lunes, julio 26, 2010

ESTACIÓN CORACEROS




InvenTren.




Que todos los dioses te acompañen, excepto uno*




Transportamos la tierra en los zapatos:
Hemos revuelto el polvo
Y las estaciones del tren han quedado
En desorden por todas partes.


También la tierra de los pueblos
Se acumula en nuestros hogares:
Traemos los zapatos cubiertos
Con diminutas partículas de donde pasamos.


En unos cuantos días
Una persona
Sería capaz de acumular
Todas las estaciones ferroviarias bajo su cama,
Si no fuera
Porque de regreso a las vías,
La tierra de los zapatos
Se despide en silencio.


Si pudieran ser como los polvos de tierra
La gente que vive olvidada en cada pueblo,
Sin duda se bajarían del zapato que las transporta,
Las gira y las revuelve,
Para buscar una historia que incluya sus nombres.


Y parecieran sabias
Las partículas de polvo,
Que no pierden oportunidad
De viajar con nosotros…
Pero se pierden en los ascensos y los descensos,
Se equivocan de estación,
Y ninguna de ellas
Logra regresar a su lugar de origen.


Parecieran sabios
Los letreros con los nombres de las estaciones
Colocados en su debido lugar…
Pero la tierra a la que nombran
Nunca es la misma:
Viaja siempre en tren,
Y no sabe leer los letreros, ni dónde bajarse…


Del mismo modo,
Pareciera sumamente sabia
La decisión de nombrar a los países
Como “desarrollados” y a otros “subdesarrollados”,
Cuando el desarrollo y el subdesarrollo
Sólo se conservan
Si se hace depender del primer mundo
A la economía de los demás países.


… Y la tierra viaja en trenes,
Se confunde de estación de origen y de llegada,
Se pierde en el tercer mundo,
Y nadie le mira,
Hasta que los zapatos están demasiado sucios,
Y se les limpia con un trapo
Que también tiene su historia…



*de hugo ivan cruz-rosas. quetzal.hi@gmail.com






EN LA ESTACIÓN*


Andaba con la mente en las nubes, ni siquiera recuerdo qué estaba pensando, cuando se me acerca una señora elegantemente vestida.

- ¿A qué hora pasa el próximo tren? – me pregunta.

Le doy la información (está escrita en la tablilla, mas no me molesta ayudarla). Se aleja sobre sus tacones… estoy a punto de olvidarla cuando la escucho, unos pasos más allá, hacerle la misma pregunta a un muchacho con pinta de hippie. Él le responde con igual amabilidad y ella se marcha, probablemente buscando alguien más que le confirme la respuesta.

El joven se me acerca.

- Pobre mujer, se lanzó delante del tren, a esa hora, hace ya cinco años. Muerte por amor, creo; otros dicen que se vio de pronto arruinada; hay quien dice que no fue suicidio sino accidente… Ha quedado atrapada en el momento anterior a su muerte y lo recicla una y otra vez.

Lo miro fijamente, no sé si sonreír, o asustarme y llamar a un guardia. ¿Qué lo ha movido a una broma tan macabra?

- Sé lo que debes estar pensando – me dice sacando una pipa de su bolsillo -, pero es cierto. Yo morí de sobredosis en aquel banco, en la era dorada de los sesenta… Llevo tanto aquí que he tenido oportunidad de conocerlos a todos.
- Y es evidente que piensas que esto es “Sexto sentido” y yo soy el chico que veía a los muertos – le respondo, molesta.
- No, eras el cuerpo que se están llevando los paramédicos: infarto, probablemente; quizás sólo era tu día – usa la boquilla para señalar una camilla cubierta con una sábana que están sacando por un costado -, ya te acostumbrarás, todos se acostumbran. Por algún motivo esta Terminal no tiene acceso al cielo, ni al infierno, ni posibilidad de reingreso al mundo de los vivos así sea como ánimas en pena. Tal vez sea el purgatorio mismo… Los que morimos en ella, nos quedamos. No hay prisas, tengo una eternidad para írtelos presentando.

Y, por algún motivo, comienzo a creerle.



*De Marié Rojas.
La Habana. Cuba.






