sábado, octubre 31, 2009

COMO PÉTALOS DE PAPEL...



*ILUSTRACIÓN DE RAY RESPALL ROJAS.

EL CALDERO*




La hora de los recuerdos
llega con señales de tiempo,
asombra lo que se gesta
en el caldero infinito
donde los años en cruces
van desfilando entre sueños.
Nos vemos a la distancia
con contornos desconocidos,
los hechos cambian los tonos
que delinean las figuras.
Las penas siempre nos duelen
por que son deshechos muertos,
sólo dejaron imágenes
tristes, sin luces, sin tiempo
pero son trozos del alma
que olvidamos en un banco
de aquel parque solitario
que bautizamos comienzo.
También reflejos de amor
se nos quedaron dormidos
en lechos que están vacíos
como nidos olvidados.
¿Qué nos queda en el caldero
para seguir el camino?
Una lágrima bajo el cielo
por el destino enjugada.



*de Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar







COMO PÉTALOS DE PAPEL...





*


-I-



En las costas
el viento suelta las canoas.


Aúlla en mi ventana.
Ahuyenta las aves de las isla.


Ovillada a tu lado
cobijo mis fríos.


Desafío al invierno
prometiéndome azahares
que cuajarán los citrus
en la primavera.




-II-


En la salamandra
crepitan las brasas
mientras pasa la vida.


Habito el frío
con recuerdos tibios
y el amor me abriga.


La noche entra
Con negruras y estrellas.
En mis ojos titila tu ausencia.


*De RITA BONFANTI. ritabonfanti@yahoo.com.ar
- Santo Tomé (Santa Fe)-







MI NOMBRE ES REMBRANDT*




A veces, las verdaderas bestias
somos nosotros los hombres.
Jesús Brilanti T.


