suerte y fueron llevados a lugares más cómodos y con menos gente. Pero otros seguimos sufriendo el golpe en el espinazo de l’agua. Nos acompaña en nuestros fríos lechos, durmiendo sobre cartones, hasta que llegaron los primeros colchones y las primeras ropas. Nos sacamos la humedad de encima y nos vestimos con atuendos que manos generosas y compasivas nos hicieron llegar.
El frío carcomía nuestros pobres huesos. La poca comida ayudaba. El llanto de los niños, sus tocesitas nos acompañaban en las largas noches de espera. También el estar alerta para no ser sorprendido por los de siempre, por los que despedazan la gente con sus actos: fiolos, traficantes, abusadores.
Decían que venía la ayuda. Que ya nos alimentarían mejor. Que tendríamos abrigo. Y yo estaba entregado porque mis plegarias y mis pedidos y los de toda esta gente, se evaporaba en la lentitud de las horas.
Y uno no sabe qué hacer, qué hacer. Ha dejado atrás, en el barrio, todos los esfuerzos juntos. Aquél, a su caballo y su carro para recolectar basura, este otro perdió su pequeña despensa, aquel vendía cigarrillos, gaseosas y vino en su kiosco. Y ya no están esas cosas. Ya no están.
Sé que algunos se quedaron en los techos cuidando no sé qué. Que los chorros de siempre, que los oportunistas desmantelando lo poco que quedaba. Lo de siempre pero, eso sí, ahora en bote por las calles y a oscuras.
Cuarta crónica*
Yo estuve ayudando sin saber a quién. Pero ayudé. Puse mi lancha, mi piragua, mis manos, mis ganas, mi tiempo. Fui hasta la orilla alucinada del río y di una mano. No sé cuántas horas pasaron. El tiempo se diluyó en la marea humana desprevenida de todo, se diluyó con el horizonte oeste de la ciudad, se sumergió en el Salado, ese río manso y largo que lleva el nombre de Juramento, por allá, en las montañas de Salta. Ese río manso que sacudió nuestra presencia de una forma abrupta, casi animal, incontenible. Ese río Salado se llevó, también, mi tiempo, mis fuerzas, mi voluntad junto a la de miles, junto a sus trastos, sus cosas queridas, sus sueños.
Yo estuve ayudando sin saber a quién. ¿Importaba acaso? Era yo en cada rostro, en cada mano, en cada mirada. Era yo transmutado recorriendo sin rumbo otra ciudad, no mi ciudad. Era otra ciudad. Era otro yo. Era el yo de la ciudad aturdido, con los pasos perdidos, con las manos ateridas y sin tener dónde sostenerse.
Estuve ayudando hasta el límite y lo seguí haciendo.
Lo seguí haciendo hasta que las fuerzas comenzaron a flaquear, hasta que la nafta de la lancha sólo tenía su olor y de dinero para comprarla ni señales, hasta que una gripe me volteó de espaldas, hasta que me quedé dormido pasándose la hora de cierto compromiso. Lo seguí haciendo hasta más allá de esas trabas que la vida nos regala.
Ahora estoy aquí, mirando el río ya en su cauce, recordando lo pasado como una pesadilla no deseada. Escuchando los discursos de disculpas, de “yo no fui”, atajando penales hasta con las sombras de ciertos responsables que quieren sacarse la soga del cuello. Ahora estoy aquí y lo digo: fuimos nosotros los que pudimos. En ello radica la esperanza.
Quinta crónica*
Las aguas bajaron. La orilla del río se fue retirando de la ciudad, de los barrios, de éste barrio, de ésta cuadra, de mi casa. Y para ahí voy bajo la lúgubre luz de estos días grises, oscuros, obscenos.
Nunca fui inundado. Nunca me vi en esta situación. Nunca supuse que l’agua llegaría a besar mi ventana, adueñarse de mis espacios cotidianos, mecerse blonda en los lugares de mis seres cercanos y de mis cosas de años.
