martes, mayo 17, 2011

EL MAR IRREMEDIABLE...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu



Volveré a ser feliz*



Se deshacen lentas
las sombras espesas.
Leves sedalinas negras
flotan sobre mí.
Los dedos se enredan
en sus suaves aleteos.


Allá lejos, muy lejos
el rosa de una claridad
intenta asomar.


Se esfuerza, empuja
desde mis venas.
La noche fue larga.
Se había instalado como dueña.
Tirana rapaz de mis sueños.


Debo deslizarme hacia la luz,
que arda el sol en mis ojos,
que me entibie, que me cobije.
Con mis uñas, aunque sangre,
despellejare los tormentos.
Y así limpia y nueva
volveré a ser feliz.


*De Elsa Hufschmid. elsahuf@yahoo.com.ar





EL MAR IRREMEDIABLE...






DICIENDO ADIÓS.


Camino bordeando la vereda
para no contaminarme
con los muros.
Las puertas cerradas dan alarma,
detrás suelen pernoctar fantasmas
que inventan burlescos.
Con agilidad surco las distancias
en busca del cofre donde duerme
la brisa del olvido.
No quiero el amanecer, quiero la noche
adornada con luces planetarias
que acunan aventuras
y sin despertar irme muy lejos,
donde se abren todas las fronteras
al Ser infinito.


II

Corro bajo la lluvia
jugando a las escondidas
con las gotas.
Mis pies destruyen charcos,
rompen imágenes reflajadas
inventando el caos.
Es tierno el deslizar del agua
sobre mi piel viva
y me sumerjo en un diálogo
que solo yo escucho.



III

La flecha sugiere el blanco
y allá está, a lo lejos
como gigante puerta inmantada
que soslaya el horizonte
y nos atrae sin palabras.
Es un ritual determinado
que nos descuenta las horas
y hiere los minutos
en un carrusel fantasma
que juega con las edades...



IV

El cuarto oscurecido
pretende desmentir fantasmas.
Ventanas cerradas, sin sol
ni paisajes
parecen llevarse las horas
que iluminaron sendas.
La oscuridad mata sueños,
nos despoja de utopías;
no es la oscuridad de la noche,
es la del alma que sola
deambula más allá de la búsqueda,
sin moradas que esperen,
sin fronteras, sin ecos...


*De Emilse Zorzut. zurmy@yahoo.com.ar






CRÓNICA DE BIENVENIDA PARA DANTE*


Crónicas del Hombre Alto n° 66



Uno sabe que está ahí, que ya existe. Lo sabe desde el momento mismo en que se confirma la noticia -esa noticia siempre posible, siempre esperable y sin embargo siempre conmocionante y revolucionaria-. Lo sabe aunque no se lo vea, aunque nada en la figura de su madre delate todavía su presencia.

Uno sabe que está ahí, que ya existe. Lo sabe cuando arranca el torneo de presentimientos acerca de si será varón o nena, y cuando se arman los conciliábulos de sobremesa en los que se especula -y se delira- a viva voz sobre los posibles nombres que habrá de recibir. Lo sabe cuando la primera ecografía exhibe apenas un huevito milimétrico, una sombrita casi imperceptible, manchita vagamente discernible entre manchas imposibles de interpretar.

Uno sabe que está ahí, que ya existe. Lo sabe cuando comienzan las recorridas por los comercios del ramo en busca de cuna y cochecito, y cuando los parientes, amigos y compañeros de trabajo contribuyen a multiplicar el ajuar aportando mantitas, batitas, toallas, sábanas, talcos y peluches. Lo sabe cuando la inminencia de su llegada se vuelve tema excluyente de conversación y se torna habitual fantasear con futuras jornadas compartidas, presumir monerías o anticipar travesuras.

Uno lo sabe, sí. Pero sucede que una mañana uno se pone a recorrer las cinco cuadras que lo separan del sanatorio con una ansiedad que no se compara con ninguna de las muchas otras ansiedades que ha padecido a lo largo de su vida, camina apurado sin prestar atención a vidrieras ni a peatones porque
no puede ni quiere pensar en otra cosa, porque lo único que le importa en ese momento es llegar al sitio que se acaba de transformar en el centro geográfico del universo, el eje en torno al cual se ha puesto a girar el planeta. Y uno llega. Llega adonde el corazón, adelantándose al resto del cuerpo, ya había llegado hace rato. Llega, y hay una puerta que se abre.
Entonces, uno lo ve. Finalmente lo ve. Lo ve y comprueba, por enésima vez, la abismal distancia que separa lo abstracto de lo concreto, lo imaginado de lo perceptible. Lo ve y constata -como si hiciera falta- que una cosa era saber que ya existía, y otra muy distinta es la posibilidad de tocarlo, escucharlo, olerlo, de verlo materializado en este tierno cachorrito de humano, infinitamente frágil, cuya carita asoma apenas entre los pliegues de la mantilla verde que lo envuelve.