ESTACIÓN CORACEROS




A esa nube de recuerdos prestados*



Lo que ustedes llaman futuro ya no lo es. Al menos ya no lo es para nosotros. Existe el presente y esa búsqueda nostálgica de lo que se vivió en el pasado.
En Coraceros he conocido a Mister Bill Handley, a quien le encantan el pasado y los trenes.
Del pasado remoto de su familia solo le llego una gorra, crónicas de periódicos, y unas pocas fotos familiares. Insisto, había futuro, para esas gentes después de la salud lo más valioso era el tiempo.
Y había que sacar fotos. Porque se envejecía. En un abrir y cerrar de ojos de nuestro "tiempo" se pasaba de ser un niño a un anciano. Las personas se desesperaban por dejar recuerdos y testimonios. La gran mayoría de los cuales eran arrojados a un contenedor al poco tiempo de su muerte física.
Del jefe de tracción Handley solo quedo una gorra, una foto del viaje inaugural y una crónica del periódico "La verdad" donde ni siquiera mencionaban su nombre.
Otro antepasado de Bill compro estas tierras. El edificio de la estación de trenes había sido expropiado para ser la sede de la escuela agraria que funcionó allí. Años después volvió el tren. El "New Midland Express", era un modo de viajar antiguo pero pensado por visionarios que lograron que sus trenes funcionen con el uso de energía limpia.

Alguna vez cuando encontró ese pelo perfectamente enganchado en el interior de la gorra pensó en clonar a aquel Handley de 1909. Luego desistió. ¿Para qué? ¿Para que sea un testigo del fin de lo real?
Enseguida volvió a la idea de ofrecer la experiencia de viajar en ese tren inaugural y ser alguno de los invitados. Hacer ese recorrido desde Puente Alsina hasta la Rica y de ahí volver a ser transportado a la la estación Coraceros.
La ruptura de la relación espacio temporal ya no es un misterio pero hay que tener el registro justo para poder viajar y regresar...

Fue un suceso. Miles de almas en pena buscaban algún rastro de su pasado, de cuando la vida era vida y había vida cotidiana, compañia, cariño, en fin, una vida que merecía ser vivida. Y eso es lo tenían esos hombres y mujeres del pasado que luchaban y vivian contra la adversidad hasta que la enfermedad o la vejez los desintegraba como sujetos.
Bill Handley me ofreció primero viajar a la Estación Saturno, para conocer uno de los últimos pozos de tiempo que la humanidad tuvo hasta el fin de la historia. Pero no, preferí conocer al más antiguo de los Handley y hacer el viaje inaugural en la formación traccionada por la locomotora número 24 bautizada "Hortensia González".
Leí fragmentos de la crónica, antes de que James, el ingeniero jefe me transporte, "El 29 de julio de 1908 las empresas del F. C. Sud y del Oeste se hacen cargo de dar el dinero necesario para terminar la construcción de la línea Midland hasta Carhué. El día 15 de junio de 1909 pudo inaugurarse la primera sección de 139 kilómetros, uniendo Puente Alsina y Estación La Rica."
Muchos de los que viajan con la máquina de Bill Handley quieren ser uno de los personajes notables invitados: "Ministro de Obras Publicas de la Provincia Dr Echeverry, el ministro de hacienda Dr. Gandara, senador Joaquín V. González, diputados Pedro S. Barraza y Wenceslao Frías". O alguno de los ingenieros como "Miguel Olmos, Enrique de Madrid, J. J. Elordi, J. V. Inturriaga, Orlando Williams, Frank Foster, J. V. Cilley, H. C. Allen, J. Percy Clark, A. Lertora, F. J. Wythes, Wilson Jacobs, W. Shilton, Riach, Enrique Lavalle, Cristophen Hope, Alfredo Lavalle y Arturo Frostich."

Pero en mi caso, he pedido ser el Guarda de ese primer tren, el señor Felipe Salvi.

El viaje fue hermoso, aun me parece sentir el aire frío en el rostro.
He disfrutado del discurso del ingeniero Orlando Williams.
Luego de cumplida su misión en La Rica, la comisión de notables regresó a Buenos Ares por otra vía -la del ferrocarril oeste-.
Ya esta. Envie la señal de retorno al ingeniero jefe James Doohan y este me transporta al anden de Coraceros en el tiempo que ustedes demoran en parpadear. Ha sido una experiencia alucinante, pago de muy buena gana mi viaje al señor Handley y prometo regresar a hacer otro de sus viajes por el antiguo ferrocarril Midland.
Vuelvo -una vez más- a esa nube de recuerdos prestados donde transcurro sin días ni noches, este presente continuo.



*De Urbano Powell. urbanopowell@yahoo.com.ar









AYUDAR AL DESTINO*


Cuando se incorporó el que viajaba a mi lado, sin darse cuenta, dejó caer de un bolso el trozo de una cuerda con un nudo corredizo.
Sintiéndome un instrumento del destino, la recogí, lo llamé y se la entregué.
La gente es desagradecida. Con la mirada perdida se alejó sin saludar.





*De Santiago Bao. santinebao@gesell.com.ar










El camarote ocupado*


-Segunda parte-




Ella podía sentirlo. No le cabía ninguna duda.

Allí dentro, en el reducido espacio del camarote que ocupaba, había algo. O alguien…, mimetizado entre las sombras.

