martes, diciembre 23, 2008

A LAS TORMENTAS DEL EXTRAVÍO...



ILUSTRACIÓN DE RAY RESPALL ROJAS.


SOLUCIONES*



Cuando hay tan poco calor
En las líneas de la mano que
Hasta las gaviotas huyen de sus nidos...


La mar enfurece,
Robándose los sueños y los pianos;
Los techos vuelan de las casas
Y las nubes dibujan extraños algoritmos.


Es hora de pactar una cita con la luna,
Allí, donde no anida la sombra.
Cabalgar a lomos de la
Ignota Mensajera de la Nada...


Y preguntarle al mundo por qué
Nos da las riendas de este carro ciego,
Del que no tenemos control,
Ni conocemos el destino.


Por qué tanto girar en torno a un eje imaginario...
Por qué nos deja Dios cometer errores y,
Peor aún, arrepentirnos.


Tal vez sea entonces,
Hora de marchar, farol en mano,
Con la triste compañía de un fantasma,
Hacia el risco donde rompen olas
Dibujando en el azul franjas de espuma
Y escuchar qué nos trae de nuevo
El canto de los alcaravanes.


Quizás haya que hacerse un barco de papel,
Remos de lápiz, o de tintas,
Esperar a que estalle la tormenta...
Y salir a capturar sirenas,
O verdades.



*De Marié Rojas.





A LAS TORMENTAS DEL EXTRAVÍO...






El libro terrible*



Era un libro terrible. Su autor, Stefen Plumkier, era un maestro de la intriga y el suspense y sus historias eran muy realistas. Ya me dijeron que aterrorizaba a todos los que lo leían pero a mí estas cosas no me afectan por lo que decidí comprarlo y correr el riesgo.

Con una sonrisa, deseché las recomendaciones de la vendedora y decidí no hacer caso a sus consejos referentes a lo leyera de día, con luz, para que así no me asustara. Tampoco hice caso a mis amigos que se brindaron a hacerme compañía durante la lectura. ¡Cuantas tonterías!

Ahora reconozco que debí hacerles caso. Anoche, con las luces apagadas, lo leí y tuve miedo.



*de Joan Mateu. joan@cimat.es







Viajar y escribir: Roma
El senador por Venecia*



La autora de La ronda de los jinetes muertos cuenta en este texto cómo un viaje que prometía la rutina del trabajo periodístico le deparó la experiencia estremecedora de percibir el extraño punto en que ficción y realidad se tocan
Sábado 20 de diciembre de 2008 | Publicado en la Edición impresa


*Por Vlady Kociancich
Para LA NACION - Buenos Aires, 2008


Hay momentos en que viajar y escribir se muestran como actividades hermanas.
Con el paso del tiempo, las personas que uno conoce en el trayecto de un itinerario fuera del ámbito cotidiano tienden a convertirse en personajes y crecen historias de las anécdotas más nimias. En la escritura ocurre algo similar pero con sentido contrario. Hechos y personajes imaginarios suelen
adquirir para el autor, una vez escritos, la misteriosa consistencia de algo vivido, de seres que tratamos, odiamos o quisimos como si fueran reales.
Pero aunque la línea que divide realidad y ficción en la memoria parezca extremadamente dúctil, son mundos paralelos: uno refleja al otro aunque sin tocarse nunca. O casi nunca.

A mí me sucedió este contacto raro y algo estremecedor, en un viaje que sólo prometía la rutina de un trabajo periodístico.

El hotel de Via Santa Chiara

A mediados de los años ochenta, en un congreso en Nápoles, me pasaron el dato de un hotel en Roma. Era excepcional, dijeron mis colegas, por la ubicación, el buen gusto y el precio inverosímilmente bajo. No me hice grandes ilusiones, de estos datos regalados con buena intención suele pavimentarse el infierno de un alojamiento. Rogué nomás que fuera limpio y cómodo.

Llegué a Roma en los primeros días del otoño, una mañana, muy temprano, cuando la ciudad parecía levantarse de a poco hasta alcanzar todo su esplendor, roja y dorada en la incipiente luz matinal, aún desierta, con las calles, los muros y las ruinas del pasado durmiendo entre sombras azules.
Mientras iba en el taxi hacia la dirección indicada, Piazza Navona, Via Santa Chiara, Albergo Bologna, empezaron a tocar las campanas de las iglesias, unas cercanas, otras distantes como un eco, la inconfundible música romana. Recuerdo que deseé, sinceramente, que ese momento no pasara nunca.

