jueves, mayo 19, 2011

LAS HISTORIAS NUNCA DICEN SU ÚLTIMA PALABRA...



*Ilustración: Walkala. -Luis Alfredo Duarte Herrera- http://galeria.walkala.eu




IMPERDONABLE*



Imperdonable.
Rasgar las enaguas de las hadas,
Pisar los charcos descalza,
Romper el hechizo con varas usadas.
Imperdonable.
Soplar las salamandras de tu fuente,
Abrir las puertas de tu sangre
Y posar desnuda.
Rebanar los deseos,
Apurar los labios,
Oscurecer sin estrellas.
Imperdonable.
La verdad sin espacio.
La incomodidad de las piedras
Y el azul de las venas.
Imperdonable, decir que no te amo.



*De Silvia Milos. milossilvia@yahoo.com.ar








En una cena romántica*



Era una noche de lluvia, en la estación otoño. Afuera llovía
imperceptiblemente dando una cuota más de romanticismo.
Juana se había puesto un traje sensual negro, su remera de cashmilon tenía
en sus mangas unas prensillas de color plata, que adornaban el perímetro de
sus brazos.
Su pollera de tela suave y adherente, contorneaba su esbelta figura
constreñida en un corsé con varillas de acero, así resaltaban su cintura y su busto.
Matías estaba de lo más elegante, vestía un suéter de lana merino azul,
sus pantalones blandían en la distinción.

Brindaron por ellos dos, prometiéndose una noche de festejos.

El pidió un vino blanco helado, un lomo a la portuguesa con unas papas
fritas a la española.
Ella con más recato ordenó un lomo a la parrilla con ensalada de rúcula,
tomate, cebolla y ajo para compartir con su pareja.
Después de jaranear y divertirse dentro del restaurante, comiendo
opíparamente entre charlas y mohines de calor, por el vino y el futuro
encuentro más intimo. Celebraban la fresca compañía,
Matías encargó a la mesera el postre: un panqueque de dulce de leche, que
llegó a la mesa burbujeante por el subido calor de la delicia.
Juana por su dieta y para sentirse en forma, solamente quiso un café
americano.
Era un encuentro de incontable intensidad y desahogo.
Habían bebido en copas brillantes y húmedas. Saboreando cada uno la
proyección del cuerpo a cuerpo.

Matías con la ilustración de un gourmet se dispuso a probar el fogoso
dulce. Con sus distinguidas manos tomó el tenedor y apaciblemente introdujo
en su boca una ración deseada lindando con la glotonería.
Pero en un relámpago, la magia del gusto se convirtió en desastre. De
repente, sobre la vajilla cayeron sus dientes postizos, dejando una
sonoridad metálica en la cerámica blanca. En un segundo de malabares, Matías
tomó la servilleta y con sus ágiles dedos arrebató sus porcelanas unidas de
acero con la servilleta y las guardó velozmente en su bolsillo del pantalón.
Juana, creyéndose canchera, le sugirió que los pusiera en una de las copas
con agua. Entre risas y vergüenza el negó su solución.

Matías terminó comiendo su panqueque dificultosamente. No podía reírse
mucho, pues las ventanas de su ausencia, le hacían muy peliagudo continuar
con la comida y la conversación.
Pagó la cuenta y el con un gesto de inseguridad, la invitó a irse del lugar.
Se marcharon sin saludar a gente conocida.

La noche de lujuria terminó cada uno en su respectivo hogar.

El con su bolsillo pegajoso y traidor.

Ella se dispuso a sublimar en su cuarto con la computadora.