Escudriñó a su alrededor con los ojos muy abiertos. Le costó identificar imágenes que le resultasen familiares entre la densa negrura que la rodeaba, hasta que la vista se fue acostumbrando a dicha penumbra. Fue entonces, en uno de los ocasionales rasguidos que los relámpagos producían en el corazón de la oscuridad, acompañado por el incesante tamborileo de la lluvia sobre el techo del vagón y el cristal biselado de la ventanilla, cuando lo vio. O creyó verlo…

Y un horrendo sudor frío le cubrió la piel helada, a la manera de crueles alfilerazos, por debajo de las cobijas del catre.

No estaba sola. En absoluto.

Allí, en medio del camarote, había una silueta de pie, desdibujada en su propia esencia, delgada pero inmensa a la vez, manifestando una apariencia humana, aunque su consistencia e identidad le resultasen desconocidas por completo, ahora muy sólida como la roca y un segundo después casi etérea como una fugaz voluta de humo.

La voz del barman irrumpió súbita en sus oídos, tal como la escuchara en el vagón comedor: “El 6 no es el mejor lugar para dormir. Menos aún si se trata de una mujer sola…”

Quiso gritar y no pudo. La lengua, reseca, yacía inmóvil dentro de su boca, atrapada por una daga helada que le atravesaba la garganta. Y sentía como si en verdad estuviese viviendo una pesadilla, algo por fuera del mundo real, que en cualquier momento podría conducirla hacia territorios desconocidos y muy peligrosos, muy propios de la locura.

“¿Qué es esto?… ¿Quién es?…”, alcanzó a formular dentro de su mente, aturdida por el miedo. Y una súbita certeza irrumpió en su cordura, arrasándolo todo: “NO ME HAGA DAÑO…”

De pronto, se sintió extremadamente sola, como nunca se había sentido en su vida, enfrentada de manera coercitiva con un peligro vital y desconocido. Necesitaba que alguien la ayudase. Necesitaba saber que alguien vendría a rescatarla, que la defenderían ante todo mal, que estarían allí ante cualquier emergencia que se presentase. Cualquier emergencia…

“¡¡¡Sergio, ¿¿¿dónde estás???!!!”, gritó en silencio.
Y la silueta, en completo silencio, se movió.

Mejor sería decir que se abalanzó, arrojándose sobre ella con una presencia contradictoria, por instantes pesada y concreta, por momentos volátil e intangible. Atravesó las cobijas como lo haría un fantasma de dibujos animados, para luego corporizarse sobre su piel, inundando el espacio entre la ropa y su cuerpo, adhiriéndose gélida aunque con súbitos ramalazos de aire caliente. Misteriosas ventiscas dirigidas que gradualmente se fueron transformando en el efecto de un par de manos que la recorriesen, compulsivas y obscenas, generando insólitas sensaciones erógenas.

“¡No!!! ¡No!!! ¡Basta!!!”, chilló ella mentalmente, aún sin poder articular palabra. Se sentía acosada, a punto de ser violada, con esos extraños dedos inmateriales que parecían multiplicarse por docenas y la recorrían de manera caótica, sin dejar por investigar un solo rincón de su cuerpo. Aferraban sus pechos, se demoraban sobre sus pezones, se deslizaban a los largo de su vientre, rozaban su clítoris con incesante alevosía, y se hundían vigorosos en el interior de su vagina, para luego recorrerle el ano y filtrarse dentro, como feroz estaca que busca horadar y jamás pide permiso.

Y una vez hecho el recorrido, se deslizaban a lo largo de su espalda hacia el cuello, y hallando un inesperado patrón de conducta, volvían a empezar…

Lorena comenzó a gritar, trémulos sonidos de terror que se fueron volviendo expresiones de dolor, para finalmente transformarse en gemidos de placer. “¡Sergio, Sergio!”, chillaba su mente en busca de ayuda, amnésica de esa realidad nostálgica en la que vivía desde hacía ya tanto tiempo, y donde Sergio había dejado de ser un hombre a su lado para convertirse apenas en una sombra…

¿O no era así?