Mi nombre es Rembrandt, mi madre me puso tal apelativo, soy hijo adoptivo, lo sé, más sin embargo amo a mis padres y se los he denotado de un modo u otro, a mi manera.
Tuve una infancia feliz, jamás lo he olvidado y nunca dejaré de recordarlo. Tuve otros dos hermanos, vi partir a muy temprana edad a mi hermano mayor cuando lo adoptó una señora solterona, me quedé solo con mi hermana, pero al poco tiempo la vi morir; con su deceso me di cuenta de que el mundo no era tan agradable como yo lo imaginaba, supe que existía el dolor.
De cualquier manera la vida siguió adelante y continué siendo un infante feliz y dichoso; mi padre adoptivo a veces me bañaba y yo podía sentir su cariño a través de sus dedos o sus palabras. Yo creía por instantes que me ahogaría, pero él siempre me confortaba y me pedía tranquilamente calma. En ocasiones cuando él llegaba del trabajo jugaba conmigo, otras tantas me pasaba a su cuarto, éste me encantaba y yo me sentía privilegiado, en ocasiones se molestaba un poco porque tomaba cosas que no me pertenecían, o por que saltaba sobre su cama, me reprendía con cariño y después me encaminaba hacía el patio, dándome una ligera palmada, para que yo siguiera jugando.
Recuerdo una infancia feliz, recuerdo días de dicha y goce en mi pequeña e inocente alma, más sin embargo un mal día mi vida cambió radicalmente, mi inocencia se difuminó entre una espesa bruma. Todo comenzó cuando papá se enteró que tendría un hijo biológico. Desde aquella ocasión mi padre cambió conmigo, a parte tenía muchos problemas en su trabajo, añadiéndole ahora tenía que trabajar más. Papá cambió, era otro, ahora pasaba junto a mí y ya no me veía, parecía yo un ente invisible ante su visión, a pesar de que yo saltaba, gritaba y corría para llamar su atención. Papá estaba siempre de mal humor, imaginaba que sería por mi causa, yo no entendía nada, en ocasiones me agredía verbalmente para que me quitara de su paso, yo buscaba el rincón más alejado y más obscuro, donde sus gritos no me pudiesen alcanzar, me refugiaba lo más lejos posible de su ira. En las noches dormía, soñaba que papá jugaba conmigo, como en el pasado, donde me consentía y colmaba de cariños; papá venía y me abrasaba, me levantaba en brazos y después me arrojaba hacia el cielo para después volver a caer entre sus brazos y en ellos mismos llegué a sentir el amor más puro y profundo que pudiese sentir criatura alguna. De repente despertaba y la magia terminaba.
Alguna ocasión escuché decir a mi padre que se mudarían de casa, él pensaba llevarme con ellos, pero mamá dijo rotundamente que no, que no habría espacio para mí. Ella siempre creyó que era yo lo demasiado pequeño para no entender, pero para esas situaciones no hay que entender uno palabras. Esa fue la primer ocasión en la cual me dolió el alma, comprendí que es el dolor más terrible por el que puede pasar un ser.
A mamá casi no le veía, por lo regular se presentaba los viernes por la tarde, mamá es buena persona, lo sé, pero siempre fue muy distante conmigo, me hacía cariños, pero a diferencia de papá, sus cariños eran aislados, nunca me abrazó como papá entre sus brazos, en ocasiones la oí compararme con otro niño al que le apodaban “esniquer”, a mi no me gustaba pues creía que yo era único; más sin embargo de igual manera siempre le manifesté mi gran amor y le amo y le extraño igual que a papá.
Una tarde caí en la total desesperación, y en el ánimo de llamar la atención de mi tutor comencé a hacer travesuras, mi padre trató de ignorarme y seguir con sus problemas y su extrema tensión, pero a mi abuelo no le parecieron mis diabluras y un trágico día en el cual papá estaba muy ocupado en sus labores fuera de casa, el abuelo me tomó entre sus brazos, yo brinqué de alegría, pues creí que abuelito me sacaría a dar una vuelta por la ciudad como hacía mucho tiempo no lo hacía. En efecto, fuimos a dar un paseo, pero jamás imaginé que el propósito de tal viaje no tendría retorno.
Llegamos al centro de la ciudad, había mucha gente: vendedores, niños jugando y corriendo, personas que caminaban bajo el aura de su propia sombra proyectada en las baldosas; la algarabía se manifestaba de una y mil maneras, me sentí feliz ante tanto movimiento, tanta cromaticidad que se repartía a diestra y siniestra, el abuelo me depositó en el suelo, yo bajé y comencé a husmear de un lado a otro, ¡veía tantas cosas!, veía una fuente y el agua jugar a manera de danza. Era bello aquel paisaje, ¡que bueno sería que en este momento estuviesen aquí papá y mamá para que jugaran conmigo!, ¡sería simplemente extraordinario! Fue en tal instante que busqué al abuelo para pedirle, para suplicarle, que regresáramos a casa, buscáramos a papá y a mamá para que vinieran conmigo a jugar, a ver la fuente, a correr entre los vendedores ambulantes que expendían globos multicolor, algodones de azúcar, olores a churros y atole calientes… ¡pero abuelito ya no estaba ahí!, creí por un segundo que era una broma, pero no, lo busqué en todas direcciones y él ya no estaba por ningún lado. Creí había ido a comprar algo y regresaría por mí, yo era muy chiquito como para que me dejase solo, eso no podía ser, más sin embargo el tiempo pasó y el abuelo nunca regresó.
Intenté regresar solo a casa, pero era imposible, no había retorno. Caminé muchas calles, había decenas de automóviles y más de alguno estuvo a punto de aplastarme, yo no sabía cruzar las calles, pero mi inteligencia me decía que no debía ponerme frente a esas grandes máquinas conducidas por rostros desconocidos. Cada que veía pasar un auto azul, creía que era el de papá; así, sentadito, quietecito, esperaba se detuviese algún coche azul marino y me llevara de regreso a casa, pero nunca se detuvo auto alguno. Anocheció, el frío me calaba en lo más profundo del espíritu. Tenía hambre, sed y una terrible angustia al no saber porque me habían abandonado. ¿Qué diría papá cuando se percatase que yo ya no estaba en casa?
Una esquina, después, una taquería, cual me recibió con un aromático olor a carne y a grasa que me estremeció el estómago con un intenso zumbido; me acerqué, un hombre robusto salió, le hice una reverencia y me contestó con una patada, salí corriendo hasta perderme entre la oscuridad de la noche. Llegué a una calle solitaria, comprendí que no había peligro en tal lugar, me acurruqué entre un pequeño arbusto y dormí colmando la noche con suspiros.
Esa noche soñé que papá venía buscarme, me encontraba y me llevaba con él entre sus brazos, me sentí feliz; dicha felicidad culminó muy temprano cuando unos niños me sacaron del letargo en el cual estaba profundamente sumergido, a punta de pedradas. Salí corriendo ante sus impávidas carcajadas, mi pequeño corazón latía y golpeaba mi caja toráxica. Los automóviles seguían amenazándome de muerte, pero a pesar que ya no le veía sentido a mi vida, algo me decía que tenía que continuar guardando una esperanza. El hambre se había vuelto un brutal verdugo, mi estómago ardía, en mi andar encontré a una anciana vagabunda, estaba sentada en la fría banqueta comiendo un trozo de pan, yo pasé frente a ella y de repente me detuve a observarla, en tal instante arrojó una porción de pan rancio cual me supo a gloria. Después de un lapso la vieja aquella se incorporó, seguí su andar, pero me pidió que no la siguiera, a mi no me importó, pero ella me amenazó con su bastón. Despavoridamente huí.
Estuve vagando por varias calles, deseaba encontrar mi hogar, ya no me importaba el hambre o la sed, lo que deseaba era volver a ver a papá y a mamá, pero, por más que caminase, no llegaba a ninguna parte, y aquel día volvió a fallecer como el anterior. En un callejón, encontré unas cajas, dentro de alguna de ellas me introduje, el cansancio me tenía rendido, el agotamiento provocó que cayese en profundo sueño, esta vez no soñé a mi padre, sino a mi madre biológica amamantándome. Por la madrugada la lluvia me despertó, intenté regresar al sueño, pero me fue imposible; antes de que saliese el sol y bajo las frías gotas que caían del cielo deduje que lo mejor sería regresar al lugar donde me abandonó el abuelo, quizás por alguna razón a papá se le ocurriría ir a buscarme a tal lugar. Retorné muy por la mañana al centro de la ciudad, la lluvia, el lodo y otros factores me hacían ver irreconocible cuando vi mi figura en un charco de agua. Algunas personas me veían con lástima, la mayoría lo hacía con asco, pero no me importaba, yo sabía que a papá no le daría repulsión verme, realmente a él nunca le interesó mi aspecto.