*De Azul. azulaki@hotmail.com









Letras rojas de Ataliva Galván*



*Por Jorge Isaías. jisaias46@yahoo.com.ar


Una de las anécdotas con más coincidencia y fuerza de leyenda que circula por el pueblo, vincula a don Ataliva Galván como asiduo concurrente a los prostíbulos del pueblo. Cosa muy natural, digamos así, por la época aquella tan lejana. Lo que no resulta muy normal es que él, mientras esperaba que lo atendieran, se hacía descorchar una botella de champán y bien trajeadito y peinado, con el sombrero negro en el perchero, repantingado en su silla, extraía un puro del bolsillo de su chaleco y se lo hacía encender con un billete de cien pesos que extraía diligentemente de su billetera de cuero crudo de cocodrilo.
Las anécdotas --todos sabemos- son sólo eso, pero a veces aparecen como reales y es cuando definen la psicología de una persona, y en este caso don Ataliva pasa al terreno del personaje, tal la categoría que el recuerdo que dejó su cuerpo menudo en mi pueblo, dan fe de alguna virtud singular que lo ascendió a ese podio. Los dineros, que el mito popular sostiene fueron ganados en la lotería, con ese tren de vida, pese a ser una suma importante, fueron dilapidados pronto, no sin tener la precaución de comprarse una casa grande con los limoneros en un profundo patio, separadas las habitaciones, por una larga galería interna, sin puertas.
Allí daba refugio a varios hombres, venidos como él nadie sabía de dónde, y que recalaban en los trabajos rurales o en la afiliación al Sindicato de Obreros, adherido a la F.A.T.R.E. que proveía mano de obra a las casas cerealeras, bien para cargar cereal en los vagones o en camiones que iban hacia el puerto de Rosario para su posterior exportación, o bien para proporcionar jornaleros que acompañaran en el reparto de mercaderías de los negocios, llamados "almacenes de ramos generales". De esos hombres recuerdo algunos nombres: Salustiano Mesa, Ponciano Neyra, "El Nutria" Díaz, "El Loco" Fleitas, que sin mi palabra estarían para siempre muertos.
Cuando don Ataliva se fue quedando sin dinero, y eso fue bastante pronto ya que con esa vida dispendiosa necesariamente, razonablemente, se le tenía que "terminar la blanca" como dicen en España, volvió a su antiguo oficio de pintor y de letrista de carteles.
A don Ataliva, de cuerpo presente, lo conocí a mis cuatro años, según consta en otros escritos míos. Mi abuelo había permutado la pequeña chacra por un boliche de mala muerte, al que pomposamente llamó "Almacén Las Colonias" y apenas abierto al público, lo observé toda una tarde en su paciente trabajo
de dibujar esas letras pintadas de rojo sobre los vidrios de ambas hojas de esas grandes puertas que para mí eran casi el cielo.
A veces he pensado, extremando la justificación de estos que algunos llaman vocación y Pavese llamaba "vicio absurdo", que mi inclinación por la escritura me viene de esa tarde, soleada e iniciática de 1950, cuando transitaba el país la gloria de la niñez, ya que desde el gobierno se decía que en la Argentina los únicos privilegiados éramos los niños. Aclaro que estoy exento de ironía, una ironía a que nos tienen acostumbrados los fracasos sucesivos que vimos luego.
Para nosotros, era una notoria verdad.
Hecha esta digresión, retomo. Me gusta pensar de todos modos, que esa tarde, mientras mi madre tomaba mate con mi abuela, quien siempre le ponía al mate dulce una cascarita de naranja, y yo parado en esa vereda de ladrillos que a mí se me hacía altísima, observaba fascinado el trabajo paciente de don
Ataliva, que no me dirigió la palabra, ni siquiera me miró en ese largo rato en que lo estuve observando.
Mi interés y mi curiosidad eran altísimos y no percibí el paso nervioso de los carros lecheros que iban con sus inmensos tarros a los barquinazos hacia la vieja cremería, levantando una polvareda que no hacía mucha gracia al pintor, ya que podía perjudicar su tarea. De este inconveniente tampoco se quejó.
Cuando hubo terminado su tarea, lavó con mucha parsimonia sus pinceles, y puso todo dentro de una valijita de lata: lijas, trapos sucios y limpios, aguarrás, y obviamente los pinceles usados para la ocasión. Luego sacó su pequeño puro y lo encendió con un fósforo de cera de marca "Ranchera". Esta vez no buscó "el dinero vil" como acostumbraba decir, parece, y se dirigió hasta su casa que estaba tejido de por medio a la quinta de mi abuelo.
Otro día pasaría a cobrar, supongo, o tal vez le quedaban las ventanas sin terminar. Hoy no lo recuerdo.
El recuerdo de este hombre lo constituyen sucesivas anécdotas que se superponen como capas delgadas de cebolla. Son las cosas que de él me han contado los mayores, gente del pueblo, mis tíos y en especial mi viejo, que le tenía cierta simpatía, cosa bastante difícil desde ya, como esperar que cayera una helada el día de Reyes. Pero a veces sucedía. Yo creo que él, mi viejo, aprobaba esa singularidad de este copoblano inofensivo y simpático, que se paseaba orondo por las calles del pueblo, con su bastón, al
atardecer. A los hombres los saludaba con una leve inclinación de cabeza, sosteniéndose el sombrero. Pero cuando sus pasos se cruzaban con una dama, hacía una inclinación exagerada, se sacaba el sombrero e irremisiblemente decía:
Dispense usted señorita, que tenga muy buen día.
Y se perdía bajo los altos plátanos que rodeaban el veredón, mientras el polvillo de sus bolitas peludas caían obturando todas las primaveras de la historia de aquel remoto pueblito rural.



*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/rosario/14-28742-2011-05-19.html







EL SENTIDO COMUN… Y LA ESTUPIDEZ HUMANA*



-Ensayo-

Suele decirse que el Sentido Común, es el menos común de los sentidos… Este concepto según parece, viene acuñado desde la más lejana antigüedad, cuando la humanidad vio que podía ya entonces reconocerse: una parte como común, criteriosa, lógica, razonable; y la otra que actuaba curiosamente, orillando la estupidez misma. Einstein lo dijo así: que dos cosas eran evidentes; lo infinito del universo, y la estupidez humana, pero que de la infinitud del universo no estaba del todo seguro…
Para ilustrar a mi modo la idea, me baso en ejemplos cotidianos, en los que más o menos todos podremos encontrar similitudes en las que seguramente coincidiremos.