Ya en la puerta del hotel, creí que el chofer se había equivocado. El precio de la habitación me había convencido de que iría a parar a cualquiera de las simpáticas y modestas pensiones del barrio, no a este pequeño y elegante edificio, uno de los palacios del siglo XVII alineados en la sola y larga curva de Via Santa Chiara, que da a la plaza del Panteón. Entré, azorada. Me registré con miedo de que hubieran perdido mi reserva, hecha desde Nápoles por teléfono y en mi torpe italiano. Mientras aguardaba junto al mostrador, giré la cabeza y vi un salón muy amplio, con hermosos sillones de cuero, cortinados verdes, mesas antiguas, de caoba, y hasta el milagro de una biblioteca. Nada parecía nuevo ni artificial. Los muebles, las telas, los cuadros tenían la pátina del uso y de un cuidado como de familia que el domingo recibe a sus parientes. La única nota grotesca era una anciana que dormitaba en un diván, con un libro abierto bajo una mano de uñas negras y un paquete de galletitas sobre la falda. Estaba desgreñada y, en la blusa informe, no demasiado limpia, había caído una lluvia de galletitas rotas. Al día siguiente, el conserje me contó su historia. La vieja mendiga era la dueña original de aquel palacio, una condesa que había perdido toda su fortuna. Ahora sólo conservaba una pequeña librería a la vuelta del Panteón
y el hábito de pasar una hora en el hotel, a la mañana y a la tarde, como si aún viviera ahí. No necesitaba permiso y el respeto con que la trataban los gerentes y empleados era una tradición de Roma, un cariñoso reconocimiento de los fantasmas de títulos o riquezas ya desaparecidos que yo había notado
en los cafés de la ciudad, en otros viajes. En cuanto a la finísima decoración, me enteré de que era obra del director de cine Mauro Bolognini.

Una ciudad antigua no es sólo una, sino todas las que los siglos van amontonando, cortadas, encimadas, en fragmentos que no coinciden, como un rompecabezas incompleto, de piezas sueltas, que nunca se termina de armar.
Hay tantas Romas como el tiempo y la suerte de que uno disponga para conocerlas. Mi suerte hasta me parecía excesiva. El hotel estaba en el barrio que circunda Piazza Navona y el Panteón al modo de un arco tensado, con la flecha apuntando exactamente entre los dos, así que apenas necesitaba caminar unas cuadras, a izquierda o a derecha, para llegar a uno u otro.
Había pocos turistas por la estación y, a cada paso, descubría maravillas.
En una esquina solitaria, la fuente de tres libros de piedra ya verdosa sobre los que caía el agua con un murmullo extraño que sonaba a palabras; el Caravaggio de la iglesia de San Luigi dei Francesi; la gran Fuente de los cuatro ríos de Bernini en la desolación oblonga de Navona a las siete de la mañana, cuando me sentaba a mirar la estatua del Río de la Plata. Los pasajes, los vicoli que rodean Via della Pace, una calle hoy de moda pero que entonces era puro barrio, con peluquería y mercado al aire libre, y una
iglesia redonda, de aspecto siniestro por su envoltura de alambrados negros y polvorientos, que esperaba una restauración eternamente postergada. Había, incluso, a doscientos metros del hotel, un diminuto restaurante con mesas toscas, sin manteles, de esos que en mi infancia se llamaban "fondas", donde comían los obreros del barrio y donde volví a probar la busecca que preparaba mi abuelo.

En ese vaivén de tiempos históricos distintos, empecé a lamentarme de que el mío fuera tan corto. Cinco días, y avión a Buenos Aires. Recuerdo que una tarde, sentada como siempre sobre el borde de la fuente de Bernini, le pedí al gigante del Río de la Plata que no me dejara volver. Cuando uno viaja solo, hace esas cosas, sin darse cuenta y sin el más mínimo pudor. La concesión de mi deseo llegó en forma perfectamente natural. Yo había viajado a Roma por trabajo y traía de Nápoles una serie de entrevistas agendadas.
Una por una, se iban cancelando o postergando, muy a la italiana. Fulano tenía un acto importante; Mengano estaba de viaje; Zutano, enfermo de gripe; el resto, también en cama por la misma razón. Avisé a la oficina de Buenos Aires y me ordenaron que me quedase hasta que esos tipos volvieran de sus
paseos o se curaran. La demora no me entristeció. Para nada. Dediqué todo el día a recorrer una vez más los sitios ya tan familiares como mi propia vida en casa. Fui al cine Capranica, vi Un día muy particular , de Ettore Scola.
Acepté la invitación a cenar que me hizo un huésped del hotel, senador por Venecia. Comimos juntos, esa noche, en una trattoria del barrio.