Eran como las once de la mañana de aquel día cual no olvidaré jamás, yo con toda mi fe andaba trotando, buscando una esperanza; de alguna manera pensé que mis deseos eran tan profundos que causarían un milagro, y así fue, de repente al pasar frente a un arcaico templo, ahí estaba ella, ahí estaba como siempre, hermosa, perfumada, irradiando de belleza mi mamá, corría ante ella, traté de llamar su atención, mamá me reconoció al instante, más sin embargo se avergonzó de mí, pues estaba flaco y extremadamente sucio. ¡Pero era ella! Era mamá, que venía por mí, venía a rescatarme de esta brutal soledad, de esta terrible angustia que dolía en lo más profundo de mi alma, era mamá quien me llevaría con papá y me darían de comer, mientras me acurrucaban entre sus brazos.
Mamá se afrentó de mi inmundicia, aparentó no conocerme, pudo más el prejuicio, tuvo un mayor peso el “que dirán”, que el amor. Comprendí justo entonces porque siempre sus cariños hacía mí, fueron con la punta del pie. Ella únicamente atinó a tomarme una rápida y fugaz fotografía con su cámara instantánea; yo traté de comprenderla, yo supe que para ella, su mundo debe ser perfecto, bello, idóneo…… rosa, y yo no entro en tales instancias. Me dolió mucho más ella, porque a la larga sufrirá muchísimo al darse cuenta de lo que yo me percaté con todo esto que viví: el mundo no es perfecto, el mundo es grotesco, aunque tiene momentos bellos por los cueles vale la pena vivir. Ella me ignoró y de repente me dio la espalda, se encontró con un joven bien parecido, limpio, aseado y perfecto al que conocía desde hace años, comenzó a charlar con él. Para él si hubo un espacio y un tiempo, para mí, sólo asco y vergüenza. Me retiré lo más rápido que pude.
Después de que ella me desconoció, viéndome como un ser despreciable, discriminado por la sociedad, yo perdí mi fe, me di por vencido, imaginé de manera tangible, jamás volvería a ver a papá. Supe entonces que mi final estaba decidido, ya no tuve fuerzas para continuar.
A pesar de todo, le debo bastante a mi madre, pues horas después vio a mi padre, le dijo que me había visto vagabundeando por el centro de la ciudad; le mostró las fotos que me había tomado; papá se llenó de ira y otro tanto de desesperación, de inmediato hizo a un lado lo que estaba haciendo, le pidió a mamá lo acompañara, encendió el auto y salió de inmediato en mi búsqueda. Llegó en breves minutos a la zona indicada, con la mirada quería devorar calle tras calle, intuyó que dentro del coche jamás me encontraría, estacionó el vehículo, a mamá le preocupó más que ese día cumplían meses y que él perdería tiempo buscando un pequeño asqueroso, frustrada no deseo acompañarle; a papá no le importó, lo único que deseaba era encontrarme de inmediato, con un nudo en la garganta comenzó a recorrer las calles, temía extremadamente encontrar mi cadáver por debajo de alguna acera. La gente le veía, estúpidamente creían que era un loco al advertir en su rostro la angustia. Siempre criticó a esta ciudad, y alguna ocasión la tildó de un vulgar pueblo por su brevedad, pero ahora lo veía inmenso al no saber por que calle comenzar a buscar, recorrió varias calles casi corriendo, mientras indiscriminadamente volteaba hacia todas partes. Deseaba gritar mi nombre, deseaba aullar, llorar, pero de alguna manera le afloró la fortaleza, sabía que no podía darse por vencido. Hasta que recordó el templo de San José, que había sido el lugar señalado por mi madre como punto de partida, cuando por la mañana, me había visto e ignorado. Regresó papá a tal iglesia, pero no me encontró, y justo en el instante en el que había decidido iniciar una nueva búsqueda por otras calles, volteó hacia un costado del templo donde almacenan escobas, resguardado por barrotes de metal; justo ahí al fondo, observó un pequeño bulto que yacía al pie de unos viejos escalones, con ansía y lagrimas en los ojos se acercó, tan solo para percatarse que mi cuerpo estaba ahí tendido. Por un instante en la mente de papá, pasó la idea de que se trataba de un viejo trapo, pero conforme se acercaba se percató de que no era tal, sino se trataba de un diminuto ser, en efecto, era yo, que muerto de cansancio dormía ya carente de sueños bellos, de alma y de fe.. Papá se acercó lo más posible a la semi-jaula aquella, se regocijó en cuerpo y alma al observar que respiraba, y tímidamente murmuró mi nombre: -¿Rembrandt…..?- Yo lo escuché muy, muy lejos, dentro de mi sueño, y permanecí breves segundos pensando que era precisamente ello, un sueño, pero él incrementó el tono de su voz y repitió:
-¡Rembrant… soy yo, soy papá…. vine por ti!- Desperté, y aun imaginé que era una mala broma más de esta vida, pero no era así, esta vez era papá realmente quien introdujo sus delgados y largos brazos a través de la reja aquella, me tomó por los hombros y me extrajo de aquel lugar, me arrebató entre sus brazos, acarició mi cabeza como siempre lo hacía, yo lloraba a más no poder mientras meneaba mi cola diciéndole el gusto enorme que me daba encontrarlo de nuevo. ¡Era papá! Papá había venido por mí, yo no sabía como, no sabía porqué, pero era él, era papá, seguramente mamá le había dicho que aquí estaba esperándolo y que no podía yo morir sin antes verle una vez más.
Papá no sintió pena o vergüenza alguna por mi, al contrario, se sentía un héroe, volví a experimentar la felicidad, me tomó entre sus brazos, me cargó y me besó y supe porque vale la pena vivir realmente. Por momentos así, daría todo, como volverme a perder.
Mi padre atravesó medio Centro Histórico conmigo en su regazo, la gente le veía, pero a él no le importó más que haber encontrado a su hijo perdido y hallado en el templo. Jamás le ha importado que diga la gente o que no, pues él cree que sería como un esclavo, presa de la opinión popular cual jamás se llegará a satisfacer. Mientras él caminaba conmigo en brazos daba gracias al creador por esta oportunidad, por esta vivencia de reencuentro. Yo se que él deseaba llorar, pero se contuvo, quizás, no deseaba hacerme sentir mal.
Regresamos al coche. Ahí estaba mamá, ¡mamita! pensé, y deseé que se regocijara al igual que papá y me abrazara también y me besará, pero mamá me quería lo más lejos posible de ella, pues yo estaba sucio, mugroso. Mamita no me abrazó, ni siquiera me tocó, a pesar que ella veía mi gusto enorme por volverla a ver, sus palabras de aliento fueron mínimas, como de solidaridad, pero para con papá. Yo sé que a papá le dolió conocer esta faceta de mamá, tan fría, tan cruda e insensible, pero se dio por bien servido al haberme encontrado y no reprochó nada. Yo iba en el asiento de atrás, y mi felicidad no tenía igual, sabía que a final de cuentas papá siempre estará ahí, con todo y su mal humor, pero papá me ama. Yo me colocaba atrás de su cabeza mientras él conducía, y yo lloraba, mientras él me calmaba, me daba ánimo y me decía: -¡Ya vamos de regreso a casa campeón!-.
Llegué a casa, me reencontré con mi universo, el abuelo no dijo nada, la abuela tampoco. Durante días no he parado de llorar por las noches o cada que veo a papá, él sabe que lo amo por que lo siente. A mamá también la amo, aunque a ella sólo le interesa ella misma y nadie más, pero es buena persona y la extrañé mucho también.
Han transcurrido algunos días, ahora, no sé que me pasa, tengo una profunda depresión por todo lo que viví en unas cuantas horas, pero no me importa, me siento enfermo y cansado, intuyo que habré de morir, no me importa ahora porque será cerca de papá.
Mi nombre es Rembrandt, soy un cachorro joven, totalmente blanco, con una mancha negra del lado izquierdo en mi cara, tengo un padre que me ama, a pesar de su neurosis; sé que es bueno a pesar de estar casi siempre enojado, con el seño fruncido, porque antier en la noche recogió a otro perro joven como yo que estaba perdido en las calles, le puso por nombre Van Gogh, lo adoptó pensando en que no lo atropellara un auto, pero sobre todo lo hizo pensando en mí.
Creo que papá siempre me recordará con una sonrisa en alma, cuando memoricé cuanto lo hice reir, cuando trepaba a la puerta del patio y mi pequeño cuerpo quedaba colgando, yo lo hacía con tal propósito, que él sonriera, que se apartase un instante de su amargura, creo que siempre lo logré.
Anoche vi por última vez a papá, mis ojos tristes de alguna manera le dijeron que me estaba despidiendo de él. Yo ya sabia a la perfección que habia llegado mi hora, nosotros los canes siempre sabemos de esas cosas, y no, no estaba triste por mi próximo deceso, estaba triste por papá al verlo como estaba siendo consumido por el estrés y la carga de trabajo.
Fallecí con un terrible dolor a la mitad de mi espíritu, le dije a diós a papá y pedí mucho a Dios por él y por mamá.
Ahora descanso eternamente, soñaré por siempre con mi propia paz., espero algun día mi reencuentro con mi padre.
Mi nombre es Rembrandt, y soy un perro con un poco de suerte.




