lunes, julio 13, 2009

ESTACIÓN J. V. CILLEY





INVENTREN*



Al amigo Coiro, que sueña trenes.



Lo que vemos desde aquí no es más que un modesto edificio de una sola planta, con una puerta de madera y dos ventanas. Se adivina que en otro tiempo estuvo pintado de blanco, pero ahora toda la fachada está repleta de desconchones y lo que parece ser un impreciso conglomerado de restos de pintura, con diversos colores mezclados de forma aleatoria, como lo haría un niño. "Ese estrago no es obra de niños" dice el Gringo. El Gringo era actor. Vino hace casi treinta años a participar en una película, descubrió la melancólica noche de nuestras ciudades y la insondable desnudez de nuestros yermos, y nunca más volvió a su tierra. Desde entonces vaga por ahí con su videocámara y un ansia insaciable de escenas por grabar, de mundos por descubrir y relatar.

Si nos acercáramos un poco más, veríamos que se trata de la oficina ya inútil de un apeadero abandonado, último residuo de un pasado que se nos va marchando lentamente. Un poco más cerca, observamos que la puerta, que alguna vez fue verde y ahora es un mero trozo de madera reseca, ha sido abierta, quizá forzada, y que las ventanas no tienen cristales. Pensamos que acaso alguien se los llevó para venderlos, o que estarán esparcidos por el suelo, fragmentados en miles de pequeñas astillas transparentes que dentro de un rato, cuando el sol esté alto, sembrarán de reflejos el entorno, multiplicando la aridez de este paisaje.

Nuestros pasos, lentos, resuenan sobre la calma del amanecer austral mientras nos vamos aproximando a la caseta. A pocos metros hay un auto, que parece tan abandonado e inútil como todo lo demás. El volante y el cambio de marchas han desaparecido, así como tres de las ruedas. La cuarta está destrozada. También faltan la puerta del conductor y los espejos. Ese auto tiene un no sé qué de animal herido. De bestia moribunda que se ha arrastrado hasta aquí a exhalar su último aliento, al lado de las vías por las que una vez circuló esa especie de hermano mayor: el tren. Pero también las vías han emigrado a otras latitudes. No queda por allí ni un solo hierro. Algunas traviesas de madera, uno que otro tornillo enterrado, la hierba seca marcando el lugar donde antes hubo raíles, como queriendo contar una historia, una vieja balada de destierros y encuentros.

Dentro del inmueble en ruinas hay alguien. Se asoma al acercarnos. Es el Marmota. Le llaman así porque siempre parece estar durmiendo. La realidad es que padece una suerte de insomnio crónico, que le impide dormir durante la noche. Eso hace que se pase el día dando cabezadas. Antes la cosa era diferente: El Marmota trabajó, como todos nosotros, en el ferrocarril. Fueron años dichosos. Uno se pone a contar anécdotas y no termina. Ganamos algo de plata, hicimos buenos amigos, recorrimos este país hermoso, vivimos. Luego todo terminó de repente. La casa donde vivía el Marmota en esa época estaba a unos doscientos metros de las vías. Cada noche, antes de acostarse, escuchaba pasar el tren de las once, que iba hacia el norte. Media hora más tarde, con bastante puntualidad, podía escuchar, a veces ya desde la tibia región del duermevela, el que venía atravesando la estepa rumbo al sur. Ese era el mejor indicio de que el mundo seguía marchando, de que todo estaba bien. Después -esto ya lo supo todo el país por los diarios o la televisión- esa ruta quedó obsoleta y se suspendió el tráfico. Muchos de nosotros nos quedamos sin trabajo. Aquella primera noche sin trenes, el Marmota permaneció acostado cara al techo durante horas, esperando, sin saberlo, el sonido que había venido escuchando y amando desde que tenía conciencia. El bárbaro silencio no lo dejó dormir. Desde entonces, cada noche no es más que un reflejo borroso de aquélla, la pesadilla de la que no le es posible despertar.

Por eso no es extraño que haya sido el primero en llegar. Nos saluda con un gesto. Nos muestra el interior. Un armario desgajado y un par de sillas raídas, un tablón de anuncios con cuatro o cinco chinchetas oxidadas, un botiquín vacío. También hay un diminuto baño con las paredes desnudas. Habrán aprovechado las baldosas. "No es mucho, la verdad" murmura el Gringo. "Hay que ser cautos" dice alguien. "No sabemos bien de qué va esto. Ya se verá".

