jueves, julio 09, 2009
HOJA QUE DESHILACHA DEL SILENCIO AL OLVIDO...
-DE MIGUEL REP. FUENTE: PÁGINA/12
www.miguelrep.com.ar / www.miguelrep.blogspot.com
FUGAZ COMO LA TARDE*
*Por Eduardo Pérsico. epersic@ciudad.com.ar
Las palabras se pierden.
Ni bien rozan el aire su formato se esfuma,
hoja que deshilacha del silencio al olvido.
Esta ciudad ajena a sus ojos tan claros
y su complejo idioma,
una tarde nos hizo andar el mismo rumbo.
Buenos Aires crecida de cuartos transitorios
es pródiga en romances que hagan pasar el rato.
Algún brillo furtivo habremos visto juntos,
denuedo compartido por mostrarnos el alma.
Y acaso aconteciera, cachorros renacidos.
Al vestirnos y el juego de abrochar su corpiño
adherimos al beso piel abrazo y memoria.
Todo cuanto teníamos.
Minuto inolvidable, por decir de algún modo
sin pesares de tango ni renglones que valgan.
Esa piel vuelve a rachas junto a sus ojos claros.
Y la voz siempre enigma ya confunde su nombre.
*Eduardo Pérsico, escritor, nació en Banfield y vive en Lanús, Buenos Aires, Argentina. Julio 2009.
HOJA QUE DESHILACHA DEL SILENCIO AL OLVIDO...
EL PASADO NO TIENE TIEMPO*
A Luis Broglia
No hay tiempo para el pasado, me dice mi amigo Luis Broglia, mientras abre los ojos muy grandes, como esperando una aprobación obvia de mi parte.
Y me lo dice él, justamente, que es de los pocos que vuelve por el pueblo, con más asiduidad que yo. Supongo que lo dice en un sentido temporal, es decir que como uno viene de la ciudad con el tiempo justo, no puede quedarse en el club hasta el amanecer, como antes, cuando todo era posible, o, al menos, esa era la ilusión que teníamos entonces. Es probable que lo diga en el sentido que el poco tiempo de encuentro en el pueblo, cuando nos encontramos, no nos permite conversar a gusto. Sin embargo, en el aire me deja sus recuerdos una buena nostalgia para ir tirando esta vida de sombras que llevamos.
No es difícil volver, sin embargo hacia el incierto remoto que Luis llama “el pasado”.
En ocasiones así, pienso en mi viejo. En los días de llovizna (de garúa, como a él le gustaba decir) cuando aprestaba sus cañas para pescar bagres o truchas despistadas. Preparaba sus anzuelos, no sin alcanzarme la cañita con la mosca para “mojarrear” que era mi especialidad. Luego tomaba una pala de punta y con un golpe diestro la volcaba sobre el piso de ladrillo de la galería y allí la multitud de lombrices se retorcían ante mis dedos pequeños, que, hábilmente iban a pasar a una latita de durazno, preparada para la ocasión.
O podría mutar su gusto en un día de caza, una media tarde, ya que el escampe se debía producir en un horario prudente, cuando las luces nos eran propicias.
El cargaba personalmente sus cartuchos, con un aparatito que nunca supe si era comprado o lo habían fabricado sus manos industriosas. Entonces cuando decidía salir “a tirar unos tiros a los patos”, sólo tenía que meter la mano en una lata vieja donde alguna vez hubo bizcochos “Canale”, y de allí tomaba los que pensaba iba a usar. Los ponía prolijamente en la cartuchera que ya le cruzaba el pecho y silbándole al perro abría la puerta de calle y salíamos a la gran aventura de la caza. Mi madre nos acompañaba hasta allí con el mate en una mano y con la recomendación de siempre:
-Tengan cuidado…-
Saltábamos dos alambrados y ya era el campo. El campo con sus telarañas mojadas, con su pinta de pollo arrinconado, de chico pescado en una travesura imposible de esconder.
Quien más excitado estaba con todo el preparativo previo era el perro. Sobre todo si olía la pólvora de la escopeta, porque debía traer a su olfativa memoria el olor a sangre de las liebres, o los patos, que rescataba de los altos pastizales.
Era su tarea, por otro lado, y la cumplía verdaderamente a gusto. De todos modos, si la jornada era de pesca, él disfrutaba lo mismo, ya que el tema era estar saltando a campo abierto, arenque más no sea metiendo la nariz en las osamentas que estaban sembradas por el campo.
