lunes, julio 12, 2010

EL PREMIO DE LA COMPRENSIÓN...




*Ilustración: Ray Respall Rojas. La Habana. Cuba.





Mirones*



Las personas somos muy distintas unas a las otras, pero hay una cosa que compartimos, con la que estamos de acuerdo y que a todos nos gusta hacer: Mirar. Nos gusta contemplar a los demás, lo que hacen, como lo hacen, donde lo hacen.

Una de los espectáculos maravillosos que nos brinda la ciudad es el de las obras. No hay nada tan cautivador como ver una gran obra en ejecución, los grandes agujeros en el suelo, los andamios, los obreros en movimiento, alguno trabajando, las maquinas. ¡Ay, las máquinas! ¡Eso es sublime! ¡Una escavadora haciendo un agujero! ¡Madre mía, que placer!

En eso de los mirones también hay clases: El ocasional que va de paso y se detiene unos minutos, los niños que se quedan embobados y llegan tarde al colegio y los ancianos que no saben que hacer y se distraen con cualquier cosa. Si es una grúa grande y hace sol, mejor.

Yo me encuentro en este último grupo y paso las horas apoyado en la valla de la obra viendo como se mueven los trabajadores y compartiendo algún comentario con los otros jubilados habituales del sol, petanca y plaza.

Hoy estoy especialmente triste. La vida me robó la juventud trabajando en el campo, la adolescencia en la fábrica después del traslado a la ciudad, el tráfico a mi mujer y, sin darme cuenta, me he quedado sólo con mis recuerdos. Hoy las máquinas los están borrando, dejando una gran fosa donde antes estaba mi casa. Ahora si que estoy totalmente solo mientras van desapareciendo ante la mirada aburrida de todo el mundo.



*de Joan Mateu. joan@cimat.es




EL PREMIO DE LA COMPRENSIÓN...






LAS DOS CARAS DE LA MONEDA*




Los del grupo de meditación la estaban esperando al doblar de la esquina:

- No podemos creer el valor que has mostrado… ¿Pudiste entrevistarte con él?
- Sí, apenas una frase, pero iluminó mi vida, una lección a seguir para no caer más en depresiones o dejarme hundir al primer tropiezo.
- Por favor... ¿Pudieras compartirla con nosotros?
- Me ha dicho que la vida puede ser amarga, y así hemos de asumirla, pero debemos intentar ver su lado dulce, que siempre nos acompaña.

El sabio, tras terminar sus rezos matutinos, asoma la cabeza y le dice a su discípulo.

- ¿Hay alguien para verme?
- Había, maestro – responde éste -, una mujer. Como la vi tan atribulada le ofrecí un té...
- ¿Y...?
- Estaba tan tensa que no sabía decirme si lo prefería amargo o con azúcar. Le dije que yo lo tomaba siempre amargo para sentir su verdadero sabor, pero colocaba al lado un chocolatín, para disfrutar de su dulzor.
- Bien, ¿pero dónde está ella?
- No me lo va a creer, se marchó haciendo reverencias y gritando frases de agradecimiento. Creo que estaba loca.



*de Marié Rojas.
La Habana. Cuba.






Juan Ingalinella, el primer desaparecido*



*Por Rogelio Alaniz.


