domingo, mayo 01, 2011

ESTACIÓN ORDOQUI


InvenTren

Al pueblo de Ordoqui a 100 años de su fundación





LA VOZ HERRUMBROSA*



SOBRE LA TIERRA DEL PATIO.
mañanas como países condensados en racimos:
pequeñas naciones verdes y floridas,
minúsculas pampas de tréboles
y –en la habitación trasera-
el jardín zoológico de mis gatos,
jilgueros nerviosos y perros adoptivos.
Todo el mundo de la infancia converge
hasta que la sed nos doblega la espalda
y el sueño (boxeador experto) nos cubre la boca
con una toalla deshilachada,
que apaga un tanto la sed de estar solos.



TANTAS VECES HAS CREÍDO
que no volverías a ver la luz del día,
que no remontarías la punta de tu dedo
fuera del borde de la ventana
y, ahora, como si nadie te mirase,
encuentras –demorados en el patio-
la brevedad de la tarde, el cansancio
y la huella de salitre que ha calado las paredes.
Sin embargo, no es coherente,
¡si estás muy lejos del mar,
de los salitrales, de toda salina!
¿De qué manera el salobral
podría carcomer los revoques de tu casa,
las punteras de tus zapatos?

Mas, aunque dudes, ahí estás,
comprobando la improbable huella,
el salivazo despiadado
de una sal que no escogiste.



*De Eugenia Cabral. ecabral54@yahoo.com.ar







Estación Ordoqui*



"Y le ofreció la aventura vulgar del encuentro en un cuarto de hotel
Amor no es literatura si no se puede escribir en la piel" (J.M.Serrat)