Es horrible percatarnos, que bajo muchas circunstancias, la bestia, somos nosotros los hombres.
8 de agosto de 2009.


*De Jesús Brilanti T. lugburtian@hotmail.com

***A la memoria de mi muy preciado y a veces cruelmente ignorado Rembrandt.
Perdóname, donde quiera que estés.






Memoria de mayo*


Nacido en 1915, el autor es una de las voces más destacadas de la narrativa del Sur de Estados Unidos. En este relato, incluido en el libro Ángeles y hombres (La Compañía), un súbito recuerdo de infancia confirma la precariedad de la vida
La escritura refinada y minuciosa de William Goyen ilumina sus narraciones



*Por William Goyen


Anduvo perdido todo el día por Roma. Era un mayo frío, oscuro y lluvioso.
Una mala primavera, una primavera maldita. Las flores no se abrían. Estaban demoradas, encogidas por el frío y el tacto pálido del sol. Había salido de su habitación helada.
El piso era de baldosas -antiguas, con figuras sensuales de uvas rojas desteñidas y peras violetas- que hacían arder de frío los pies descalzos. La chimenea se llenaba de humo en vez de calentar la piel desnuda. En los amaneceres fríos lo despertaban los gritos desolados de los pájaros, que respondían al tañido de las campanas. A través de la ventana veía la cúpula sin sol de San Pedro, que no brindaba consuelo.
A la tarde, poco antes del ocaso, el cielo se despejó. Caminaba por los jardines de la Villa Borghese. De pronto, frente a él, vio a un grupo de chicas de un convento. Jugaban y cantaban en el pasto frío, en un claro verde, bajo los grandes árboles. Las vigilaban cuatro monjas blancas. Las chicas bailaban y daban vueltas por los jardines, bajo la pálida luz tardía del sol. Se acercó y se recostó boca abajo al borde del baile verde y las miró. Algunas se habían caído o habían rodado por el pasto fresco y tenían
una mancha verde en el vestido rosa. Otras tenían aros hechos con capullos o pulseras y collares tejidos con hebras de pasto y amapolas tempranas. Las miró, tendido en el pasto, y en su mente se aclaró la antigua confusión de una tarde remota, de un mes de mayo.