Juan Ingalinella, médico y dirigente reconocido del Partido Comunista, fue detenido el 17 de junio de 1955. El día anterior la aviación había bombardeado Plaza de Mayo y como consecuencia de ello habían muerto más de trescientas personas. El Partido Comunista fue ajeno a esa masacre, pero por su condición de partido opositor y de izquierda, sus militantes más reconocidos sospechaban que la policía iba a tomar represalias contra ellos.
Esa noche Ingalinella no durmió en su casa, pero al otro día volvió a su consultorio. Fue un error, un error fatal. Más o menos a las 6 de la tarde del 17 una brigada policial se hizo presente en su domicilio de Saavedra 667 y lo detuvo sin darle demasiadas explicaciones sobre los motivos. Nunca las daban.
Su mujer, Rosa Trumper, habituada a las detenciones de su marido, preparó ropa y un termo con café y se fue a la Jefatura donde supuestamente estaba detenido. Allí le dijeron que no le podían recibir el paquete porque estaba fuera de horario. A la mañana siguiente la mujer regresa y le dicen que su
marido había recuperado la libertad. Rosa Trumper nunca más vio a su marido con vida. Ni ella ni su hija, Ana María. Por su parte el cadáver del infortunado médico jamás apareció. Ese dato trágico le otorga a Ingalinella la condición de primer desaparecido de un país que años más tarde transformará esta conducta en un sistema de extermino a los disidentes.
La detención de Ingalinella se produjo tres meses antes del golpe de Estado que habrá de derrocar a Perón. Algunos observadores aseguran que el escándalo que provocó el crimen precipitó el golpe de Estado. Creo que es una exageración, pero es verdad que lo sucedido adquirió gran notoriedad.
Ingalinella era un médico prestigiado y querido en Rosario. Su militancia comunista se expresaba en una serie de testimonios sociales, uno de de los cuales se manifestaba en su propio consultorio abierto a los pobres. Al momento de ser asesinado tenía 43 años y una larga trayectoria militante en el comunismo. Como dirigente estudiantil había sido uno de los principales líderes de esa célebre agrupación de izquierda llamada Insurrexit. Quienes lo conocieron lo recuerdan como un hombre solidario, valiente y generoso.
Ingalinella murió convencido de que el comunismo encarnaba los ideales más altos de la humanidad. Se pueden o no compartir sus convicciones, lo que no se puede poner en discusión fue la sinceridad de su entrega.
La razzia policial de esa tarde de junio incluyó, además, a los dirigentes comunistas Guillermo Kehoe y Alberto Jaime. Kehoe y Jaime recuperaron la libertad luego de haber sido picaneados. Fueron ellos los que dieron la noticia que Ingalinella había muerto en la sala de torturas. Según pudo saberse después, la policía quería conocer la dirección de una imprenta donde los comunistas imprimían los volantes que se repartían en la calle.
El operativo policial estuvo a cargo del comisario Francisco Lozón, célebre por su afición a las torturas. Sádico y enfermo, mientras lo torturaba a Kehoe le recordaba que habían cursado la escuela primaria en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús. Cuando los torturadores se sienten en el banquillo de los acusados, sus abogados defensores dirán que se trató de un homicidio culposo porque la intención de los policías no fue matar sino obtener información. ¡Exquisita sutileza jurídica! La picana eléctrica, esa invención infame del hijo de Leopoldo Lugones, luego adoptada por la policía brava de los conservadores de los años treinta y la policía del régimen que funcionó entre 1945 y 1955, no tenía como objeto la muerte sino la obtención de información. Según los argumentos de la defensa lo sucedido fue un accidente. Los "pobres torturadores" no sabían que Ingalinella padecía una deficiencia cardíaca. Por esa línea de razonamiento debía deducirse que el responsable de la muerte de Ingalinella era el propio Ingalinella. No se puede ser comunista y tener el corazón débil, sería la moraleja. Sobre todo cuando para la policía de aquellos años el recurso de la picana era tan habitual como tomar una impresión digital o pedir un cambio de domicilio.
El episodio adquirió estado público y todo el arco opositor, a derecha e izquierda, manifestó su solidaridad con el dirigente comunista desaparecido.