I


En cierta ocasión, visitando el magnífico Museo del Automóvil, fundado por el ejemplar deportista, que fue don Juan Manual Fangio, en Balcarce, aunque podría haber sido en cualquiera de muchos otros lugares diversos; nos pasó lo siguiente:
Al ingresar, en la portería nos retenían la cámara familiar de fotos, con la que pensábamos retratar el momento de nuestra visita en su interior, junto a los legendarios automóviles de carrera del quíntuple campeón mundial. Semejante limitación echaba a perder parte de la fiesta, que era atesorar en fotos la memorable visita.
Al momento creí entender la razón; si cada visitante disparaba decenas de flashes, con el tiempo podrían deslucir la apariencia de esos tesoros de la mecánica que se exhibían, como pasa en museos europeos de El Prado, o de El Louvre, o en la Capilla Sixtina , donde tampoco permiten disparos de luces para fotografiar las pinturas de las preciosas telas o de los centenarios frescos…
Pero, no exactamente…
_…Lo que pasa, señor; es que los visitantes suben sus niños a los autos para fotografiarlos, y con los zapatitos, cierres, u otras prendas, podrían deteriorar las pinturas de los coches…_ Me explicó amablemente…
Apabullado ante la absurda lógica, quedé asombrado por la desconcertante bifurcación del razonamiento aplicado por la Dirección del Museo…
¿Por qué no prohibir simplemente que los visitantes suban los niños a los autos, y si las cámaras no están imputadas eximirlas llanamente de culpa?
Años después volvimos y afortunadamente las cosas cambiaron y pudimos ahora sí, usar nuestras cámaras, fotografiando los coches libremente.




II


Para un mejor aprovechamiento del agua de la red, se dispuso que en cada domicilio para lavar las veredas del frente de las casas, se prohibía el uso de mangueras, y sólo podría usarse baldes: quedando establecido que usando éstos se utilizaría menor cantidad de agua. Es de pensar que la pobre manguera debió haberse sentido discriminada, sin ser culpable de nada.
Hubiera sido más razonable recomendar no usar más de tanta agua por cada uso, o alguna limitación de medida; y no de un modo casi infantil como éste, que permite que quién tira agua con un balde pueda tirar toda el agua que quiera, y por más cuidadoso que usted sea, nunca pueda hacerlo con la bendita Manguera.



III


No está permitido el uso de vidrios tonalizados en los autos, se los hacen quitar en las revisiones técnicas, ya que por obscuros podrían disminuir la visibilidad, influyendo según este criterio en la seguridad del tránsito; pero, qué contrasentido: todavía no han descubierto que no deberían entonces permitir usarse anteojos para sol.




IV


Es lógico que quien rinda para conducir una motoneta o un ciclomotor, tenga un permiso para eso solamente; y no pueda por ello conducir un camión, o ni siquiera un auto de calle. Pero es absurdo que quienes conducen pesados camiones por rutas y ciudades, quienes conducen autos, remises; de día y de noche, no puedan hacerlo en una pequeña moto, ni en el más pequeño pueblo.




V

Una tarde un agente policial me entrega una citación a nombre de mi hijo mayor, para que se presente en la comisaría local, a las ocho horas de la mañana siguiente. Él estaba residiendo temporalmente en Resistencia donde estudiaba en la facultad. Hablé con el comisario, a ver si yo podía hacer algo, y me dijo que esas citaciones venían de la jefatura y que ellos se limitaban a entregarlas; pero que sabía que eran citados para informarles del Acto de conmemoración de Malvinas en Reconquista, el día tal, en el cual eran invitados a participar.
¿Una invitación? Pero comisario, Usted llega a una casa con una citación, y… arma un revuelo, créame; una verdadera preocupación, por no saber uno de qué se trata…
Si es por un reconocimiento, un honor que se le hace por ser un ex combatiente, de saberlo, será recibido con todo beneplácito, ¿No le parece?




VI


En la defensoría del menor con asiento en Reconquista, hacía años gestionábamos una demanda judicial para la reinscripción de nuestro nieto, ya que en el juzgado en que estaba anotado su nacimiento, habían desaparecido los libros.
Una mañana me llamaron para que concurriera a las ocho horas de la mañana siguiente. Me fui contra reloj, pero allí tuve que esperar un par de horas para que me atendieran. La oficial que me atendía me explicó que me habían molestado a mí, sabiendo que era el abuelo, que vivía cerca, y así evitábamos que tuviera venir mi hijo, el padre, a hacer el trámite; cosa que agradecí.
Abrieron un legajo, el de la causa, y me dieron dos fojas para que las fotocopiara en un kiosco cruzando la calle.
Eso era todo. Podía retirarme…
Me quedé con la pregunta en la garganta…:
¿Hubieran hecho venir a mi hijo desde Resistencia, citado a las ocho de la mañana, para sacar una fotocopia? ¿Lo harían así siempre?
Pensé en gente que vive lejos, al norte y al oeste, en zonas retiradas, con malos caminos, escasos transportes, pocos medios económicos… ¿Perder seguramente un par de jornadas, para estar temprano a horario para semejante nimiedad?