Preferiría morir en Roma

El senador era un hombre de unos sesenta y tantos años, muy alto, de una corpulencia que rozaba la obesidad, siempre en un bolsudo traje gris y con la corbata suelta y torcida a un lado del cuello, como si la papada le impidiera ajustarla. Era simpático, bonachón, verborrágico, un amigo de la contessa , a quien siempre le dispensaba un momento de charla. Me acostumbré a verlos juntos en el salón, ella callada y huraña, él hablando inclinado, atento y zalamero. Inevitablemente, una noche nos cruzamos en el bar y entablamos conversación. Me preguntó de dónde venía, en qué trabajaba, la clase de diálogo hecho de vaguedades entre dos pasajeros aburridos y solos.
Le dije que era escritora, me pidió el título de un libro mío publicado en Italia y lo anotó en una libretita. Me contó que era senador por Venecia, que los senadores se alojaban en este hotel cuando no tenían casa en Roma porque quedaba cerca del Palazzo Madama, la sede del Senado, y me dio su
tarjeta. Para mi asombro, uno o dos días más tarde, se apareció con mi libro. Dónde lo consiguió no sé, pero lo había leído, le había gustado y quería que se lo firmara. Así empezó una suerte de amistad, un intercambio de saludos, de encuentros en el bar, siempre breves porque él se iba al Senado y yo, a mis excursiones de monumentos y museos.

La noche de la cena en la trattoria fue la última vez que lo vi. Una noche muy larga en que también hablamos largamente, de política sobre todo. El senador comía plato tras plato con una voracidad animal que me cortaba el apetito, pero aun así logró impresionarme con su inteligencia. Había una sutil autoridad en la ironía y el humor de su conversación, como si mi juventud le hiciera gracia pero a la vez buscara protegerla con la experiencia que le daban los años. Se burló de mi enamoramiento de Roma y,
un poco irritada, le dije que entendía que viniendo de una ciudad tan espectacular como Venecia, ésta le pareciera casi pobre. Me miró sorprendido y empezó a echar pestes contra Venecia. La humedad, la bruma, los olores, el horror del invierno veneciano. Pensar en que pronto debía retirarse de su cargo lo enfermaba, me dijo suspirando. Pasó el momento. Cuando salíamos del restaurante, miré la calle; al fondo se alzaba la soberbia cúpula del Panteón en un cielo negro salpicado de luces amarillas y, extasiada, le
pregunté si no le gustaría quedarse a vivir en ese barrio. El senador sonrió con tristeza. "A mi edad, uno no elige dónde vivir sino dónde morir. Preferiría morir en Roma."

A la mañana siguiente me desperté con un terrible dolor de cabeza y algo mareada, pero tomé un café, una aspirina, y como todos los días volví a recorrer mis sitios preferidos, que iba apuntando en un cuaderno. De pronto me sentí muy mal, tanto que no podía encontrar la calle de regreso y estuve
caminando en círculos hasta que di con la esquina del Palazzo Madama, que me orientó hacia el hotel. Fui directamente a la cama, ya con fiebre. Era una gripe, la peor de las que había tenido en años. Adiós a la semana de paseos.
No recuerdo haber llamado a un médico ni que nadie lo hiciera. Carlo, el barman, subía a mi cuarto enormes copas de coñac que cortaba con un chorro de leche, a su criterio, la única medicina efectiva. Yo dormía y soñaba en sábanas empapadas de sudor que me iban cambiando las mucamas. Al cabo de seis o siete días, más o menos repuesta pero muy débil, tomé el avión a Buenos Aires.