Y no puedo expresar toda esa sensación que me invade. No puedo. Voy viendo cada cosa que quedó y me voy despidiendo de ellas, una a una, con un adiós no definido, sabedor que quedará en mí todos y cada uno de estos actos. Decisión de dejar ir, de tirar aquello que está inutilizado, como de pronto, como si nada, como si todo, como si estuviese adherido a cada una de ellas sin mayores explicaciones.
Y me voy preguntando por lo que no veo. Me voy preguntando hacia qué rumbos se han ido a navegar todo lo que no veo. Sólo el espacio que dejaron, ese signo que indica el ya no esta, ya se fue. Usurpado por el río, cada espacio es testigo cierto y mudo de haber sido arrebatado en su intimidad. Y yo aquí, impotente, con las manos extendidas, la espalda encorvada, tirando, tirando.
Una montaña de trastos frente a mi casa. Se suma a otras, y a otras, y a otras. Una luna de olvidos necesarios se aloja en cada una de ellas. Un dolor, un llanto impronunciable. Y de pronto ese darse cuenta: l’agua puso a descubierto cuántas cosas tenía y no sabía para qué. De seguro las tenía guardadas para no sé qué oportunidad, qué evento propicio para mi vida.
Ahora estoy aquí aullando mi rabia, mi lejanía, mi inocencia. Escucho a los funcionarios con un cierto dejo. No sé bien para qué. Ellos tienen que darnos respuestas, no discursos. Transcurro esperanzado de que algo debo aprender. Tal vez que el río buscó su cauce. Que yo debo buscar el mío. Deberé, si puedo, sembrar soles. Pequeños soles en estos prados de angustia y dolor. Pequeños soles donde quepan pequeñas cosas iluminadas.
Sexta crónica*
El día después
Vendaval de historias cruzadas por el mismo destino. No hay un por qué hay un ya está. Una vuelta de tuerca que no podemos deshacer. No sabemos bien para qué sirve.
Sí sabemos que estamos demudados. Volveremos a las fiestas posibles, a los pequeños actos cotidianos donde reconocernos, a las veredas que nos acompañan en nuestros andar. Ya se que no es lo mismo. Que algo cambió y no sólo externamente. El deambular de los vecinos, de la gente, es otro. Su mirada aún está sorprendida, sus gestos denotan ese algo que aconteció y no tienen traducciones en palabras.
El día después nos agobia porque, sin entender lo ocurrido, debemos empezar con el río en nuestras espaldas, con los gritos en las noches de espera, con el sueño alterado, con el reencuentro de lo perdido en otras cosas.
Debemos andar sin miramientos, aunque no veamos claro aún. Andar para que el camino se ensanche y haga posible. Andar sobre las aguas que no están, sobre el horizonte que vuelve a su juego, sobre los días que nos permiten reconocernos.
Este día después, lleno de nomeolvides, de intentos por seguir, de basura deambulando, de pudriciones agobiantes, de balaceras inconclusas y muertes no pensadas, de malandras anclados y mordiendo la miseria misma, de manos juntas que nos recuerdan que no estamos solos, de pequeñas miserias cotidianas, de grandezas inmedibles, de aprovechadores sin máscaras sobrevalorando el pan de cada día. Todo junto, a cada vuelta de la esquina, en cada acto. La ciudad se desnudó a sí misma. El río nos dejó a la intemperie. Y vimos lo que nunca vimos, seres que se instalaron donde nunca, la pobreza sin taparrabos, la marginación allí mismo en las veredas mostrando toda su vastedad.
Todo junto. Todo mezclado. La ciudad quedó mostrando lo que nunca. Y uno allí, en medio de ello, milagreando la mirada y señalando lo no señalado.
Séptima crónica*
El tiempo marca su paso en la memoria. Hace ya un año que las aguas desmadraron su cauce y nos arrojó, a decenas de miles, a la intemperie absurda y desprolija de la noche y de los funcionarios.
Sólo me quedan imágenes fantasmales no precisas que acosan mis sueños. Imágenes que se fortalecen ante las ausencias y laceran lo más íntimo.