Descienden del tren casi al mismo tiempo, aunque no llegan a verse hasta pasados varios minutos, cuando la casi totalidad de los pasajeros ya ha abandonado la plataforma. Se encuentran en aquel espacio desierto, descubriéndose en una sonrisa compartida, él de traje sport, ella muy informal, mientras el tren se aleja pitando hacia la próxima parada. Se acercan resueltos, quizá algo temblorosos, para fundirse en un breve pero intenso abrazo. Un reencuentro entre el pasado y el presente, con un secreto
anhelo de futuro.
Caminan uno junto al otro hasta salir de aquella antigua estación, rozándose las manos. Al cruzar la calle encuentran un bar, clásico, con mucha madera.
Se sientan junto a la ventana, al solcito, pudiendo elegir ubicación al haber varias mesas vacías a esa hora de la mañana. Piden dos cafés, sin leche ni crema, y vuelven a mirarse.
Más de quince años de distancia entre ambos se volatilizan en segundos.
Parece como si se hubiesen visto el mes pasado, o tal vez un año antes. La esencia de la relación está allí, inquebrantable, como si ambos la hubiesen preservado para llegar a este momento, como si nunca se hubiese muerto entre los dos. Contemplándose a pocos centímetros, evaluando cada detalle, sorprendidos ante la decantación del tiempo.
La charla comienza con el intercambio habitual de figuritas: ¿en qué estás trabajando?. ¿te casaste?. ¿cuántos hijos tenés?. ¿qué fue de la vida de tus hermanos?. ¿y de tu vieja? El cruce de los relatos se abre paso en la memoria de ambos, cada uno modelando el camino recorrido en su propia vida hasta entonces. Y en medio de tanta frase interrumpida por la emoción de querer contarse todo, silenciando quizá lo más importante, no dejan de contemplarse. El la ve mucho más bonita que en su adolescencia, sin haber perdido la frescura, con los rasgos marcados de haber vivido mucho, con la risa chispeante de siempre. Ella lo ve más calmo, con menos pelo y más canoso, con esa típica profundidad en la mirada que lo atraviesa todo, atento a cada cosa que ella dijese. Y a medida que van pasando los minutos, que el café desaparece o se enfría en el pocillo, que la rigidez inicial que los dominara se va diluyendo, sin darse cuenta comienzan a extrañarse.
De pronto, ya no están más allí. La charla los lleva por caminos transitados en otra época, volviendo atrás en el tiempo, para descubrirse solteros e inexpertos, con la torpeza propia de la juventud para saber qué hacer con ese sentimiento que nace dentro del pecho y se proyecta de diversas maneras hacia el otro. El siempre quiso cortejarla de manera romántica, respetándola por sobre todo, y le escribió extensas cartas que ella releería durante años, volviendo a escuchar a su lado la voz de él -única para ella- al repasar aquellas arrugadas líneas, consiguiendo recrear la magia del primer momento, sintiendo cómo la calmaba con sólo hablarle, contemplando en ella a una persona además de una mujer. Por su parte, ella siempre se maravilló de que alguien pudiese considerarla de esa forma, ya que la diferencia en el trato habitual que mantenía con los demás varones que la rodeaban era abismal, acostumbrada más al lenguaje de los cuerpos que a la palabra. Y generó algo que él jamás había conocido hasta entonces de esa manera: lo excitó. En aquellos veranos que pasaron juntos en las llanuras entrerrianas, rodeados de árboles y caballos, saboreando mates y tortas fritas, a medio camino entre la estancia familiar de él y las estrechas calles del pueblo de ella, el sentimiento fue creciendo y madurando para ambos, quizá con tonos diferentes, pero siempre pujante, con el impostergable deseo de volverse a ver.
Hasta que promediando él los veintiún años, y ella con los dieciocho recién cumplidos, una madrugada de enero el destino los encontró en una bocacalle del pueblo, con varias copas de más, y el desvencijado jeep en el que viajaban con amigos y parientes volcó al morder el ripio de la cuneta en una maniobra desafortunada, y todos a su vez mordieron el polvo, algunos más que otros. Ella rodó y quedó en shock por algunos minutos, afortunadamente ilesa, hasta que escuchó los alaridos de él, atrapado debajo de una de las ruedas del vehículo, y volvió a la realidad sólo para ver cómo su mundo se derrumbaba. De pronto, sintió que a pesar de cada desencuentro amoroso estaba a punto de perderlo, y se le estrujó el corazón. Hizo todos los esfuerzos posibles por acompañarlo mientras estuvo internado, mientras él sufría tendido en aquella cama de hospital, con un brazo y una pierna quebrados -inmovilizados por toda una estructura ortopédica-, canalizado con una botella de suero y aguardando un par de operaciones. Fue en aquella