Con las notas de esa estadía escribí un cuento. Era el viaje fantástico de una mujer que, hechizada por el cruce de tiempos históricos distintos que convergen en un barrio de Roma, deja Buenos Aires para instalarse ahí y cae en uno de esos tiempos, en 1913, año en que una epidemia de influenza mató a
un tercio de la población. El relato concluye cuando en esa Roma ajena y enferma del pasado, la mujer se cruza con su amigo del presente, el senador que ha conocido en el hotel, sentado a una mesa en la Plaza del Panteón. Lo llama, aliviada: Senatore! Pero el senador no la reconoce. Ella comprende entonces que la epidemia la ha alcanzado y que va a morir en Roma, sola, en un hospital y en otra época.

Diez años después de publicado, el cuento había tomado tanta distancia con el material usado para escribirlo -Navona, el hotel, las calles, el Capranica, el senador y la contessa - que a mí me parecía sólo una de mis ficciones. La vida también se había ocupado de dar cuerpo a esta idea. Había vuelto a Roma en otros viajes pero sin alojarme en el hotel de Via Santa Chiara. O no tenían habitaciones libres o estaba cerrado. Finalmente, se vendió al Palazzo Madama, para uso exclusivo de los senadores. Pero en uno de esos paréntesis, ya en los años noventa, mi insistencia en llamar al Albergo Bologna logró un milagro: conseguí un cuarto. Precisamente el día de mi cumpleaños.

Encuentro en la Plaza del Panteón

Caía la tarde. Había llegado a Roma un día de fines de septiembre, cuando la ciudad se suspende entre la retirada del calor sofocante y el avance de la frescura a rachas del otoño; su belleza, una obra en progreso a la que se le da la pausa necesaria para ser contemplada antes de continuar. Todavía
amarilla y terrosa del verano, iba perdiendo ese color, tomaba el ocre de su sello distintivo y lo expandía en largas pinceladas sobre el celeste grisáceo de las calles, de los palacios y las piedras gigantes de las ruinas de un muro de la Roma imperial. Era un día perfecto y era mi cumpleaños. Ni
siquiera abrí las valijas. Decidí celebrar mi suerte -la de estar viva, sana y feliz en el hotel que había añorado tanto- tomándome un Campari en uno de los dos cafés de la plaza del Panteón.

Ya oscurecía y las mesas al aire libre estaban ocupadas. Era la hora en que los romanos bajaban a tomar una copa antes de dispersarse en las pizzerías de Via della Pace. Di un par de vueltas por los dos cafés hasta que un mozo me hizo señas de que tenía un lugar, una mesa con una sola silla. Parecía haberme sido reservada especialmente. Daba a la vista entera de las columnas del Panteón y, de manera ceremoniosa, con el mismo placer de diez años atrás, releí en voz baja la inscripción latina que recuerda que Marco Agripa lo mandó construir. Sólo cuando el mozo trajo mi Campari miré a mi alrededor. No había turistas y por lo tanto, no había esa molesta algarabía de risas y voces extranjeras. Una plácida conversación, apenas un rumor, giraba como el agua en el mármol de las pequeñas fuentes de la plaza. Y de pronto, un silencio. Interno, el mío, de sorpresa. A un par de metros, bajo la sombrilla iluminada, un hombre grueso y encorvado levantaba su vaso con una mano temblorosa. Era mi senador. Por supuesto, dudé. En una de las cartas que intercambiamos poco después de aquel viaje que terminó en un cuento, misivas transocéanicas condenadas a espaciarse y morir la muerte inevitable de la distancia, me había anunciado su retiro a Venecia. Pero aunque la vejez lo hundía brutalmente, aunque le había arrancado esa gracia
de dandi y amante de la buena vida que yo había descrito en mi relato, en el traje sucio y con las botamangas descosidas, en la maraña de un pelo gris y sin lavar de muchos días, en la cara embotada y la boca abierta y colgando, estaba, como rescrito con maldad, mi amigo el senador del Albergo Bologna.

Me levanté y busqué al mozo para preguntarle quién era ese hombre, por si acaso. "Ah -dijo- su Eccellenza ." Sí, había sido senador por Venecia y un hombre de fortuna. Nadie sabía dónde estaba parando ahora, el pobre. No tenía un centavo, salvo su pensión del gobierno, pero todas las tardes venía
a beberse unos tragos a este café. "Le queda poco", dijo el mozo, señalándose el pecho. Y me aclaró: "De vida".