La memoria. Se fue. Se fue con l´agua. Toda mi historia se fue con l´agua que es decir mi propia identidad. Ya no puedo estirar la mano y decir: aquello me recuerda ... sólo, ante mi, la pared muda y golpeada donde ausentes retratos se extinguieron.
La memoria. La más reciente, nace del agua. Nace de esa noche del 29 de abril de 2003. Nadie sabía que estaba volviendo a nacer. Nadie lo sospechaba, siquiera. Pero fue un nacimiento duro y abrumador. Aún, de tan abrumados, sentimos l´agua golpeando en nuestros cuerpos. Sensación que nació junto a nosotros y para quedarse con nosotros. La llevamos puesta en lo oscuro de nuestras miradas. Allí ancló su estancia y no se irá.
La memoria. Por ello la intentamos recuperar. Por ello nos convocamos. Por ello la caminamos. Poblamos las calles con nuestro andar cada veintinueve para no olvidar. Para que no olviden. Para que no nos miren como los “chicos malos de la historia reciente”. A nosotros fue que nos pasó por sobre nuestros techos la catástrofe del río Salado, los que perdimos todo –lo poco o lo mucho que cada uno tenía.
La memoria del´agua esta presente aullando en nuestros miedos, en nuestra intemperie y desolación interior, en nuestra busca de identidades disueltas.
*Crónicas de Oscar A. Agú. oscarcachoagu@yahoo.com.ar
Llora conmigo, vecino*
Llora , vecino, llora
porque hemos perdido
parte de nuestra historia,
nuestros recuerdos, parte de nuestra esencia.
Estaba en papeles, cartas, fotos, documentos,
muebles, libros, años de trabajo.
Perdimos la belleza de nuestras flores,
las mascotas compañeras.
Despide con dolor y rabia
cada pedazo
que amontonas en la calle.
No intentes desembarrar ese diccionario,
ni el Martín Fierro,
ni aquel primer poema tonto a la luna.
Llora vecino, te espera gran trabajo.
No volverá la emoción
de mirar las fotos de tu boda, la primer sonrisa de tu nieto,
los rostros en sepia de tus abuelos.
Llora, las lágrimas salarán tus penas
pero darán fuerza a tu espíritu.
Y renaceremos.
Hoy el agua es enemiga sin culpa.
Si sino es avanzar
pero también enriquecer la tierra.
Guarda en su seno el mayor tesoro.
No la odies.
Vuelve a la lucha-
También es nuestro sino.
Estamos vivos.
No falta más.
*De Elsa Hufschmid elsifumi@yahoo.com.ar
Amiga*
Amiga mía, en mi casa las paredes no revientan embriagadas por el agua; el barro no me ha robado los colores del recuerdo; los libros alientan otros sigilo, hablan de pan y lágrimas, de locos y profundidades, de pinceles y amores apurados, pero no están humedecidos.
Tu casita se metió en la guerra, silenciosa, con su herrumbre pegada a las proclamas; guerra que despelleja espadas y ata las manos, guerra sucia que manda azotar contra el suelo aquello que más amamos.
Amiga mía, me duelen tus lanitas llorosas, tus ramitas adormecidas, el tacho que se traga tus banderas; me duele la calle, que no ve lo que aquí ocurre, la ciudad lejana que ya comienza a olvidar, me duele rasgar, como un déspota, estos racimos de versos apelmazados por el agua.
Pero, sabés una cosa, las caras de las fotos buscan salir a la superficie, hacen fuerza por mantener un costado sano y gritan, y preguntan y son cientos de personas surgidas de tus entrañas que gritan: ¿Dónde estás, no ves que le estamos ganando a esta serpiente color marrón, color tristeza, color injusticia, color abandono, color furia e impotencia, color desidia, color revancha?
¿No ves que tu casa se va limpiando a oscuras, con lucecita de velas, como un pesebre?
En la puerta están esperando las ganas de decir, escribir, pensar, surcar; a pesar de esa marca del agua que parece un estigma.