habitación, una madrugada en que ella se quedó a cuidarlo, dos días después del accidente, cuando se besaron por primera vez. Ella sentía que era la única manera en que podía reconfortarlo, para que sintiera menos dolor y estuviese más vivo. Pero las ilusiones de él se dispararon al infinito.
Volvieron a encontrarse un mes después, ya dado de alta, en casa de él, mientras hacía su rehabilitación física, y ella se tomaba unos días de inesperadas vacaciones en Buenos Aires. Otra madrugada de besos y caricias, de mates y canciones en la cocina, que acrecentaron aún más -si fuera posible- el amor que él le profesaba en solitario desde hacía mucho tiempo.
Se distanciaron por espacio de varios años, entre nuevas idas y venidas cuyo recuerdo se desdibuja, él siempre buscándola, con el corazón en la mano, ella siempre toreándolo, esquiva pero sin desaparecer. Hasta que otro verano, seis años después de aquel accidente, él la invitó a pasar la tarde en la casa quinta que una tía le pidió que cuidase, y ella aceptó gustosa, sabiendo que se reencontraría con su amigo de siempre, cuyo único adjetivo válido que pudiera definirlo correctamente fuera "incondicional". La tarde discurrió en el parque arbolado, entre mates y anécdotas, hasta la noche, cuando ella quiso irse a su casa después de cenar y él no la dejó.
Terminaron jugando de manos y cayendo muertos de risa en una pileta, estrategia que él usara para que ella no pudiera irse, aunque tenía puesta una bikini debajo de la ropa mojada. Pasaron la noche juntos, con un abrazo que comenzó al borde de la pileta y se continuó dentro de su cama, charlando y tarareando canciones, mientras las horas pasaban y la magia inundaba la noche sin que se hubiesen desnudado. La atracción seguía siendo la misma del primer día, pero él ni siquiera se animó a volver a besarla, temeroso de que lo rechazase como con aquel último beso en la puerta de la pensión, seis años antes, él aún calzado con muletas, ella transitando sus primeros meses de vida lejos de su familia, en la capital.
Aquella noche de la zambullida, ella deseó concretamente hacerle el amor, porque el clima gestado entre ambos era el mejor, y sin embargo. . algo la detuvo. Una sombra que quizá se le haya presentado varios años antes, en la cocina de la casa de él, mientras lo veía acurrucado en su silla de ruedas, y se lamentaba de no tenerlo entero y de una pieza para poder abrazarlo y besarlo como a un verdadero hombre, y no como a la estatua enyesada que tenía delante. Una sombra que esa noche de la zambullida se le grabó para siempre: la del sexo imposible. Esa maldita sombra que había marcado la diferencia desde el principio, y que a pesar de llegar a nombrarse como "respeto" o "romanticismo", quedó bautizada desde entonces como "admiración".
Sombra que lo tornara inalcanzable, diferente al resto de los mortales, incorpóreo en su propia idealización.
El permaneció expectante, soñando con el momento preciso en que ella accediera a entregarse por su propia voluntad y sin reservas. Ardiente fantasía que lo consumiera durante eternas noches de insomnio, intentando abrazar en la oscuridad a ese cuerpo que se le escabullía en el recuerdo. Y a pesar de sus caprichosas insistencias, de la muda negativa de ella, de la pujante incomodidad que creció entre ambos luego de aquella madrugada de la casa quinta en la que yacieron juntos en traje de baño, ninguno de los dos supo cómo manejar las sensaciones que les despertara semejante atracción. Y volvieron a dejar de verse, portazo mediante, esta vez de manera definitiva. .¿O no?.
La bruma del recuerdo abre paso a esta realidad de bar de provincia, quince años después, ambos casados, con hijos en edad escolar o aún usando pañales, con responsabilidades propias, maduros y asentados -como los buenos vinos-, contemplándose a los ojos, disfrutando de lo increíble. Una mirada que tiende un puente entre ambas sensibilidades, pero que los sigue incomodando.
Un sentimiento que no debería estar presente, que tendría que haber fluido por su cuenta hacia el olvido, que pertenece a un pasado que ya no existe.
¿Qué estamos haciendo acá?, parecen preguntarse sin decirlo, aunque ninguno se atreva a tomar las manos del otro, sabiéndose en peligro, con el vértigo de estar de pie al filoso borde de un abismo sin retorno.