El cardenal Caggiano y el Premio Nobel, Bernardo Houssay, pidieron por la vida del dirigente comunista. La movilización por la aparición con vida de Ingalinella fue amplia y masiva. En las principales ciudades de la Argentina se realizaron actos pidiendo por su libertad y reclamando la verdad.
Estudiantes, trabajadores, entidades gremiales, dirigentes políticos se sumaron al reclamo. La respuesta de la policía y el gobierno nacional al principio fue infame. Dijeron que se trataba de una maniobra propagandística de los comunistas. Después aseguraron que Ingalinella estaba con vida y que los comunistas lo tenían escondido. Se habló de que se había refugiado en Brasil. No vacilaron en falsificar su firma para probar que la policía lo había dejado en libertad. Como se podrá apreciar, los tiempos cambian, pero las mañas de los verdugos siguen siendo las mismas.
Cuando la presión social se hizo insostenible las autoridades de la provincia decidieron intervenir. El contexto nacional favorecía una respuesta política. En esos días Perón había anunciado una tregua y como señal de buena voluntad Arturo Frondizi había hablado por primera vez por la radio. El interventor político de la provincia, Ricardo Anzorena, ordenó la detención del jefe y subjefe de Investigaciones de Rosario, mientras que el jefe de Policía de esa ciudad, Emilio Vicente Gazcón era reemplazado por Eduardo Legarreta.
Los policías que participaron del operativo, Félix Monzón, Santos Barrera, Francisco Lozón, entre otros, fueron exonerados. El 3 de agosto, es decir, dos semanas después de la detención de Ingalinella, la Corte Suprema de Justicia resuelve que los policías deben ser juzgados en tribunales ordinarios. La decisión es trascendente porque los caballeros reclamaban ser juzgados por un fuero especial. Lo que la Corte dice es que ese fuero especial existe, pero a ellos no les corresponde porque han sido exonerados.
Las peripecias de la investigación para dar con el cadáver de Ingalinella, reiteran todos los pasos macabros que los argentinos vamos a conocer después. Los registros son adulterados, a los libros de actas les han arrancado las hojas. Nadie vio nada, nadie escuchó nada, nadie sabe nada. No obstante las investigaciones avanzan. Se sabe que Ingalinella murió en la tortura y que su cadáver fue enterrado cerca de la estación de trenes de Ibarlucea, una población vecina a Rosario. Las excavaciones que se hacen dan con un pedazo de tela del sobretodo que usaba Ingalinella. En el parte de la policía caminera de Pérez los asesinos también han dejado huellas: al libro de guardia le faltan cuarenta hojas.
Lo poco que se puede saber proviene de la información del policía Rogelio Luis Delfín Texié, que decide romper el pacto de silencio. Estos testimonios le permitirán seis años más tarde al juez Juan Antonio Vitullo calificar lo sucedido como homicidio agravado. La defensa apela y en 1963 la Sala II de la Cámara del Crimen de Rosario modifica la sentencia de homicidio agravado por homicidio simple. Francisco Lozón será condenado a veinte años: Luis Texié, Fortunato Desimone, Arturo Lleonart y Santos Barrera a quince años.
El martirio de Ingalinella evoca al del obrero tucumano, Aguirre y el del estudiante comunista Bravo, ambos secuestrados y picaneados por la policía peronista de entonces. Félix Luna recuerda que en las salas de torturas dirigidas por ese personaje siniestro que fue Cipriano Lombilla las víctimas levantaban la vista y se encontraban con el retrato de Perón que presidía la ceremonia. Rosa Trumper, la esposa de Ingalinella, fue una de las principales protagonistas de la gran movilización que se dio en todo el país
reclamando por su marido. Comunista y dirigente docente, cuando se enteró que la esposa de Félix Monzón era vicedirectora de una escuela le escribió preguntándole si no creía que era una contradicción ser maestra y esposa de un torturador y asesino. Nunca obtuvo respuesta.
Guillermo Kehoe, el abogado que compartió la cárcel con Ingalinella continuó militando en el comunismo donde se destacó por la defensa de los presos políticos de entonces. En 1964, estaba por entrar a Tribunales cuando desde un auto un comando fascista lo asesinó en la calle. Se dijo que ese crimen fue la respuesta al célebre tiroteo ocurrido en el Sindicato de Cerveceros, pero eso ya es otra historia. Lo que sí es historia contemporánea, es la decisión del Concejo Deliberante de Rosario de declarlo a Ingalinella ciudadano ilustre y designar con su nombre a una de las plazas de la ciudad.