Allá, muy lejos de las casas, de las canoas y los gemidos nocturnos, están ellos, los que ordenaron barbijo y guantes; ordenaron el miedo y su correspondiente lavandina, ordenaron el hambre y la súplica. No supieron ordenar las últimas migajas de un muro.
Vos, amiga mía, ordenaste los duendes, y están esperanzados, arriba, en el techo.
Estás poniendo de pie tu casa, lavando sus heridas. Otro día comienza, tal vez el mejor, ya no estás tan sola.
*De Eduardo Russo
17/ 05/ 2003
-Enviado para compartir por Elsa Hufschmid elsifumi@yahoo.com.ar
¿Por qué hablar de vos me duele tanto?*
*De Nechi Dorado. nechi.dorado@gmail.com
Fue una tarde cuando el día moría, el sol se alejaba para dar paso a la noche y la primera estrella, tímidamente traviesa, se asomaba en el cielo invitando a sus hermanas a la danza cotidiana. Un guazuncho perdido se vio entre la maleza a unos metros de un rancho con ventanas y puerta abiertas, mientras una bandada de loros se retiraba a dormir.
Allí estaba Don Ignacio como siempre, taciturno, misterioso, con la mirada perdida en algún lugar del tiempo lejano, pero grabado para siempre en su corazón curtido por la inclemencia de la vida.
Don Ignacio parecía haber adquirido la imagen del paisaje agreste del Impenetrable.
No solía hablar demasiado, solo pasaba las horas en la puerta de su rancho a orillas del río Bermejo, tal vez recordando en silencio la algarabía de sus hijos jugando en el barro de la orilla.
Tres pequeños arrancados de su lado cuando la hambruna les borró la risa.
O tal vez evocaba en silencio la sonrisa de su compañera fallecida también de causas evitables si en el paraje donde reinaba la miseria y el abandono, hubiera habido un médico que diagnosticara a tiempo la tuberculosis.
Llegó de Corrientes ese hombre, hijo de “gringo” emigrante de Europa en la bodega de un buque surcando mares huyendo de las violentas represiones que siempre expulsan a los rebeldes hacia la serenidad.
Conoció allí a una nativa, la madre de don Ignacio que también trabajaba en la siembra de algodón y con quien tuviera sus otros once hijos.
No podía calcularse la edad de don Ignacio, el tiempo estaba como detenido en ese gesto inexpresivo de su rostro del color de la tierra donde abriera sus ojos por primera vez.
Su vida estuvo siempre desequilibrada por la desgracia, el dolor hizo nido en esos ojos tan negros como la espesura de la zona en las noches sin luna.
Don Ignacio, como lo llamaban en el pueblo, tenía alma de poeta. La falta de oportunidades impidió que desarrollara ese don que le fuera otorgado.
Las pocas veces que hablaba los vecinos rodeaban el banco donde se sentaba, para escuchar sus consejos que eran muy claros aunque difíciles de seguir cuando el miedo hacía su aporte.
El viejo era corajudo, nunca bajó la mirada al “patrón” cuando gritaba, como hacía el resto de los pobladores del caserío.
Siempre les decía que debían rebelarse, se negaba a que otro hombre pudiera ser su patrón cuando trabajaba en el monte antes de la salida del sol hasta el anochecer.
Cuenta la gente del lugar que una noche cerrada, la última que lo vieran, se oyó la voz del hombre y la de una mujer. Conversaban como si se conocieran de siempre, pero no era la voz de una lugareña, parecía una mujer fina con un tonito muy dulce por momentos quebrado por el llanto.
“¿Por qué nombrarte me duele tanto? –preguntaba don Ignacio casi en murmullos - yo quiero cantarte, Patria, pero mi canto no es bueno, suena a latido del alma, que nace tibio en mi pecho, pero hacen falta otros pechos que quieran cantar el canto. Patria, mi canto es apenas murmullo, tan sólo eso…
-Quiso la historia que ojos sombríos se posaran en tu falda, abrieron puertas de infamia, profanándote con saña de norte a sur, asesinando a tus hijos que resistían estoicos la furia devastadora. Ríos, lagos y lagunas, montañas, cerros, oteros sucumbieron ante la fuerza expoliadora de los blancos que llegaban para quedarse, hasta que nuevos mandatos indicaron el tibio paso de manos a otras manos tan rapaces como aquellas-, continuaba.