Era el recuerdo de una tarde soleada de mayo en Woodland Park, allí en la Texas lejana. Corría un viento suave entre los pinos, donde la escuela había abierto un claro para la Fiesta de la Primavera de la primaria. Era un día encantado. Su disfraz de rey de las flores estaba listo. El de amapola, de la hermana, al fin estaba terminado. Él tenía una varita y una corona plateadas -hechas de cartón, pero forradas con papel metalizado-. La corona y la varita estaban sobre el mueble de las copas de cristal, que había sido de su abuela. Guardó durante muchos años la corona, aunque al tiempo el lustre se gastó y se le cayeron las estrellas. Allí, tirado en el pasto, le hubiera gustado tenerla de nuevo, aunque eso no fuera a cambiar nada.
El disfraz de la hermana era una amapola roja y verde de papel crepé. Tenía una gorrita para la cabeza, con la corola invertida de una amapola y estambres verdes. El disfraz estaba sobre la cama de la habitación extra que se convertiría en la habitación de su hermana cuando ella fuera suficientemente mayor como para ocuparla, sin miedo a dormir lejos del resto de la familia. Era un vestido muy frágil, que la madre había cosido, preocupada, mientras decía todo el tiempo que era muy difícil y que pensaba
que no podría hacerlo bien aunque tuviese toda la vida para intentarlo. El disfraz de su hermana no duró tanto como la corona de rey y la varita plateada.
Parecía que el día de la primavera no iba a llegar nunca, que había quedado, suspendido, al borde del jueves. Pero había llegado y allí estaba la familia, yendo a Woodland Park. Los chicos, al fin con sus disfraces, tomados de la mano, iban delante. La madre y el padre marchaban detrás. Los ojos de la madre miraban, resignados, el tallo imperfecto que caía, de lado, sobre la cabeza de la hermana, que caminaba cuidadosamente. Él no podía verse la corona, pero sabía que el sol la iluminaba porque podía ver que la varita resplandecía a la luz dorada del sol. La hermana iba con más cuidado que nunca para no arruinar su traje de amapola porque la madre le había advertido seriamente que, si corría, el papel crepé podía estirarse y deformarse y hasta "romperse". Era tan efímero como una flor. Él se
preguntaba cómo iba a hacer su hermana para bailar el baile de las cintas metida dentro de eso. Tendría que moverse con suavidad.
El Woodland Park era una gran barranca verde a orillas del Chocolate Bayou.
Había una multitud radiante. Algunos estaban de pie y otros caminaban. Había puestos de limonada decorados con papeles de colores, kioscos con faroles de colores que se mecían al viento, carros con toldos donde vendían helados que crujían en conos de papel Dennison y banderas hechas con cintas. El claro estaba en el centro del parque y en el centro del claro estaba el gran palo de mayo, alto y fuerte, con serpentinas azules y blancas atadas a la base para que la mano de cada bailarina agarrara la suya. El viento hacía temblar la delicada construcción. El sonido sedoso y crujiente del papel y las hojas
era tan fuerte que el mundo parecía hecho de hojas y flores temblorosas y brillantes al viento y a la luz del sol. Uno deseaba que las bailarinas del baile de las cintas lo hicieran bien, como les habían enseñado durante los ensayos en el auditorio de la escuela. Era su única oportunidad. Esa tarde fugaz, todo parecía delicado y efímero. Parecía que sólo era un momento intrascendente de mayo, que la lluvia podía desteñir y marchitar, que el viento podía romper y soplar.
La hermana encontró reunido al grupo de amigas, que eran flores: rosas, tulipanes, lilas y algunas pocas glicinas. Las madres, guiadas por las maestras, habían hecho un buen trabajo con los disfraces. Habían pasado dos tediosas semanas cosiendo materiales delicados en una de las aulas, después de clase.
Era el rey de las flores. Tenía que quedarse solo en su puesto en el claro, al entrar, porque no había reina de las flores. No sabía por qué, ni siquiera lo había pensado. Su disfraz era nada más que un traje negro, pero era el primer traje que tenía -saco y pantalón, camisa blanca y corbata- y eso bastaba para que ese día se transformara en un día especial. Lo que hacía toda la diferencia eran la corona y la varita. Tenía que moverse entre las chicas, que estarían de cuclillas, y rozarlas gentilmente con su varita para hacerlas florecer, mientras sonaba la música de "Bienvenida, dulce primavera", bonita pero triste. Esperaba su turno con miedo. Era el segundo en el programa. Primero iban a entrar y desfilar el rey y la reina de mayo con toda su corte.
Empezó. Un chico salió del grupo, se ubicó al lado del trono vacío y sopló una fanfarria tan clara como la luz del sol que daba en su clarín. Sopló bien -a Dios gracias- y de una vez, así que no hubo peligro de que las flores se rieran (no habían podido controlarse en los ensayos cuando el clarín soplaba sin que saliera ningún sonido). Después de la perfecta fanfarria, todos se quedaron callados y arrancó el piano. La corte entró en el claro. Él empezó a sentir una jaqueca punzante, a sentirse muy mal.
Salieron las flores, las más pequeñas, arrojando unos pétalos de rosas que formaban un camino para el rey y la reina. El bufón que las seguía -todo campanitas y papel puntiagudo- pateaba los pétalos, contra lo que le habían advertido en los ensayos. Fue el primer error. Pero, ¿cómo podía hacer el bufón para no patear las flores? Se sintió peor. Entraron las princesas, tentadas. Después los príncipes, los duques y las duquesas y, por último, el rey y la reina, que habían sido elegidos en la escuela por votación. Cuando
sonó la marcha de la coronación, él corrió hasta detrás del piano. La música le retumbaba en la cabeza y vomitó sosteniendo la corona con las manos para que no se le cayera. Pensó que iba a morirse por lo mal que se sentía y por el miedo. Ahora estaba mejor, aunque avergonzado. Volvió a su lugar. La corte ya se había sentado, sin ningún traspié. Parecía un jardín de flores.
Hubo un gran aplauso, una pausa. Y la melodía familiar de "Bienvenida, dulce primavera", que lo había cautivado desde el comienzo de los ensayos, colmó el aire. De pronto, todas las flores corrieron hacia el claro y cayeron al suelo, alrededor del palo de mayo, agarrando sus serpentinas.
Fue un momento de ceguera y exaltación: reconoció su pie musical, era la hora de pasearse entre las flores. Sólo iba a recordar el sentimiento de profunda tristeza y encanto que lo embargó cuando entró en el claro y caminó entre las flores plegadas, tocando a cada una con su varita plateada para que floreciera. Todas esas chicas bonitas se esfumarían, con el tiempo, por todos lados. No volverían a tener la naturalidad de esa tarde en ese parque dorado de pinos y flores. El palo de mayo empezó a abrirse como una enorme sombrilla de papel. Se acercó a una de las amapolas. Era su hermana. Se dio cuenta porque reconoció de inmediato, mientras hacía descender la varita, el defecto del tallo verde que había afligido a su madre porque no podía hacerlo bien, aunque las otras madres le habían dicho que no estaba tan mal, que no se preocupara. Durante las últimas semanas se había convertido en la angustia de toda la casa. Una vez la madre lloró, desconsolada, por el tallo, y dijo, mientras se mordía el labio y miraba por la ventana: "No puedo hacerlo bien". Había oído que su madre y su padre hablaban en voz baja