La silueta, reuniendo esas fugaces y dispersas corrientes de aire helado-hirviendo, desplegó algo más que sus manos por encima de su cuerpo. De pronto se convirtió en una figura sólida, vigorosa, ardiente, que la aplastaba y hundía sobre el catre, imponiéndole su voluntad. Lorena apenas conseguía distinguir algo en medio de la oscuridad, ocasionalmente iluminada por la tormenta, pero en aquellos breves destellos de luz llegaba a intuir un rostro por encima del suyo, facciones que le resultaban familiares, rasgos a los que se negaba pero que resultaban muy parecidos a los de Sergio…

Entonces la presencia le desgarró la bombacha, y algo más que una corriente de aire se deslizó dentro suyo. El ingreso fue directo y sin titubeos, como si aquello que se posara encima de Lorena aguardase durante muchos años una ocasión como ésa para concretarlo. La presión de aquel cuerpo, si es que pudiera hablarse de algo así, sobre ella era total, inmovilizándola, reduciéndola apenas a ser un objeto de su horrendo deseo. Ella chillaba, liberada de su reciente mudez, aunque aquellos gritos eran una cruel confusión entre el dolor y el placer. Sentía esa presencia ineludible, inmovilizándola sobre el catre sin que pudiese zafarse, bombeándola allí debajo, colmándole el sexo con algo similar a un sexo humano pero carente de pasión, excitándola hacia límites insospechados. Y aunque la última fracción de cordura que le restaba se negaba a aceptar lo que estaba ocurriendo, el resto de si misma parecía entregarse gustoso ante semejante invasión.

-¡Soltame!… ¡Soltame, Sergio!… ¡Sos un hijo de puta!… ¿A qué volviste?

Sus palabras le resultaban extrañas, como si otra mujer hablase en su lugar, con una voz muy diferente. Una mujer rencorosa, deseosa de venganza, pero a la vez desbordante de lujuria, gozando a pleno del momento, como si se hallase en compañía de su amante más deseado, y no del antiguo espectro encerrado en el camarote de un vagón ferroviario de principios de siglo.

Y finalmente, coincidiendo con una serie de potentes relámpagos que iluminan a pleno el interior del camarote, Lorena alcanzó un orgasmo profundo y violento, que le arqueó la espalda y el cuello, retorciéndose encima del catre, mientras la presencia se diluía velozmente, retomando ese carácter volátil que adquiriese al presentarse, girando por encima de ella en veloces torbellinos, para así desaparecer en la recuperada oscuridad del camarote.

Ella comenzó a relajarse muy lentamente, con sus miembros aún retorcidos sobre el catre y las cobijas por el suelo. Su respiración se mantenía agitada, al igual que sus pulsaciones cardíacas. Parpadeó varias veces, experimentando esa extraña mezcla de miedo y de placer que se fundieran dentro de ella desde que apagase la luz del camarote. ¿Qué había ocurrido? No podía explicarse nada. Su mente divagaba en un furioso océano de dudas y retazos de imágenes confusas, que sólo conseguían confundirla aún más.

Hasta que escuchó unos golpes en la puerta, y sin explicarse por qué, se estremeció. ¿Quién vendría en su ayuda? ¿O tal vez se tratase de una súbita y molesta interrupción?…

Algo, el aire del cuarto quizá, se agitó perturbado. Y ella perdió todo referente que pudiera darle algún sentido a lo que pudiera ocurrir a continuación.


*

Ernesto, el barman, volvió a golpear a la puerta del camarote 6, sin obtener respuesta. Sabía que aquello estaba muy mal; que no podía tener ese tipo de relaciones con los pasajeros mientras se encontrase en horario de trabajo, pero… ¿quién podría acusarlo de estar cometiendo algún delito? ¿Acaso sus intenciones no eran de lo más humanitarias, preocupándose por la integridad física y psíquica de una pasajera, bastante bonita por cierto?

Intenciones humanitarias… No estaba tan seguro…

Volvió a llamar, preguntándose si los gritos que escuchase mientras se acercaba segundos antes por el pasillo pertenecían efectivamente a la morocha que cenara cerca suyo, en el vagón comedor. ¿Le habría pasado algo? No podría perdonárselo a sí mismo. Aunque, …tampoco podía estar muy seguro de abrigar sentimientos de temor respecto a ese camarote en particular. El jamás había experimentado en carne propia nada de lo que se rumoreaba en torno al lugar en cuestión. Aunque, quienes habían tenido alguna clase de vivencia en torno al camarote 6, juraban que no podrían olvidarlo jamás.

Silencio. Allí dentro no se escuchaba nada.

Ernesto se inquietó. ¿Estaría bien la morocha? ¿Por qué no atendía entonces? ¿Y si se hubiese ausentado, yéndose a pasear por los pasillos del tren, ante la imposibilidad de dormir a causa de la tormenta? Era posible, pero… ¿andar paseando en una noche espantosa como ésa? No lo creía.

-Disculpe… ¿Se encuentra bien? -, preguntó, temeroso de que lo echaran a los gritos. O de que alguien más, aparte de la morocha, le abriese la puerta.

Sin pensarlo siquiera, tanteó el picaporte, que giró bajo su mano y abrió la cerradura. Sin embargo, algo retenía la puerta, por lo que apenas podía verse una rendija oscura, en lugar de abrir la hoja de par en par. Ernesto dudó, pero ya estaba lanzado. Así que empujó la puerta con el hombro, y movió lo que fuera que obstaculizaba el paso. Bajó la vista y se encontró con un bolso de viaje, cruzado en el paso.