Todavía falta gente, no sabemos cuánta. Nos sentamos afuera, en el suelo, a la sombra. Aún no hace calor, pero es el lugar más agradable para esperar. Fumamos en silencio, con la mirada perdida en un punto inconcreto, cada uno sabrá qué es lo que ve en esa intersección imaginaria.

Un rato más tarde aparecen dos mujeres con un bulto. A lo lejos, parece una especie de alfombra enrollada. Se oye un susurro: "Son ellas". Caminan despacio, quizá el peso les impide avanzar más aprisa. Dos de los hombres se incorporan, tiran sus cigarrillos al yermo donde antes estaban las vías, y van al encuentro de las mujeres. El tercero sonríe. Hace años que las conoce. Sabe lo que va a pasar, como si ya lo hubiera visto antes, como si no hubiera hecho otra cosa en su vida que ver una y otra vez esa misma escena: Se encontrarán a mitad de camino, o un poco más lejos, allí donde un letrero sujeto con alambre al poste inclinado todavía indica el nombre del apeadero, y una flecha mínima, insignificante, señala la dirección a seguir. Después, ellos se ofrecerán a llevar el pesado fardo. Ellas, educada pero firmemente, rechazarán la propuesta. Habrá una breve y acalorada discusión. Luego, ellos regresarán a paso ligero, sin mirar atrás, mientras ellas se van aproximando con lentitud, saludando con la mano de vez en cuando y parándose a descansar un par de veces.

Cuando llegan, apoyan el fardo sobre uno de los muros y saludan a todos. Hay sonrisas y abrazos. Queda olvidado el incidente de unos minutos antes. Somos una misma cosa, las pequeñas contrariedades no deben afectarnos. Tenemos un objetivo, aunque aún no sepamos muy bien cuál es. Así pues, nos saludamos y charlamos durante algunos minutos. En realidad, no sabemos de qué: Lo importante en ese momento es el sonido de las voces, saber que estamos ahí, que hemos regresado del exilio al que nos sometimos, o al que no pudimos escapar.

Luego, todos callamos. En el horizonte ha aparecido el Catalán. A esa distancia parece más pequeño, pero así y todo, no pasa desapercibido. Alguien pregunta "¿Se habrá acordado de traer los cuadernos?". Es una pregunta retórica. Todos conocemos la extrema seriedad y eficiencia del Catalán. Resulta extraño verle con traje y corbata en un día como hoy y en un lugar como éste. Al caminar, sus pies levantan pequeñas nubes de polvo que se quedan durante un instante posadas sobre el camino terroso y después se desvanecen como fantasmas inexpertos. Trae una maleta en la mano derecha, una maleta pequeña. Nos sorprende un poco reparar ahora en que los demás no hemos traído equipaje. No pensábamos que fuese necesario, y quizá no lo sea, mas el hecho de ver a uno con una maleta nos hace pensar en ello por primera vez desde que iniciamos esta aventura. Entendemos, porque así se nos dijo, que todo empieza en este lugar y en este día, pero nada sabemos de lo que vendrá luego. "¿Y no es siempre así en la vida?" se pregunta uno de nosotros, imposible saber quién.