sobre eso a la noche. "Está bien aunque no te salga perfecto", la había consolado el padre. "Los chicos no se fijan en esas cosas." El hermano y la hermana se habían preocupado por el tallo. Cuando iban caminando a la escuela, se decían que esperaban que su madre pudiera hacerlo bien. El hermano había llegado incluso a rezar por la noche. Terminaba las oraciones que se sabía de memoria con un "Señor, ayuda a mi madre para que le salga bien el tallo de la amapola". En ese instante, mientras hacía descender la varita para tocarlo, el pequeño tallo verde le pareció el defecto de su casa y un símbolo de la imperfección del amor.
Tocó con la varita temblorosa el tallo verde de la cabeza de su hermana y sintió su timidez. La hermana empezó a enderezarse, como en un hechizo. Se pisó uno de los pétalos del vestido. La vio tropezar y caer, como si él la hubiera golpeado con una barra candente.
En una niebla de lágrimas, tuvo una visión. Su madre, su padre, su hermana y él estaban de pie, juntos, en el claro del trono de primavera, sin la realeza. Los habían llevado allí como escarmiento porque habían arruinado el palo de mayo. El palo de mayo era un tallo retorcido de papel arrugado, que estaba a sus espaldas y les hacía sombra. La hermana tenía el disfraz de amapola estropeado y él, con su traje, tenía la corona pulida caída sobre los ojos, como una venda, y la varita plateada, que le hacía burlas, en la
mano. Su madre estaba afligida y su padre se veía humillado. Oyó la risa atronadora y el suspiro silbado -como una tormenta entre los árboles- del grupo numeroso de personas que, vestidas con papel, hojas y flores, parecían haber salido de los árboles, del pasto y de las emanaciones del río pantanoso que corría debajo del claro (una asamblea de jueces burlones y juerguistas demoníacos, verdes, acusadores). Mayo era cruel y encantador.
Todo era impetuoso, pasional y despiadado. Podía oír la voz de su madre, que le hablaba al jurado vegetal: "No me salió bien". Y la voz de su padre: "Nunca tuvimos una oportunidad. Ninguno de los nuestros. Ni mi madre ni mi padre ni mis hermanos ni mis hermanas". Podía sentir su propia respuesta,
carente de palabras, que se agitaba en sus profundidades, donde iba a permanecer hasta que pudiera elevarse y pronunciarse, dentro de no mucho tiempo.
Dio un paso atrás y se apartó un instante de la hermana, por alguna razón que sólo comprendería muchos años después, tirado en el pasto de una ciudad extranjera, en un parque donde jugaban unas huérfanas. No podía moverse para ayudar a su hermana. Su frágil estido de papel se había roto. Estaba llorando. Se quedó junto a ella. La varita, que colgaba de su mano floja, se le cayó al piso. Él también empezó a llorar. El llanto de los hermanos interrumpió el acto. Ahí estaban la flor y el rey de las flores, en medio
del claro, bajo el sol, rodeados por un mundo de caras amigas y extrañas, con la música de "Bienvenida, dulce primavera" de fondo, triste como un canto invernal. Algunas flores, que aún no se habían abierto con el toque de la varita, no pudieron contenerse y espiaron para ver qué pasaba. El jardín estaba a punto de desarmarse. Una maestra corrió para ayudar a la hermana a ponerse de pie mientras lo incitaba para que siguiera adelante. No había sido capaz de ayudar a florecer a su hermana, del mismo modo que ni él ni nada de este mundo podían ayudar a su madre a hacer bien el tallo. En ese momento supo, con certeza, que nadie podía remediar algunos defectos, ni las manos de una madre ni la varita de un hermano, sólo la mano de Dios o alguna vara o viento o lluvia -o algo así- que estaban más allá del alcance de las manos humanas.
Ya había florecido todo el jardín -a excepción de su desgraciada hermana, que tenía el vestido roto y un pétalo colgando por detrás-. El palo de mayo estaba abierto y temblaba a la luz del sol. El hermano se alejó del claro, se metió entre la gente y se abrió camino para ocultarse detrás del piano.
Lloró con amargura mientras el piano seguía tocando la triste tonada primaveral. Le dolía la garganta. Le ardía con el ácido disgusto por su hermana, por su madre, por ese momento amargo de mayo, por su primer traje y corbata -que entonces se le antojaron ligados a esa tarde desastrosa que no podían cambiar o transformar ni la varita ni la corona-.
Lloró con amargura en honor de algo que iba mucho más allá de lo que entonces comprendía. Volvió a sentirse como se había sentido muchas veces, en los comienzos de su vida. Sintió la visita, leve y triste, de una sensación de trágica incompletud en su herencia, nunca del todo florecida, como si una sombra de error atravesara su camino y así, intacta, avanzara -en puntas de pie, a los tumbos, con su defecto sobre la frente-, para alcanzar el roce de una varita mágica, y no pudiera levantarse y, al intentarlo, se lastimara la piel y renqueara al bailar.
Las flores rodeaban, en círculo, el palo de mayo desplegado. Empezaron a bailar el baile de las cintas. Su hermana estaba allí. La vio pasar, bailando, una vuelta y otra vuelta, haciendo zigzaguear su ser vapentina azul a un lado y al otro sin cometer un solo error; pálida, inocente y melancólica con su vestido roto. Saltaba, como si estuviera un poco renga y arrastraba con ella el pétalo quebrado del vestido que ya parecía marchitarse. Sobre la cabeza, el tallo malogrado se caía y sacudía, grotesco
y burlón como un cuerno verde en su frente. Vio -como seguramente vio toda la gente que estaba en la Fiesta de la Primavera- que su hermana era una bailarina tranquila, una criatura aérea, desmejorada por el fracaso, tocada por una luz débil, que saltaba y bailaba suavemente en ese instante de belleza sobrenatural. Sintió que a él también lo tocaba la varita del desengaño, empuñada por el demonio de mayo, ese mes fugaz que se iría para no volver. El mundo, con sus flores y praderas, se doraría con el sol del verano, se quemaría con la escarcha del invierno. Las serpentinas del palo de mayo se esfumarían. El vestido de amapola quedaría hecho jirones, la varita terminaría deslustrada y la corona de cartón se quedaría sin estrellas.
El arduo baile terminó, las bailarinas salieron del claro. Quedó el palo de mayo, tejido y trenzado, sin defectos. En el claro vacío estaba tirado, sobre el césped cortado al ras, el pétalo del traje de su hermana.
Ahora miraba y oía de nuevo a las chicas en los jardines de Villa Borghese.
Se levantó, se dio vuelta, las miró y se alejó, mientras tocaba la mancha verde de pasto en su pantalón blanco con los dedos que habían sostenido, hacía tiempo, la varita mágica. ¡Ese pasto, tan amargo! El agua amarga de las fuentes de la ciudad debía servir para regar el pasto, pensó. El amor de Dios también era amargo porque Dios debía sufrir por la fugacidad, porque el viento fecundo soplaba y marchitaba todo. ¡Qué mayo amargo! La naturaleza humana era amarga porque cargaba con la mancha indeleble que cuenta la historia de la gloria de la naturaleza del hombre y los campos.
En su habitación de baldosas antiguas vivía el grito del demonio de mayo.
Cuando llegó, se sentó y pensó en las primeras revelaciones que tenemos en la vida y en cómo esas revelaciones van cambiando con el tiempo. Pensó que se hunden en la corriente de los años; que sus detalles se disuelven como pétalos de papel, como estrellas fijadas con pegamento. Y que esas
revelaciones quedan asentadas, sin dobleces ni adornos, en el fondo frío y duro de la verdad inalterable.