VII


De este género podríamos cortar mucha tela.
Algo parecido puedo referir del acto convocado en la legislatura de la provincia de Santa Fe, a fines del año 1982, año de la guerra de Malvinas, donde los Legisladores santafesinos honrarían a los héroes de la gesta reciente.
Pero aquí hay además otro componente, que es la irrespetuosidad y la arrogancia, que ornamenta muy frecuentemente a nuestros funcionarios,
La convocatoria era para las nueve de la mañana en la plazoleta del palacio, donde los ex combatientes recibirían ante familiares y público, distinciones y medallas conmemorativas. Era verano y comenzó a hacer calor, y las sillas en las que nos ubicamos desde temprano estaban a pleno sol. Fueron pasando las horas… y dieron las diez…, y las once y las doce…, y la una… y las dos… A eso de las dos, comenzaron a aparecer de a uno los señores diputados y senadores: por un largo pasillo techado con lona verde y fueron ubicándose despaciosamente en la acogedora sombra del amplio palco, también techado; brazos en alto, buscando los aplausos, mientras los agasajados se abrasaban con el sol y el calor del pavimento, habiendo hecho un aguante de largas horas; mientras ellos exhibían sonrisas frescas, rebosantes y generosas.
Era evidente que el acto estaba armado para ser ellos los protagonistas, con gran lucimiento, en actitudes ampulosas para con el público y para con los fotógrafos; por lo que los condecorados se sintieron sólo usados como espectadores, como invitados de piedra, o como quienes eran llamados al festín para que comieran la migajas.
Volvimos asqueados.




VIII

Puse ya suficientes ejemplos, con los que trato de mostrar, cómo muchas veces quienes dirigen, o toman decisiones, no se detienen a pensar un minuto, o lo necesario; como si pensar gastara, o fuera una pesada carga, y si lo fuera; vale la pena el esfuerzo, ya que muchas veces afecta, para bien o para mal, las jornadas de muchísima gente.
Y hay muchas otras cosas “grosas”, en donde somos quizás nosotros, en nuestra ignorancia, los que pensamos que los demás han pecado de un enfoque escaso de análisis.
En una visita a un museo de ciencias naturales, donde se exhibían fósiles de dinosaurios de millones de años, el anfitrión, guía del museo, en un momento de la charla nos desasnó a muchos de nosotros; en que los esqueletos nunca eran originales, de hueso, tal como se encontraron, sino que eran réplicas de plásticos y resinas, vaciados sí de esos originales, que se guardaban en laboratorios especiales. Generalmente se encuentran sólo partes del animal y el resto se fabrican basados en éstas.
Pero surgió el tema ya muy trillado, pero inevitable, de las teorías de cómo o por qué los dinosaurios desaparecieron de la faz de la tierra.
La más común y difundida, tal vez la más aceptada o impuesta, es la del asteroide, o meteorito mayor, un bólido que cayó alguna vez del cielo, y aparte del tremendo impacto con el que afectó al planeta; como cambiar el eje de rotación, la duración de los días, cierto desvío de su órbita; creó un inmenso cráter que elevó a la atmósfera millones y millones de toneladas de rocas y suelo pulverizado y agua vaporizada, que alcanzaron a la estratósfera y lo rodearon cubriendo el cielo como con un manto gigantesco, que oscureció totalmente la luz del sol, siendo por muchos años una larga y negra noche, donde no brillaba ni una estrella. En ella las plantas no pudieron hacer su fotosíntesis y se secaron; y sencillamente los dinosaurios, herbívoros o carnívoros, no tuvieron qué comer y fueron muriendo de hambre… Tal vez tampoco habrá llovido, así que ni agua habrán tenido…
Algunos ríos y ciertamente los mares no alcanzaron a secarse, así que los peces se salvaron: los pájaros comieron las últimas semillas; pero ya con los mamíferos la cosa se complica… ¿Cómo miles y miles de especies sobrevivieron?
Uno se asombra, pero la verdad; es de que se hayan quedado con una explicación tan sencilla.
Esto recuerda que ya antes los sabios se habían quedado con aquello de que la tierra era plana, y estaba sostenida por grandes elefantes, que a su vez nadie sabía dónde pisaban los pobres. Algunos se contestaban que esos elefantes eran realmente gigantes y tenían unas patas, muy, muuuy laaargas…



*De Celso H Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar
– Avellaneda Santa Fe; 5/05/2011