Ha ido llegando más gente. Unos charlamos, otros permanecemos callados mientras oteamos la lejanía por si vienen más. La mañana va floreciendo. Nadie mencionó una hora concreta; no obstante, algunos empezamos a estar un poco intranquilos. Aunque nadie va a volver sobre sus pasos, eso no lo dudamos. Así que nos ponemos a esperar. Fumamos y charlamos; caminamos y fumamos, alguien canta por lo bajo. El día va transcurriendo. Hay quien piensa que tal vez sería hora de regresar a su casa; sin embargo, aquí nadie se mueve. No sabemos qué, pero en el fondo todos confiamos –o nos dejamos mecer en ese espejismo- en lo que ha de venir, aunque nos sea imposible cifrarlo o definirlo. Escrutamos la inmensa extensión que se extiende en torno; creemos adivinar, a lo lejos, sombras que se mueven, autos que van o vienen, aunque sabemos que no hay ninguna carretera cercana. Llega la primera penumbra del crepúsculo. Tal vez nos preguntamos si en verdad es posible aún esperar algo. Como un ronroneo creciente, la noche se acerca y nada ha sucedido. Sobre el murmullo, se escucha un rasgueo de guitarra, una voz que entona una milonga, otra que le acompaña. Al otro lado, en el yermo, se repiten los ecos nocturnos de los lugares abandonados para siempre. Entre todos estos ruidos tan familiares, se cuela uno nuevo, inexplicable: Si no fuera imposible, diríamos que se ha oído el traqueteo de un tren en la distancia. "Habrá sido un camión" farfulla una voz, aunque le falta convicción. Un rato después, el sonido se repite. Pedimos silencio. En efecto, hay un rumor, lejano aún, pero inequívoco. Esta vez nadie tiene dudas. Al fin y al cabo, somos todos del oficio. "El viento lo habrá traído desde la ciudad" musitamos, tratando de negarnos esa ambigua ilusión que comienza a asentarse en nuestro ánimo. Sin embargo, aguzamos el oído por si nos es dado establecer de dónde viene; escudriñamos el norte y el sur, el este y el oeste, convencidos de la inutilidad de nuestra solícita vigilancia, y al mismo tiempo con la secreta esperanza de ver aquello que deseamos, distante quimera que nos alzó de nuestros lechos y nos condujo hasta este minuto en el que todo va a tener sentido, o a perderlo. El sonido es real y poco a poco aumenta su volumen. Crece entre nosotros un griterío apagado, hay movimientos inquietos, miradas interrogantes, cierta confusión. De pronto alguien grita mientras señala un punto luminoso en el sur: "Allí, allí". Ya no es sólo el traqueteo remoto. Ahora lo acompaña una luz que se nos va acercando, una luz que viene del Sur. Desconcertados, nos miramos. Nos gustaría ensayar una hipótesis, fijar con unas pocas palabras eso que está sucediendo y que no tiene explicación, mas nadie dice nada. El sonido se va elevando hasta resultar casi insoportable. El círculo de luz también ha aumentado ostensiblemente su tamaño. No puede ser, pensamos. Pero es: Una locomotora antigua, cubierta por la tierra de todos los caminos, erosionada por todas las lluvias que el mundo ha visto, se acerca, poderosa y desafiante, hacia el lugar en que estamos, hacia este apeadero inútil, hacia este yermo desolado, provocando un rechinar, una agria resonancia, fantástica música que escuchamos con el corazón encogido. Con un chillido de frenos viejos, desacostumbrados, se detiene justo al lado de este barracón donde esperamos, arracimados y anhelantes. Vemos al conductor. Le reconocemos. Era cierto, entonces. Una voz se eleva por encima del murmullo general. La voz, resuelta, garabatea en el aire un pensamiento común: "Vamos subiendo. Es la hora".



*de Sergio Borao Llop. sergiobllop@yahoo.es






ESTACIÓN J. V. CILLEY.





EL ADIÓS DE LOS TRENES*



I


En este pueblo
extraviamos hace rato
nuestras sombras.
Los más viejos atribuyen la pérdida
a una conspiración de pájaros airados
por el asesinato de los eucaliptus
que bostezaban sombras húmedas
sobre la soledad del hospital;
estos viejos dicen
que los pájaros se llevaron
sombras de casas, de gentes, de utensilios,
con las sombras
de los eucaliptus.
Para otros,
el último tren
con su afónico silbato de exilio
cargó vagones
de sombras humilladas
que agitaron
pañuelos amarillos.



II


La vieja estación
es ahora una gran casa de lechuzas
que chistan, convocantes,
a una verde luna de tragedia.
Como elefantes cansados
los trenes dieron con sus huesos
en las vías muertas
y verdean a la luz lunar
que riela y riela
hasta requisar la nada
en los andenes.
Aquí no hay aire.
Por eso se escuchan
voces de otros tiempos