*Fuente: http://www.rogelioalaniz.com.ar/?p=1737







No renuncié*


No renuncié, jamás lo hice

No renuncié a mis más puros sentimientos
A los impulsos emanados de mis mas profundas convicciones
No dejé que me distraigan
Me seduzcan
Y me aparten
Firme y segura he permanecido,
y gozo ahora de la libertad de expresión puramente concebida


Viene de mí
Viene desde adentro
Desde lo oculto y profundo de mi mente
Viene y me invade
Abandono entonces las legítimas defensas
Me dejo llevar en vertiginoso impulso
Torbellino de ida y vuelta
Explotan así todos los sentidos
Y gozo de los dones heredados
Y de la felicidad de no haber nunca renunciado.



*de Mirta Gaziano. mirtagaziano@arnet.com.ar
Julio 2010















Cuando hemos perdido todo*




En su última novela, Pablo de Santis escribe a propósito de un personaje que se ve obligado a decir cierta verdad a la persona que ama: "dudó, porque toda verdad es una forma de despedida". Como ese personaje, siento que la terrible crisis argentina es la hora de decirnos la verdad; que es la
despedida de todo aquello que creímos ser, engañados por una ficción política que muchas veces no tuvimos el valor o la lucidez de desbaratar. Y que asumir el casi insoportable dolor de esta despedida, utilizarlo como acicate para nuestra creatividad y nuestra solidaridad, es nuestra única posibilidad de sobrevivir.
Quizá porque todo lo que construimos en la adultez parece a punto de destruirse definitivamente, a menudo creo revivir situaciones de infancia que me cuesta mucho recordar con precisión. Los primeros días, por ejemplo, creía reconocer aquel momento de la misa en que uno se sentía mirado por un
Dios al que era imposible mentir y sobornar; pero de inmediato me corregía, porque el temor de Dios entrañaba una fe en su bondad de padre. Hasta que hace unos meses, en un bar al que llego todos los fines de semana por las calles de Buenos Aires entre asaltos y mendigos, mi amigo Pablo Pérez el
equilibrista me dio una clave: "¿Sabés? Una noche, en Mendoza, a los once o doce años, soñé que despertaba y saltaba de la cama y al abrir la puerta de mi casa sólo encontraba una inmensa llanura, y allá, a lo lejos, una casilla cerrada que corrí a abrir y en donde estaba Dios. Estaba encogido y
tembloroso, Dios, con unos ojos enormes que parecían pedir piedad. Cuando le pregunté por qué estaba asustado, Dios me dijo que ya no podía volar. Y desde que me desperté", termina Pablo, "yo mismo empecé a treparme a los árboles y a aprender este oficio que todavía no sabía que existiera". De
alguna manera todos nosotros, aun los que no creemos, sentimos que "Dios está asustado" porque nuestra imagen del mundo y de la historia, la que justificaba hasta ahora todas nuestras acciones, nos ha mostrado para siempre sus propios límites, sus incapacidades de entender y actuar. Sí: hemos asumido que Dios está demasiado asustado para ayudarnos. Y en el dolor del abandono, sentimos que sólo nos quedan dos posibilidades: o morir o vivir. Y sobrevivir es mirar valientemente aquello con que todavía contamos, y sobre todo, como aquel chico en los árboles de Mendoza, disponerse a aprender. Porque, ¿qué nos queda cuando parecen habernos robado todo? En principio, aunque suene a lugar común, nos queda la memoria, pero no ya como mero sitio de homenaje, ni siquiera como utopía realizada y perdida, ese paraíso de los padres fundadores que nos inmoviliza en veneración y nostalgia. La lección de los tiempos es, incluso, contraria: no somos una identidad inmutable, sino los sujetos de una historia de inevitables mutaciones que debemos tener siempre presente para que el cambio no derive en traición.
Tenemos la memoria, digo, como sitio del presente repleto de herramientas todavía utilizables. Impedidos de comprar CDs, resucitamos las bandejas y los wincos y vamos por la ciudad rebuscando discos de vinilo que familias en bancarrota salen a vender o a trocar a las plazas: así resucita, casi
intacta, la música de una argentina empeñada en escucharse a sí misma y a hacer escuchar sus voces, desde los alumnos del Mozarteum a los bagualeros de Yala, desde los baladistas del Di Tella a la gota de agua o el silbido de un barco que Leda Valladares perseguía por la ciudad con un diminuto grabador Geloso: Una Argentina que de pronto sabemos que sonaba para hoy y para nosotros. En las reuniones, ya cantamos distinto.