Una noche con la verdad*




*Por Marcelo Birmajer



La vieja lo aguardaba con el mate recién hecho y espumante. Dejó arandelas negras en la madera con su pava de hierro caliente.
Dreidel le contó acerca del ladero del sindicalista enterrado en la quinta de Deragüe.
-Ese hombre no está muerto -informó la vieja.
A Dreidel le pareció una más de sus bravuconadas de bruja.
-Morales -se jactó la vieja.
-Morales -confirmó Dreidel.
Pero el asunto había salido en todos los diarios. La vieja tenía tanto acceso a esa información como él mismo.
-Era un lanzador de cuchillos -siguió la Rosales, pasando por alto la expresión suspicaz de Dreidel.
Dreidel sonrió como si la vieja fuera uno de esos mitómanos que acostumbraban a ubicarse en todas las fotos del pasado: habían estado junto a Cohn-Bendît en el mayo del 68, junto a Trotsky en la Revolución Rusa, junto a Mandela en la cárcel de Robben Island. Si nadie los reconocía, era porque Stalin y los revisionistas los habían borrado con photoshop. Pero Dreidel hubiera pasado días enteros escuchando a la Rosales contarle cualquier cosa. De modo que apagó su sonrisa y dejó ir su incredulidad junto con el pájaro carroñero que continuaba dando vueltas en la noche, alrededor de la casa, entre el techo y la luna. Cada tanto, escuchaban el aleteo.
-A este Morales le gustaban, en parte, los hombres -dijo la Rosales-. Pero tenía una debilidad: su propio hijo. Desde la muerte de la madre del niño, Morales había podido dedicarse tranquilo a la conquista de jóvenes. Pero a su hijo lo cuidaba. Le enseñó a lanzar cuchillos y muy pronto fueron un dúo perfecto. Cuando el chico cumplió diez años, se conchababan con distintos circos. O actuaban los dos solos, en los pueblos. No se iban con un circo en particular. A veces Morales le arrojaba los cuchillos al hijo; a veces el hijo a Morales. Yo lo conocí cuando pasaron por acá con el circo Troyani, en enero del 68. Habían llegado en los últimos días de diciembre del 67, pero él vino a verme ya en enero.
Dreidel relampagueó, porque había pensado en el año 68 hacía solo unos minutos. La vieja sonrió, y continuó:
-Me vino a consultar porque se enteró de mis poderes, y creía en estas cosas. En estas cosas que te resistís a creer. Y lo bien que hacés. Me pidió un consejo. Yo sabía todo de él. Lo dejé hablar. Me dijo que llevaba su vida perfectamente, excepto un tema sobre el que necesitaba consejo: su paternidad. La madre del chico había muerto en el parto, y desde entonces se las había arreglado. Le había enseñado el oficio y se llevaban muy bien.
Pero ahora el chico estaba entrando a la adolescencia, y tenía otras inquietudes. Quería estudiar como los demás adolescentes, comenzar el secundario. Los estudios y la vida de lanzador de cuchillos se contraponían.
¿Seguirían siendo tan unidos, podría ayudar a su hijo si elegía un destino tan distinto? Le dije que le daría mi consejo a cambio de un lanzamiento de cuchillos. No llevaba los cuchillos consigo, me explicó. Pero mi mirada no le dejó lugar a dudas.
Dreidel se avergonzó como si su madre le hubiera contado una intimidad.
-Me dio lo que quería -avanzó la Rosales sin dejar, a su vez, lugar a dudas-. Y le di mi consejo: cuídate de tu hijo.
Dreidel la miró como la debió haber mirado el ladero del sindicalista cuarenta años atrás. Pero la expresión de Morales era de furia.
-Se enojó mucho -detalló la vieja, ahora con una sonrisa-. Nunca he visto a un hombre tan enojado después del único acto que parece calmarlos. Pero este era un lanzador de cuchillos: conocía otras emociones. Me dijo gritando que se lanzaban cuchillos con su hijo, el uno al otro, desde hacía años. Que
confiaban cada uno en el otro más que cada uno en sí mismo. Que él ya me había pagado y ahora yo le estaba vendiendo carne podrida. Menos mal que no había ningún cuchillo cerca, porque creo que por primera vez hubiera tirado a matar. Se fue puteando.
Dreidel se tomó un mate. La vieja salió al aire libre para cambiar la yerba.
El pájaro, al verla, se acercó. La vieja le tiró la yerba vieja como para espantarlo y le gritó como a un perro. El pájaro se alejó con un vuelo lento, pero escarmentado.
La Rosales regresó a su casa de lata, cebó otro mate con yerba nueva y retomó la historia. A Dreidel, después de sorberlo, le parecieron yuyos que estimulaban la atención.
-Regresó a verme seis años después. El hijo tenía veinte años, ya era un boludo grande. El padre le había permitido, nomás, hacer el secundario. Le pagó todo lo que necesitaba y lo mantuvo, hasta que se recibió de bachiller en un colegio público.
Dreidel se avergonzó, una vez más, por no haberles dado a sus padres la satisfacción de terminar el secundario; mientras que individuos con menos oportunidades lo terminaban en el tiempo correcto.