Ambos lo saben, pero es él, como siempre, quien pone en palabras lo que ambos sienten. Y tararea aquella canción de Serrat, que cuenta de las aventuras vulgares y la literatura sobre la piel. Pero ella baja la mirada, juguetea con la cucharita, suspira hondamente. No sabe qué decir, balbucea incoherencias, y él tampoco se atreve a más. ¿De qué vale insistir con una excitación del pasado, que recuerda erotismos casi ajenos a este producto adulto que la vida ha ido moldeando? Parecen haberse convertido por un instante, desde que se sentasen a la mesa de este bar, en aquellos mismos adolescentes que correteaban bajo el sol a la vera de un arroyo entrerriano, pescaban con red, se iban a bailar las noches del sábado al club del pueblo, y tomaban mate en la galería de la estancia o una cerveza en el pool. Pero vuelven a mirarse, y siguen siendo un hombre y una mujer sentados en un bar, cada uno con su historia y sus romances pasados, con una vida hecha. Ambos saben que la magia se extinguirá ni bien se separen, volviendo cada uno a su vida de siempre. Porque ella, aunque apenas lo diga, prefiere quedarse con su ilusión de un amante fantasma, que la viste como nadie con palabras hermosas, antes que verse frustrada ante la vacuidad de una relación sexual igual a todas, donde la magia se pierde y sólo quedan los cuerpos extenuados. Y quizá él tampoco tenga la valentía, como ya le ocurriese de adolescente, de abordar lascivamente a esta mujer. Algo parece detenerlo, como si aún la sostuviese en aquel altar romántico de su juventud y no pudiese desterrarla hacia la más cruda carnalidad, o simplemente lo devore la culpa de engañar a su mujer por primera vez. ¡Qué odiosas son las primeras veces!, piensa él, y evoca sin quererlo a sus primeras ex novias.
El silencio resulta más incómodo aún que cualquier negativa que pudieran decirse. El ordena la cuenta. Ella extrae una cámara digital y le pide al mozo que los retrate cuando vuelve a darles el cambio. El quiere una copia de esa foto. Ella quisiera que él le garabatee en alguna servilleta una enésima poesía en la que le declare todo su amor. El se conforma con mucho menos: una caricia, un beso que llevarse de recuerdo.. No han tenido más que esto en esta historia compartida. Y sin embargo, es precisamente eso lo que han vivido: una historia. Un romance que se extendió a lo largo del tiempo, con sus vaivenes y anécdotas, sus encuentros y soledades, sus roces y ansiedades, sus palabras y miradas.
¿De qué sirve mantener un contacto posterior a este café?, piensa él, aturdido de no concretar hoy lo que ansiara durante tantos años, sabiendo que por su propia salud mental deberá sumergir todo este sentimiento nuevamente en el arcón de los recuerdos de donde parece haber surgido; o de la cámara criogénica donde se conservara congelado e intacto, dispuesto a resurgir en cuanto las condiciones necesarias estuviesen dadas. Ella tiembla por dentro de solo pensar en acariciarlo desnudo, pero le resultaría imposible, algo prohibido, de lo que quizás se arrepienta por el resto de su vida; ha traspasado la línea sin retorno del matrimonio, se ha civilizado, ya ha cometido sus locuras de muy chica, ¿para qué arriesgarse a algo de lo que no está segura. como quizá nunca lo estuvo de nada? Ambos cargan con sus temores, sus vacilaciones, y un intenso contacto con el otro que no quisieran perder ni aun estando lejos, o muertos.
A paso lento y vacilante se dirigen hacia la puerta. Cada uno lleva una marca en el corazón que los unirá de por vida, y hoy la han descubierto, casi aterrados. La tensión erótica entre los dos permanece inmutable. Y al llegar a la calle, donde sus caminos se bifurcan, ella para tomar el tren de regreso, él para adentrarse en la ciudad, se detienen frente a frente, arrasados por las emociones, conformándose con un reencuentro que ha sido demasiado breve, pero sin lugar en sus conciencias para generar algo más.
El abrazo, cálido, estrecho, cariñoso, los funde en un preciado instante de intimidad. Aunque puedan dejar de verse para siempre, esta despedida tiene un sabor mucho más grato y entrañable que el de la última vez, resentidos y asustados. El se aferra a ella sin deseos de dejarla ir, queriendo retenerla a su lado para cuando tenga ganas de reír, guardándola como un tesoro muy preciado del que desconoce su verdadero valor. Y ella en sus brazos, sencillamente se encuentra en paz, ajena a cualquier tristeza o desilusión que pudiera enfermarla en sus horas de soledad, mientras ordena la casa o espera que sus hijos salgan del colegio. Fantasean con compartir la vida cotidiana del otro, visitándose en familia, conociendo al resto de sus seres queridos. Pero ambos saben que nunca lo harán. Que éste es el final, y que preservan la ilusión, por sobre todas las cosas.
Los únicos besos que se permiten -muchos, que nunca se terminen-, son en la mejilla o en el pelo. Sus embarcaciones zarpan en direcciones distintas, y la sirena de un puerto imaginario ya clama por la partida. Deben irse, por más que se resistan. Y aunque se digan lo contrario, saber que nunca más se
volverán a ver.
Se tienden las manos al alejarse. Al dar la vuelta y seguir su camino, ella se emociona, casi al borde de las lágrimas, que esta vez son de felicidad. Y él, con la mirada perdida en el horizonte, sabe que para encender de nuevo la cámara criogénica.