Aunque hoy pueda pensar que el azar premiaba los pasos de mi padre y por ende, los míos, no era nunca tan así.
Si él había decidido ir de pesca –y los aparejos eran una prueba entonces- salía hacia algunos de los canales o de las grandes cañadas que pululaban los campos de entonces.
Si en cambio lo orientaba el deseo de una liebre en escabeche o un pato crestón guisado, los caminos la caza eran distintos. Enfilábamos para la tierra arada, los rastrojos o los alfalfares donde saltaban las liebres como el maíz frito y las bandadas de patos venían volando al ras porque salían del bajo de Ortali
La suerte y la pericia darían cuenta de las presas que ese día traíamos hasta la olla pronta de mi madre.
En la pesca primaba la primera y en la caza la segunda, ya que mi padre era un tirador más que regular, tirando a bueno y era difícil que errara el blanco cuando se lo proponía. .
Es probable que mi padre eligiera algún día soleado para estar incursionando, pero como los días lluviosos nunca trabajaba, los aprovechaba para estos pasatiempos que insumieron buena parte de su vida, ya que, según siempre contaba, los había iniciado allá en el campo Burky, cuando apenas rondaba la edad escolar y el padre, es decir, mi abuelo, era la única actividad que le permitía fuera del trabajo. Por ser el mayor de ocho hermanos, tuvo que abandonar pronto la escuela para ayudarle en las duras tareas rurales de entonces.
Cuando termino con mi recuerdo de pesca, caza y mera llovizna, que mi viejo nombraba siempre “garúa” y miro a mi amigo Luis, lo observo en esa cara bonachona y ese gesto respetuoso, me dice:
-Antes todo era distancia- y entonces me cuenta que hasta el fin de la primaria apenas si atravesó unas pocas veces el terreno que separaba la chacra de su abuelo, donde vivían todos, y el pueblo
-¿A cuantos kilómetros estaban…?- Pregunto
-A quinientos metros-, responde
Y ante mi asombro, redondea
-No te equivoques, en aquel tiempo, el mundo, nos contenía en no más de trescientos metros cuadrados-.
Y, entonces, me cuenta su recuerdo.De chico vivía, como dije, en la chacra de su abuelo.
En tiempo de cosecha gruesa, es decir, de maíz, se instalaban allí los juntadores que venían de varias provincias y lo hacían en los galpones y demás dependencias, mientras duraba la recolección, que al ser manual entonces, podría llevar sus buenos dos o tres meses.
Casi todos los años venían las mismas familias, solo uno, me dice, venía con uno de sus hijos. Era criollo, de Villa Dolores y el niño, de uno de diez años, le ayudaba en esas duras tareas.
Terminada “la juntada” de maíz, se volvía con los suyos. Sólo para volver a los dos o tres meses en su oficio de arropero. Venían él y su hijo, montados en una carreta que tiraba una recua de mulas, kilómetros y kilómetros, por polvorientos caminos de tierra ya que evitaba las rutas asfaltadas.
En esa carreta vendía por los pueblos, su preciosa carga de dulces, nueces y castañas. Se instalaba unos días en el campo de los Broglia y mi amigo a veces lo acompañaba al pueblo a vender su mercancía. Cuando éstos se terminaban, se volvía el arropero con su carreta vacía y sus mulas lentísimas y la compañía de su pequeño hijo y algunos perros fieles.
Mi amigo Luis Broglia, recuerda con un placer antiguo este compartir las horas con tan singular personaje y deflagra en rl recuerdo de otros arroperos, venidos estos de Santiago del Estero ya que paraban en la casa de don Pedro Silva, matarife y santiagueño, como su tío, don Benicio Ardiles, titular de la “carnicería de pueblo” que extendía las libretas más largas de todos los tiempos. Esto, es decir los arroperos santiagueños, venían en tres o cuatro carretas y haciendo base en mi pueblo, iban vendiendo su mercadería por los pueblos vecinos.
A nosotros se nos hacía misterio que eligieran viajar como en el siglo XIX.
¿Qué hacían con esos carretones con sus mulas, sus perros, sus ollas colgando de los ejes y las infinitas nostalgias que se les colarían en el ala negra de sus inmensos chambergos como alas negras contra el cielo refulgente de mi pueblo?