-¿Cómo?-preguntó la mujer indignada. ¿La corona española financió tanto atropello antes de que un grupo de argentinos me formara como Patria?
-¡Cómo poder explicarte! Si yo atrapé el recuerdo de lo que eras cuando esas fuerzas extrañas comenzaron a mirarte y a soñar con tu riqueza, respondió don Ignacio.
La mujer entre sollozos respondió:
-Siempre me consideré tierra de paz y trabajo. Tierra de puertas abiertas con la que soñaban tus abuelos cuando la miseria y las guerras se desencadenaron allá lejos impulsadas por conciencias frías y ejércitos acunados con proyectos de odios.
-Esos ejércitos infames se modernizaron tanto que ya no hacen falta uniformes para uniformar ideas. Ahora son nombres de empresas cobijados bajo el manto que les permite penetrar la subjetividad de tus hijos, Patria mía, succionando la sangre de tus arterias heridas.
-Nuestros abuelos llegaron desde aquella Europa donde está la que llamamos “madre” y a la larga vimos que se trató de un Cronos que se fue devorando a sus hijos uno por uno, para luego depositarnos bajo las garras de otro Cronos que habla distinto y se hace entender imperativamente. -Así lo hizo contigo y con tus patrias hermanas, esas que hablan tu lengua, que comparten tradiciones, que tienen el mismo olor y color de pueblo moreno y resisten cada embate desde el odio visceral que ostentan los criminales.
-Si se hubieran atrevido a unir sus manos y almas, formarían la Patria Grande que soñaran los libertadores. Ese sueño hoy es de unos pocos, pero cuánta falta hace, dijo la Patria, sentándose sobre una roca filosa.
-Me resisto a creer que los hayan herido tanto, que los llenaran de llagas y que para poder mencionarme no puedan omitir historias de lutos y atropellos genocidas.
Don Ignacio suspiró, pasó el dedo índice por el borde de sus ojos y siguió diciendo:
-Historia de destierros, robos, despojos e infamias enquistadas en los siglos convirtieron en jirones tu ropa celeste y blanca y pusieron en tu pecho un “I love you” que no es nuestro. No lo quiero, lo repudio, me da asco, nunca acepté que se instale. Lo dejó entrar el silencio cómplice de los amorales.
-Te inundaron de palabras que no son tuyas ni nuestras, nos mostraron otros mundos que dicen maravillosos, y para que no hubiera dudas, nos los trajeron en trozos como espejos de colores y fueron tantos los que lo consumieron que se instalaron nomás, como si nada. La voz del hombre se sentía entrecortada.
¡Cuánta sangre derramada, cuantos sueños libertarios para llegar a ver esto…! Cosa fuerte el interés, la moneda, el capital en los bolsillos de pocos mientras el hambre hizo nido en las panzas de los pobres.
-Fuiste mi linda Argentina, pasado de granero del mundo, tierra de trigo y de pan que parece no ser rentable. Ahora es tierra de yuyitos promisorios que se exportan para alimento de los cerdos, allá lejos.
-¿Dónde? Preguntó la Patria.
-Allá, donde están los cerdos…respondió con indignación.
Y siguió la letanía de don Ignacio en la noche:
-Tierra abonada con sangre, con despojos de rieles oxidados, de columnas de trenes olvidados que ayer llevaran tu canto a cada rincón de pueblos, que no murieron de muerte, sino por asesinato.
-De glaciares negociados, de aguas privatizadas, de minas a cielo abierto, de suelos contaminados, de recursos entregados a las garras de la ambición.
No podía contener su lengua, don Ignacio, la rabia por el ayer asesinado corroía sus entrañas.
-Cómo nos cambió la historia, Patria querida, a quienes ayer te irguieran un culto de moral y esfuerzo, hoy llamamos desocupados.