Recuerdo con vergüenza que mientras me acercaba a la mesa, mi emoción por el saludo que íbamos a intercambiar era más fuerte que la pena. Como en mi cuento, deseaba que el viejo senador afirmara mi pertenencia a ese rincón de Roma que habíamos compartido, a esa fugaz identidad que uno asume en los
viajes. Pensaba decirle que había hecho de él un personaje y que siempre estaría en uno de mis libros. Imaginaba ya su sonrisa escéptica, la ironía del comentario sobre mi amor por el barrio de Navona y el Albergo Bologna.

- Senatore -dije, así lo llamaba, en broma, tantos años atrás.

- Signora?

Alzó la cabeza, sobresaltado. Me miraba con ojos turbios y muy tristes.
Todavía me oigo presentarme, explicarme, insistir. El asentía dócilmente a la crónica de los días pasados, al nombre del hotel, de la calle, de la trattoria donde cenamos. Hasta que con esa cortés autoridad de antes, ahora en harapos, me interrumpió.

-Perdone, no sé quién es usted. ¿Qué quiere de mí? Nunca la vi, señora, ni acá ni en otra parte. Me disculpa.

Se dio vuelta, tomó el vaso que estaba vacío y llamó al mozo.

Retrocedí en silencio. Con temor. En torno a la plaza de sombrillas iluminadas la noche ya había levantado un muro de oscuridad. Esa negrura borraba la dirección de mis calles queridas, la curva que daba al hotel, la fachada con una diminuta vidriera donde había estado la librería de la contessa , el pasaje de Navona en que enferma de gripe me perdí, el Pie de Mármol frente al viejo cine Capranica de cortinados rojos. Era una Roma extraña, casi hostil. Supe que se había cerrado el camino y que no volvería nunca más a la otra. Tampoco a mí, a la mujer que había sido durante aquella semana inolvidable. El tiempo hace obra, a su manera. A veces, desagradablemente literaria.

Como había escrito en mi relato, en la misma escena y casi con las mismas palabras, el senador por Venecia no me había reconocido.


*Fuente: http://adncultura.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1081164








MORADA DE LOS CUATRO VIENTOS*



PEDIDO

Coloca un NO en mi puerta, Ama. Cierra los ojos de mi ventana. No abras a nadie, aunque llame Dios.
Quiero enternecerme sobre los cojines dejando que me penetre mi morada.
Siembra flores en los jarrones y camina despacio como flotando sobre las cosas. Arrúllame con las nanas de ruidos amortiguados.



RECUERDOS

Tendidos de espaldas sobre el pasto desciframos los fantasmas que recrean las nubes.
- Mira, hijo, el barco de papel que llevó tus fantasías por el arroyo y tal vez se enfrentó con el mar.
- Mira, hijo, el avión que derribó fronteras y gritó su libertad a los cuatro vientos.
- Mira, hijo, el pájaro que te llevó en sus alas y me privó de tu futuro.



ÚLTIMO PEDIDO


Si la noche se enreda en la reja y no escuchas mis pasos, enciende igual los leños, Ama, pero no esperes mi regreso.
Sabrás que hallé la llave extraviada, que dejé de controlar el tiempo, que maté las dudas con mis uñas y despedacé mi encierro.
De todos modos, Ama, no eches el cerrojo y deja encendida la lámpara de la sala.


SEÑOR PODEROSO

No podrás con mis alas, señor poderoso, no matarás mis sueños aunque tapes mi boca. Mi mente tiene puertas abiertas al infinito, el infinito tiene puertas abiertas a la libertad. Aunque anules mis gritos, señor poderoso, aunque dobles mi espalda, se ensuciarán mis manos en la tierra que pisas pero no mis rodillas.



*Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar






La magia de los libros*



*Enrique Symns
23.12.2008


Las drogas más poderosas que he consumido en mi vida, las sustancias psicodélicas más transformadoras, fueron ciertamente algunos libros que he leído.

Cuando tenía 16 años, por ejemplo, las novelas de Leopoldo Marechal (Adán Buenosayres, Megafón o la guerra y El banquete de Severo Arcángelo) se transformaron en faros cuya luz atravesaban las penumbras de la miserable vida cotidiana, las rutinas embrutecedoras que agobiaban mi existencia, para iluminar la vida legendaria que desde niño había añorado como si ya la hubiera experimentado.