*de Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar
Cuando pase el fin del mundo*
*Por Beatriz Vignoli
Cuando pase el fin del mundo, saldremos. "Ahora hay más tiempo", me escribe un amigo que nunca tuvo un minuto libre para nada en años. Mi amigo que escribía sus poemas verso a verso en papelitos, en minutos robados al trabajo, ahora es como si se hubiera encontrado un tesoro. Y no tiene con quién compartirlo, porque yo no salgo. Ni ninguno de sus otros amigos sale, ni él mismo. Nadie sale y todos estamos asombrados.
Pero cuando pase el fin del mundo, saldremos de nuestras casas y de las redacciones de los diarios a donde sólo nos llegan noticias de gripe y niebla. Es increíble la cantidad de tiempo y espacio vacío que ahora nos rodea: ¿por qué no hacer de eso, también, una noticia con que llenar las páginas vacías?
"Ahora hay más tiempo", me escribe mi amigo, como avisándome, y es verdad: ahora es como si la materia misma del tiempo hubiese crecido, se hubiera expandido metiéndose por debajo de las rendijas de las puertas de los galpones y los supermercados donde nos atrincheramos. El tiempo, como los monstruos de la película La niebla, proviene ahora de un infundíbulo cronosinclástico, de un desajuste en el universo multidimensional que lo lleva a excederse, a brotar y desbordarse sobre nosotros como un cáncer.
Porque ahora hay más tiempo; de hecho, ahora hay tanto tiempo que ya no sabemos más qué hacer con él.
Sentarnos a tomar aquellos mates tan largamente prometidos en innumerables mensajes de correo electrónico no sería prudente. Sólo cuando pase el fin del mundo saldremos a visitar a los amigos, pero el problema es que, cuando pase el fin del mundo, el tiempo volverá a escasearnos. Ese tiempo que ahora
sobra y se derrama, se instala y se aposenta entre las cuatro paredes que nos rodean y que ahora son lo único que hay.
Y la radio, Internet y los diarios repiten siempre las mismas noticias: gripe, muertos, niebla, accidentes, muertes, nuevo golpe de estado latinoamericano, más muertes. Pero no es la actualidad que conocíamos, se ha adelgazado. Aparte de la muerte y de la niebla nadie nos llama, nadie nos atiborra más de novedades. La redacción del diario está tranquila. Hay tiempo para comer galletitas, para tomar café. Hay tiempo para pensar qué vamos a hacer ahora con todo este tiempo que de pronto nos invade.
Qué vamos a hacer con tanto tiempo disponible si no hay cines ni teatros, ni inauguraciones ni cursos de nada.
Qué vamos a hacer sin la culpa que nos agarraba cuando nos quedábamos en casa, ahora que el gobierno nos dice que nos quedemos en casa.
¿Mirar las noticias?
¿Qué noticias?
La gente que mata la gripe A.
La gente que mató la triple A.
Los muertos por la niebla.
Los perdidos en la niebla.
Newell's.
Central.
Pero la noticia que nadie nos cuenta es esta: el tiempo se expande. Tomen nota, muchachos, el universo mismo está transformándose. La gripe A es sólo una cortina de humo. Detrás de ella nos acecha la realidad metafísica de una sobreabundancia de tiempo: tiempo de sobra, tiempo multiplicándose.
Tiempo para poder hacer al fin las mil cosas que teníamos ganas de hacer y que de todos modos no haremos porque todo está cerrado.
Tiempo para ser amables: ahora que hay más tiempo, hay mucha más amabilidad en el correo electrónico, en los bares, en los taxis, hasta en los chats.
Nadie tiene apuro. Todo tiende a demorarse. Los desconocidos tienden a ponerse a conversar entre sí pero después desaparecen de pronto, por el miedo al contagio.
O será que nos seduce y nos captura esta vasta playa de tiempo inútil, de tiempo sin nada. Vuelve a haber tiempo para escribir sobre la nada.
Ahora hay tiempo hasta para la soledad.
Pero cuando pase el fin del mundo, saldremos.
Y olvidaremos este extraño milagro, no exento de crueldad.
*Fuente: Rosario-12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-19269-2009-07-09.html
Los intelectuales / Christian Morel
"Los seres humanos insisten en tomar decisiones absurdas"*
Actúan en contra de sus propios objetivos, afirma el economista y sociólogo francés
"El hombre no razona siempre en forma analítica", dice Morel
*Luisa Corradini
Corresponsal en Francia
PARIS.- ¿Y si el accidente del Airbus de Air France que desapareció en el Atlántico el 1° de junio se hubiera debido a una decisión absurda tomada por los pilotos, por la empresa o por algún centro de control a cargo de ese vuelo?