-¿Serán esos los que vi?, preguntaba la mujer –esos que gritan su marginación en columnas justicieras, buscando con desespero lo que les han arrancado, la dignidad que resiste a que la exoneren, nada menos…
-Sí, son esos, respondió don Ignacio
-“Espectros” que van con palos para enfrentar otras armas que los apuntan de lejos. De esas que escupen sus fuegos, arteros, que sí, los matan, mientras te riegan con sangre y pocas veces se entiende.
-Mi Patria linda, te robaron primaveras, expropiaron tu mañana, te oscurecieron el alba volviéndote pedacitos de historia destartalada.
Un sollozo de mujer rompió la noche de pronto, el hombre siguió diciendo o le habló su corazón:
-Ay Patria, tráiganme un mago que te arme, de repente, que llegue un beso que borre las lágrimas de tus frente para ir pintando la gloria, recreando la memoria que te arrancaron un día para instalar otra historia.
-¿Por qué hablar de vos me duele tanto? ¿Será porque se tus ríos y lagos contaminados?
-¿Por los niños sin escuelas? -¿Por sus padres sin trabajo?
-¿Por los piececitos descalzos que danzan pasos de olvido, al ritmo del crujir de tripas en sus pancitas con hambre?
-No, no, no, dijo con dolor la Patria. Don Ignacio continuó:
-¿Por los viejos que con tanto esfuerzo te hicieron grande para ser luego abandonados a un destino de despojos?
-¿Por los descalcificados esqueletos de los hospitales que hoy gritan tanta desidia pero sin ser escuchados?
-¿O por el cóndor que asoma sus garras y lo presiento con el alma estremecida llena de dolor y espanto?
-Ay, no digas eso, dijo la mujer llevándose las manos al rostro.
-Pero que triste es nombrarte y que las letras que forman tu hermoso nombre, estén ahogadas en llanto.
-Me dolés Patria, me duele verte agredida, humillada. Si lográramos que a muchos les duela la misma historia, estoy seguro, la gloria se asomará de repente.
-Te quiero libre y en paz, estrecho filas contigo, quiero al viento tu vestido blanco con franjas de celeste cielo aclarándonos la aurora y en el medio de tu pecho quisiera ver como antes un sol solemne que arranque ese “I love you” que me duele…”
La patria se estremeció, en medio de su sollozo alzó sus ojos al cielo, besó la frente del hombre y se internó en la espesura del monte para ya no regresar.
Cuando despertó el día el banco de don Ignacio amaneció vacío. La puerta del rancho estaba abierta pero el hombre no estaba allí.
-Buenos días, don Ignacio, dijo la señora del rancho cercano. –Oiga don Ignacio ¿se siente usted mal?
Silencio, el hombre no estaba, nadie lo vio salir, los vecinos se agolparon en la puerta y los niños preguntaban –Madre, ¿dónde está don Ignacio?
Nadie lo volvió a encontrar. Dicen que durante el día andaba el patrón rondando con los cuatro matones que lo acompañaban siempre y al ver al viejo sentado y mirando al horizonte dijeron “tené cuidado porque vas a acabar mal”.
-¿Dónde estará don Ignacio? Se preguntaba la gente. -Pucha que cuando anda el patrón con esos tipos ladinos, la mala suerte se escapa y algo pasa por acá.
-¿Por qué ya no está don Ignacio?- preguntaban los chiquitos cuando andaban por ahí.
-Lo habrá tragado el Bermejo, ahora váyase a jugar, decía algún grande temeroso.
Fueron pasando los días y de eso no se habló más…
VIVIR LA PAZ*
"La paz no es solamente la ausencia de la guerra; mientras haya pobreza, racismo, discriminación y exclusión difícilmente podremos alcanzar un mundo de paz"
Rigoberta Menchú
Que es la Paz amor, preguntas.
Preguntas y miras tus doloridas manos.
Intentaremos ver que hay atrás de los cerrojos.
La salud, amor, no es ausencia de dolencia.
La oscuridad no es ausencia de sol.