...tiene que volver a escribir....


"No hay nostalgia peor
que añorar lo que nunca jamás sucedió"
"Por las arrugas de mi voz
se filtra la desolación
de saber que éstos son
los últimos versos que te escribo
para decir con Dios:
¡a los dos nos sobran los motivos!"
(J.Sabina)



*De ALDIMA. licaldima@yahoo.com.ar
Abril de 2011







EL ÚLTIMO TREN*


“Perdieron el anterior, pero aun queda un tren, uno solo…”



Venían de destierros.
De éxodos sangrientos.
De deshielos de lágrimas.
Candentes. Quemantes.
Les habían colocado mortajas.
Monedas de oro en sus ojos.
Pero la desnudez les salía por el costado izquierdo.
Castos almendros, impúberes trigales.
El viento del otoño les rozaba la frente.
Recorría sus hombros y sus lodos.
Renovaba panes, niños y rebaños.
Simiente y tierra dulce.
Casi sin buscarse se encontraron.
La flor del aire y la paloma.
Los árboles y el nido.


Era el último tren.
El último vagón… y lo tomaron.



*De Amelia Arellano. arellano.amelia@yahoo.com.ar







ORDOQUI*



*Por Alfredo Armando Aguirre. choloar47@rocketmail.com



No quiero demorar en volcar a texto escrito algunos recuerdos y reflexiones basadas en algo que
viví, allá lejos y hace tiempo en Ordoqui, el 19 de noviembre de 1972.
En esos días los argentinos estábamos bajo la conmoción que había producido el regreso del general Perón al país luego de 18 años de forzado exilio.
Pero como que cada uno tiene sus prioridades, ese evento no había podido con la pasión de corredor pedestre, que estimulaba nuestros movimientos de entonces.
Habíamos viajado desde Buenos aires, hasta Henderson para disputar una carrera pedestre. Lo habíamos hecho en colectivo, pero ya sabíamos que volveríamos a la estación Tapiales, con el coche motor que venía de Carhué.
Terminado nuestro ritual atlético, me mandé para la estación. Recuerdo que compré algo de fiambre y
algo así como un jugo de naranja, y me quedé en un banco de la estación ferroviaria a esperar el tren.
Sabía que no volvería sólo. Un grupo de atletas, volverían conmigo, pero como representaban al Club San Lorenzo de Almagro, la gente de la peña sanlorencista local los había invitado a un asado.
Al rato, apareció un tren de carga, traccionado por una locomotora a vapor,
con rumbo a Buenos Aires.
Se acercó a mí un trabajador ferroviario y me sugirió que tomara ese tren, así ahorraba dinero, para cuando lo alcanzara el tren de pasajeros, que pasaría mas tarde. Le agradecí y no acepté el convite. El destino me había reservado otra posibilidad.
Pasó un largo rato, y ya con mis compañeros, nos aprestamos a esperar el coche motor. Vale contar que el servicio era atendido por uno de esos coches motores de procedencia húngara, marca Ganz Mavag, que habían sido comprados por el Ferrocarril del Estado a mediados de la década del treinta y que desde entonces venían prestando eficaces servicios en los ramales de trocha angosta, aunque también se emplearon en los de trocha ancha (En 1934 inauguraron el servicio Viedma- Bariloche).
Los coches eran como los que aun se ven en las películas: tenían compartimiento para seis u ocho pasajeros. Y fue en uno de esos en los que nos ubicamos los corredores y la corredora que volvíamos juntos a Buenos aires. El tren había salido a eso de las 3 de la tarde y debía llegar a eso de las 21.50 a Tapiales...Debía.
De mis acompañantes recuerdo a Iris Fernández, al entrenador Gilberto Miori y aunque, algo desdibujados, creo que venían Adolfo Olivera y Arraigada.
Si uno viene leyendo la saga que se publica por Inventiva social, sabrá que de Henderson hasta Ordoqui hay dos o tres estaciones.
Bueno, a horario llego el tren a Henderson. Arriba venía un empleado del correo con un singular gorrito azul con un escudo de bronce con la leyenda de Correos y Telecomunicaciones. El tren seguía cumpliendo su aun civilizadora función de "vagón postal".
Bueno la cosa que al llegar a Ordoqui, el motor empezó a hacer ruidos raros y al rato tuvimos el diagnóstico: el motor se había roto. Y había que esperar una locomotora a vapor que llegara, vaya a saber de dónde, y nos llevaría lentamente hacia nuestro destino.
Así las cosas, nos bajamos del tren en busca de algo para tomar y comer.
Ordoqui (situado aun, pero sin tren, en el partido de Carlos Casares), tenía calles de tierra. Enseguida llegamos a la sede del Club Atlético Argentino Ordoqui. Recuerdo que en un momento llego un camión con la hinchada del club que venía de un partido de futbol, que le equipo había jugado en otro pueblo de la misma Liga.
En la sede del club (es esas que tantas veces hemos visto en nuestras recorridos por el subyugante interior argentino), había pocas cosas para comprar. Recuerdo que compramos galletitas dulces de hojaldre y vino tinto.
Esa sería nuestra comida hasta las 11 de la mañana del día siguiente, que es cuando me bajé en la estación Tapiales. También recuerdo que los colores del club Ordoqui eran azul y blanco y pienso que el club subsiste y también sus colores.
Unas horas después vino la locomotora de vapor y comenzó la lenta marcha.
El frío apretó a la noche y el vino no calentaba mucho. Veníamos durmiendo dándonos calor con los cuerpos los unos a los otros. Así amanecimos. Con el curso del tiempo, atento a nuestra afición por los transportes y a nuestro amor desembozado por los ferrocarriles, le fuimos dando contexto a nuestros recuerdos. También esas nostalgias, nos incentivaron a profundizar, el porqué de esa retracción de los ferrocarriles, que ya habíamos empezado advertir en 1972, cuando al querer ir por tren a participar en carreras pedestres por el interior, se nos decía que el tren que otrora nos llevaría había dejado de circular.
Miradas holísticamente las cosas, Ordoqui era un minicomponente de un subsistema, concebido a principios del siglo XIX, y el que recibió un mazazo casi terminal (más adelante diré porque digo casi...esperanzadamente), entre fines de 1976 y 1977.
Dicen que es hacer ucronías o contrafactualismo, suponer como las cosas podrían haber sido de otro modo, sino se hubieran adoptado ciertas actitudes o decisiones.