*De Verónica M. Capellino. veroaleph@hotmail.com







La muerte y J. V. Cilley*



La muerte de las personas es como la muerte de los objetos, o quizás debiese haberlo dicho al revés. Pero la muerte de los objetos, esos seres inanimados que portan cierta alma que aflora, también es reconocible.
Cómo no decir en la estación "esta estación, que estaba viva, ha muerto". Cómo, frente al patio borrado por la Pampa que devora las construcciones humanas, frente al andén inexistente, los rieles levantados, las paredes apenas esbozadas por una línea de ladrillos ancha y baja, cómo, entonces, no decir "esta estación, que tuvo vida, ha muerto".
Dicen que a la estación la derrubaron, que a los rieles los levantaron, que dejaron que los yuyos tapen el pozo cegado, y que permitieron que el patio apenas se dibuje brevemente por el perímetro de árboles desolados. Pero a la casa del guarda no la tiraron las manos de las gentes que mataron la vida del ferrocarril. La casa se derrumbó de tristeza, sola por el peso de la pena de ya no ser, de haber quedado despoblada. La vivienda del guarda sin guarda se derrumbó por el peso del vacío, sin ayuda.
La casa se cayó sobre sí misma, como un árbol, como un farol que se apaga, como un amor que desvanece su anhelo y se repliega en el olvido.
Es una tumba la estación J. V. Cilley. Si las personas mueren, si la historia tritura y demuele y desaparece, entonces esta estación, que ya no está, que es apenas un rastro bajo los cielos enormes y definitivos, esta estación es una tumba como la de los gringos, una tumba en tierra fundida en la tierra, un rectángulo de soledad bajo el perfecto azul.



*de Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com


-J. V. Cilley, estación que funcionó durante poco tiempo, a 11,200 km de la punta de rieles en Carhué.
En contra de lo que habitualmente se supone, J. V. Cilley no fue un simple apeadero. Tuvo un cuadro relativamente grande y dependencias de importancia cuyos restos aún son visibles. Un camino rural lleva a la mitad justa del cuadro: desde ahí ya se aprecian las ruinas de la vivienda, bajo un monte arbolado que, bien observado, forma un perímetro cuadrado que evidentemente correspondió a un patio. Ingresando al cuadro, hacia el sur (en dirección a Carhué) no hay otras sorpresas; pero recorriéndolo hacia el norte (en dirección a Rolito, que estaría 9 km adelante) comienzan a aparecer restos del andén y de otras construcciones.
Un muchacho del campo vecino salió a recibirnos y, para nuestra sorpresa, resultó ser todo un baqueano. No era para menos: era la tercera generación que habitaba en ese sitio. Su abuelo, nos dijo, recordaba perfectamente a J. V. Cilley en actividad; y él mismo llegó a ver el paso del último Midland y el posterior levantamiento de rieles. Nos aclaró que la estación desapareció hace mucho, pero que la vivienda se derrumbó sola unos pocos años atrás. También nos señaló la ubicación de un pozo cegado, del lugar donde otrora se alzara un galpón de cargas, y de algunos otros elementos.









ESTACION CILLEY DEL MIDLAND Y EL MARTIN FIERRO*



(Escrito inducido por el colectivo "Inventiva Social")