Especialista en la "decisión absurda", el francés Christian Morel se hizo esa pregunta hace algunos días desde las páginas del diario Le Monde.
Licenciado en Economía, doctor en Ciencias Políticas y sociólogo, Morel analiza desde hace más de 30 años la actitud recurrente del ser humano de tomar la decisión equivocada (en forma individual o colectiva) y de "actuar con constancia en un sentido exactamente contrario al objetivo buscado",
según dijo a La Nacion en su casa de las afueras de París.
Autor de un éxito planetario que lleva justamente ese título (Les décisions absurdes, 2002), que acaba de ser publicado en español por Modus Laborandi, ese hombre afable y aparentemente imperturbable de 62 años, se confiesa un "apasionado por la sociología y por los lazos complejos que mantienen las
ideas y la acción".
Porque "el ritmo de una carrera universitaria" siempre le pareció "desesperantemente lento", Morel escogió la vida empresaria, pero sin alejarse de los medios académicos. La mayor parte de su actividad se desarrolló en el sector de recursos humanos de Dunlop, Alcatel y de Renault.
-¿Cómo se llega a tomar una decisión absurda?
-Se pueden distinguir tres grandes situaciones que llevan a tomar una decisión absurda: los errores de razonamiento, los mecanismos colectivos y la pérdida de sentido. La decisión absurda no es únicamente una decisión no pertinente, sino que se caracteriza por una persistencia en el error: se produce cuando un individuo o un grupo actúa en forma durable contra el objetivo buscado. Incluso entre los científicos se cometen errores rudimentarios. La verdad es que el hombre no razona siempre en forma deductiva y analítica. Por otro lado, la vida moderna obliga a ir cada vez más rápido mientras nuestro ritmo de racionalidad tiene límites.
-¿Cuáles pueden ser las consecuencias de un error de razonamiento?
-En mi libro, utilizo el ejemplo del transbordador espacial Challenger, que estalló en el aire en diciembre de 1986. La investigación probó que el accidente fue provocado por unas juntas que no resistieron al frío. La temperatura en cabo Cañaveral había caído a menos de cero. Las juntas del
cohete propulsor dejaron escapar un gas y los tanques de combustible se prendieron fuego. Los ingenieros estaban convencidos de que en Florida jamás haría frío, de modo que analizaron los riesgos que representaban esas juntas en función de esa idea errónea. Sin embargo, ya en un lanzamiento anterior, las juntas no habían resistido. Pese a esa evidencia, los expertos estimaron que ese fenómeno no podría repetirse, aun en un invierno muy riguroso.
-En otras palabras, ¿se trata de errores de representación?
-Así es. Los errores de representación que terminan provocando decisiones absurdas son muy comunes. Se diferencian de los errores de atención, de transgresión o de simple desconocimiento técnico. La misma persona u organización capaz de utilizar un esquema cognitivo rudimentario también puede demostrar competencias científicas sorprendentes. Yo creo que las situaciones de estrés favorecen los modos de razonamiento infantil, perceptivos e intuitivos, que parecen economizar más energía que un
razonamiento analítico.
-¿Por qué los entes colectivos también suelen ser productores de decisiones absurdas?
-El ejemplo típico es un accidente de un avión de British Midland Airways que viajaba entre Londres y Belfast en 1989, en el que se incendió uno de los dos reactores. Debido a un error de interpretación y a una mala comunicación entre el piloto y el copiloto, los dos hombres terminaron parando el motor que funcionaba, en lugar del otro. Si el piloto hubiera estado solo, con toda seguridad hubiera verificado mejor la situación antes de decidir. En determinadas situaciones, el grupo aumenta la capacidad de
cometer errores. El problema es que, en la mayoría de los casos, el hombre debe trabajar en grupo.
-¿El error colectivo se produce por una suerte de desresponsabilización?
-No necesariamente. Hay otros mecanismos que intervienen. Yo utilizo en mi libro el caso de una familia que vivía en un rancho de Texas. Un día de mucho calor, todos pasaban un buen momento a la sombra de la galería, cuando uno de ellos propuso un paseo a una ciudad distante a 150 kilómetros.