No llegó a preguntarse nada más.

Porque lo último que vio, en medio de las tinieblas del cuarto, fue a la morocha tendida en la cama, semidesnuda. Y lo último que oyó fue una advertencia de parte de ella, aunque no llegase a comprender su significado. Y lo último que experimentó antes de que su vida cambiase definitivamente respecto al camarote 6, fue un intenso dolor de cabeza, producto de un violento golpe propinado desde todos lados -¿cómo era posible una cosa así?-, que lo impulsó hacia atrás, provocando que se desmoronase sin sentido en medio del pasillo del vagón dormitorio.


(Continuará…)


*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar








Travesías*



La mosca que viaja con nosotros en el tren
infatigable busca su alimento.
Su dimensión es el espacio del instinto, ignora
qué dilatados mundos pueden contenerla.
¿Quién podría asegurar entonces
que su destino es pequeño?
Así nosotros acaso vamos embarcados
no sólo en éste sino en otro viaje más vasto
donde hay posibles e infinitas respuestas
a las preguntas que deambulan por el tren
buscando una sustancia decisiva
que resuelva esta marcha emprendida hace tiempo.



*de Joaquín O. Giannuzzi.
Obra Poética. EMECÉ. Buenos Aires. año 2000.






Pesadilla*



¿Quieren saber acerca de la pesadilla que me atormenta durante las noches? Sólo hoy, habiendo pasado algún tiempo desde aquel fatídico día, puedo ponerlo en palabras, aunque no sin cierto espanto…

En aquella época, yo era conductor de locomotoras. Transportaba mercaderías a lo largo de toda la provincia de Buenos Aires. Ni remotamente hubiera podido imaginar tres años antes que terminaría viviendo de eso. Pero, ante la falta de laburo, y coincidiendo con la repentina muerte de mi viejo a causa de un aneurisma cerebral, la necesidad me llevó a buscar una solución urgente para procurarme el sustento. El mundo que conocía hasta entonces desapareció de un plumazo, y mi vieja, entre mares de lágrimas y miradas de inconsolable tristeza, me instó a que saliera a buscar lo que fuera. La pensión que nos había dejado mi viejo no alcanzaría para nada, si queríamos seguir viviendo como hasta ese momento.
Busqué laburo en todos lados, de lo que pude, y nada; la recesión económica hacía estragos, liquidando sin tregua lo que aún quedaba de la clase media. Sin embargo, cuando ya estaba a punto de desesperar, el tío de un amigo me dio una mano: el "New Midland Express", flamante inauguración ferroviaria impulsada por los gobiernos provincial y nacional, necesitaba conductores de locomotora. Yo no tenía idea alguna acerca de la tarea a desempeñar, pero el tío de este amigo me palanqueó con las autoridades para que me instruyeran de apuro en las artes básicas de la conducción ferroviaria, y allí me lancé, atemorizado por la inexperiencia, pero con la adrenalina propia de intentar probar suerte con lo que fuera. En definitiva, había que comer.
Al principio fue como querer domar un mastodonte prehistórico, furiosas toneladas de metal dotadas de vida propia, y apenas un par de simples palanquitas como arnés metálico para dominar a la bramante fiera. Hasta que me fui acostumbrando, y con el tiempo, la doma de la bestia se transformó en algo rutinario, casi mecánico.
Primero conduje acompañado, sirviendo de chofer de reemplazo; hasta que una noche el Gordo Santos se descompuso, la carga tenía que llegar sí o sí a Carhue, y me largué solo al volante de “Sophrosyne” 209, una locomotora alimentada a energía solar, con el corazón en la boca, los músculos agarrotados y las axilas continuamente empapadas. Desde entonces, los dueños de la empresa me adjudicaron el manejo de “Sophrosyne” a mí solo, ya que la descompostura del Gordo derivó en una hepatitis que lo mantuvo cuarenta días en cama y lo dejó no sólo sin el mote de “Gordo”, sino también sin laburo. Crueldades de la flexibilización neoliberal…
Creí que sería un trabajo temporario. Sin embargo, ya llevaba casi dos años de conducción cuando me tocó hacer aquel viaje a Henderson, en busca de un cargamento de trigo que jamás llegué a ver.
El horror me salió al paso en plena vía. Y mi vida cambió para siempre.