-Poco después de verme por primera vez, en el 68, como ya no tenía su partenaire, y no quería seguir a un circo, porque no quería apartarse del hijo, ni tenía fuerzas para conseguir una nueva pareja... Una nueva pareja para lanzarle cuchillos -aclaró la Rosales-. Porque de los otros conseguía a granel, pase y tire. Pero por todo eso, en vez de seguir en lo suyo, en el 68, cuando su hijo comenzó a estudiar, había comenzado a trabajar para Vandor.
-¿Vandor? -preguntó Dreidel, sabiendo perfectamente de quién hablaba, pero queriendo confirmar si aquella vieja perdida en la punta del mundo en efecto conocía la historia reciente de la Argentina; no ya como un alumno que, a diferencia de él, hubiera terminado la secundaria, sino comenzado el terciario.
-Vandor, sí, el que mataron.
Dreidel decidió arriar cualquier resto de incredulidad y escuchar a la vieja como lo que en verdad era: un oráculo.
-Trabajó para Vandor, en tareas ingratas, donde podía dejar ver su talento de cuchillero. No sé con cuánta eficacia, hasta que lo mataron.
-Hasta que mataron a Vandor -intentó ordenar Dreidel.
La vieja asintió.
-Después siguió con sus sucesores. Porque, si lo pensás un poco, los nuevos mariscales sindicales de Perón eran de la línea de Vandor.
Dreidel lo había pensado más que un poco, y estaba totalmente de acuerdo.
-Y entonces siguió con éste y con aquél, siempre en la misma línea, hasta llegar a trabajar con su último jefe, al que también mataron. El hijo de Morales, Norberto, siguió la carrera de Letras. Morales había recorrido un camino muy largo y muy sinuoso. Cuando su hijo quiso hacer el secundario, Morales, para ayudarlo, se aplicó al saber con tanto talento como el que tenía para lanzar cuchillos. Aprendió matemáticas, física, literatura... a la par de su hijo. Incluso trabajando como matón de ocasión. Y en cuanto el hijo se metió en la carrera de Letras, que dejó por la mitad por esta historia, no porque fuera mal alumno, el propio Morales estudió Letras también.
"Les ocultaba celosamente a sus colegas del bajo fondo sindical que leía Shakespeare, Dostoievsky, Tolstoy... Pero los leía. Quería seguir tan cerca de su hijo como pudiera, como cuando se lanzaban cuchillos. Y tenía otra particularidad, este Morales: sus presas, a partir de los setenta, siempre eran jovencitos de izquierda. Trotskistas, maoístas, montoneros... Los de su línea política no lo atraían. Digo su línea política refiriéndome al patrón para el que trabajaba, no porque él tuviera una línea política en
particular. Entre los de izquierda, en cambio, tal vez porque lo atraían de un modo perverso, se sentía cómodo.
"Morales nunca mató a ninguno de ellos. Más trabajaba de proteger a su patrón que de matar por matar. Es verdad que en esa tarea, una vez, se cepilló a otro matón, a cuchillo. Pero no era un asesino.
"Vino a verme, como te dije, seis años después. Abril del 74. A él le gustaban de izquierda, también, porque en esas agrupaciones condenaban el encuentro entre hombres; entonces, fuera de su cama, se aseguraba el silencio. No iban a contar nada que los pusiera en evidencia. Pero en la cama le contaban todo. Sus amantes montoneros le informaban más de su hijo, sin saber que era su hijo, que el propio Norberto. Norberto se había puesto de novio con la Negra Pelusa, del Frente Villero.
"A Morales lo alegró saber que Norberto tenía novia: sentía pánico de que fuera como él; pánico de transmitirle, genéticamente, lo que consideraba una maldición.
"Pero lo preocupó saber que la novia era montonera. Al fin y al cabo, eran sus enemigos. Cuando me vino a ver, en abril del 74, acababan de matar a su patrón. Se encontraba desguarnecido. Y había escuchado algo que le recordó mi consejo. Venían por él. Estaba en la nómina montonera de futuros cadáveres. Su primer reflejo fue sospechar que la Negra Pelusa había seducido al hijo para usarlo de señuelo, o entregador involuntario. Morales no concebía que su hijo pudiera voluntariamente mover un dedo contra él. Pero sí podía ser utilizado.
"Yo le dije que no sabía tanto: solamente podía repetirle mi consejo. Y eso era todo lo que sabía. Era la verdad. Morales me preguntó qué podía hacer. Todavía no había hablado ni una palabra con su hijo. Durante varias semanas, me vino a ver una vez por semana. Viajaba desde Buenos Aires, subía el cerro
y volvía a Buenos Aires en micro. Usaba los viajes para pensar. Pasaba las noches insomne. Finalmente, le dije que como los dos habíamos leído Romeo y Julieta podía hablar claro: los Romeos nunca aceptan separarse de sus Julietas. No pueden escuchar ninguna razón, ver ningún futuro, hasta que matan y mueren. Si él intentaba separarlo de la Negra Pelusa, advertirle de algún modo que podrían intentar utilizarlo como trampa, el chico se ofendería y escaparía. No volvería a verlo. Y quizás, en esos tiempos, no lo viera nunca más.
"'Pero, entonces -me dijo Morales- va a morir como un estúpido. Es muy joven.'
"Se lo expliqué en el escenario de Romeo y Julieta -dijo didáctica la vieja-. ¿Cuál hubiera sido la salvación de esos dos chicos?