Tal fue mi pasión por Marechal que, con la excusa de un falso reportaje para una revista colegial, fui a tocarle el timbre. Leopoldo fue un anfitrión encantador y paciente que nunca expresó el aburrimiento que le produjo mi acechanza. En aquellos años, tanto su escritura como la de Roberto Arlt me transportaban a un territorio legendario, una región imaginaria que desbarataba los límites convencionales de la argentinidad. Ellos recorrían en sus narraciones los senderos laberínticos de una promesa existencial que yo también me había hecho.

En mi juventud fui un lector adicto y obsesivo. Leía todo aquello que estaba señalado en el mapa de las lecturas que habían diseñado los expertos.
Descubrí tarde que así como el mapa no es el territorio, ni el menú es la comida, la literatura no son los libros. La auténtica droga, la magia transformadora, estaba oculta en la sustancia de algunos libros
extraordinarios que se disfrazaban de libros. Crimen y castigo no era una novela que sucedía en Rusia y las vicisitudes de aquel asesinato nos identificaban con el homicida. Raskolnikov era un tipo como nosotros y su crimen era una invitación desesperada a comprender que la ley no existía, que todo estaba permitido, que vivíamos en un mundo salvaje y despiadado donde el primer pez que tuvo hambre se convirtió en asesino.
Los poetas malditos (Baudelaire, Rimbaud, Lautréamont, Artaud) azuzaban el fuego que ya quemaba tu alma. Ellos eran una patada en el culo a todas las promesas de la vida normal, a la dicha del amor y a las normas de la decencia.
William Burroughs, quien durante muchos años se resistió a convertirse en escritor, asegura que fue la magia de Hemingway la que lo empujó a la escritura. "No sé si su relato París era una fiesta estaba siquiera bien escrito, lo importante es que la gente comenzó a comportarse como sus personajes, a vestirse como ellos. Eso no es literatura, eso es magia y es lo mío, me dije."
A principios de la década del 70 llegó a mis manos uno de esos libros inolvidables que afectaron mi rumbo existencial tanto o más que cualquiera de los estímulos e influencias reales que me rodeaban. Fue Primavera negra, de Henry Miller. Ese libro me ayudó a comprender que eran inútiles los esfuerzos que yo estaba haciendo por convertirme en el idiota que los seres queridos me insistían que fuera. Fue como sacarme un traje gris y pesado que era yo mismo. Henry Miller me hizo dar cuenta de que yo era lo que no sabía que podía ser.
El poeta Néstor Perlongher, en la década del 80, dijo en una entrevista: "Piensan los alemanes, hacen rock los ingleses y narran los yanquis". No se equivocaba: toda la narrativa del siglo pasado estuvo atravesada por los escritores sajones. Truman Capote y Norman Mailer dieron nacimiento a la narrativa periodística o documental aunque desde mi punto de vista la figura más influyente de ese género fue Ernest Hemingway, un escritor que dejó estampado un sello de heroicidad y bravura alrededor de su figura.
En el camino, de Jack Kerouac, fue un manual de instrucciones de cómo escaparse de la vida ordinaria y su lectura arrastró a una gran cantidad de miembros de mi generación a sacarse la corbata de estudiante universitario para salir a vagabundear como linyeras por las calles del mundo.
La melancolía etílica de Malcolm Lowry, la mirada vulgar y certera de Bukowski sobre los pequeños y miserables actos en que consisten las vidas, las demoledoras visiones casi cinematográficas de Raymond Carver sobre la sordidez que se esconde tras los modales de la convivencia, la mágica inventiva que surge en El palacio de la luna, de Paul Auster, o en Rock Springs, de Richard Ford. Esos escritores eran amigos invisibles y distantes que yo amaba como si los conociera.
En Latinoamérica, bajo la publicitada etiqueta del realismo mágico, la literatura se sumergió en el buceo obsesivo de un pasado mítico, en una reivindicación ideológica de los fantasmas de lo extinto. En nuestro país todos los relatos de las últimas dos décadas estuvieron signados por la presencia más o menos visible de las dictaduras militares, de la tragedia de los desaparecidos y de las distintas vicisitudes de la epopeya del peronismo. Esa narrativa nos propuso la asunción de una culpa, la conciencia de un fracaso, convirtiéndonos en prisioneros de la historia. Yo creo que el artista debe oponerse a la legitimidad de la historia. Mientras que las verdades que surgen del pasado nos sujetan y determinan, las que vienen del futuro nos liberan y nos exponen a las tormentas del extravío.