*


Recordaré las imágenes de aquella madrugada mientras viva.
Los primeros resplandores del amanecer brillaban en el horizonte a mis espaldas, y yo podía otearlos sin esfuerzo por encima de mi hombro. Hacia delante, aún titilaban trémulas las últimas estrellas. El mate yacía desde hacía horas, frío y lavado, sobre el tablero de instrumentos. En una pequeña radio portátil escuchaba un bonito programa de folclore. Y, de alguna manera, me sentía satisfecho. Los viajes me daban el espacio necesario para estar solo y pensar. Sobre todo, en lo que haría respecto de mi vida personal. Me andaba haciendo la falta la compañía estable de una mujer desde la ruptura con Marcela, tres meses atrás. Pero muchas otras veces, me descubrí también pensando en mi viejo, y las lágrimas brotaron sin poder evitarlo. El duelo que no había podido hacer a causa de la urgencia de la situación económica, finalmente podía concretarlo en aquella soledad, rodeado por mis propios fantasmas.
En eso estaba, recordando con nostalgia una reveladora conversación con mi viejo durante una cena, poco antes de su muerte, cuando alcancé a divisar, a punto de llegar a la Estación Coraceros, sobre un perdido paso a nivel de una ruta provincial, la borrosa figura de un camión frigorífico atravesado sobre las vías, doscientos metros delante, con la trompa apuntando hacia mi izquierda.
Accioné los frenos de inmediato, mientras hacía sonar la sirena de “Sophrosyne”, que emitió una brillante lluvia de chispas durante unos cuantos metros sobre los rieles, y me pregunté qué podría haber pasado para que aquel Mercedes Benz –si mi vista no me fallaba- quedara varado en diagonal sobre las vías, obstruyendo el paso, y en peligro de ser arrollado. “Sophrosyne” emitió un resoplido vaporoso, deslizándose con suavidad antes de detenerse. Intuí que necesitaría algo de ayuda; la situación me resultaba harto sospechosa. Así que tomé una barreta de acero que el Gordo había dejado a bordo y usaba con fines diversos, apagué la radio, abrí la puerta de la locomotora y salté sobre el suelo pampeano.
Lo primero que me alertó fue el silencio. A excepción del rumor sostenido del motor de “Sophrosyne”, ninguno de los clásicos sonidos campestres, grillos, teros, ni el viento siquiera, se escuchaba alrededor. Avancé con cautela, mi mano firme sobre la barreta de acero. La puerta del conductor estaba abierta de par en par, el motor ronroneaba en punto muerto, las luces del tablero estaban encendidas.
-¡Hola! -, llamé al acercarme a la cabina. -¿Hay alguien ahí?
Nada. Vacilé un instante hasta que decidí treparme al estribo. El interior parecía haber sido abandonado pocos minutos antes. Me asomé un poco, estirando la cabeza por encima del borde del capot, para otear hacia el costado del camión que no podía contemplar a bordo de “Sophrosyne”. Recién entonces vi el cuerpo, yaciendo de costado, de espaldas a mí, apenas iluminado por el resplandor del amanecer.
Bajé de un salto, rodeé con decisión la trompa del Mercedes, pero me acerqué con cierto temor. ¿Sería el chofer? ¿Qué lo habría hecho detener? ¿Y por qué yacía sobre el pasto ralo, cercano a las vías? Las dudas me acosaban mientras cubría los últimos dos metros, cuando reparé en el charco de sangre que se extendía como una raquítica raíz por delante de aquel cuerpo.
Un escalofrío me recorrió la espalda. En aquel último segundo tuve el impulso de dar media vuelta y escapar, cuanto más rápido mejor; que se encargase algún otro del problema. Pero la curiosidad, así como la necesidad de apartar el Mercedes de las vías para continuar camino a Henderson, fue más fuerte. Así que rodeé el cuerpo para verlo de frente.
Desde entonces, sentí como si me desplazase a tientas a través de un sueño. O mejor dicho, de una horrible pesadilla.
No sé cómo pude contener el vómito. Se trataba del chofer, no había duda. Pero donde debería haber estado su cara había un agujero. La piel de la frente, del borde de las orejas y del cuello se hundía sobre los huesos sanguinolientos de la calavera como si tuviese puesta una máscara de Carnaval, demasiado realista para ser un disfraz. La sangre se escurría a través de las cuencas de los ojos, debajo del tabique de la nariz y por entre la mandíbula entrecerrada, desprovista de barbilla. Algo…o alguien…le había arrancado los ojos, y probablemente la lengua, además de todos los músculos de la cara. El escalofrío me revolvió los intestinos.
Estaba a punto de lanzar un alarido y huir, cuando escuché los ruidos, apagados, imperceptibles, provenientes de la hermética caja del Mercedes.
Casi contra mi voluntad, intuyendo un nuevo terror, mi cuerpo avanzó hacia la puerta cerrada de la cabina y se desplazó vacilante a lo largo del costado derecho del camión. Mi mano se tensó con fuerza sobre la barreta, hasta que los nudillos me dolieron. ¿Qué había allí detrás? Sobre el lateral, una puerta entreabierta, invisible desde la imponente silueta de “Sophrosyne”, proyectaba una trémula luz sobre al azul acero de las vías. El vapor de la refrigeración emanaba del interior con aire amenazante.