*Por Alfredo Armando Aguirre. choloar@rocketmail.com







Puede ser que desde el punto de vista histórico le esté chingando fiero. Pero las licencias literarias son las licencias literarias y en el campo de las Humanidades, vale la noción de "inferencia probable". Saliendo de Carhué por el ramal ferroviario Midland, la primera estación es (en realidad era)
Cilley. Uno tiene la propensión de acumular a lo largo de la vida informaciones que uno mismo piensa que son irrelevantes, pero igual con facilidad se acumulan en algún vericueto de cerebro y allí quedan. La
primera vez que vino a nuestra croqueta de genealogista a la violeta el apellido Cilley, fue cuando allá por 1971, en las postrimerías de esa aventura de facto autodenominada "Revolución argentina", el capo militar de entonces Lanusse (quien dijo que a Perón "no le daba el cuero"), designó en la simultáneamente creada Subsecretaria de Deportes a un señor de apellido Cilley Hernández. Tal sea por nuestra condición de entusiasta corredor pedestre en actividad que reparé en esa designación. En ese entonces no se me ocurrió ligar esa designación con la celebración del "Año Hernandiano" en 1972. Uno de los eventos mas relevantes de ese año (centenario de la aparición de la "Ida de Martín Fierro", fue la inauguración de un monumento al gaucho Martín fierro en la ciudad bonaerense de Pehuajó. Casualmente ese año en Noviembre (Un noviembre convulsionado por el regreso del General Perón a la Argentina), fui a participar a una carrera pedestre que organizaba en Henderson., la Peña Sanlorencista de esa localidad. De ese viaje hicimos un comentario hace pocas semanas, a propósito de este emprendimiento de "Inventiva". Antes o después de esa participación me enteré que el Municipio de Henderson, que se había emancipado hacia los sesenta, formaba parte del partido de Pehuajó, en cuya fundación habían
tenido participación los hermanos José y Rafael Hernández. Mas o menos por esa época me entere la existencia de un paraje en el partido de Pehuajó llamado "Nueva Plata", muy cercano por donde pasaba el Midland... Más adelante me enteré que esa colonia había sido fundada por los hermanos Hernández. Allá por 1986, en ocasión de un viaje a Stroeder en el partido de Patagones, tuve la ocasión de conocer a un abogado, Jorge Tenreiro, a quien habria de tratar hasta poco antes de su suicidio a mediados de los 90.
Tenreiro había jugado sus escasos fondos a producir un filme con muñecos articulados, con el "Martín Fierro" como argumento. Se dedicaba a difundirlo entre los colegios. En ocasión de una exhibición de la película, me comentó que de los Hernández, el más interesante era Rafael.Y me quedó picando ese
consejo del amigo, que poco tiempo después se iria de este valle de lagrimas. La creación de José "Matraca" Hernández, se nos ha cruzado por nuestras peregrinaciones, particularmente en la provincia de Buenos Aires y nuestros estudios del tiempo que le tocó vivir apasionadamente. Una vez en el museo de Ayacucho, me enteré de su amistad con Zoilo Miguenz el fundador de "la ciudad de las rosas". Otra vez paseando por una calle de Santa Ana do Livramento la ciudad brasilera, que limita avenida de por medio con la ciudad Uruguaya de Rivera, leí una placa en el lugar donde había escrito parte del poema que algunos consideran "el poema nacional argentino". De paso a mi trabajo suelo pasar a menudo por donde hay una placa que recuerda el lugar en frente a La Casa Rosada donde terminó Hernández, de escribir la primera parte del mismo. Y lo de "Nueva Plata", tiene relación con la fundación de la ciudad de "La Plata", el 19 de noviembre de 1882. Los Hernández estaban en el tema. Se dice que el encargado de preparar el gran asado (¡Que las malas lenguas dicen que se le quemó!!!) fue José. Rafael,