Traducción: Esther Cross
*Fuente: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1191052






TEODO*



*de Graciela Montes.


Teodo vía ahí nomás, en el fondo del jardín, cerquita de todo el mundo, perocomo era un odo muy tímido casi nadie lo conocía por el nombre. Teodo usaba el flequillo bien largo para taparse la cara y andaba escondido detrás deuna hoja de laurel.

Teodo era muy amable y todas las mañanas saludaba; claro que los buenos días le salían en voz tan baja pero tan baja que a gatas si algún gusano le oía un ao ao ao ao cuando se cruzaba con él por el camino.

Teodo vivía en una latita de azafrán, como casi todos los odos, pero en lugar de pintarla de amarillo o de colorado o de azul, él la había pintado de verde oscuro y la había empujado debajo de un malvón, para poder mirar sin que lo vieran desde detrás de las hojas.

Teodo no era mecánico como Nicolodo, ni albañil como Odoacro, ni carpintero como Odosio. En realidad nadie sabía bien en qué trabajaba Teodo, porque no usaba mameluco ni gorra ni rastrillo. Pero trabajaba, eso sí. Cualquiera se daba cuenta de que Teodo trabajaba mucho. Iba y volvía, pasaba y cruzaba tan apurado y tan cargado que, si no hubiera sido porque era más bien redondo y flequilludo, lo habrían confundido con una hormiga.

A veces llegaba cargadísimo hasta su lata, después de una recorrida, trayendo entre los brazos un pedacito de tela, o una tuerca o un hilito, un alambre roto, algún tornillo, un cachito de madera, un botón y lo escondía todo junto al tallo del malvón.

También se lo oía martillar y aserrar y golpetear y tintinear y rasquetear y cepillar, y los que se pasaban cerca de ese malvón oían tric y trac, y pum y pam, y chic y chac, y crash y trash y rrrrron y rrrrrran.

Hubo noches en que las luciérnagas más curiosas se acercaron con sus linternas para espiar entre las hojas. Pero Teodo dormía y dormía y soñaba dentro de su lata y no se oía ni siquiera un pum o un pam.

Un lunes bien temprano Teodo puso un cartel chiquito y un poco escondido que decía: INVENTODO.

-¿Inventodo? ¿y qué inventa?- preguntaron enseguida las hormigas, que ya se sabe que son de lo más inquietas. Y no sólo las hormigas. También los gusanos y los caracoles y los grillos y las abejas y las mariposas y los ciempiés y las arañas y los demás odos compañeros, todos, todos fueron a preguntar.

Cuando Teodoro vio tantos vecinos formados delante del malvón no se animó a salir, pero levantó un poco la tapa de su latita, espió con un ojo y dijo:
-Buenos días.

Claro que lo único que le salió fue ao ao ao o mejor dicho ao ao ao, porque casi no se oía. -Buen día, don- respondió una hormiga muy atenta y un poco confianzuda. -Aquí veníamos a preguntar que qué es eso de "inventodo".
¿"Inventodo" de inventar? ¿Y qué inventa?-

Teodo estaba más nervioso que nunca y sentía mucha vergüenza. Quiso ponerse a explicar y como lo único que le salió fue un ao ao ao que parecía un suspiro, se metió atrás del malvón y empezó a sacar afuera unos aparatos de lo más raros, llenos de ruedas y de ruidos.

Las hormigas fueron las primeras en meterse debajo del malvón para ver mejor.
-¿Y esto qué es?- preguntaron dos o tres al mismo tiempo acercándose a un invento bastante simpático, con tres patas cortas y una rueda con manija.

Los gusanos ya estaban recorriendo una máquina grandota, llena de tornillos y de piolines, y tres odos muy discretos hacían comentaros en voz baja acerca de un carrito de dos ruedas. El sapo, que acababa de llegar a los saltos y todavía estaba mojado, se quedó con la boca abierta mirando una carretilla petisa con las manijas muy largas.
-¿Y esto? ¿Y esto?- preguntaron todos.

El malvón de Teodo estaba más lleno que el ciempiés de las siete de la mañana. El único que no estaba era Teodo. Se había metido en la latita y estaba dele escribir papelitos. Cuando salió tenía como seis o siete o quince carteles y los fue poniendo al lado de los inventos.
"Afiladora para aguijones de abejas", decía uno.
"Carretilla para que cincuenta hormigas se lleven a su casa todo un árbol", decía otro.
"Taxicarro para caracoles apurados, Anda a gorrión o sapo". "Máquina para desenredar telarañas". "Aparato para atarles los cordones de las zapatillas a los ciempiés". "Aerosol para pintar las alas de las mariposas".

Todos dijeron que los inventos de Teodo eran muy lindos y muy útiles, y los ciempiés empezaron a formar fila delante del atacordones, y las mariposas se empujaban para ser las primeras en probar el aerosol verde esmeralda, y los caracoles apurados eran tantos que habrían hecho falta diez carritos, y un batallón de hormigas ya había empezado a cargar de hojas y de hojitas la carretilla, y había como tres arañas con las telas enredadas delante de la máquina de desenredar.

Teodo estaba muy colorado, pero también un poquito azul de puro contento, y aunque extrañaba el silencio de su malvón escondido, se sentía feliz de tener tantos amigos.

-¡Qué odo tan popular!- le dijo un caracol que hacía cola a una mariposa verde esmeralda.
Y Teodo dijo fuerte, bien fuerte: -AO.



*FUENTE: http://www.sathyasai.org.ar/docs/Teodo.doc







EL SOBRINO*


Cuando supimos que el viejo Matías había sido encontrado muerto en su cuarto, todos nos dolimos. En la ciudadela somos pobres, pero muy solidarios con el dolor ajeno, en este caso, si no lo llorábamos nosotros, ¿quién lo haría?

Me vino a la mente aquel verso de "Dios mío, qué solos se quedan los muertos", porque éste era el difunto más solo del universo, ni un hijo, ni una esposa, ni un hermano vivo, nadie que viniera a darle un entierro decente.

Estábamos mi comadre Lola y yo aseando un poco el cuerpo, para que cuando vinieran a llevárselo a la fosa común no estuviera lleno de inmundicias, cuando por la puerta abierta hizo entrada un joven con un sobretodo azul.

Nos dijo que era su sobrino, se acercó al cadáver, le hizo la señal de la cruz y nos agradeció por cerrarle los ojos. Después fue directo para la cocina, buscó un cuchillo grande y comenzó a levantar una losa debajo de la cama. Del agujero extrajo una lata oxidada, de la cual sacó un fajo de arrugados billetes de baja denominación.

- Con esto nos da para hacerle un funeral humilde, pero decoroso - nos dijo tendiéndonos el dinero.

¿Cómo el viejo no nos había hablado jamás de este pariente? Dio las carreras con nosotros, medicina legal, funeraria, floristería, hasta café para brindar a los habitantes de la ciudadela, que nos reunimos para acompañar a Matías a su última morada.

Al regreso me entretuve conversando con la comadre Lola. "¡Qué clase de muchacho!", me dijo, "Si no fuera por esa joroba que oculta debajo del sobretodo, sería perfecto, ¿te fijaste qué ojos, qué sonrisa?"