Y entonces uno, que es un lector experimentado, recibe en sus brazos esos casi tres kilos de tibieza y reniega de todos sus criterios estéticos, abjura del sarcasmo con que tantas veces cuestionó la cursilería de los textos que suelen escribirse sobre bebés recién nacidos. Uno, que es escritor, se queda contemplando conmovido el movimiento leve de esos deditos minúsculos y reniega también de los ochenta mil vocablos que componen el idioma castellano porque comprende que no hay genio de las letras capaz de conjurar las palabras que puedan explicar y describir tamaña maravilla.

Uno, simplemente, se inclina sobre ese retacito de vida a estrenar y sólo atina a susurrarle: "Hola, Dante. Qué gusto conocerte. Soy tu abuelo Alfredo, te estaba esperando".


*De Alfredo Di Bernardo. alfdibernardo@fibertel.com.ar







ARRIBO*


Venía con diez jazmines en la mano.
¿Adonde vas?
-Toda la sequía del mundo en mi mirada-
El mar. Me espera el mar. El mar irremediable.
¿Cómo lo sabes?
-Páramo salobre en mis entrañas-
Una sombra ha cruzado los cardales.
Me espera una geometría de cosas y de nombres.


Vuelve en marejadas.
Patria misteriosa de los hondos secretos.


Una hembra latiendo en maduro fruto.
Un macho con corceles negros en los ojos.
Una alondra y un toro.
Gritos de cobre. De violeta. De clavel ausente.
Una pradera quieta y un halcón.
El niño duerme, envuelto en pañales de viento.
Laberintos. Estrellas. Delfines. Arrecifes.


Huésped de un arcano laberinto de agua.
Arribo.
Puerto de mar o páramo.
Puerto que florece en algas y cardales.
Puerto de un enero de amor.