habría de propiciar la creación de la Universidad de La Plata en 1897.
Ínterin luego de la creación del partido de Pehuajó, habían puesto en marcha algo muy parecido a la utopía (Por ese tiempo habria muchos intentos de ese tipo) que denominaron, relacionándolo con la ciudad fundada por Dardo Rocha y ninguneada por Roca. Se dice que Rocha la fundó para recuperar la ciudad
de Buenos Aires, que la provincia había perdido en forma sangrienta con su federalización. Hay vestigios en los archivos de Rocha, que La Plata fue creada para ser capital de la Argentina (Y cuando uno estudia minuciosamente su diseño y construcción, puede llegar a creer en esa interpretación). Bueno, de los tiempos de "Nueva Plata" viene el "Manual del Estanciero", de José "Matraca". Escribió este ese libro para demostrar que no hacia falta hacer el viaje al exterior que le proponía el gobierno (tal vez para sacárselo de encima por un tiempo), sino que con sus vivencias podía hacer ese informe sin acudir a costosos viajes. Bueno, pero saltemos en el tiempo, y volvamos a los primeros años de este siglo XXI de la era cristiana. Hace dos o tres años, me encuentro en una librería - editorial al lado de la Facultad de
Medicina de la Universidad de Buenos Aires, con un libro dedicado a Rafael Hernández, escrito por quien fuera un destacado intelectual de Pehaujó : Osvaldo Guguielmino. Me recordé de aquella opinión de Tenreiro y compré ese libro cuya primera edición era del año 1949. Allí el autor testimonia aquello que me había dicho Tenreiro y aquí aparece el apellido Cilley.
Incluso el autor agradece a una señora de ese apellido emparentada con los Hernández. De allí aparecen los Cilley Hernández. Un apellido ligado hasta el día de hoy al deporte del rugby, y en su momento se comento que Lanusse lo había conocido al Cilley Hernández, que designara Subsecretario de
Deportes, cuando ambos jugaban en el mismo equipo de rugby de San Isidro (no se si el CASI o elSIC). Entonces se volvieron a mezclar las /los Hernández, los Cilley, Pehaujó, Nueva Plata y el trazado del Midland. José murió en 1886, y Rafael en 1903. Un año antes de que se sancione la ley provincial que
autorizó la construcción del Midland. Como los proyectos de ley no se dan a veces de un día para otro, se puede conjeturar que Rafael tiene que ver con ese trazado y con ese proyecto, sobre todo teniendo en cuenta sus inquietudes pioneras y sus influencias en La Plata. También es sabido que las familias tenían grandes extensiones de campo y se relacionaban con otras familias que tenían campos vecinos. Si uno ahora con el Google Earth, localiza Pehaujó, Nueva Plata, Henderson, Carhué y Cilley, se dará cuenta porque encontramos vinculación entre Cilley y el Martín Fierro. Tengo un poco de fiaca de ir a consultar a una biblioteca el Nomenclador Ferroviario de Udaondo del año 1942. Pero por estudios hechos sobre esa publicación, sé que los nombres de los estaciones, sobre todo de las pequeñas, tenían que ver con los dueños de los campos donde se localizaban las mismas. Uno hoy no puede prescindir al momento de buscar información sobre cualquier tema, de los buscadores tipo Google. Allí nos enteramos que el ferrocarril Provincial que tenía parte de su recorrido vecino al Midland, tenía una estación
llamada Gerente Cilley. Bueno; advertí desde el principio que este esquicio, se amparaba en la figura de la "licencia literaria". Sirva al menos para demostrar el poder motivador que puede tener cualquier substantivo.