*Fuente: Crítica Digital.
http://criticadigital.com/impresa/index.php?secc=nota&nid=17597






¡FELICES FIESTAS!*


Intelectuales del mundo uníos!
Levantemos nuestras copas de cristal y brindemos
Brindemos en estas fiestas sacras (con champán francés por supuesto)
Celebremos el fuego!
Hagamos una pira enorme!
Con los menesterosos, con los comunistas ,con las putas,
ateos, homosexuales, borrachos, drogones y presos ( pobres, obvio)
Tambien con aquellos que se dicen poetas,
pero no han aspirado "Las flores del mal"
No han pasado "Una temporada en el infierno"
Ni han escuchado al ruiseñor de Keats.
¡Hagamos una pira enorme, que las llamas lleguen al aliento de Dios!
Eso si: ¡Que la pira sea hecha con nuestros propios libros!


*de Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar






Correo:


Mafioso y asesino sí - Empresario, Político, Profesional, NO*

No importa que tan bueno o tan malo fuera el Intendente de Vera, Provincia de Santa Fe. Un señor lo asesinó y confesó el hecho y había hecho públicas sus demandas anteriores.

¿Porqué se refieren a él como EMPRESARIO? ¿Merece seguir siendo llamado POLÍTICO cuando ha realizado tan infame acto?

Un EMPRESARIO no lo es si para llegar a serlo necesita el favor del Gobernante. Menos lo es si amenaza para lograrlo.

Estimados periodistas: ¿Porqué no utilizan el lenguaje y los adjetivos correctos en cuanto a temas delictivos se refiere?

Un Profesional es un graduado universitario o u especialista en un determinado oficio.
Un Ingeniero es alguien que estudió mucho y se esforzó para lograrlo.
Un ladrón o un asesino son solamente eso: Delincuentes sin graduación posible.

¿Porqué llaman profesional a un delincuente cuando ejerce su maldad con supuesta precisión?
¿Porque llaman ingeniero al que dirige un túnel para robar un banco?
¿Porqué llaman EMPRESARIO a un tipo que muestra evidencias de lograr sus dineros en forma no muy clara?

Si mató a una persona, se lo identifica como ASESINO. El resto de los adjetivos quedan fuera.

Comenzar a ponerle el nombre a las acciones delictivas ayudará a recuperar una porción de VERGÜENZA a los actores.

Robar es una vergüenza. Asesinar es una vergüenza. Extorsionar es una vergüenza.



*de Jorge de Mendonça. jorgedemendonca@gmail.com
- Diciembre 23 de 2008 – Ingeniero White – Buenos Aires



*

Queridas amigas, apreciados amigos:


El domingo 21 de diciembre del 2008 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg
(107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música de los compositores argentinos Fernando Maglia y Jorge Sad, asi como también del compositor mexicano Víctor Ibarra Cárdenas. Las poesías que leeremos pertenecen a Oscar Ángel Agú (Argentina) y la música de fondo serán villancicos del Coro de Lia Molina (Colombia). ¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!!


REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!

Cordial saludo y una Feliz navidad!


YAGE, Verein für lat. Kunst,Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com


Schießstattstr. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067



Convocatoria*


El trilingüe Magazín Cultural Latinoamericano XICóATL "Estrella Errante" (impreso y digital), que desde hace 17 años se edita en Salzburgo, Austria, convoca a ensayistas, narradores y poetas a colaborar con el trabajo de difusión cultural que llevamos a cabo.

Las colaboraciones deben tener una extensión máxima 4 páginas para ensayo y cuento. Para poesía se ruega enviar una selección de poemas de un máximo de 10 páginas. Los escritos deben acompañarse de un breve curriculum vitae (que contenga la dirección postal) y una foto digital del escritor a la dirección euroyage@utanet.at
Los textos seleccionados serán traducidos al alemán y publicados de manera digital e impresa.

Más informaciones sobre nuestra labor cultural sin ánimo de lucro en Europa encontrarán en nuestra página de internet www.euroyage.com
Cordial saludo,



*Dr. Luis Alfredo Duarte-Herrera
Director de YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schiessstattstr. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel: ++43 662 825067


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