Muchos de mis amigos, escritores y foniatras, cantores y hasta reparadores de electrodomésticos, se han puesto a escribir manuales: no ya para aprovechar tal o cual demanda de las editoriales, todas al borde de la quiebra. Todos tenemos la misma urgencia de compartir esos saberes que creíamos haber olvidado simplemente porque nadie nos lo requería, porque nos habíamos acostumbrado a hacer nuestros trabajos según órdenes ajenas o extranjeras o porque, en fin, nos habíamos resignado a que nos hubieran
arrebatado nuestro puesto de trabajo. Una de esas amigas me dice que en los talleres de escritura, por ejemplo, han sido muy pocas las deserciones: lo que era, hasta diciembre una actividad secundaria se ha revelado como el último lugar en que un pueblo defiende la posibilidad de decirse, de imaginarse, de elaborar, contra la alienación, un lenguaje nuevo y propio.
Por supuesto, no confundo estas formas de resistencia con ninguna victoria final, ni siquiera la auguro; pero las señalo como lo que son, luces imprevistas que nos permiten seguir dando pasos en medio de esta oscuridad, apostando a que nos suceda lo mismo que al protagonista de aquel cuento danés que, después de toda una vida de aventuras durísimas, subió a la cima de una colina y vio que su itinerario por la comarca había dibujado una figura precisa: la figura de una cigüeña. Y que esa figura le daba, porque
había sido fiel a su deseo, un premio más cierto y profundo que la felicidad: el premio de la comprensión.
En verdad, escribo estas vivencias y me doy cuenta de que en medio de la tragedia aprendimos a aprender de todo y de todos: y que el cuidado de una planta o un animal, de pronto tanto menos frágiles que nosotros, o la escritura de una novela, tanto más espaciosa y acogedora que nuestra propia vida, me han enseñado mucho sobre el tiempo, en estos meses que he vivido con la intensidad de los muy viejos, incapaz de concebir la idea del futuro.
Por eso, contra esa obligación "políticamente correcta" de estar tristes, me parece urgente contraponer esta evidencia, obvia desde siempre en todas las militancias, aun -y acaso especialmente- en las que surgen como respuesta a una de las tragedias más horrendas; esa evidencia obvia, digo, en el increíble fenómeno de las asambleas populares o del movimiento piquetero: el dolor, en lo que tiene de verdad, abre camino siempre a la belleza, "porque la belleza es verdad, la verdad es belleza y nada más importa saber sobre la tierra". Más aún: el dolor exige convivir con la alegría, nunca con la tristeza, que es negación y muerte. La alegría de crear, la alegría de servir, la alegría de saberse útiles.
Y si no, fíjense en esta última historia verdadera. Mi amigo Ivo Machado, que es poeta y controlador aéreo en Portugal, recibió una noche la llamada de un piloto que volaba solo en medio del océano Atlántico. cuando el piloto le describió su situación, Ivo le dijo lo que el otro quizá no se atrevía a
admitir: que carecía de combustible suficiente como para llegar a cualquier costa, y que debería prepararse para acuatizar. Durante unos minutos, el piloto siguió haciendo preguntas vacilantes, preguntas que eran excusas para no quedarse en el silencio del mar y que Ivo respondía con precisión y
solidaridad: no, en esas latitudes no había tiburones; sí, claro, la temperatura de esas aguas, aun en invierno, no representaban peligro alguno.
Creo que el piloto mandó entonces algún mensaje, y que Ivo prometió retransmitirlo. pero cuando ya no hubo más que decir, el piloto intentó despedirse. Ivo, sin saber por qué, le preguntó si, en lugar de quedarse en silencio, no quería oír poesía. El piloto dijo sí, y durante casi una hora, hasta que finalmente el piloto se perdió en el silencio final, la voz de Ivo cruzó la inmensidad llevando los versos que había amado durante toda su vida. Ivo nunca me contó si el piloto era portugués: en tal caso, el piloto habrá sentido que toda la cultura de su pueblo acudía en su ayuda; si no era portugués, y aunque el sentido se le escapara, igualmente habrá podido percibir que el ritmo de los versos se plegaban dócilmente al del mar y al de la luna, y que ésa es la conquista de la aventura humana.
Pienso en Pablo, el equilibrista, planeando sobre las mesas del bar y en Ivo diciendo sus poemas. Pienso en el chico que fui y en el que, de algún modo, somos todos en medio de esta tragedia y me parece oír, en todos los casos, el mismo silencio, y es el silencio de una ceremonia, y es un silencio sagrado. El comienzo de un rito, sí, que repetiremos siempre para saber que una vez nos salvó esta verdad: "Dios nos abandonó, y cae la noche. Pero estás vos y estoy yo. Vamos volando".





*de Leopoldo Brizuela.
-publicado en la edición del diario Clarín del jueves 6 de junio del 2002.-




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