Buenos Aires 12 de Julio de 2009

Alfredo Armando Aguirre. Trabajos publicados:
http://choloar.tripod.com/trabajos.htm









SUAVE ENCANTAMIENTO*



Profundos y plenos
cual dos graciosas, breves inmensidades
moran tus ojos en tu rostro
como dueños;
y cuando en su fondo
veo jugar y ascender
la llama de un alma radiosa
parece que la mañana se incorpora
luminosa, allá entre mar y cielo
sobre la línea que soñando se mece
entre los dos azules imperios,
la línea en que nuestro corazón se detiene
para que sus esperanzas la acaricien
y la bese nuestra mirada;
cuando nuestro "ser" contempla
enjugando sus lágrimas
y, silenciosamente,
se abre a todas las brisas de la Vida;
cuando miramos
las cenizas de los días que fueron
flotando en el Pasado
como en el fondo del camino
el polvo de nuestras peregrinaciones
Ojos que se abren como las mañanas
Y que cerrándose dejan caer la tarde.




(1904)

*de Macedonio Fernández
Textos Selectos Ed. Corregidor 1.999









Tren*




No es que me pase lo mismo cada vez que veo un tren. Pero a veces ocurre. Y sobre todo si es de noche y el tren viene de frente. Entonces, mientras la distancia se acorta y la luz se agranda, un resorte se me dispara en la memoria e, inmovilizado, espero que esa cosa poderosa me devore.
Realmente tengo que esforzarme para tomar conciencia de que estoy parado a un costado de las vías
-sobre un terraplén, en un paso a nivel, frente a la boca de un túnel- y que el tren seguirá fiel al mandato de los rieles y pasará de largo sin tocarme.
El recuerdo del primer tren arrojándose sobre mí llega desde muy lejos, tanto que a veces me cuesta aceptar que es mío y que no me ha sido relatado por otra persona. Yo tendría siete, tal vez ocho años, y estábamos con mi padre en el andén de la estación de Fondotoce, a unos pocos kilómetros de Intra, nuestro pueblo. Nos dirigíamos a la región del Veneto, donde vivían mis abuelos. Probablemente era nuestro primer viaje después de terminada la guerra. Sé que estaba anocheciendo, que el tren surgió de golpe, sin que nada lo anunciara, y entró en la estación con tal estruendo que me paralizó. Sé que cuando me recobré hice un comentario asombrado y mi padre sonrió y dijo algo que no podré recuperar.
Ésa es la imagen. El ojo de un cíclope -fuerza y furia- abalanzándose desde las sombras y un chico paralizado.
Volví a esa estación de fondotoce cuarenta años después de nuestra partida a América y habiendo cumplido ya los cincuenta y dos. Había llegado a Intra un par de semanas antes, cruzando el lago en un transbordador y ahora me iba allí en tren. Durante esos días no hice otra cosa que caminar arriba y abajo por las calles del pueblo, por las orillas del lago y los dos ríos, buscando algo que ya no podía estar. Me iba sin llevarme más que desencanto y quizás algunas advertencias para ser analizadas después, cuando decantaran en mí, cuando de nuevo los trenes y los aviones me hubieran llevado lejos.
Lloviznaba de a ratos sobre la estación entre montañas, había mucho color de óxido alrededor y pájaros moviéndose entre las ramas de los arbustos. Oscurecía. Éramos apenas cinco o seis viajeros esperando. Yo caminaba de un extremo al otro del andén, buscaba a través de la niebla que se espesaba la cima del Monte Rosso, el cerro que dominaba mi pueblo. Descubrí que llegando a la estación, del lado de donde vendría mi tren, las vías hacían una curva y había además una ladera rocosa que se interponía e impedía ver más allá. Entonces volvió aquel anochecer de mi niñez y me vi parado ahí con mi padre, junto a una valija. Mi padre que tenía, en el recuerdo, veinte años menos que yo en ese momento. Y de pronto sucedió de nuevo. El tren apareció con su ojo luminoso y su potencia y saltó hacia mí como había ocurrido aquella primera vez. Sentí que el tiempo no había transcurrido y que yo seguía siendo el mismo, con los mismos miedos y seguramente con un desamparo mayor.
Sentí la falta de la compañia de aquel hombre veinte años menor que yo y sus palabras imposibles de recuperar. Desfilaron los vagones, se detuvieron, levanté el bolso y me apresté a subir, deseando encontrar un compartimento vacío para poder estar solo.
Ésa es mi pequeña aventura con los trenes. Un sobresalto infantil que de tanto en tanto asoma la cabeza y se reitera a lo largo de los años. Casi nada, en realidad. Y sin embargo, siempre me sorprendo tratando de escarbar todavía un poco en esa historia. Si insisto en analizarla, si me esfuerzo por fijarla en unas líneas, es porque a veces tengo la impresión de que ahí hay algo que valdría la pena rescatar, una huella, una señal, algo. Pero no sé qué es. No sé en qué dirección va, hacia dónde me lleva, si me lleva a alguna parte.



*de Antonio Dal Masetto.
"El padre y otras historias". Editorial Sudamericana. Bs. As. Edición 2002.






Próxima estación: Rolito.

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El tren continúa parando en las siguientes estaciones:

SATURNO.
SAN FERMÍN.
CASBAS.
EDUARDO CASEY.
ANDANT.
CORONEL M. FREYRE.
ENRIQUE LAVALLE.
CORACEROS.
HENDERSON.
MARÍA LUCILA.
HERRERA VEGA.
HORTENSIA.
ORDOQUI.
CORBETT.
SANTOS UNZUÉ.
MOREA.
ORTIZ DE ROSAS.
ARAUJO.
BAUDRIX.
EMITA.
INDACOCHEA.
LA RICA.
SAN SEBASTIÁN.
J.J. ALMEYRA.
INGENIERO WILLIAMS.
GONZÁLEZ RISOS.
PARADA KM 79.
ENRIQUE FYNN.
PLOMER.
KM. 55.
ELÍAS ROMERO.
KM. 38.
MARINOS DEL CRUCERO GENERAL BELGRANO.
LIBERTAD.
MERLO GÓMEZ.
RAFAEL CASTILLO.
ISIDRO CASANOVA.
JUSTO VILLEGAS.
JOSÉ INGENIEROS.
MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.
ALDO BONZI.
KM 12.
LA SALADA.
INGENIERO BUDGE.
VILLA FIORITO.
VILLA CARAZA.
VILLA DIAMANTE.
PUENTE ALSINA.
INTERCAMBIO MIDLAND.





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