Un hombre con los brazos extendidos.
Una mujer con diez jazmines en la mano



*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar








La mochila de Wittgenstein*



*Por Laura Ramos cuadernosprivados@gmail.com


Una tarde particularmente fría del invierno pasado, en la que por razones de trabajo me encontraba de paso por Londres, la visión de un monumento en la estación de tren de Liverpool me despertó una viva emoción. Era un grupo de niños esculpidos en bronce: una niña de unos diez años y otros más pequeños,
cinco en total, cuyos rostros serios, sus vestimentas antiguas y sobre todo las maletas que cargaban parecían estar llenos de significados. Uno de los niños vestía pantalones cortos, el violín que se apilaba sobre dos o tres valijas debía de pertenecerle; la niña más pequeña, cuyos cabellos estaban recogidos en una trenza, se aferraba a un osito cuyo original tal vez haya sido de lana resistente. Al leer la placa informativa comprendí que uno de esos niños podía ser -lo era, en su idea- el personaje Jacques Austerlitz, del libro Austerlitz de W.G. Sebald. El monumento conmemora a los diez mil niños judíos que escaparon en tren, sin otra custodia que la de ellos mismos, de Alemania y otros países ocupados por el Tercer Reich y fueron acogidos por Inglaterra (Austerlitz escapó de Polonia en uno de esos trenes
en el verano de 1939, a los cuatro años y medio, pero recién comenzamos a sospechar esto al promediar el libro, cuando él, ya adulto, se encuentra en la misma estación de Liverpool Street donde se alza ahora el monumento). La literatura, otra vez, como siempre en mi vida, se había anticipado a la acción.
El libro de Sebald podría parecer, en una primera lectura, una especie de historia de la arquitectura, en razón de su afán por describir, en los comienzos, la estación de tren de Amberes, o el Monte del Patíbulo de Bruselas, donde se producen los encuentros iniciales entre Austerlitz y el narrador. Para refrendar esta hipótesis, una serie de fotografías en blanco y negro, reproducidas en el mismo tipo de papel del resto del libro, como si su propósito fuese fundirse en el texto, o en tal caso no ostentar
pretensiones artísticas sino, por decirlo así, documentales, muestran la cúpula de la estación de tren, mapas, planos, la flor de mosaico de ocho hojas del piso de la casa de Praga donde vivió Agáta Austerlitzová, su verdadera madre, lunas, huesos. Pero es precisamente ese carácter documental, en el que mucho no creí en ningún momento mientras leía, aunque me parecía que la intención de Sebald era que así lo creyera, por ese carácter, decía, más sorpresiva me resultó la trama, es decir, el drama (la
niñez de Austerlitz, arrancado de su familia en Praga, y su llegada al hogar adoptivo del predicador Elias y su pálida esposa, que apenas le dirigía la palabra, en Inglaterra).
Lo que me gusta de Sebald es su tratamiento del melodrama. No es frívolo, no es irónico, es distanciado: su forma documental se convierte en una estrategia literaria, y esa me parece una decisión elegante y profunda.
(Este pensamiento está movido por el cálculo egoísta de mi propia sensibilidad: de otro modo nunca podría haber leído esa historia sin desmoronarme).
Me sorprendió sobremanera que el niño del monumento cargara una mochila, casi un leitmotiv en el libro de Sebald. Porque la mochila verde de Austerlitz, extraviada inexplicablemente poco después de que el matrimonio Elias le diera una ropa nueva que lo hizo muy desgraciado, fue uno de los pocos recuerdos que conservó de su llegada a Inglaterra. Unos años después, antes de iniciar sus estudios de arquitectura, compró en un pequeño local de Charing Cross Road, por diez chelines, una mochila sobrante del ejército sueco. La llevaba siempre colgada sobre un hombro, "era la única cosa realmente fiable en su vida", había dicho. El narrador de Sebald observa que el filósofo Ludwig Wittgenstein llevaba también continuamente su mochila, y esto le hace pensar en las semejanzas entre Austerlitz y Wittgenstein, "aquel desgraciado pensador, tan encerrado en la claridad de sus reflexiones lógicas como en la confusión de sus sentimientos".
Si la pulcritud y la distinción de los niños del monumento llamaron mi atención, fue porque recordé la descripción que hizo Austerlitz de una muchachita pelirroja con capa escocesa y boina de terciopelo que se había ocupado de cuidar a los más pequeños en el tren. El hecho de que la niña fuera pelirroja, pero sobre todo la funda del violín, me recordaron una foto de mi padre a los ocho años. Aunque el blanco y negro no deja ver el color rojo de su pelo, puede notarse el esfuerzo que le demanda sostener el arco
sobre el violín apoyado en el hombro. Ese violín había sido comprado por mis bisabuelos para mi tío abuelo Abraham Gurtman, mientras aún vivían todos juntos en un edificio que tenía la sociedad israelita en Buenos Aires a comienzos del siglo veinte. Pese a que la ejecución del instrumento le acarreaba a mi padre estridentes dificultades -nunca pudo tocar más que las primeras notas del Concierto para violín en mi menor Op. 64 de Mendelssohn que su profesor se había empeñado en enseñarle- la fotografía revela en su mirada, embozada tras los anteojos demasiado grandes, una traviesa despreocupación.


*Fuente: http://www.clarin.com/ciudades/mochila-Wittgenstein_0_481152016.html







SAMADI*


Para la madre Ananda Moi Ma



Ella, se quedó dormida despierta
y se les llenaron
los ojos
de caracoles
y de la boca
brotó el arco iris
de lo perenne

*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es







*



No pienses.
En el llanto descascarado de los enanos del jardín.
En la húmeda luna repartida sobre los mosaicos.
Ni en el sillón abandonado por los gatos.
No pienses.
En el grifo abierto reclamando tus pies.
En los leones de mármol de la plaza.
En llamarme.
En segundas oportunidades. En los labios.
Cuando se callan por un beso. No. No pienses.
En la polvareda de dudas y de engaños.
En los amantes.

No pienses en mí esta noche.



*De Silvia Milos. milossilvia@yahoo.com.ar







Plumada*


Cómo diferenciar lo que en este momento escribo
del papel en el cual escribo,
de la pluma con que escribo,
de mi puño quien escribe,
de mi brazo que está escrito,
de mi mente que me escribe,
de mis años sobrescritos,
de todo el universo subrayado, aposentado,
descripto.
Cómo diferenciarlo del último y final borrón...


*De Juan Disante. disante.juan@gmail.com

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