Pero vayamos al principio.

Hubo una Argentina que se montó entre 1880, luego de la federalización a sangre y fuego de la ciudad de Buenos Aires, en 1880 y el comienzo de la Primera guerra Mundial en 1914.
Hay acuerdo entre los estudiosos, que esa Argentina se desarrolló inserta en el esquema del sistema cuya potencia hegemónica era Gran Bretaña. El despliegue de la red ferroviaria era parte de ese esquema. Pero había detalles, que se le escapan a los generalistas, y más aun a los que han estudiado ese periodo con un entendible sesgo anglófobo. Mirado desde las cosas cotidianas y desprovistos de cargas teóricas se puede apreciar diferente. Sobre todo cuando uno tiene la suerte o la intencionalidad de estudiar los documentos concretos y los testimonios de los ancianos memoriosos.
En ese contexto, había dos herramientas muy vertebradoras: el ferrocarril y los puertos, y un ingrediente aun no debidamente ponderado: el telégrafo.
Y como nada se hace en última instancia a máquina, estaban los pioneros u hombres de negocios, que con su avidez animaban todo este movimiento, y daban marco a la inmigración europea como mano de obra para estos "emporios" como así se llamaban.
Poco se conoce de los "pioneers" (salvo sus leyendas negras). Así los D'Abreu, los Devoto, los Bustinza, los Stroeder, los Mulhall. Hay más... Más, enfaticemos en uno: Lavalle. Enrique Lavalle estaba vinculado a la "Utopía" emblemática de la época: la construcción de la ciudad de La Plata (específicamente de su puerto).
La Constitución del 53, les había reconocido a las provincias la facultad de levantar ferrocarriles. Pocas provincias hicieron uso de esta facultad. Los ferrocarriles autorizados por la Nación, terminaron neutralizando esa facultad.
En ese contexto la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, sancionó la ley llamada Williams, por el senador Orlando Williams que la alentó. Se trataba de una norma para construir ferrocarriles que fomentaran la creación de nuevas núcleos de producción, debiendo los trazados no pasar por poblaciones ya establecidas, sino para facilitar la creación de nuevos núcleos poblados. Con ese marco, uno de los "pioneros", Lavalle, obtuvo la concesión para un ferrocarril entre Puente Alsina -a la vera del Riachuelo- donde instalaría un puerto y la laguna de Carhue, ya visualizada como un emporio turístico. El puerto se instaló, el ferrocarril también y el lugar para turismo de lo que hoy se llamaría "alta gama" también (Este intento padecería un colapso hacia los 70 por un grave error ambiental de orden antrópico que aún no está del todo esclarecido).
Respecto al puerto debe recordarse que entonces el Riachuelo tenía intensa actividad. El ferrocarril Oeste tenía su propio puerto en una gran Dársena (hoy tapada por la Villa Zabaleta, al lado de la cancha de Huracán). El ferrocarril llego a Carhué, en 1911. Año significativo por demás porque ese
año con el suicidio del gobernador Inocencio Arias, la provincia de Buenos Aires comenzó a declinar sus pretensiones autonómicas, que ya habían sido cercenadas cuando le nacionalizaron el Puerto de la Plata y la Universidad (con su Museo y Observatorio Astronómico incluidos).
El puerto aunque funcionó, corrió la misma o peor suerte que el puerto del Ferrocarril Oeste (al que llegaba desde Villa Luro, por donde hoy corre la Avenida Perito Moreno). Resulta que los servicios suburbanos del Ferrocarril Sur, se las ingeniaron para que se levantara pocas veces el puente, porque
ello perjudicaba sus servicios de pasajeros suburbanos. Y así fueron languideciendo los puertos sobre el Riachuelo, por más que la rectificación del mismo, preveía la navegación aguas arriba (Tal vez el Mercado Central reactive esa posibilidad).
Es curioso pero estos ferrocarriles económicos, ya tenían propuestas de levantamiento a la fecha de la nacionalización entre 1946-1947.
Así no sorprendería que figuraran de la lista de los ramales a levantar, atento el nefasto Plan Larkin, entregado al gobierno de Frondizi en febrero de 1962, pocas semanas antes de su derrocamiento. La caída de Frondizi no impidió que el plan se llevara a cabo, recibiendo sus golpes finales durante
Videla y Menem, curiosamente a manos del mismo responsable Jorge Kogan.
Menem tuvo como asesor a uno de los mentores del Plan Larkin: Ovidio Zabala...
Bueno; pues que este Ordoqui que evocamos desde la nostalgia personal, refleja un país que pudo ser y que dejó de ser. Y ello no fue fruto del azar sino de políticas deliberadas, que han sido nefastas para las posibilidades de la Argentina.
Pero en medio del naufragio, quedaron sembradas aquellas poblaciones, demostrando que la resiliencia es una posibilidad humana.
A la espera de las nuevas oportunidades que induce la triple crisis planetaria (alimentaria, climática y energética), están esos pequeños pueblos que disemino la expansión ferroviaria a fines del siglo XIX y
principios del XX: con sus trazados urbanos, sus infraestructuras públicas y privadas subutilizadas; con aptitud pese a los deteriores experimentados para posibilitar la calidad de vida inexorablemente deteriorada en las metrópolis y grandes ciudades argentinas. Ordoqui y asentamientos como Ordoqui, que se cuentan por cientos, tiene un futuro promisorio.