Entonces fue que me percaté que el sobrino se nos había quedado atrás, ¡qué falta de educación la nuestra! Era nuestro deber pedirle que nos acompañara, al menos hasta que encontrara alojamiento en la ciudad, o le adecentáramos un poco el cuarto del difunto.

Le hice una seña a mi comadre y corrí de regreso a la tumba; justo a tiempo para verlo quitarse el sobretodo, desplegar las alas que creímos giba y elevarse, más allá de las copas de los cipreses, rumbo a la nueva casa de Matías.



*De Marié Rojas Tamayo.







ORION: deconstrucciones*




*Por Miriam Cairo. cairo367@hotmail.com




EL SABOR DE LA AUDACIA

Lo atractivo del mundo es su incansable propósito de prodigarnos audaces maneras de contrarrestarlo. Nos da la diabetes, pero concede la insulina.
Instaura las verdades, pero como excepciones. Ostenta la vulgata abstinente pero nos propone el salvoconducto del cuerpo y el lenguaje. Nos manda el esposo, pero nos regala el amante. Crea al que escribe pero nos concede el lector. Establece a Dios pero nos redime con el poeta. Nos impone la prosa y nos otorga a Mallarmé. Vende novelas y nos inspira minificción. Nos ata la esposa, pero nos libera con la amante.
El mundo sabe que por sí solo no va a ninguna parte. Por eso está pendiente de resplandores extraordinarios: nos da el acontecimiento contra el estado de cosas; la libertad contra la naturaleza; la literatura contra la historia; el amor contra la familia; la noche contra el insomnio.



EL SABOR DEL NOMBRE


Entonces, en sueños él murmuró el Nombre suave, tan delgado que pudo eludir el cíclico argumento de lo imposible, pudo franquear el oleaje púrpura de la noche, pudo atravesar la memoria, penetrar la maraña de silencio hasta despertar al Nombre que salió del letargo y atravesó paredes, eludió semáforos y precauciones, subió al ascensor, rasgó sin ruido el pollerón negro de la amargura y penetró sin ruido dentro del volar del cuerpo donde anidan los sobresaltos.



EL SABOR DE LA CICUTA


Entre veinte cerros nevados, lo único que se movía era el ojo de un ave. Luego del sorbo último, el bebedor sentenció -un gallo para Esculapio-, y en todos los gallineros del mundo sobrevino un estado de extrema lucidez y fragilidad. Un diálogo de ecos acompañó el suave vaivén de las sombras.
Ninguna vida pudo ser medida con la vara de otra vida. La realidad proterva habló por boca del gallo que ignoraba el banquete que vendría después.



EL SABOR DE BADIOU


En cambio, pensemos en la rueda y otros episodios venideros. Ya deshojada el alma del primer hombre, pensemos en el ágora de Pericles: dos creaciones absolutas. Amarillos trances del sol ante el sol solo. Luego pensemos en ideas y amantes que no dormitan en sueños separados. En el anhelo rapsoda que entreteje criaturas en travesía. Pensemos en ese poeta reacio a la astenia, al retraimiento en la familia, al consumo infinito y tendremos algo más que el cotidiano resumen de cenizas.



EL SABOR DE ORION


Ritmando lunas con tempestades, vemos surgir mundos singulares según quien los viva o los imagine. Y aunque el tiempo prometa la primordial devoración de lo infinito siempre va a surgir el instante proteico de la inminencia. Y eso no es todo. Otras pequeñas obras maestras fulguran bajo el sinfónico rayo de Orión, como es el caso de esos dos organismos ardientes que tienen un papel muy breve en la pantomima del verano. Un hombre y una mujer son uno. Un hombre, una mujer y Orión son uno, antes y después del verano.



EL SABOR DE LA PALABRA VIVA


En más de un sentido mi amante, con sus momentos intensivos, encanta al mundo. Y no me refiero a que eleva la ironía hasta el pleonasmo cuando reescribe en su vida cotidiana a Valery con El cementerio marino.
Al despertar cada mañana en compañía del miedo, trata de ver algo de poética a su alrededor y repite para sí mismo, con el corazón y sexo en la mano: -¡No, no! ¡De pie! Corramos hacia la ola saltarina, viva.- Y pone toda su esperanza en la palabra viva.



EL SABOR DE OCTUBRE


La potencia máxima del sol de octubre es un tipo de vigor análogo al brío de los sujetos amoroso. Tanto éstos como aquel remiten al entusiasmo por una genitalidad que no reniega del encanto y la felicidad existencial del gozo.
A punto de alzar vuelo, el mirlo sabe que no hay ascenso sin arpegio ni derrame. Y cuando el viento desnuda las resumidas horas, el rayo de octubre augura la ceremonia frontal de los que beben y son bebidos. De los que azulan y son azulados.
Influidos por las minorías poderosas y radiantes de los amados, los amantes vierten belleza sobre todos los crímenes del hambre. Y octubre disemina la esférica extensión de un sol espléndido en la porfía amorosa del banquete sin fin que tiene por destino ser escritura levitante.



*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-20871-2009-10-31.html







*


Queridas amigas, apreciados amigos:


Este domingo 1 de noviembre de 2009 presentaremos en la Radiofabrik Salzburg (107.5 FM), entre las 19:06 y las 20:00 horas (hora de Austria!), en nuestro programa bilingüe Poesía y Música Latinoamericana, música de los compositores peruanos Roberto Carpio, Alfonso de Silva y Theodoro Valcárcel. Las poesías que leeremos pertenecen a Vicente Girarte Martínez (México) y la música de fondo será de Totó la Momposina (Colombia).
¡Les deseamos una feliz audición!


ATENCIÓN: El programa Poesía y Música Latinoamericana se puede escuchar online en el sitio www.radiofabrik.at
(Link MP3 Live-Stream. Se requiere el programa Winamp, el cual se puede bajar gratis de internet)!!!! Tengan por favor en cuenta la diferencia horaria con Austria!!!! (Recomendamos usar
http://24timezones.com/ para conocer las diferencias horarias).


REPETICIÓN: La audición del programa Poesía y Música Latinoamericana se repite todos los jueves entre las 10:06 y las 11:00 horas (de Austria!), en la Radiofabrik de Salzburgo!


Freundliche Grüße / Cordial saludo!


YAGE, Verein für lat. Kunst, Wissenschaft und Kultur.
www.euroyage.com

Schießstattstr. 37 A-5020 Salzburg AUSTRIA
Tel. + Fax: 0043 662 825067



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