-¿Por qué se mataron Romeo y Julieta? -preguntó de pronto la vieja a Dreidel, mirándolo a los ojos. La intensidad de los ojos oscuros era la de la foto.
Dreidel meditó un instante y respondió:
-Por un malentendido.
-Sí -aceptó la vieja-. Pero el malentendido no fue que Romeo creyera que Julieta había muerto. El malentendido fue creer que obraban por amor.
-¿Y cuál era su verdadera motivación? -preguntó Dreidel, sabiendo que retomaban una vieja discusión.
-La de cualquier joven -respondió la Rosales-. Ser otro, oponerse a su propia familia, intentar modificar sus orígenes para sentir el sabor más puro de la libertad. Claro que son todas pamplinas: uno es quien es y viene de los padres que viene, y no hay nada que hacer al respecto. Pero durante la juventud, la ilusión de que uno puede modificar el pasado es muy excitante. Ahora bien: lo único que importa es salir vivo y relativamente indemne de la juventud, para superar ese error y llegar a ser un adulto responsable. Si a uno lo matan entonces, en el medio del fragor de creerse otro, muere como un estúpido. Y si en el medio de ese fragor colabora con la muerte de su padre, llegará a viejo como un ser destruido.
"Ahora, decime, Romeo, que se había enamorado con igual intensidad de otra mujer solo unas páginas antes... ¿No podía darse cuenta, acaso, de que también a Julieta podría olvidarla con el pasar de los años, que no valía la pena sumergirse en semejante tragedia ni acabar con su vida por un par de
revolcones?
-No -dijo con seguridad Dreidel.
-Tenés razón -aceptó la Rosales-. No podía saberlo. Solo pudo haberlo sabido después de muerto; tarde. Morales no podía permitir que fuera tarde para su hijo. Quería una vida entera para su hijo. La muerte del patrón, como te dije, lo había dejado totalmente desguarnecido. También te dije que había matado a uno. Ahora que el patrón no estaba, la causa judicial avanzaba. No faltaba nada para que, incluso en el medio de aquella sangría, lo llevaran preso por homicidio. Gente de su propia corriente, pero que le tenían tirria a Morales, que lo odiaban por haber sido el protegido del patrón, aprovechaban la muerte del patrón para cobrarse los vueltos. Por entonces nadie sabía bien quién había matado a quién ni por qué. Había muertos tan anónimos que no solo ellos eran NN, sino también sus asesinos. A Morales le
hubiera venido bien un viajecito. Y entonces, se lo llevó por delante el camión.
-Así murió -apuntó excitado Dreidel-. Pero no fue un accidente, lo asesinaron.
-Fingió morir en el accidente de autos -alumbró la oscura noche la vieja--.
Y el accidente de autos fue fingido: los Montoneros habían roto los frenos y preparado el camión cisterna contra el que "chocó". Morales siguió la corriente y fingió morir. Todo fue un gran fraude, pero con una cuota de realidad: Morales exhumó al hombre al que él mismo había matado y lo enterró
en la quinta de Deragüe, como si fuera su propio cadáver.
-El hombre que se enterró a sí mismo -apuntó Dreidel.
-Nadie preguntaba, entonces, por qué se enterraba a un hombre en una quinta.
Se daba por bueno el asunto con tal de que estuviese muerto y enterrado en algún lado.
-Al día siguiente de la "muerte" de Morales -dijo la vieja después de una pausa-, la Negra Pelusa comenzó a alejarse de Norberto. A diferencia de lo que pasa con la mayoría de los jóvenes enamorados, el alejamiento de la amada no lo enamoró aún más. Aceptó la distancia, y finalmente fue él quien
terminó la relación.
-¿Descubrió que ella efectivamente había colaborado con los Montoneros en el atentado contra su padre? -preguntó Dreidel.
-No -dijo con seguridad la vieja-. Descubrió algo mucho más importante: que la amaba en tanto ella fuera la enemiga del padre. Y que ella lo amaba en cuanto fuera el hijo de su enemigo. Cuando Morales desapareció del mapa, desapareció también el amor. Si el Príncipe hubiera tenido éxito y los Montesco y los Capuleto se hubieran reconciliado, Romeo y Julieta se habrían separado. Si las familias se hubieran reconciliado, ellos se habrían separado. Nunca nadie se mata por amor: solo por odio. Ese hubiera sido un final distinto para Romeo y Julieta: las familias se amigan, y los amantes se separan incruentamente. Descubren que lo que los une es el odio adolescente contra sus respectivos padres, contra sus ancestros.
-¿Norberto supo el día del atentado que Morales no había muerto?
-Ni él ni nadie. El único modo de que los Romeos vean el futuro es mostrárselo. No hay modo de explicárselo. Están ciegos de la razón.
"Solo podemos instruirlos por medio de las sensaciones, nunca de las explicaciones.
-¿Y Norberto lo perdonó?
-Morales abandonó todo. Un mes después llamó a su hijo desde la Polinesia.
El hijo se reunió con el padre. Siguieron lanzándose cuchillos el uno al otro hasta que dejé de saber de ellos, y no volví a mencionarlos hasta hoy, que me los trajiste no sé por qué. Este mate está horrendo. ¡Son las once de la noche, la puta que te parió!