** Escrito motivado por el proyecto INVENTREN que fogonea el aparcero COIRO.
Buenos Aires, 10 de febrero de 2011.






ESCARCHA DE LUNA*


“Mientras avanzábamos raudamente, veía que el campo giraba como un enorme disco iluminado bajo la luna llena, plateado por la escarcha…”



Mamá me entregó un bolso con la ropa y otras cosas y me acompañó hasta el portoncito batiente de la entrada.
El portillo estaba flanqueado por los dos altos y lozanos cipreses, que semejaban un poco, a dos verdes, gigantescas, y estilizadas espigas; que montaban guardia permanente, vigilantes y quietos, rodeados por un florido conjunto de plantas y plantitas del jardincito del frente. En él resaltaban profusas las enhiestas y copetudas crestas de gallo, de flores verrugosas y aterciopeladas de un furioso color carmín.
El camión azul deslucido de mi tío estaba en marcha y él aguardaba en el volante a que el motor se calentara. Yo le di un beso a mamá y corrí dando un rodeo para subir por el otro lado.
Se terminaba la tarde y comenzó a refrescar de golpe.
El sol, como un disco gigante color naranja pálido, bajaba sobre la quinta de naranjos que daba al oeste, y el cielo se había pintado del granate al rojo intenso; mientras algunas pequeñas nubes amarillentas y oscurecidas se recortaban con ribetes iridiscentes, como ovejas deformes pastando en un campo en llamas.
-Mañana va a helar- dijo mamá, despidiéndose, mientras nos poníamos en marcha.
Me sentí en la gloria.- Un vaho tibio se respiraba dentro de la cabina, emanado por el motor; tenía aromas de aceites cálidos y tan tenues que eran como un perfume metálico, agradable y reconfortante. Además, iniciar este viaje con mi tío era para mí un sueño.
Cruzamos el pueblo, el puente y la ciudad vecina, ambas aún con calles de tierra, y salimos a la ruta, también de tierra.
Enseguida cayó la noche y la oscuridad fue cercándonos. Los faros del camión iluminaban temblorosamente una porción no muy grande delante y un poco a los costados del camino, bañando escasamente de amarillo una pequeña mancha dentro de la inmensa noche cerrada.
Mientras, el ronroneo del motor iba quedando atrás con el camino recorrido; dejando a su paso un eco debilitado que rebotaba en los costados irregulares y nos iba persiguiendo junto con la noche.
Pese a la dicha que sentía, me fui durmiendo sin darme cuenta, acunado por el vibrar suave y parejo, y el regular sonido de la marcha que nos envolvía…
Hicimos así la mitad del camino.
Me desperté al sentir que el camión disminuía la velocidad hasta casi detenerse y el traqueteo de las ruedas sobre los rieles al cruzar las vías del tren. Un poco más allá mi tío se estacionó ante una casa o un tipo de negocio que daba a la calle.
Luego vi que tenía un alero pequeño que sobresalía sobre un surtidor de nafta, de los de aquella vez, altos, con un remate redondo como un caramelo, o una almeja, y una gran palanca con la que bombeaban el combustible.
Por la puerta abierta y por la ventana salía una larga porción de luz que daba un farol muy potente que se conocía como “sol de noche”; y blanca y luminosa cruzaba la calle y alumbraba la garita del guardabarreras del ferrocarril cerca de la vía. Sentí voces, y vi pasar gente en la ventana, e incluso algún chico jugando, quizás más adentro.
Mientras esperaba a mi tío, y terminaba de despertarme, pensaba en esa casa y en esa gente, que en verdad no conocía, ni conocía el lugar, y en realidad tampoco sabía mucho sobre en qué parte del camino estábamos, y hasta pensé que, tal vez habríamos llegado.
¿Cómo sería la casa de mi tío? A mis escasos nueve años era la primera vez que iba. Cada tanto mis primos venían a casa, ya que el negocio se proveía con estos viajes que eran frecuentes, y este coincidió justo con la feria escolar de invierno, así yo al fin puede colarme.
Mi tío volvió y el motor ronroneó de nuevo…
Ahí fue cuando me informé que estábamos a mitad de camino, de modo que enseguida reanudamos la marcha.