Subieron a un auto sin aire acondicionado, atravesaron una parte del desierto y terminaron comiendo mal en un fast food. De regreso, terminaron por darse cuenta de que ninguno de ellos tenía ganas de hacer ese paseo. Sin embargo, la decisión había sido tomada colectivamente. En realidad, cada uno de ellos imaginó que los otros querían ir y nadie se animó a romper la armonía del grupo. El hombre necesita la aceptación del grupo. A nadie le gusta sentirse marginado...
-Para explicar este fenómeno, usted identifica tres papeles principales en toda organización moderna: el dirigente, el experto y el cándido.
-En un modelo de organización jerárquico, el que toma la decisión absurda es el dirigente apoyado por el experto. En el caso de un error mayor, el experto duda en alertar al dirigente, mientras que éste interpreta ese silencio como una confirmación de su buena decisión. En el modelo descentralizado, por el contrario, el cándido produce una solución absurda, mientras que el dirigente y el experto permanecen relativamente pasivos.
-En el artículo de Le Monde, usted se pregunta qué hacía el Airbus de Air France en zona de tormenta. ¿Cree que fue una decisión absurda del piloto?
-No, sólo me pregunto qué hacía ese avión en medio de esa tormenta. Yo no sé cuáles son las consignas de Air France al respecto, pero, según una investigación realizada en 1999 por el Massachussetts Institute of Technology [MIT], las tripulaciones tienen más tendencia a penetrar en células de mal tiempo apenas tienen un atraso de 15 minutos sobre el horario previsto.
-¿Cuál es el mejor método para tomar decisiones?
-Ningún sistema podrá impedir las decisiones absurdas. Pero, como regla general, se puede decir que lo fundamental para disminuir el margen de error reside en la circulación de la información, una formación permanente y una cultura de la no culpabilización, sino del aprendizaje a través del error.
Esa es la regla que rige en sectores altamente complejos, como los submarinos nucleares, los portaaviones y la aeronáutica comercial. En estos casos, los organismos de investigación jamás darán a conocer el nombre del que cometió un error, sino que tratarán de comprender lo que sucedió y hacer
circular la información para que no vuelva a suceder.
-¿Cuál es la característica del dirigente que sabe decidir?
-Sabe escuchar y dialogar. Prefiere hablar del error cometido antes que aplicar sanciones. Da importancia a todas las experiencias, ya sean buenas o malas.
El personaje
CHRISTIAN MOREL
Sociólogo y escritor francés
Edad: 62 años
Primer éxito: su libro La huelga fría, de 1980, se transformó en una obra de referencia para los especialistas en relaciones sociales.
En el campo privado: en 2000, fue nombrado director de Recursos Humanos en la empresa Renault.
Lo más reciente: Publicado en 2007, El infierno de la información ordinaria (Gallimard) es una mirada crítica sobre el carácter críptico de las señales que se ven en los espacios públicos.
*Fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1148147
Un virus es un virus es un virus es un virus*
Por Mónica Müller *
La crisis que estamos viviendo bajo la dictadura del virus A (H1N1) implica peligros, pero puede ser la oportunidad para modificar errores que por tan rutinarios no se discuten.
La idea implantada por la industria farmacológica de que toda enfermedad tiene un remedio creó el hábito de tomar una droga química para cada síntoma.
Los medicamentos para bajar la fiebre son un ejemplo de esa regla que hoy tenemos la oportunidad de cuestionar. La fiebre es un mecanismo de defensa verdaderamente ingenioso. Si no existiera habría que inventarlo y su inventor entraría con honores a la historia de la medicina. La elevación de la temperatura corporal inhibe el crecimiento y la reproducción de organismos infecciosos y es el protagonista principal de una cascada de reacciones inmunitarias celulares. A los virus, que sobreviven y se reproducen cómodamente en ambientes fríos, se les complica la vida cuando la temperatura de la sangre alcanza los 39 grados; su fantástica capacidad de replicación se hace lenta hasta quedar desactivados.
La fiebre no es una enfermedad. La fiebre no hace daño. La fiebre cura.
Entonces, ¿por qué los médicos recetan rutinariamente antitérmicos? Un residente de un hospital respondió con una honestidad desarmante:
-Porque existen.