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161552-2011-02-01.html





El cuento por su autor*



*Por Marcelo Birmajer

A principios de los años '90, trabajando para el programa de Fabián Polosecki, El otro lado, me encargaron seguir un circo. De posta en posta, de función en función, sostuve diálogos memorables con la mujer barbuda, los enanos, los payasos, los equilibristas, el tragafuegos y el hombre bala.
Pero la conversación que literalmente quedó clavada en mi memoria fue la que sostuve con el lanzador de cuchillos. Este hombre, ya mayor, con los ojos húmedos, me explicó que desde hacía treinta años le lanzaba cuchillos a la esposa. Muchos años después, en un asilo de ancianos al que fui a dar una conferencia, tuve acceso a una historia que volvía a involucrar a un lanzador de cuchillos, pero que se los arrojaba a su hijo. Fui contando ambas historias, en orden de aparición, a lo largo de distintos libros,
artículos, guiones. En alguna versión, la esposa del lanzador escapaba corriendo, aduciendo que su marido quería matarla. En otra, narraba el primer día en que el hijo le lanzaba cuchillos al padre. Pero los relatos nunca me parecían a la altura de los testimonios que había escuchado. Creo que me jugaba en contra, por un lado, la protección de la intimidad de los implicados; pero, más importante: no había pasado el tiempo suficiente para que esas anécdotas reales se convirtieran en una ficción madura.
En el año 2001, en una nota que me hizo para este mismo diario, le comenté a la periodista Verónica Abdala que intentaba escribir una historia de amistad. Trataría, seguramente, de dos amigos, llamémoslos Pedro y José: por motivos que José desconocía, Pedro dejaba de hablarle. Incluso,
aparentemente, lo olvidaba por completo, al punto de no reconocerlo cuando se cruzaban; más que un enojo, una amnesia selectiva. Nueve años después publiqué esa novela: La despedida. Pero Pedro, que finalmente se llamó Natalio, luego de retirarle hasta el saludo a su amigo Dreidel, hace algo mucho peor que olvidarlo: se muere de pronto, sin explicarle por qué dejó de hablarle.
Dreidel busca desesperado las razones del silencio, enojo o reproche tácito de su amigo, y en esa odisea conoce a un adinerado abogado que guarda bajo el jardín de su mansión el cadáver de un guardaespaldas sindical; y a una bruja que aparentemente conoce los secretos del Más Allá, pero que le proporciona la primera pista racional, y que también, azarosamente, conoce el secreto enterrado en la mansión del abogado.
La bruja se apellida, en primera instancia, Rosales; y la historia que le narra a Dreidel es, finalmente, en su mejor y completa versión, la de los dos cuchilleros a los que escuché a principios de los '90 y mediados del 2000. Me gusta incluir cuentos autoconclusivos dentro de mis novelas. Lo hice en El alma al diablo, con mi historia Cicatrices, que luego se publicó a su vez en forma de libro ilustrado. El cuento del día que me perdí en la playa, en Mar del Plata, lo publiqué en forma de cuento en mi novela Tres
mosqueteros, y también lo incluí como relato autoconclusivo dentro del guión
El abrazo partido, interpretado en un inolvidable monólogo de Adriana Aizenberg.
En orden cronológico, esta es la última versión de la historia. Pero creo que también es la última versión a secas. ¿Cuándo una historia ha dado todo de sí, cuándo ha llegado a su punto final? Creo que como en casi todo: cuando ya no tenemos más ganas de contarla. Pero nunca se sabe. A diferencia de los seres humanos, las historias nunca dicen su última palabra.


*Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/subnotas/161552-51760-2011-02-01.html






Chau Bergman*


Cuando el otoño se acerca,
lo siento en ese vestido violeta tan suave que atrapa miradas
La muchacha hacía la fila del Lorraine
Seguro que con un joven pero no lo recuerda

La Fuente siempre a punto de aparecer y quedaban doncellas.


No se había ido nadie, ni siquiera los abuelos,
Aunque sabía de ella, la muerte no le constaba.

Ahora no está el cine, no hay doncellas, el muchacho se acomoda en el olvido-

La muerte la ha tocado a la muchacha tanto

Ella prefería el tacto casi terciopelo del vestido aquel

o los ojos que se tiraban por su cuerpo como por un tobogán

Es lo que hay, se dice, y recuerda las religiones inventadas sólo para pensar
que algo quedará después, una almita o una reencarnación o qué se yo.

Para mi, lo -único que explica la muerte es la falta de espacio

Imagínense chocando con Ema cuando baja del carruaje.

Elegí mal, ella no era de verdad, pero quién lo dice.

Todo eso porque murió el director de la película
que estába por empezar
Y la muchacha con su enorme cartera colgada y su libro se siente aún, a salvo.



*De Cristina Villanueva. libera@arnet.com.ar





*

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