De cuando en cuando él encendía un cigarrillo, lo ponía en la boquilla y fumaba quedamente. Las caprichosas espiras de humo azul, como danzantes arabescos, alcanzaban a cautivarme antes de desvanecerse en el interior de la cabina. Cuando terminaba de consumir el cigarrillo, solía mantener la boquilla vacía largo rato entre los labios, y así la sostenía, incorporada y firme, casi todo el tiempo. Decía que era un buen truco para fumar menos.
Yo lo veía recortado contra la penumbra exterior, junto con el resto oscuro de la cabina, donde apenas brillaba tenuemente una pequeña luz en el tablero, casi espartano, propio de los modelos de entonces, de antes de- mediados de siglo. Lo veía pensativo y al mismo tiempo tan sereno, que me cohibía molestarlo o interrumpirlo en sus cavilaciones; hasta que él mismo vio que yo estaba despierto y abrió el fuego con una gran sonrisa, y con un gesto cariñoso soltó el volante y con la mano derecha me revolvió el cabello…
Charlamos larga y despaciosamente, mientras el camión devoraba raudamente buenos tramos del camino.
En realidad hacía apenas cuatro años que se habían asentado en aquella colonia casi virgen, de grandes campos, montes y bañados. También otros colonos habían hecho lo mismo por aquel entonces y se formó una población considerable, además les estaba yendo bastante bien a todos, así que mi tío estaba agrandando sus negocios, y aparte de vender y fletear mercaderías y comestibles, vendía insumos para el campo y estaba iniciando el acopio de cereales y ahora también algodón que estaban comenzando a sembrar como una novedad en aquella latitud agrícola.
Por largos ratos quedábamos en silencio, ensimismados cada uno en sus cosas. Yo mismo trataba de imaginarme cómo sería todo lo que me esperaba, lo que aún no conocía, e iba quedando cada vez más cerca.
De reojo veía que mi tío de cuando en cuando tarareaba una canción en voz tan baja que casi no estaba seguro que estuviera cantando.
Además la soledad de tremendos contornos me intimidaba por momentos. Ahora cruzábamos cerrados e interminables montes que reconocía a nuestros costados y escondidos arroyos que se reflejaban entre la negrura, y la luz de una luna que nacía frente a nosotros.
Pero tenía mucha confianza en él, mi tío era también mi padrino y lo veía como a un héroe, un verdadero paladín. Lo que no estaba al alcance de mi padre, él lo haría accesible, sin dudas, porque sabía que me quería bien.
Mi padre y él tuvieron suertes diferentes. Mi padre vino de Italia de niño y la vida lo trató muy duro. Desde pequeño tuvo que trabajar como único sostén, ya que quedaron huérfanos de padre recién llegados de Europa, y apenas nacidos los hermanitos más chicos. Mi tío era el más joven y accedió a todo más fácilmente, un poco quizás por ser el menor.
Estábamos llegando. Doblamos el último tramo. Se había alzado la luna, grande y ovalada. La teníamos ahora a la derecha y me permitía ver los grandes campos que pasaban corriendo, más fuerte acá cerca, y los grupos de árboles y casas más lejanas apenas se iban moviendo. Parecía que todo girara como en un plato gigantesco, teniendo como eje la luna, mientras bañaba todo con su luz pálida y platinada.
La casa se me apareció entre una extensa arboleda de variados tamaños, negra a trasluz, donde se recortaban altas grevileas y pinos; y los techos metálicos se reflejaron fríos y blanquecinos por la escarcha recién caída y la luz de la luna.
Lo demás estaba en tinieblas, pero enseguida hubo linternas y luz en la cocina, y un par de perros alegres que aullaron y corrieron atropelladamente a saludarnos, antes aún que los demás de la casa.
Así llegué aquella primera vez a aquel lugar, que tanto significaría para mi de ahí en más, especialmente en el transcurso de mi niñez.-


*de Celso H. Agretti. celsoagr@trcnet.com.ar




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