Otra vez los ruidos; ahora podía identificarlos, aunque quizá imbuido por la macabra escena reciente, imaginase más de lo debido. Lo que creía escuchar eran gruñidos… Como si algo…o alguien…estuviese atacando las medias reses allí colgadas, y su dentadura desgarrase, triturase, masticase, con plena ferocidad.
“¡Rajá de una vez, boludo!”, chilló una voz dentro de mi cabeza.
Y aunque el más absoluto sentido común me impulsaba a la fuga, mi mano libre se extendió temblorosa hacia la puerta entreabierta. Mis dedos se aferraron al borde y comenzaron a abrir aún más aquel lateral hacia fuera, mientras contenía la respiración y sentía palpitar todo mi cuerpo. Los goznes chirriaron, el escalofrío retornó, la pálida luz de la bombita me iluminó la cara, tuve la penosa sensación de haberme equivocado, y los gruñidos se detuvieron de inmediato.
Entonces, de pie en el umbral del portón de la caja frigorífica, brotó una figura imposible, recortada contra la mortecina luz, jadeando como una bestia. Fue la única vez que lo vi. Pero la impresión me atormenta hasta el día de hoy.
Tal vez, en algún tiempo, había sido un hombre. Sin embargo, poco quedaba de su condición humana. Vestido con harapos, su silueta encorvada, los hombros volcados hacia delante, la cabeza oteando salvaje la madrugada, aferraba el lateral del camión con una de sus garras, empapada de sangre –posiblemente la del chofer-, mientras en la otra sostenía parte de un costillar vacuno, roído por sus enormes colmillos. La cara parecía carcomida por la descomposición, casi sin nariz, los músculos tirantes y sin piel que los cubriese, la dentadura filosa y amenazante, los ojos brillando con un fulgor rojizo que les otorgaba una vida autónoma a la de la propia criatura. Lo que le quedaba de cabello oscilaba sobre su cabeza como una mata de ralos pastos secos.
El escalofrío fue tan violento que quedé paralizado. Mi sentido común no sintonizaba con lo que mis ojos contemplaban pero se negaban a aceptar. ¿Qué… era… ESO? La criatura gruñó, en alerta, y olfateó con ahínco a través de sus tumefactas fosas nasales. Quise escapar, pero el terror me detenía. Hasta que la criatura abrió sus fauces, lanzando un gruñido de advertencia, y saltó del camión.
Fue como si me hubiesen picaneado a 220 voltios. De pronto, recuperé el control total de mi cuerpo, como si un extraño reflejo inconsciente supiera acerca de los mecanismos indispensables para la supervivencia. La criatura dio un paso adelante, decidido a atacarme, quizá defendiendo aquella inesperada y generosa reserva de comida que había encontrado en medio de la nada. Yo retrocedí, mis músculos en palpitante tensión. Él levantó la garra sangrante con la que había sostenido el lateral de la caja frigorífica. Y le asesté un violento golpe en la cabeza con la barreta.
La criatura se sacudió por un instante, su cabeza se giró hacia la derecha con un ruido seco, como si le hubiese pegado al tronco de un árbol muerto, pero no se desplomó. Al contrario, volvió a girarla hacia mí como el efecto de un latigazo, y me miró con ojos brillantes y desencajados, mientras aullaba con un gemido que ningún animal hubiese podido emitir.
“¡Carajo, estoy muerto!”, pensé, sabiendo que nada podría hacer para evitar su ataque.
Entonces, desplazó de abajo hacia arriba la garra sangrante que tenía libre, sin dejar de aferrar los restos del costillar con la otra, me aferró por debajo de uno de los brazos, y con el mismo movimiento, me lanzó por los aires. No conseguí darme cuenta de nada hasta después. Su horrendo semblante desapareció de mi vista, la caja frigorífica del camión pasó a mi lado como una exhalación, el horizonte amanecido rotó delante de mis ojos, y mi cuerpo exangüe, agitando brazos y piernas, se desplomó a varios metros de distancia, golpeándome la espalda contra el suelo.
El dolor me atravesó sin piedad. Creí haberme roto la columna, imposibilitado de moverme. “Es mi fin”, certifiqué, inmóvil, la mejilla izquierda contra los ralos pastos de la pampa, los tenues resplandores del amanecer iluminándome las doloridas facciones. Cercano, continuaba oyendo el rumor del motor en punto muerto del Mercedes, y más allá, el de “Sophrosyne”, haciéndome a la idea de que había descendido de ella muchas horas antes, tal vez muchos días.
Aguardé allí, entregado, a que la criatura se acercase. Me dolía horrores la cabeza y la espalda. Durante un período de tiempo que jamás logré precisar, supuse que mi vida terminaría y comenzaría algo diferente. De manera inexplicable, acudió a mi mente la idea de estar a punto de ser transformado, al estilo de los vampiros, en una criatura similar a la que me atacara, mediante alguna siniestra incisión. Sin embargo, nada sucedió durante un buen rato. El intenso dolor comenzaba a adormecerme; hasta que, por fin, con enorme alivio, me desmayé.