El pan no es ausencia de hambre.
La muerte no es ausencia de vida
Y la paz, amor, que será la paz?
Puede ser un niño. Un ave. Un pez.
Un ataúd, una lágrima, una flor.
Puede ser la bendita locura del amor.
Un vaso de agua, y la sed.
La orfandad y la leche de mis pechos.
Puede ser el universo y el fuego.
No, no habrá paz, mi amor:
Mientras haya tiranos. Mercaderes del odio.
Dictadores, opresores, amos de la Pacha.
Mientras la flor y la justicia y la libertad.
Sean, apenas, una subsistencia.
No basta subsistir, amor. Hay que vivir.
Hay que vivir.
*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar
Correo:
Llegó la hora de ahorrar petróleo*
Es obvio que un conductor automovilístico no coincidirá conmigo, pero que sepa que yo no coincido que por él paguemos todos más cara la energía que ya no tenemos.
Dicen los que por ahí saben algo, que todos los golpes de Estado en Argentina, desde 1930, "olieron a petróleo". Y puede ser... En el último, de tener la totalidad de las estaciones de servicio la marca de bandera, inmediatamente se pasó a devolver las imágenes foráneas a todas las que los fueran y, en poco tiempo, la propia YPF pasó a poseer un colorcito naranja entre sus círculos de la marca.
El Estado (Gobierno le llaman hace un tiempo), necesita de los impuestos a los combustibles para sobrevivir, así que eso de ahorrar combustibles ante la crisis podría traer otro tipo de crisis...la fiscal, por ejemplo.
Quizá no haya nada más perverso que el Estado resolviendo cuentas en detrimento del Pueblo. Así se justificó el aniquilamiento de los ferrocarriles en varias etapas sucesivas y coordinadas. Así se decidió que la ENTel no expandiera sus servicios telefónicos (y ni hoy llegue a muchos pueblos remotos el teléfono). Así se desintegró y sigue desintegrando el territorio en pos de mínimas porciones acaudaladas y millones de empobrecidos.
Hoy queda a la vista el sinceramiento de la crisis energética que se viene anunciando a oídos sordos hace años: Ya en 1990, los más expertos, anunciaban que de continuar con el camino neoliberal propuesto, las reservas se exprimirían hasta el final y los petroleros no harían inversión alguna, tal el estilo prometedor de un Estado que no volvería a controlar ni decidir nada. "La soberanía energética no es cosa del Siglo XXI" dijo el político español hace pocos días. Claro, un Siglo XXI muy parecido al Silgo XVII de las invasiones globales españolas, inglesas y demás de la muy culta Europa.
El sinceramiento amplio sobre la crisis energética exige que no se impulse más la instalación de GNC en automóviles de cualquier tipo (Excepto taxis y remises, como mucho). Exige que se aplique un mayor impuesto al GNC cargado a particulares en forma urgente. Exige poner cupos a los combustibles a todo vehículo que no sea de trabajo.
Sí claro, podrán aparecer los mercados negros. Pero no será tan fácil pasar un peaje de cualquier tipo sin mayores costos a los que llevan un conductor solitario.
Todos estamos sufriendo los problemas de energía. Muchísimos tenemos Gas Natural y la industria, el comercio y los servicios requieren de él más que un automovilista solitario.
La política energética debe acometer sobre el uso del viento y promocionarlo en forma verdadera y no en privilegios para los monopolios de cualquier tipo. Las Cooperativas de servicio, los municipios y las provincias deben ser apoyadas para su propia generación. El Estado es el único que puede garantizar la salida de la trampa verde en la que están sumidos los que intentan poner en marcha energía no petrolera (Los que explotan energía eólica encuentran más caro su mantenimiento que el de un generador a Gas o Diesel).
No puede ser que sigamos con la fiesta del auto cuando no tenemos combustibles para impulsarlos (Ni oxígeno para soportarlos).
*De Jorge de Mendonça. jorgedemendonca@gmail.com
Abril 30 de 2012, Ingeniero White, Buenos Aires
*
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