Los antigripales son otra invención farmacológica de uso corriente. Combinan antitérmicos con drogas descongestivas o antialérgicas que coartan la fiebre, la congestión y el malestar general. El paciente hace su vida normal como si no estuviera enfermo. No sólo expone a otras personas al contagio, sino que además está más enfermo que antes porque su organismo sigue a merced del virus, pero ahora está maniatado y amordazado. Su ejército de células defensivas duerme tranquilo en los cuarteles. No corre al sitio de la infección porque la alarma está desactivada. Pido disculpas por la metáfora castrense, pero por dentro las cosas funcionan exactamente así. Una perversión suplementaria son las preparaciones que la publicidad y los envases engañosos venden como "té" para que hasta los no creyentes se traten con paracetamol y fenilefrina cuando creen estar tomando el tecito reconfortante de la abuela.
Una de las oportunidades más interesantes que nos presenta esta crisis es la de regular el uso de los antibióticos, drogas que han cambiado la relación histórica de los humanos con las infecciones por su eficacia contra las bacterias.
A los virus, en cambio, un antibiótico los hace reír a carcajadas. La diferencia formal puede medirse en micromicrones, pero desde el punto de vista biológico es una inmensidad. Comparar un virus con una bacteria es como comparar una moto con una mandarina. Los virus no entran en la categoría de seres vivos como el resto de los gérmenes. Una de las definiciones más precisas dice que son maquinarias programadas para la supervivencia. No son animales, plantas, parásitos, hongos ni bacterias; son
meros contenedores de ADN diseñados para obligar a las células vivas a perpetuar su información genética. En el camino hacia ese objetivo los virus infectan, invaden y destruyen células y tejidos sanos, mutando y recombinándose para eludir los radares de la inmunidad. Los antivirales no los matan; sólo retrasan su multiplicación. Y su uso indiscriminado puede estimularlos a mutar para hacerse resistentes a los que se están usando en enfermos de gripe A (H1N1).
Sin embargo, todos los argentinos conocemos a alguien que cuando tiene un dolor de garganta o una gripe va a la farmacia, elige al azar un antibiótico y lo toma como le parece. Esa persona está poniendo en peligro su propia inmunidad y por un efecto de ruleta rusa darwiniana, la de todo el género humano. Los pacientes no tienen la obligación de saber que los antibióticos sólo actúan sobre las bacterias (tampoco todos sobre todas ellas) y que su mal uso puede crear un microorganismo resistente a todos los antibióticos conocidos. Los pacientes saben lo que la publicidad y sus médicos les enseñan. Y demasiados médicos recetan antibióticos cuando son innecesarios.
Los testimonios de personas infectadas por el nuevo virus confirman conductas médicas injustificables: "Le dieron un antibiótico, después otro y otro, hasta que al fin se dieron cuenta de que lo que tenía era viral". La única explicación posible para esto la dio un joven clínico en un ateneo:
-Si viene con una gripe y no le receto el antibiótico más caro, ese paciente cree que no sé nada y no vuelve más.
Estas aberraciones médicas sólo ocurren porque el sistema de salud las avala con el consentimiento o con el silencio. La venta libre de antibióticos es un mensaje. Su venta bajo receta haría comprender a los pacientes que no son drogas inocuas y obligaría a los profesionales a hacerse cargo de la responsabilidad de indicarlos con fundamento científico.
*Médica clínica.
-Fuente: Página/12
http://www.pagina12.com.ar/diario/sociedad/subnotas/127967-41063-2009-07-09.html
Tengo treinta y un años*
Desenvuelvo caramelos en tu piel
en tu balbuceante ternura sin chalecos.
Me como la noche en tus ojos.
Me como tus besos uno a uno.
Subo cartilago a cartilago la escalera de tu sangre
y armo este último mes de cigueñas mientras pienso que
Tengo treinta y un años
la cama tibia doble mano
una bandada de amigos
y un país que espera
calzar pantalones largos.
Entre otras cosas
Mi ojo izquierdo ve al mundo
como un salvoconducto a la alegría
Pero no una alegría flan
no una alegría en pantuflas
Una alegría de brazos largos
una alegría saludando con el guante.
Mi ojo izquierdo tiene naranjas en el pelo
y una pajarita sobre la varilla de su corazón
Mi ojo derecho
en cambio
lee las malas noticias
habla por telefono
putea
recibe una multa diaria
por dormirse
invariablemente
a las veintiuna horas treintisiete minutos dos segundos
y aunque nunca se mete en el mar
usa salvavidas.
Lo cierto es que prefiero ver
al mundo con un solo ojo
Que Dios me perdone.
*de Adriana Díaz Crosta
(1960 – 1995) Santo Tomé (Santa Fe)
-Del libro "Los puños de la Paloma"
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