*


Cuando volví a abrir los ojos, el sol ya estaba alto, lastimándome la vista. Giré la cabeza hacia el cielo y volqué mi cuerpo de espaldas sobre la pampa. La punzada de dolor me hizo chillar, hasta que volví a quedar inmóvil, temeroso de volver a lastimarme. Creí que sería imposible ponerme de pie, y sentía la garganta reseca. Pero al menos estaba vivo. O eso creía.
Entonces, comencé a prestar atención a los sonidos que me llegaban del entorno. El rumor del motor de “Sophrosyne”, inconfundible. Una brisa en los oídos. Otros motores. Voces, algunas alarmadas. Pasos que se acercaron. Y alguien que gritó:
-¡Acá hay otro!
Un rostro cetrino y redondo se agachó sobre mí, analizándome en detalle. Mis ojos lo estudiaron, algo confusos. Y el tipo, de unos cincuenta años, volvió a gritar, sin dejar de mirarme, para que otros lo escucharan:
-¡Y está vivo!
Otro tipo, un poco más joven, se acercó y entre los dos me ayudaron a incorporar. Tenía miedo de que me movieran, aterrado con la posibilidad de tener la columna fracturada, pero me dolía demasiado como para que la espina se hubiese seccionado. Ambos me sostuvieron de los brazos, cruzados por encima de sus hombros, y me trasladaron hasta la locomotora, sentándome en el estribo. Otros tipos corrieron para ver cómo me encontraba. Apenas conseguía verlos; eran todos camioneros, y hablaban entrecortados entre ellos. La cabeza me daba vueltas. Le pedí al tipo más joven que trepara a la cabina y me alcanzase una botella de agua mineral que tenía debajo del asiento. Varios tragos después, milagrosos y refrescantes, pregunté:
-¿Dónde está?
-¿Quién, pibe? -, preguntó el cincuentón de cara redonda.
-La cosa ésa que me atacó.
-¿Qué cosa? Acá hay dos muertos, tres camiones varados en la ruta, y un desastre de mercadería desparramada por el campo. ¿Me podés explicar qué carajo pasó?
-¡¿Cómo dos?! -, exclamé.
Me puse de pie, vacilante, y avancé dolorido algunos pasos, intentando distinguir algo en el resplandor de la mañana. Más allá del Mercedes, un Scania que transportaba verduras aparecía cruzado de la misma forma que el otro, sólo que no sobre las vías, y su chofer yacía destripado sobre el capot. Varios camioneros habían vomitado a su alrededor, entre las desperdigadas mollejas del Mercedes y los tomates del Scania.
-¿Vos viste lo que pasó, pibe? -, me preguntó el cincuentón, acercándose hasta mí. Tenía la cara sudorosa, y el miedo instalado en la mirada.
-Sí… -, murmuré, ignorando si lo que recordaba había sucedido realmente o no.
-¿Me podés explicar qué mierda …… los mató? -. En su voz vibraba una nota de auténtico terror, aunque posiblemente no hubiese tenido noticia alguna de la criatura. -Y vos, ¿cómo te salvaste?
Lo miré incrédulo, sin saber qué responder. Tampoco sabía qué había sido ese ser infernal que me había atacado. Pero si después del Mercedes, había matado al chofer del Scania, ¿por qué me había perdonado la vida? ¿Habría creído que con aquel golpe ya me había matado? No entendía nada.
-No sé… -, alcancé a balbucear.
El cuerpo me dolía de pies a cabeza, y nada tenía sentido. Apenas conseguía asimilar la idea de seguir vivo después de aquella locura. Y supuse que, con el tiempo, lograría reconstruir la escena y entender lo ocurrido.
Sin embargo, hasta el día de hoy desconozco qué fue lo que pasó. Pero sí me temo haber asistido al origen de un horror inenarrable.
Desde aquella mañana, siento que la pesadilla no ha hecho más que comenzar. Una feroz criatura demoníaca ronda por la pampa, errática y voraz, en busca de alimento.
Y quizá nada pueda detenerlo…



*de Aldima. licaldima@yahoo.com.ar




*


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